miércoles, 22 de abril de 2009


LA GRUTA


La máquina ha pitado y el tren arrancará en seguida. Acodado en la ventanilla, me divierte el corre corre, las prisas de última hora, la pachorra de los que han bajado, el agitar de pañuelos al aire, las lágrimas deslizándose entre sonrisas apenas dibujadas.

Dejo atrás mi mes de descanso, pero me llega la brisa del mar y siento como si aún tuviera agua en los oídos. Me pongo a recordar lo que hice y se impone ella.

Confieso que apenas me llevo otro recuerdo. No era la más bonita, las cosas como son, pero me atrajo intensamente, quizá por su juventud, su piel blanquísima y suave, o la nuca desnuda y deseable cuando alzaba su melena de color bruno brillante.

Nos encontramos en la galería de su pensión. Hablábamos de cosas intrascendentes. Sonreía a menudo y estuvo muy amable al despedirse.

Pasé días aburriéndome sin hacer algo mejor que no fuera ir a la playa. La encontré de nuevo una tarde, también en la galería. Me pareció más hermosa; me atrajo el olor que se desprendía de su corpiño, también la caballera que el aire batía alegremente a su espalda. Estuvimos un buen rato mirando el mar sin decir una palabra. Un sentimiento inevitable llevó mi mano derecha a rodear su cintura. No se apartó. Me miró detenidamente a los ojos y al rato se retiró sin decir más.

Al día siguiente la encontré de nuevo Se celebraba la verbena de San Roque y le propuse ir a la playa al atardecer. Aceptó si unos sobrinos venían con ella. Sentada en la arena con un balandro de juguete sobre la falda cuidaba el ir y venir de los niños en jugueteo incesante. Estuve un rato nadando, pero sin apenas dejar de mirarla. Quise jugar con los críos, pero se mostraron más interesados en construir en la arena que en competir en correrías conmigo.

Al fin me atreví a pedirle que se desvistiera y quedara en  traje de baño; para mi sorpresa, lo hizo. El bañador era negro y quedé fascinado con el contorno de su figura; me dejó contemplarla y sonreía como satisfecha de mi examen. Nadamos un rato. A lo lejos se oía la banda de música que tocaba en el paseo de la Marina mientras las luces empezaban a encenderse y la playa a entregarse a las sombras.

Una vez en la arena, me acerqué a ella cuanto pude y creí descubrir un cierto rubor en sus mejillas, pero nada impidió que la besara en los labios y que nos abrazáramos momentos después. Ajenos al crecimiento de la marea, el agua fría hizo que nos pusiéramos de pie de un salto.

No sé si Paula recogió a los niños y les pidió que regresaran a casa, que estaba muy cerca, o se quedaron jugando. Recuerdo que me cogió de la mano y me llevó a las rocas que cierran la playa por su izquierda abriéndose a los acantilados. Me llevó a una gruta donde nos volvimos a besar acariciándonos incesantemente. De pronto me apartó, se quitó la parte de arriba del bañador, sus pechos brotaron y, ya desnuda,  se entregó mientras me susurraba que sus padres se habían conocido y la habían concebido allí, y que su padre había perecido también cerca de allí cuando su barco se estrelló contra el acantilado a causa de una galerna.

Fue entonces cuando me sentí mareado, ella acercaba sus labios a mi oído y me pidió qué escribirse mi nombre en la gruta. Cuando fui a hacerlo observé que había escritos una infinitud de nombres. La cabeza me daba vueltas. Veía nombres por todas partes, como si cada trocito de la gruta testimoniase del corazón de un hombre. Quise preguntarle, pero Paula había desaparecido, igual que los niños de la playa.


Terminaron mis vacaciones y me parece que tuve una aventura, ¿o no? Apagaré la luz del compartimento. Mis compañeros de viaje se han quedado dormidos. Yo cierro los párpados y veo aparecer a Paula con los niños de nuevo.

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