Unamuno y LA ENORMIDAD DE ESPAÑA
En 1945 la Editorial Séneca publica en Méjico una colección de artículos de Miguel de Unamuno bajo el título La enormidad de España (i) con un prólogo breve de José Bergamín. Enorme fue el trabajo de algunos españoles emigrados por mantener vivo el caudal de nuestra literatura y promocionar la obra propia –de ello tenemos noticias en los escritos de Juan F. Escalona y de Daniel Eisenberg (ii). Lo sorprendente del libro de Unamuno son los comentarios sobre hechos y situaciones de la España en que vivía – comienzos de la IIª República—contrastables con realidades de la España de hoy.
Sabemos que Unamuno era asistemático al escribir sus artículos. La realidad, un determinado hecho o acontecimiento histórico, le invitaban a pensar y a escribir, a veces con el apoyo de una o varias lecturas que le respaldaran -- aunque carecía de miedo a contradecir sus opiniones anteriores como le sucedió con Galdós que, de no gustarle, pasó a descubrirlo con provecho cuando estuvo desterrado en Fuerteventura.
Unamuno a veces conversaba consigo mismo y no ocultaba a su otro yo del que Arturo del Villar(iii) habla de manera eficaz y lo ilustra al recoger estas palabras unamunianas de El sepulcro de Don Quijote: “Muchas de estas ocurrencias de mi espíritu que te confío, ni yo sé lo que quieren decir, o, por lo menos, soy yo quien no lo sé. Hay alguien dentro de mí que me las dicta, que me las dice. Le obedezco y no me adentro a verle la cara, y si me dijese su nombre me moriría yo para que viviese él.”
La dicotomía al abordar sus escritos no era ajena a su creencia de que España era una nación de neurasténicos, por eso puede sorprendernos con una defensa del liberalismo, o bien, opinando de manera vigorosa sobre situaciones de ayer que parecen de hoy, las compartamos o no.
El tema de la renovación de España es recurrente en Unamuno y lo exterioriza con frases acertadas o estólidas, pero siempre extraordinariamente descriptivas. Habla de una España heredera de la Imperial que quedó sin fortuna y con una personalidad más bien doliente, una España que la IIª República pretendía superar y hoy parece liquidada: “¡Renovación nos de Dios! De aquella vieja España de picardía y ascética –más que mística--, de picarismo ascético y de ascetismo picaresco, de aquella España de clérigos y soldados hambrones, de frailes mendicantes y andariegos y de tercios que iban a poner pica en Flandes o a poblar las Américas. Mientras las incipientes industrias –tejedores, ferrones, curtidores…-- se arruinaban y despoblaban los campos. Los cruzaban, camino a la ciudad universitaria, estudiantes capigorrones de cuchara de palo en la gorra, mendigos de pan y de aparentar saber”.
Una España que en ocasiones pretendía reaparecer en los pronunciamientos cuyo fracaso se debe a que los pronunciados, a juicio de don Miguel, son analfabetos porque “no saben leer en el alma del pueblo. Toman una opinión pública –la de su público—y aun está mal leída, por opinión popular. Y, es claro, con caudillos así no se hace política”.
Unamuno arremete contra la obsesión de los políticos por el programa. Afirma que nunca hizo programa alguno ni para su asignatura universitaria limitándose (al ser obligatorio) a copiar el índice de cualquier libro de texto. “¡Programa! ¡Asignatura! Son después de “pluscuamperfecto”, las palabras más feas que hay en castellano. Y bien decía Carlos Marx que el que traza programas para el porvenir es un reaccionario.”
Otra de sus preocupaciones respecto de la estructura social de España recae sobre la situación de los funcionarios de bajo nivel en quienes “la vocación se ve rebajada por el destino”. Destaca que, además del conflicto con la vocación, su situación es poco menos que mendicante, refiriéndose a quienes mantenían a su familia con un destinillo de tres o cuatro mil pesetas (situación más o menos equivalente a la de los funcionarios contratados de hoy, también mileuristas) y precisa: “Tan mendicantes, tan pordioseras como las órdenes monásticas así llamadas lo son las corporaciones civiles de funcionarios proletarios”. Y no duda en alinearles a los curas de misa y olla, los pregoneros de la fe del carbonero, que a veces atacaban sin verdadero conocimiento a Voltaire, Rousseau y el liberalismo, haciendo daño a la religión y a la educación de los ciudadanos.
Curiosa es su creencia de que el divorcio es cosa de burgueses y aristócratas porque al “que se llama por antonomasia pueblo no se preocupa apenas del divorcio. Es problema que al verdadero proletario, al que tiene que cuidar de su prole, no se le suele presentar. Y es que en el proletario, en el obrero, la igualdad de los sexos es mayor.” Eso tampoco le impide denunciar otro problema social al añadir: “Téngase en cuenta las familias obreras en que la mujer es más sostén de ellas que el marido. Hay obreros parados que comen a cuenta de la mujer y que, en vez de obreros en paro, son maridos en parada.”
La IIª República ordenó retirar los crucifijos de la escuelas nacionales, medida que fue contestada y tuvo desigual seguimiento. Unamuno, que inicialmente había protestado contra la orden, reflexiona y escribe sobre la prepotencia de la Iglesia respecto del Estado, prepotencia que “le acostumbró a la relajación de sus deberes evangélicos, a preocuparse más de enseñanza oficial que de organizar la propia” para sentenciar que: “La separación de la Iglesia y el Estado y el nuevo régimen de laicismo en la enseñanza va a obligar al clero católico español a preocuparse de la instrucción religiosa de los hijos de los fieles, menester que tenía”, pero no ejercía.
Unamuno distingue entre el espíritu público español y la llamada opinión pública porque ésta “no siempre tiene limpia conciencia de su propio espíritu” refiriéndose a que la mayoría de los españoles no saben lo que quieren ni tampoco lo que no quieren: “Muchas de las explosiones públicas no son más que ataques epilépticos. Y en ellos el público, o se muerde la lengua o irrumpe en gritos inarticulados, que no otra cosa son los más de los vivas y de los mueras”.
Que Unamuno no tenía buen concepto del Parlamento es sabido y aún peor del parlamentarismo porque le encocoraba su afición a la palabrería. Equipara Parlamento con Palabramento al que, a su juicio, son dados los abogados palabreros y escribe: “Oficio no de fabricantes de palabras, sino de revendedores de ellas”. Tampoco defiende al político, y menos a las llamadas personalidades, pues según él, si Marx enseñaba que el estómago dirige al hombre, Maquiavelo, mejor psicólogo, “enseñaba que el hombre entrega la vida por la bolsa y la bolsa por la vanidad. Y a la vanidad suele llamársele personalidad.”
Toca el tema de la convivencia que, para un lingüista como él, no es cosa de convención porque “convivir no es sólo convenir”. Para Unamuno la convivencia no se pacta: “Y más cuando, querámonos o no nos queramos, tenemos que convivir.” Y recordando que alguno le dijo que quería a España con locura le respondió: “no es que yo quiero a España, sino que quiero España. Y no es lo mismo”.
Sobre la cuestión nacionalista entra de lleno y se pregunta: “¿Nación? ¿Estado? ¡Es cuestión de palabras! Así me decía mi buen amigo, como catalán que es, el Sr. Companys. ¡Cuestión de palabras, por si le llamo tal o cual, por si habla así o asá, llegan a matarse los hermanos!”. Para él lo sustancial es el espíritu íntimo de la palabra que se aplica al razonar: “Por algo en catalán a hablar le llaman razonar, “enrahonar”. ¡Y ojalá razonaran siempre!”.
En el artículo "¡Pobres metecos!" recuerda que Cambó le dijo en la Plaza Mayor de Salamanca que la envidia había nacido en Cataluña y Unamuno comenta que lo mismo diría cualquier otro ciudadano importante de su región o patria chica: “Porque la envidia, que es recíproca, es de estas patrizuelas que se achican”. Comenta, por ejemplo, la frasecita “hable usted en cristiano”, que califica de grosera, y dice “mi experiencia personal en Cataluña me ha enseñado que en el “archivo de la cortesía”, que dijo Cervantes, todos los hombres cultos –y no he tratado otros allí—se acomodan al modo de entendimiento mutuo. Y por eso yo les rogaba que hablasen en su cristiano vernacular, pues deseaba ejercitar mi oído y mi sentido a su comprensión. Otra cosa habría sido si hubiesen pretendido imponérmelo.”
Esa opinión no impide a Unamuno hablar con rotundidad sobre el papel unitario de la lengua española y se manifiesta contra cualquier posibilidad de bilingüismo oficial: “España tiene el deber de imponer a todos sus ciudadanos el conocimiento de la lengua o dialecto –me es igual—español; pero no debe consentir el que se imponga –así, se imponga—a ninguno de ellos el bilingüismo. Sea bilingüe quien quiera, y trilingüe y políglota, ¿pero como obligación de ciudadanía? ¡jamás! La ciudadanía es simple, y no la hay ni doble, ni triple ni múltiple. Y en lenguas las hay diferenciales y las hay integrales”.
Recuerda Unamuno que la norma era una escuadra que servía a los agrimensores romanos, y se pregunta cuál sería la norma española para contestarse: “Esa norma fue y es –y esta sí que paradoja, y trágica—la enormidad. La norma castizamente española es la enormidad, es una escuadra para encuadrar el cielo y tallarlo a nuestra medida. Lo anormal, nuestra normalidad.” Y recuerda que nuestros antepasados hicieron lo mejor con el verbo y no la espada. Y concluye para entendidos: “Norma, la palabra”.
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NOTAS.:
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i.-Miguel de Unamuno, La enormidad de España. Comentarios. Col. Lucero, Editorial Séneca, México D.F., 1945.
ii.-Ver los trabajos de Juan F. Escalona "La imprenta peregrina: escritores y editores en México, y Las publicaciones de le Editorial Séneca "(1997) del profesor Daniel Eisenberg en el Homenaje a Pedro Sáínz Rodríguez , Fundación Universitaria Española, Madrid, 1986 que se pueden leer en Google.
iii.-Arturo del Villar, “Unamuno y su otro”, Revista Esfinge nº 18 (Noviembre, 2001), leer en Google.
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