lunes, 24 de enero de 2011



RAMÓN PÉREZ DE AYALA: “CUARTO MENGUANTE


No es raro que si tienes librerías distribuidas por toda la casa y sacas un libro de cualquier estantería te sorprenda algún hallazgo imprevisto. Me sucedió cuando pretendía leer El trueno dorado de Valle Inclán. Estaba junto a otro libro --dos de las Sonatas de don Ramón-- y allí, aplastadillas entre ambos, aparecieron las 57 paginillas de Cuarto menguante. Novelita ingenua y sentimental de Ramón Pérez de Ayala con ilustraciones de Bartolozzi, nº 14 de La novela semanal, una publicación que existió entre 1921 y 1925.

En septiembre de 1921, mes de su publicación, Pérez de Ayala tenía 41 años y era un escritor de recorrido largo. Hacía 11 años que había publicado A.M.D.G., luego Troteras y danzaderas (1913), ensayos y libros periodísticos, saliendo de su pluma medio centenar de creaciones entre 1902 y 1928, incluyendo las que llamó novelas poemáticas de la vida española: Prometeo, Luz de domingo y La caída de los limones. El año 1921 también fue el de otra de sus novelas más conocidas: Belarmino y Apolonio.

Cuarto menguante es una novelita que tras su edición en La novela semanal, sería retomada, profundizada y ampliada por el autor en Luna de miel, luna de hiel y Los trabajos de Urbano y Simona (1923). El asunto era el amor, más concretamente, la educación erótica de los españoles o, precisando, la educación sexual inadecuada, tratada en falsete y con enormes dosis de ironía no exenta de sesgos caricaturescos. Como Pérez de Ayala era un buen helenista, tuvo a mano la historia de Dafnis y Cloe.

El argumento de Cuarto menguante es este: Micaela y Victoria han concertado el matrimonio de sus hijos, Urbano y Simona, educándoles de manera estricta “para la perfección en la tierra y la bienaventura en el cielo” y así ambos llegaran al altar sin que les haya rozado “ni siquiera el ala de un mal pensamiento”, es decir, desconociendo todo lo relativo al sexo.

Alrededor de los jóvenes cumplen función otros personajes descritos con dosis de humor --esperpéntico en ocasiones-- como don Leoncio Fano, el progenitor de Urbano, “testa de nieve, rostro oliváceo é hidalgueño, barbas de acero”, el preceptor don Cástulo Cólera que “daba la impresión de un crepúsculo otoñal”, la abuela doña Rosita que inspira en don Leoncio “devoción é irreprimible deseo de arrodillarse”, el centauro Paolo “con botas de montar, de las cuales nunca se despojaba” o la decidida madre de Urbano, doña Micaela, llevando a la boda “unos plumachos negros que á ratos sacudía con majestad, como caballo de funeraria”.

Tal despliegue de humor jocoso va in crescendo hacia un final que muestra a un Urbano colgado del cuello del padre, lloroso, pidiendo que no le deje hacer el viaje de novios porque tiene miedo. Continúa con el dibujo de los novios con la cabeza gacha en el landó que les conduce a la diligencia y, una vez en ella, asegurándose mutuamente que son felices por el simple hecho de estar casados mientras otro viajero bromea, o supone, que Urbano ha raptado a Simona. Urbano llega a la fonda con el pensamiento tan difuso y confundido que propone a Simona dormir en habitaciones separadas; lo hacen así y, al amanecer, él huye a su casa mientras Simona regresa a la suya creyendo que va a tener un hijo porque se le apareció el Ángel Anunciador en el horizonte, aunque se obstina en creerse una desgraciada como lo han sido todas las mujeres de su familia.
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Pérez de Ayala se percató de las posibilidades de Cuarto menguante motivándose a ampliarla en las novelas antes citadas. En cualquier caso y pese a su rápido final, Cuarto menguante resulta un primor de narración breve, un ejemplo de la mejor prosa novecentista pese a los cultismos que, en el diapasón de Pérez de Ayala, siempre aparecen cogiéndonos desprevenidos, pero que, gusten o no, también constituyen una de las notas personales de su estilo.
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domingo, 9 de enero de 2011


RECORDANDO A SHERWOOD ANDERSON


Se tragó el palillo que pinchaba la aceituna mientras bebía uno de sus martinis. Iba de crucero hacia Sudamérica  El palillo recorrió los intestinos y cuando Sherwood  llegó a Cristóbal, en la zona del canal de Panamá, se declaró la peritonitis que le produciría la muerte  el 8 de marzo de 1941 en Colón. Tenía 64 años. Del suceso se cumplirán setenta años en dos meses. El epitafio grabado en su tumba dice: “La vida y no la muerte es la gran aventura”.

Había publicado bastante. Un libro destacaba sobremanera, Winesburg, Ohio (1919), colección de 22 narraciones breves que forman una novela para unos  y una colección de historias cortas para otros. El libro no tuvo mucho éxito en las librerías, pero sí crítica excelente. Es un collage de la vida en una pequeña ciudad y explora la relación y comunicación entre sus habitantes. En su tiempo y después concitó la admiración de quienes atribuyeron a la lectura de Winesburg, Ohio su vocación de escritores.

La estúpida muerte de Sherwood Anderson tampoco empañó su reputación de haber sido el autor que más influyó en  la Generación perdida (Lost Generation). William Faulkner lo reconoció: “Él fue el padre de mi generación de escritores norteamericanos y de la tradición literaria norteamericana que nuestros sucesores llevarán adelante. Anderson nunca ha sido valorado como se merece.” Su influencia no sólo derivó de los libros sino que la ejerció personalmente, por ejemplo, respecto de Hemingway y el citado Faulkner.

A Hemingway le conoció en Chicago en 1921, justo cuando Anderson acababa de regresar de París. Anderson le persuadió de que también debía irse a la capital francesa por ser la única ciudad recomendable para un escritor aprendiz debido a su liberalidad y amor al arte en todas sus manifestaciones; además, allí vivía la gente más interesante del mundo y era barata y conveniente para el cambio de moneda. También le facilitó cartas de recomendación para Gertrude Stein, quien había sido su amiga y se convertiría en mentora del joven Ernest.

Faulkner recordó siempre que coincidieron en Nueva Orleans y que Anderson le convenció para que se dedicara a la prosa y dejara la poesía en segundo lugar. Trabajaban en el mismo periódico, paseaban, charlaban y bebían hasta que Faulkner se encerró para escribir una novela. Años más tarde escribió: “Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: “Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro”. Yo le contesté “trato hecho”, y así fue como me hice escritor”.

Mientras Faulkner se convertiría en uno de los apologistas de Anderson, Hemingway, esclavizado por un carácter bipolar que dominaba sus emociones, parodió el estilo de Anderson en The Torrents of Spring (1926). También se alejaría de la Stein –que siempre tuvo a Anderson en un alto concepto- y mantuvo diatribas con ella mientras se hacía amigo de Ezra Pound, quien le presentaría a James Joyce, pronto compañero de borracheras épicas. Otra muestra de su personalidad es que Hemingway tampoco estaba ufano de su nombre de pila simplemente porque lo asociaba al del protagonista ingenuo y loco de La importancia de llamarse Ernesto de Oscar Wilde.

Sin duda los movimientos literarios engullen a sus precursores de la misma manera que las revoluciones devoran a sus hijos. El palillo famoso fastidió la vida de Anderson como, antes, ciertos amigos pusieron palos en la rueda de su fortuna, pero dejó buenos libros y, sobre todos, Winesburg, Ohio. Con él alumbró los caminos literarios por los que discurriría la Lost Generation y continuará motivando a escritores en ciernes. Vale la pena recordarlo.

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Sherwood Anderson, Winesburg, Ohio, Traducción de Emilio Olcina Aya, R.B.A. Editores, Barcelona, 1995.