DON LEANDRO
NOTA
I
El cabo Fadrique y dos
guardias jóvenes asomaron al final de la calle Cedeiro. Al divisarles desde el
balcón, don Leandro se puso de espaldas y desplegó el periódico. Cuando creyó
que se aproximaban, leyó en voz alta para que se enteraran los que iban a pasar por debajo: “... En este mes de agosto de 1945, el ejército
rojo soviético ha aplastado al poderoso ejército japonés de Kuangtung y ha
entregado al ejército rojo chino el valioso equipo militar capturado, a saber,
3.700 piezas de artillería, 600 tanques, 861 aviones de guerra y numerosas
embarcaciones navales. Esta acción, a la larga, puede resultar decisiva en la
guerra que libra Mao con Chiang Kai-chek...” Los guardias jóvenes mostrando
cierto desasosiego y cuchichearon entre sí algo que el cabo cortó con un seco:
-- ¡Ni caso!
Los guardias prosiguieron
hasta el fin de la calle, donde estaba el cuartelillo. Una vez dentro, se
quitaron los tricornios y el correaje. El más joven se atrevió a preguntar
mientras frotaba sus botas con una gamuza:
-- Mi cabo, ¿por qué no
paramos los pies a ese viejo provocador?
-- Porque ya tuvo lo suyo.
Preguntadle al sargento Marcos. El viejo-ya-tu-vo-lo-su-yo — silabeó mientras
se sentaba a escribir.
II
¿Qué
habrá sido de ti, Pepín? Raulito me dijo que eres perito industrial en Vigo,
que tienes familia; poco más. Las amistades de niños se desvanecen, pero me
acuerdo bastante de ti. La pandilla de mi primo mayor no siempre me acogía
cuando veraneaba en Lebico; entonces me juntaba con mi primo Raulito y contigo.
Acudir a la casa de tu abuelo, don Leandro, se convirtió en una costumbre y estar
con vosotros en una diversión continua. Mi primo era de la casa. Don Leandro le
tenía adoptado porque Raulito juraba y perjuraba que sería médico como él. Y tu
abuelo lo daba por hecho y decía: “Cuando muera, todo ese
instrumental de la vitrina será para ti”. ¿Recuerdas?
Lo primero que hacía mi primo cuando subía a vuestra casa era comprobar si el
instrumental seguía en la vitrina y en la disposición de siempre; luego
saludaba. También me recibíais muy bien; al fin al cabo yo era hijo del mejor
amigo de tu padre; si nos conocíamos menos era porque yo vivía en Madrid y sólo
iba a Lebico por los veranos.
De
todos mis recuerdos sobresale el de la tarde de mi marcha y fue por los sucesos
tremendos que ocurrieron. Fue un domingo de octubre tardío; mi padre había
prolongado nuestra estancia para buscar unos foros que nuestro abuelo
consideraba perdidos y, también, porque mi madre había mostrado muchísimo interés
en presenciar la vendimia.
Tal
día se supo que el maquis había asesinado al párroco de Dragonte. Corrían
rumores de todo tipo y uno de ellos ponía
los pelos de punta... que si el cura estaba diciendo misa y, justo cuando
alzaba, le soltaron dos ráfagas de metralleta haciendo una cruz ante el
espanto de los feligreses; otros dicen que alguien disparó y el cura dijo “Salvase
el que pueda que yo estoy servido” y se
metió como pudo en la sacristía; entonces El Corchas, no es seguro que fuera
él, tiró una bomba adentro, pero no reventó. También pillaron a cuatro hombres
con quienes el jefe de los guerrilleros tenía cuentas pendientes y les dijeron:
“El que quiera salvar la vida que me de tres mil pesetas”, se las dieron, pero les mataron y además
hirieron a dos mujeres.
Estábamos
a punto de cruzar la calle cuando nos detuvimos en la acera para no ser
arrollados por el sargento Marcos, el cabo y dos guardias que venían
apresurados desde el cuartelillo camino del monte. Cuando pudimos subir a tu
casa, contamos lo ocurrido en Dragonte a tu abuelo y, escuchados los detalles,
don Leandro dejó caer el Diario de León sobre las rodillas y, soltando un exabrupto, repitió varias veces ... “¡La
que se va a armar! “¡La que se va a armar!”.
Ya
tranquilos, hicimos planes para pasar la tarde y entonces dijiste con voz de
ordeno y mando: “Vamos a la poza de las culebras”. Y para allá fuimos aunque el lugar no era
mi preferido porque era el escogido por el tío Monchín para enseñarnos a nadar.
El tío decía: “Aquí te puedes bañar tranquilo porque no viene nadie gracias
a las culebras” y lo repetía y repetía. Ya
metidos en el agua, me colocaba su cinto rodeando el pecho y la espalda y,
sosteniendo el sobrante en alto, me gritaba aguas adentro: “¡Bracea y dale
a los pies!”, algo que yo hacía
desesperadamente y con mucha desconfianza mientras lloraba de miedo a ahogarme
y por las culebras.
Aquel
verano nos dio por espiar al Goyo y su novia; corrían rumores de que se daban
el filete en una chopera cercana a la poza y ardíamos en la curiosidad de
verles en faena. Goyo era el mítico portero de la Gimnástica y Cultural de
Lebico; la novia, un monumento de Vega de Espinareda. Raulito aseguraba que el
organista de San Cosme había comentado que el espectáculo de los novios era
como el encuentro de un piano con las manos de Beethoven..., un decir, porque
sólo les vimos esa vez: estaban sentaditos y en animosa charla.
Total,
que esa tarde, como tantas otras, nos entretuvimos saqueando el acerolo de un
huerto próximo al río, tirando cantos sobre la superficie del agua para ver quién
lograba más rebotes y llegaba más lejos, hasta que nos cansamos y nos sentamos
en la orilla. Raulito, que por entonces era muy sabido, contó historias que nos
pasmaron... que el río Burbia había marcado la frontera entre los reinos de
Galicia y de León y así figuraba en los viejos mapas... que el Rey Bermudo I de
Asturias, sabiendo que el emir Hisan I regresaba a Córdoba con un gran botín
fruto de una incursión por Galicia, trató de cortarle el paso justo aquí, en
Lebico, pero el general Yusuf Ibn Bokht le infringió tal derrota que, después,
Bermudo I decidió abdicar muy avergonzado por haber capitaneado el mayor
desastre militar de los asturianos...
Nos
sentíamos felices matando el tiempo cuando nos sobresaltaron unos resoplidos
roncos y entrecortados detrás de nosotros. Se enfrentaban un lagarto verdinegro y una culebra de
escalera cuyos cuerpos se revolvían en una pugna feroz, bien que la culebra parecía
tener las de ganar. Sin dudarlo, empezamos a tirar piedras hasta que la culebra
se alzó amenazante basculando hacia nosotros y desaparecimos tan veloces como
los feroces contendientes.
Regresamos
al patio de tu casa, y en un pis pas te esfumaste en la panera para después
volver con un michino en la mano izquierda y unos cables en la derecha. Ataste
los cables por un lado a sus patas delanteras y por el otro los enlazaste a un
conmutador de la luz. Entonces dijiste: “Veremos si es verdad
que los gatos tienen siete vidas” y
accionaste la palanca del conmutador ligeramente hacia abajo. La corriente fluía
y el gatito saltaba y hacía contorsiones grotescas pareciendo un puerco espín,
la piel erizada y maullando entre convulsiones. Al mismo tiempo oíamos un
chirrido como de algo que se fríe. Tirabas de la palanca hacia abajo o la
alzabas, lentamente o aprisa, así varias
veces, hasta que le mataste. Un olor a pelo y carne chamuscada se extendió por el
patio cuando arrojaste el animal al suelo envuelto en una pequeña nube de humo.
Luego dijiste a Raulito: “¿No vas a ser médico? Comprueba si tiene siete
vidas”. No sé qué hizo mi primo porque yo
salí de estampida, más asustado que cuando el tío Monchín me metía en la poza
de las culebras; quizás oí un grito de mi madre llamándome, o lo quise oír. Por
eso no me despedí de ti.
III
La tarde ha sido intensa.
Han perseguido a los maquis, pero no han dado con ninguno. El sargento redacta
el atestado como le enseñó el teniente Paláez, preguntándose “¿Quién?” y
escribiendo
“...Evaristo González Pérez, alias Recesvinto, natural de Dragonte donde nació en 1916, acompañado de los
guerrilleros Abelardo Macías alias Liebre, Silverio Yebra Granja, alias
Atravesado, Guillermo Morán García y Odilio Fernández Rodríguez...”
preguntándose “¿Cuándo?” y
escribiendo,
“...El 21 de octubre de 1945...”
preguntándose “¿Cómo?” y
escribiendo
“...No hay unanimidad entre los testigos. Unos aseguran que ametrallaron al
párroco cuando alzaba en la misa, otros que le tiraron una bomba de mano,
siendo lo más posible que les dispararan...”
preguntándose “¿Dónde?” y
escribiendo
“...Por lo expuesto, tampoco está claro si al párroco le mataron en la
iglesia, si le alcanzaron en la sacristía o, lo más viable, que le asesinaran
junto a los otros a las afueras del pueblo...”
preguntándose “¿Por
qué?”
y escribiendo
“...Evaristo González fue apresado al final de la guerra y sometido a
juicio. El cura aportó informes y denuncias contra Recesvinto lo que sirvió
para que, primero, fuese condenado a muerte,
pena después conmutada por treinta años de prisión que no terminó de cumplir al
evadirse...”
El sargento no tarda en
poner el punto final y, observando el cansancio de los compañeros que fueron
con él de batida, pide a su mujer que acerque unos vasos de vino. Beben golosos,
despacio y en silencio hasta que uno de los guardias jóvenes pregunta:
El sargento se toma un
tiempo y después dice:
.
Año 1.945
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