miércoles, 25 de noviembre de 2015





La Tertulia

Nota.:

La Tertulia es el relato final de mi libro Historias de España. Hechos que ocurrieron en Madrid, Texas, Pensilvania y en Tortosa, reaparecen en los sucesos que se hilan en este relato, siendo personalizados por entes de ficción que se reúnen en un café para discutir quién debe ser el pregonero de las Fiestas de Lebico. Mientras dan sus opiniones, el personaje relator recuerda pasajes de la vida de los tertulianos con sentido del humor.

Nos reunimos martes y viernes en la mesa grande situada al fondo del  café Universal. Al verme, Laura alboroza sus grandes  aunque  maliciosos  ojos de sibila. Está acompañada de Luis Figarola, Balbino Cubelos, Primitivo Martín, Ramón Fidalgo, y Adelino Feito.

--Siéntate -dice ella azotando la silla a modo de bienvenida-. Discutimos sobre quién debe pregonar en las Fiestas de Lebico.

--¡Ah, sí? ¿Y ya lo habéis decidido?

--No exactamente, porque nosotros no decidimos; como mucho sugerimos - corrige Adelino--, pero da un tufillo a que ya se eligió.

Picado por la curiosidad, pregunto:

--¿Alguno de vosotros sospecha el nombre del afortunado?

Adelino mueve la cabeza con firmeza y añade:

--Muy probablemente ninguno de nosotros; como el alcalde hizo el paripé de preguntarnos, por eso creo que será un foráneo otra vez.

Asiento con la cabeza mientras Balbino protesta:

--¿Otro?

Adelino, amante de la precisión y mirándome con fijeza, corrige:

--No exactamente. Hemos visto a Julián Fabá hablando lo menos tres veces con el alcalde, vamos, que no se separan.

Soltamos la carcajada porque Fabá es vinatero y sólo discursea durante la vendimia, pero el gallinero de la tertulia se ha alborotado. A mí, la cuestión de ser pregonero de las Fiestas me importa un bledo, aunque reconozco que si los políticos codician ser alcalde de su pueblo, pregonar las fiestas locales es la ocasión para que un escritor se encumbre ante los convecinos y la prensa –al menos la digital de Ponferrada— dedique unas líneas al triunfador; vamos, que le alcen sobre la peana. Sin embargo, la realidad es que el alcalde no encarga el pregón a ningún escritor local desde hace tiempo.

Dos años atrás  lo confió a un madrileño que habló sobre los vinos del Bierzo con tal desatino que confundió los del Palacio de Arganza con los de Arganda del Rey; nos percatamos al soltar el socorrido de "Si vino a Arganda y no bebió vino, entonces ¿a qué vino?”. Y hace un año Pepín Eriguren, el celebérrimo antropólogo vasco, soltó un reóforo disparatado comparando la captura de la ballena por los villanos de Biarritz durante la Edad Media con la pesca de la trucha por nuestros paisanos del Burbia. ¡Vamos, que nos endilgó el trágala para dejarnos en ridículo!

El tal Pepín lo pasó mal porque antes de llegar a Lebico se le ocurrió preguntar por teléfono al concejal de fiestas si le iban a pagar y el burro del Juanín respondió contrariado: “El honor de ser pregonero paga de sobra, ¡Ya quisieran muchos!”. Pepín arguyó que se desplazaba desde Zumaia donde disfrutaba de unas vacaciones ahora interrumpidas, además estaba la estancia de aquí  y todo ello suponía unos gastos importantes que nada tenían que ver con el honor. Total, que terminó telefoneando al alcalde y éste ordenó al Juanín que le hospedara en el Parador de Villafranca del Bierzo y, si no tenían habitación libre, en el Hostal La Charola de la misma villa; añadió que le regalara un arcón con publicaciones dedicadas a Lebico y la comarca del Bierzo y, además, que se le abonaran quinientos euros para cubrir los gastos del viaje.

Juanín interpretó las órdenes del alcalde a su manera. Dijo a los del Parador que reservaran al pregonero una habitación hasta las ocho de la noche, que dispusieran de ella si no llegaba antes...“y entonces le buscáis un taxi y lo mandáis al motel de la carretera, aquí junto a Lebico”. Al oír esto, el empleado del Parador quedó atónito y, sin salir del asombro, preguntó: “¿Se refiere a… El corzo enamorado?” Juanín bramó: “¡A ese mismo!”. Tal sucedió y Pepín, luciendo ojeras como aros olímpicos, contaba a la mañana siguiente: “Llegué tarde y me llevaron a un motel de las afueras, un motel de citas. Las mujeres se han pasado la noche picando en mi puerta y preguntando si necesitaba algo”. Cada vez que Feito relata el lance añade que después de oír los toquecitos en la puerta, Pepín sacaba la foto de su mujer con los críos y la besaba con devoción fortaleciéndose  para resistir la tentación, aunque hay quien duda.

La lectura del pregón discurrió como de costumbre. El pueblo --reunido alrededor de Pepín en el Robledal Gil y Carrasco- se expansionaba en amigable charla y el murmullo subía o bajaba dependiendo de si Pepín hablaba de ballenas furiosas, de truchas deprimidas, o preguntaba intencionadamente si le oían. La gente respondía que sí, que siguiera y, cuando reemprendía la lectura de los interminables folios, la bulla regresaba diluyéndose, sólo algunas veces, a causa de la brisa que solmenaba las hojas del robledal.

Balbino Cubelos propone la redacción de un manifiesto al objeto de criticar las decisiones caciquiles del alcalde y exigir que los escritores lebicenses sean los únicos pregoneros en adelante, eso sí, requiriéndoles que evoquen los acontecimientos históricos del pueblo, los acaecidos en la comarca, o bien, a sus  prohombres para atraer la atención del auditorio.

De inmediato obtiene la oposición de Luis Figarola: “No creo oportuno criticar al alcalde porque nuestra propuesta jamás prosperará. Lo mejor es que cada uno de nosotros sugiera pregones que meteremos en un escrito de estilo positivo; pienso que ese escrito debe tener un redactor que tenga el respeto del alcalde, tarea para la que me ofrezco”.

Parece evidente que sobrevalora su condición de vate local más premiado –acaban de concederle el “Partenón de Vilela” por su poemario Lirios en el huerto de Melibea--, pero su apariencia de señor de vuelta de la vida, prudente y justo, encubre la del pijotero que acaba de echar a su pareja de casa.

Esta misma mañana venía yo por la acera que circunda el Robledal cuando encontré a su compañero sentado en un banco; hablo del guatemalteco ese al que llamamos Pinocho. Pues bien, Pinocho estaba hecho una Margarita Gautier a moco tendido. Le pregunté qué hacía sentado allí tan temprano, tan triste y apenado. “Me ha echado”, replicó. “¿Cómo que te ha echado?”, pregunté. “Es que me lavé los dientes con su cepillo”. Le consolé como pude y  vine a la tertulia figurando que cuando la gente se enternece leyendo los versos de Figarola sobre los lirios del huerto de Melibea... ignora --es mi opinión-- que son una metáfora de los palominos que el poeta descubre en los calzoncillos de su amante. Pero regresemos al momento, porque resulta que la propuesta de Figarola sólo ha sido acogida parcialmente y, al quedarse sin la unanimidad que esperaba, ha dicho que pasa y no redactará nada de nada.

Mis contertulios acuerdan que el escrito salga de la pluma de Ramón Fidalgo, quien acaba de abonar los cafés de la tertulia antes de proponerse. Catedrático del I.E.S Padre Sarmiento e increíblemente rico para la profesión, tira a la mediana edad, es alto y bien portado y, según mis compinches, supera a los monos capuchinos en la praxis del amor, aunque  su forma de ligar me parece rancia, salvo a las jovencitas inexpertas.

Ramón  despliega las plumas desde el primer día de clase. Va  al encerado y escribe con la mano izquierda una frase en supuesto árabe de un tirón; luego traduce con parsimonia al poeta que, con tonillo épico, evocaba cuitas de amor cuando ascendía hacia el castillo de Corullón y, azotado por el viento y la lluvia, sentía su corazón desfallecer…

Afirman sus contrarios que, cuando lleva alguna moza despistada a su casa, saca un álbum de fotografías de cuando frecuentaba la Riviera en Jaguar deportivo, o de cuando competía en algún campeonato provincial de florete exhibiendo el escudo heráldico de fantasía que también hoy resplandece en su camisa. Lo que ocurre después depende de la comparación que la moza realice entre el Fidalgo de ayer y el de hoy. Sí, es verdad, que algunas alumnas jovencitas acechan la puerta de su casa para verle salir por las mañanas y que una adolescente en celo o transida por un arrobamiento circunstancial se presentó a examen luciendo una camiseta con la inscripción: “Yo soy de Ramón Fidalgo”. Cuando se corrió la voz y el Jefe de Estudios recriminó a Moncho por no haberla expulsado del examen, se defendió diciendo que anda medio cegato por una infección y por eso no vio el texto del que se enteró por el chismorreo. Aseguran los testigos de su parte que la frasecita apenas se leía a causa de la ola que, bajo el jersey, formaban los preciosos senos de la chica. Vamos, que Fidalgo se quedó bizco.

Ramón es autor de libros dice que agotados y de otros, pienso yo, de redacción improbable. Se cree el patrono de la tertulia porque suele pagar los cafés y también las copas cuando celebramos algo. De momento ahí está escribiendo el manifiesto “Al Muy Ilustre Sr. Alcalde la Ciudad: los escritores lebicenses aquí reunidos...”

Se notan los esfuerzos de Balbino Cubelos por meter cuchara. Temible porque gasta bromas pesadísimas. Cuando Figarola abandonó el exilio venezolano para regresar a Lebico, Balbino aseguró que el decano de la Facultad de Letras caraqueña le había escrito una carta advirtiendo que, por nada del mundo, se ofrecieran bebidas alcohólicas a Luis porque siendo dipsómano  tenía el hígado como la plaza de toros de Méjico. Dimos a Figarola una comida de bienvenida en La Charola villafranquina. Mientras gozábamos del botillo y del vino de Palacio de Arganza, el camarero –que estaba advertido--, sólo le servía Coca-Cola y nadie le hacía caso cuando protestaba. Llegó la hora del cava y de los brindis y, en un descuido, Pinocho le cedió su copa y se descubrió el pastel. Entonces el camarero, sin duda orientado por Cubelos, dijo que obsequiaría una copa de descargo por cuenta de la casa, una copa de güisqui Legacy sumergido en aguardiente de manzana de L’Alquitara del Obispo. La melopea colectiva fue descomunal.

Es el turno de Primitivo Martín, paladín de los hispanos que comen sólo cuando les invitan a comer; en casa trasiega ensaladas y cena huevos duros que están listos cuando Primitivo concluye la lectura de una página cualquiera de Kant. Descubrí por casualidad que su novelilla Campesinos de dos mundos era un plagio parcial del tríptico dramático Hombres de dos mundos del cubano José Cid Pérez, obrita que seguramente le prestó Lupe –con quien hace buenas migas--, pero no dije nada porque la acción transcurre en Pereje, donde nadie le habrá leído y como nos vemos dos días a la semana en la tertulia y seremos compañeros en una cuchipanda literaria que recorrerá España por noviembre, no es cosa de descubrir el gatuperio ni de que la amistad sufra un nublado. Además, ¿no da lástima un hombre que estando en Nueva York cambiaba siempre de acera cuando veía un gato negro? Y es gafe, de los que vuelan y aterrizan con algún motor del avión resoplando.

Pues Martín se decanta por el Padre Martín Sarmiento del que asegura ser descendiente. Figarola no tarda ni un segundo en preguntarle: “¿Pero no se llamaba Martín de nombre y no de apellido por el patrono del convento benedictino madrileño en el que ingresó cuando tenía quince años?”. Primitivo se sonroja y, como si viera culebras reptando hacia él, responde nervioso: “¡Ah! Pues a lo mejor, pero pariente sí me parece que era”.

El problema de Martín es que no pretende que se hable del bercianismo del fraile sino de su galleguismo, porque el Bierzo es para Primitivo la quinta provincia de Galicia y afirma rotundamente que fue un despropósito histórico adscribirla a León. Alega que el Coloquio de veinticatro galegos rústicos de Sarmiento no sólo permite conocer el gallego que se hablaba en su época sino que ejemplariza el galleguismo que impregnaba la mejor cabeza berciana de aquel siglo.

Todos sabemos el interés que Sarmiento tenía por las lenguas derivadas del latín, sobre todo el castellano y también el gallego que dijo debería enseñarse en las escuelas y los curas conocerlo para confesar a sus feligreses, pero no parece que Primitivo haya investigado mucho más, por lo que su propuesta trasciende olorcillo político y queda descartada.

Llega el turno de Laura. Delgada, casi transparente, con esos ojos brillantes y enormes de sibila. Cuando llegó a Lebico,  Laura asombró por sus atavíos traslúcidos. Solía llevar los hombros desnudos aunque hiciera frío y se sentaba en los salientes de los edificios batiendo alas con sus piernas y mostrándose como embebecida en el libro que sostenía entre las manos. La gente pasaba y la admiraba, o pensaba mal.

A mí me gusta Laura porque es una sorpresa constante. En los veranos viaja a algún país hispanoamericano para inspirarse. Le importa un bledo si los aviones son puntuales y aterrizan donde pensaba arribar. Y le pasan cosas chocantes; por ejemplo, cuando llegó a Latacunga o ciudad de nombre parecido. Eran diez pasajeros, pero tuvo que hacer cola con otros cuatro extranjeros y no pasó la aduana hasta que el altavoz que había iniciado un llamado en inglés chungo con la frasecita “¡Citizens of Afganistán!” y proseguía con los demás países, llegó un rato largo  después al “¡Citizens of Spain!”. Cuenta que los cuatro oriundos de Trinidad y Tobago --que también aguardaban-- aplaudieron por habérseles adelantado.

Hablar con Laura es como disfrutar de la visión de un revolutum de libélulas luminosas alrededor de una fruta de la pasión. Su aspecto y sus poemas bien podían haber salido de un cuadro inocente de Miró. De ella sólo hay que evitar una cosa: que te invite a comer.

Me pasó el otoño pasado al poco de conocerla. Cuando iba a sentarme a la mesa me sorprendió ver a Lulú, su caniche, ocupando la cabecera. Se veía que estaba acostumbrado y se comportaba porque el perrito estaba en su silla sentado sobre las patas traseras y tenía las delanteras alineadas perfectamente sobre el mantel. Mis colegas me habían advertido de la frugalidad de sus convites así que no esperaba más de una ensalada y los raviolis de rigor, pero quedé de piedra cuando Laura puso delante de Lulú un filet mignon que casi me impulsó a alzar las manos y lanzar un ¡Guaguau... Guaguau...! deseando para mí la suerte de mi compañero de mesa, pero me contuve al ver que el plato humeante que Laura me servía venía colmado de raviolis a la parmesana.

Laura me compensó contando la aventura de Lulú, el decano y el Dr. Levy. Todo el mundo conoce ahora al egregio profesor de literatura medieval de la Universidad del Bierzo, pero pocos saben que esa fama proviene de un suceso extraordinario.

Cuando el Dr. Flores Anguita --por entonces decano de Filología-- asistía hace tres años más o menos al congreso de hispanistas celebrado en Ostende,  poco sospechaba que la identificación que llevaba en el pecho iba a proporcionarle admiraciones como estas: “¡Oh! De la Universidad del Bierzo. Qué suerte tiene de trabajar junto al Dr. Levy”, “¡Qué afortunados los de su universidad  por contar con el Dr. Levy en el claustro!”, “¿Qué nuevas nos trae del Dr. Levy?”... y frases parecidas.

El decano se preguntaba asombrado quién sería el tal Dr. Levy, pues dudaba de que estuviese en su universidad ya que, pensaba,  no podían referirse al  profesor que  los compañeros de facultad difamaban como el judío infecto debido a que tenía una oficina maloliente llena de papeluchos apiñados en montones por el suelo. Lamentó no recordar su nombre de pila, pero de ninguna de las maneras  podían referirse al profesor asociado que suspendieron cuando se presentó a numerario en las últimas oposiciones y a quien cesarían al final del curso. Pero estaba equivocado. Todos se referían al sujeto que se detestaba tanto en Ponferrada y, para mayor bochorno, los congresistas alababan como el mayor experto en literatura judeo-hispana del medievo, uno de esos súper-alumnos que fueron los últimos discípulos preferidos de Ernst Robert Curtius. Alguna autoridad voceaba que si estuviera en su universidad, el Dr. Levy entraría bajo palio en clase cada día.

Espantado de su hallazgo, el decano regreso a España con un montón de cartas, notas a invitaciones de los colegas europeas para el Dr. Levy. Fechas después, y con el visto bueno del consejero autonómico de Educación, el rector de la universidad deshizo la que se había liado con el suspenso ominoso y coronaron al Dr. Levy como profesor titular numerario prometiéndole una cátedra en cuanto se presentara la oportunidad.

Fue por entonces cuando Laura, acompañada de su caniche, se presentó en la oficina del Dr. Levy para felicitarle, pues se tenía por una de sus alumnas predilectas. Mientras entretenían la charla, Lulú empezó a olisquear los papeles que estaban en el suelo, los lengüeteo a satisfacción y no percibiendo mal gusto ni más traza que el polvo del tiempo, los firmó como territorio suyo. Hizo tal desagüe sobre las jarchas hispano-hebreas allí apiladas que Lulú se convirtió en el héroe de los detractores del Dr. Levy… aunque no pudieron impedir que el profesor fuera trasladado  con sus papeles y libros a una oficina moderna, limpia y espaciosa. Sorprendentemente, la seductora Laura se convirtió en becaria y secretaria suya.

Conocer al famoso Lulú y su hazaña me compensaba la tarde pasada con Laura, pero ignoraba su invitación escondía otro motivo: indagar mi opinión sobre lo ocurrido días atrás en casa de Ramón Fidalgo.

Me explicaré. A Laura le van las propuestas atrevidas y nosotros se las aceptamos por curiosidad y pasar un rato con ella. La última fue que acudiéramos a la casa de Fidalgo --pretextando que su equipo de música es excelente--, a fin de escuchar el último recital poético de Yevgueny Yevtushenko definido por ella como una auténtica sinfonía. Acudimos como corderitos, aunque al rato de prestar oídos, la audición se hizo insoportable. No entendíamos nada porque la grabación era totalmente en ruso.

Laura estaba entusiasmada y hasta daba clase de fonética: “No importa que no entendáis. Fijaros como suena. Percibid el tono, las pausas, la música que emana del recitado”. Habíamos puesto los cinco sentidos, pero no captábamos ni el tono ni las pausas y empezamos a distraer el tiempo curioseando por las paredes de la estancia.

Al escudriñar los carboncillos, las acuarelas y pequeños óleos que decoraban la habitación, nuestros ojos vislumbraron y no tardaron en excitarse al descubrir el trasero desnudo de una mujer en posiciones diversas. Pasado un rato advertimos que nos sonaba, ¡vamos!... que parecía el culo de Lupe, la otra joven profesora de literatura en el IES.
Ramón se percató de nuestro descubrimiento y se empeñó en distraernos con unos tragos de vodka con naranja y galletitas saladas que tenía preparadas para la ocasión, pero el alcohol aumentó nuestra perspicacia, la contemplación, y también los deseos de salir de la casa y comentar entre nosotros lo que cada uno había captado. “O sea, que el jodón está liado con la Lupe” precisó Adelino y, cuando Laura marchó a casa incomodada por el derrotero de los comentarios, soltamos lo que también pensábamos: “Laura ha montado esta audición para descubrir a su compañera y el tío está feliz con nuestro hallazgo mirando los carboncillos”. Para qué seguir.

Los ladridos de Lulú mostrando su grandísima satisfacción por la comida me devolvieron a la realidad de que almorzaba en casa de Laura. Íbamos a degustar el postre cuando Laura comentó sin venir a cuento: “Lupe y yo no nos llevamos nada bien desde los tiempos de la Facultad, cuando intrigó y me desplazó como asistente del Dr. Levy. Sin embargo, ni se me ocurría pensar que se entendiera con Ramón; para mí fue tan sorprendente como para vosotros”. Aguardó, quizás, a que yo preguntara más razones de sus desavenencias con la compañera, pero como no soy cotilla preferí decir: “A lo mejor son pinturas que hace Ramón para fardar, porque en eso nadie le gana”. Me contestó: “Pues fíjate. Yo tampoco sé ruso, pero el rumor de ese idioma me chifla; es de lo más romántico que hay. Escuchar a Yevtushenko, aunque no le entiendas, resulta una experiencia inolvidable”.

Laura propone a los tertulianos que hablemos de Mariano Díez Tobar, quien  nació en Tardajos, un pueblo de Burgos;  era hijo de labriegos y fue capaz de notables inventos profesando en El Colegio villafranquino de los PP. paúles. Asegura que en 1904, cuando se iba a cerrar el citado colegio, pusieron a don Mariano de director y cambió su derrota. Creó una biblioteca con más de quinientos ejemplares de física y de química generando y extendiendo su fama de sabio de tal manera que el Instituto de León logró que la Universidad de Oviedo le concediera el título de bachiller –había estado enseñando sin títulos--  y, después, que la Universidad de Granada le otorgara el de licenciado aunque no quiso aceptarlo.

Nos dice que ideó una especie de trabuco que a las doce en punto se descargaba por efecto del sol al dar la hora y nos deja confusos al asegurar que, probablemente, inventó el cinematógrafo. Laura se apasiona al decir que era un adelantado a su tiempo porque inventó el reloj sin ruedas, cuya esfera en movimiento marcaba las horas y los minutos de un modo continuo y no como los demás relojes. También inventó el iconotelescopio o iconoscopio que resolvía el problema de ver las imágenes a distancia y el logautógrafo que, según expuso La luz de Astorga, parte del principio de que es físicamente posible valerse de la energía del sonido de la palabra para dejarla impresa en el papel, motivando experimentos empresariales que indagaban su aplicación a las máquinas de escribir.

Perdiéndonos en la exposición de tanta ciencia desconocida sobre el clérigo que murió en 1926 y permanece enterrado y tristemente olvidado por aquí, Laura nos sorprende al preguntarse: “¿Y si lo que pretende el alcalde invitando a tanta gente de fuera es evitar que nos peleemos si elige a uno de nosotros?”.

No anda descaminada. Por la tarde sabrán que el pregonero elegido tampoco es del lugar. Será Alberto de Ángel, autor de Muertes siniestras de la Historia, quien hablará de la acaecida al Capitán General de Galicia don Antonio Filangieri en Villafranca del Bierzo cuando habiendo dimitido de su cargo, inducido a ello o por enfermedad, murió a manos de soldados borrachos en plena Guerra de la Independencia, un crimen que pudo plantearse en la cloacas de la Junta Suprema del Reino de Galicia y sin que sirviera de nada que el general de origen napolitano fuera muy amigo del Mariscal Murat.

Alberto tiene una capacidad enorme para timarse con el público, motivo de la propuesta que hice al Sr. Alcalde, pero me han dicho que anda cazando por África. De no regresar a tiempo, lo que ojalá no suceda, el alcalde igual me pasa la encomienda y como me llamo Justino de Santamaría que será un maldito embolado porque ni soy de aquí, ni tengo tema y en la tertulia me pondrían como un palo de gallinero.

Año 2.010

FIN  del libro  HistoriaS  de  EspañA
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