viernes, 5 de agosto de 2016

Aspectos de la novelística de Francisco Ayala[i]



El escritor, en el novelar de Francisco Ayala


La generación de Francisco Ayala (1906-2009) vivió la juventud entre notables crisis, las secuelas de la  Iª Gran Guerra y las convulsas realidades sociales y políticas hasta el tajo de la Guerra Civil española. La crisis influía seriamente en la literatura y particularmente en la novela porque los géneros literarios son elásticos y modifican sus estructuras --cuando no desaparecen—siempre en busca de una modernidad. Pero si en tiempos de crisis el ciudadano no encuentra la vieja seguridad, tampoco la tendrá el protagonista que le imita en la novela. ¡Oh, el personaje! Incluso el novelista encuentra difícil modelar un arquetipo porque el ciudadano en que se fija ni induce a la ejemplaridad ni a la repulsión. El personaje en crisis sólo es imagen de nuestra propia inseguridad, del vacío que sufre una sociedad que ni se reconoce ni sabe adónde se dirige. Francisco Ayala escribió --ya en su madurez—en el  libro Experiencia e invención (1960):

“Si, como me parece indudable, los géneros tradicionales han perdido significación, y algunos han sido abandonados por completo (¿a quién se le ocurriría hoy ponerse a escribir una epopeya?), su decadencia indica que esos dispositivos técnicos en que consiste no corresponden ya, o sólo en medida  muy escasa, al estilo de nuestra época, y no sirven para darle expresión adecuada”. 


En tiempos de  juventud, a Francisco Ayala como a la mayoría de los escritores de su generación les iba la experimentación, los ismos; el estilismo del tiempo se imponía a todo su quehacer artístico incluida la creación novelística. Respecto a  Ayala lo testimonian sus libros El boxeador y un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930). Pero cuando escribió El hechizado (1944) y tenía 38 años, su novelar había encontrado el norte centrándose en la figura del escritor, o en sus variantes como el narrador, el relator, el memorialista, el aficionado a escribir o el autor de autobiografía. No se trataba del caso de Miguel de Unamuno quien, demostrado por Ricardo Gullón en su libro Autobiografías de Unamuno (1964), trasladaba sus múltiples yos a los personajes de novela con ánimo de perdurar en ellos después de su  propia muerte. Ayala eligió la figura del escritor porque representa al creador y, a través de ella, mostraría la miseria social valiéndose de procedimientos literarios tales como la historia,  la crónica de sucesos y la autobiografía.

¿Qué le induce al escritor Pinedo, protagonista de Muertes de perro (1958) a escribir la crónica de la dictadura de Bocanegra como no sea una inmortalidad que Ayala dibuja lentamente desde la ironía y la parodia? Acostumbrado al espectáculo diario “donde la bestia humana ruge”, realidad más cruda que la peculiar de las novelas o de las películas, y pensando que los sucesos a relatar despertarán la admiración de las generaciones, el protagonista Pinedo se aplica a “a preparar” su relato con el desengaño de la pura verdad:


“Instalado siempre en mi sillón de ruedas, testigo de tanto y cruel desorden, aquí estoy, en medio del torbellino, sin que hasta el momento nadie me haya molestado.”



Y piensa que si no le ocurre nada, se le posibilita asistir al final de la historia y podrá contarlo (“porque esto ha de tener un final, y será menester que alguien lo cuente”). Pinedo se llama vástago de una familia de escribidores y, por tanto, se cree con el mejor derecho para continuar “la sedentaria tarea” de contar los despropósitos de los otros mortales. Conoce también la inmunidad que le proporciona estar impedido en un sillón de ruedas:


“De mí, ¿quién va a ocuparse? Y hasta me sobra el tiempo y el sosiego para observar, inquirir, enterarme, averiguarlo todo, e incluso para hacer acopio de documentos; sí, juntar los papeles sobre cuyo valor fundamental habrá de fundarse luego la historia de este turbulento periodo



En el fondo, cronista de cualquier tiempo, quiere un puesto en la gloria:


“¿quién  le dice que no haya de ser mi nombre, el nombre de Luis Pinedo, del insignificante Pinedito, el que se haga ilustre, a fin de cuentas, por encima de todas las cabezas, con el sólo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido estos documentos cuya importancia nadie reconoce  ahora y en los que nadie repara?... Silenciosamente los recojo yo  mientras tanto para redactar en su día la crónica de los sucesos actuales”.


Ni el afán de verdad histórica  ni el escribir para solazarse ilusionan tanto a este mesiánico hijo de la sociedad como propagar desde su ser tullido y enfermo la podre de sus congéneres. En uno de esos momentos de reflexión extra-subjetiva manifiesta que existe otra poderosa  razón para escribir:


vivimos al día, sin recuerdo del pasado ni preocupación del porvenir, entregados a un fatalismo que nos lleva, en lo individual como en lo colectivo, de la abulia al frenesí,  para recaer de nuevo en el letargo tras cada convulsión. Eso quizás por suponerse que nada de lo que ocurra o pueda ocurrir tiene entidad real”. 



Antes de proseguir, subrayo que una constante de los personajes de Ayala es vivir de recuerdos y que ese transportarse al pasado no sólo explica la naturaleza irreal de los sucesos narrados en presente por quienes viven a expensas de remembranzas, sino también una sociedad trasnochada donde el individuo no puede reverdecer viejas energías.


En El  fondo del vaso (1962) el protagonista Lino Ruiz resulta menos cínico que Pinedo; dice escribir para pasar el rato, pero varían los sentimientos que mueven su pluma. Al comenzar escribe para reivindicar al desaparecido Bocanegra; después porque un amigo --interesado en que abandone los anteriores propósitos-- le adula como artista y, finalmente,  cuando es un verdadero escritor, porque tiene conciencia de su propia ruina moral y física. La novela está muy bien estructurada. Sus tres partes responden con lógica feliz a la trayectoria espiritual del protagonista. La primera buceará en su idiosincrasia; en la segunda –ahí nace el “escritor-artista” retratará a calco la circunstancia que le rodea; en la tercera la realidad se impone al ensueño para terminar fundiéndose en él. Y Lino, resulta despojado de la libertad y de cuanto le es querido. Siendo verdad que había empezado a escribir para entretenerse, exclama: “No hay remedio: esta vida es una comedia de equivocaciones, una tragedia, una tragicomedia”, en mi opinión, coincidiendo con la visión del mundo del autor.


Las obras anteriores de Francisco Ayala, sin ser tan complicadas, ofrecen un panorama variado en la manera de presentar al personaje,  predominando la tendencia autobiográfica. El carácter de cada personaje-escritor será evaluado por los lectores tras leer los comentarios de los sucesivos cronistas que surgen en el relato, y los gestos o indicaciones repartidos por el novelista a lo largo del texto. 

Nuestro novelista relevó la dualidad clásica entre héroe y antihéroe, cada vez menos viable en la buena novela moderna, por un juego de tres personajes: uno es el propio autor-Ayala dirigiendo la trama e introduciéndose de manera subrepticia en los otros personajes cuando le conviene; el segundo es el relator que pertenece a la tipología de los entes vacíos que se exorcizan introduciéndose en los secretos de otras vidas, usufructuándolas como es el caso de Pinedo; el tercer personaje es el verdadero cronista de la ficción, el glosador verbal o documental  de acontecimientos directamente vividos por él, primer intérprete de la realidad, del sufrimiento moral, del suceso novelesco, pareciendo  el otro autor de la novela – un ejemplo nítido de glosa verbal también puede verse en la novelita El mensaje. La presencia de los tres autores permitía que Ayala manejara el tiempo novelesco desde tres puntos vista que, además,  le hacían trasmutable.


Si El fondo del vaso superó la técnica de creación ya expuesta al ostentar Lino Ruiz la doble condición de relator y glosador, será en la narración El hechizado –incluida en Los usurpadores (1949)-- donde hallamos otro ejemplo magnífico. Ayala describe intencionadamente el desmoronamiento de la máquina imperial de España acentuando los rasgos animalizadores de los personajes. Hay un glosador que, intrigado por aquel periodo, encuentra el manuscrito donde el indio González Lobo relata la aventura de cómo fue pretendiente en la corte de Carlos IIº. El relator llama modestamente noticia a su propio escrito y, refiriéndose al que llama “notable manuscrito” del indio aclara: “No se trata del borrador de un memorial, ni cosa semejante; no parece destinado a fundar o apoyar petición alguna. Diríase más bien que es un relato del desengaño de sus pretensiones” (simplemente las de ver al rey, al soporte y cabeza de lo que parecía ser un imperio fastuoso).


El procedimiento utilizado por Ayala al componer El hechizado es sencillamente prodigioso. Entendemos al relator viéndole escribir, reflexionar, exasperarse, intrigarse, admirarse con el relato de González Lobo; de éste captamos toda su sensibilidad y los diversos planos del carácter –posiblemente, semejante al del ciudadano español de entonces, ya más paciente y meditabundo que hombre de acción--, y de Ayala, el poder de persuasión sobre la inteligencia del lector:


“Hay un pasaje, un largo, interminable pasaje, en el que González Lobo parece perdido en la maraña de la Corte. Describe con encarnizado rigor su recorrer el dédalo de pasillos y antesalas, donde la esperanza se pierde y se le ven las vueltas al tiempo; se ensaña en consignar cada una de sus gestiones, sin pasar por alto una sola pisada.”



Podemos imaginar la angustia del comentarista al no captar el verdadero alcance de la descripción del indio –en verdad víctima del engaño artístico preparado por la coalición Ayala-G.Lobo—y el quinto sentido de Ayala para presentarnos la máquina administrativa de aquel imperio, donde los hombres, perdidas las viejas energías, son absorbidos por la inmensa araña de la burocracia. Todo ello proporcionando giros imprevistos al concepto de autonomía del personaje.

Ayala, que más bien parecía el escribano de sus escribanos, sólo dictaba una ley a sus entes de ficción: que coadyuvaran a explorar cuanto puede saberse acerca de la existencia del hombre:

“Una interpretación del mundo centrada sobre esa cuestión cardinal acerca de qué sea el hombre, de dónde venimos y adónde vamos; la pregunta que oscuramente o con lucidez nos estamos haciendo cada cual desde el fondo de su conciencia, mientras la vida nos dura.”






[i] Este trabajo y el  del próximo mes, ponen al día el ensayo “Tres aspectos en la novelística de Francisco Ayala que publiqué hace ya mucho tiempo en Cuadernos Hispanoamericanos, Septiembre de 1965, Núm, 189.