viernes, 7 de diciembre de 2018


Las historias de Sonso


DON AMANDO LASTRES,
JURISTA Y POETA


Cuando nos pasaba por delante, mi padre decía: “¡Mira, hijo! ¡Ahí va el gran hombre! Gran jurista, grandísimo poeta, ¡el mejor!” Y cabeceaba reafirmando. Ese hombre era mayor y avanzaba los pies de una manera tan peculiar como descoordinada. Llevaba sombrero, le protegía un abrigo verde oscuro algo tronado y ocultaba las manos en sus bolsillos.

Padre le conocía de cuando la Facultad estaba en la calle San Bernardo y era su profesor de Derecho Civil, Familia y Sucesiones, además de magistrado. Por entonces siempre iba hecho un pincel. Los alumnos le adoraban porque sus Apuntes formaban un texto reducido y bien escrito que se leían como una novela y en sus exámenes daba muchas opciones, mientras que el titular de la otra cátedra era inaccesible y sus cuestionarios de exámenes salían de la letra pequeña de su Manual.

Por entonces, don Amando era un hombre feliz sin duda. Estaba casado con una gallega bellísima de aspecto espiritual que le había dado dos hijos. Si jamás la vieron por la Facultad, ella nunca se perdía un recital del marido pudiéndose decir que los adornaba.

Pero con el tiempo, doña Marta comenzó a hacer cosas raras como la de quedarse abstraída sentada ante una camilla mientras golpeaba un cigarrillo infinitas veces contra el cenicero. Preguntaba con frecuencia al marido quién era él, incapaz de reconocerle. Tenía como prontos y salía apresurada a la calle cruzando sin mirar para el tráfico que iba o venía.

Los médicos diagnosticaron un cáncer cerebral, quizás una metástasis del pulmón. En aquellos tiempos la diagnosis era como una sentencia de muerte porque España carecía de especialistas y sólo don Sixto Obrador podría, quizás, haber remediado el curso de la enfermedad. Pero no llegaron a él; la pobre mujer falleció un mes después del primer diagnóstico.

El mazazo fue descomunal para don Amando; su ánimo se hundió. El abatimiento y el desconsuelo fueron quebrándole de tal modo que comenzó a ser un profesor rutinario; incluso se sintió incapaz de poner al día los Apuntes que escribió en épocas mejores. Sólo la poesía reflejaba su desesperación y desaliento; los versos brotaban de continuo y trascendían una tristeza infinita. Se aficionó a leer el Miércoles de ceniza de T.S. Eliot y, pensando en Marta, repetía el verso “Porque no tengo esperanza de volver otra vez” infinitas veces.

Por entonces la calle San Bernardo estaba colmada de bares donde estudiantes y algunos profesores entretenían ocios tomando un vino o una cerveza, incluso un bocadillo de calamares si la gazuza punzaba.

Mingote evocó la costumbre y la moda existencialista del momento en un chiste de ABC. Dibujó un bar con el escaparate atiborrado de bocadillos de calamares y un humillo a fritura del cefalópodo fluyendo hacia la calle; pintó a un joven transeúnte –un existencialista como recién llegado del barrio latino parisién-- cuya nariz había sido atrapada por el olorcillo excitante provocándole esta frase iluminada: “¡Huelo, luego existo!”.

El piso se vino encima de don Amando cuando Palmira decidió relevar a su difunta hermana en el cuidado de los críos. Se infiltraba en el piso durante el día provocando en su cuñado el deseo de permanecer lo menos posible en él. Se acostumbró a desayunar mal para hacerlo después a capricho en alguno de los bares existentes en el trayecto a la facultad y, al salir de sus clases, se aficionó a tomar algún vino con los estudiantes, dos o tres si se terciaba. Comía en casa frugalmente, para luego ir de nuevo a cualquier bar a leer, preparar lecciones, escribir o corregir poemas, pasando del café al vino si hacía tertulia con otros parroquianos. El objetivo era llegar a su piso cuando Palmira hubiera marchado al suyo.

Volviendo al principio diré que la devoción de mi padre por el profesor-poeta se encendió cuando un semáforo en rojo nos detuvo a su altura en uno de los  cruces de Alberto Aguilera. Padre se le quedó mirando hasta que don Amando, un tanto sorprendido, preguntó:
--¿Nos conocemos?
--Yo a usted, sí, pero usted a mí no –contestó mi papá-. Fui estudiante suyo, ahora soy procurador de los tribunales y usted un grandísimo jurista y mejor poeta entre otras cosas.
--¡Vamos, vamos! - balbuceó el jurista como avergonzado-. Así que más o menos somos de la profesión.

Se liaron a hablar indiferentes a las mutaciones del semáforo. Finalmente cruzaron, pero daba igual porque se detenían y continuaban dialogando, y cuando mi padre recitó de memoria uno de sus poemas, don Amando casi le abrazó emocionado y lo hizo también cuando padre le dedicó estos versos de Borges: “Tus alegrías, tu triunfo y tus éxitos no son míos. / Pero disfruto sinceramente cuando te veo feliz.” Después, le pidió que intercambiaran sus tarjetas de visita. Al leer la de mi padre, el gran poeta exclamó asombrado: “¡Pero si vivimos al lado!”. Pues sí, resultaba que residía dos edificios arriba del nuestro y añadió tras el descubrimiento: “¡Tengo que visitarle y celebraremos este encuentro!”

Una semana después llamó a nuestra puerta. El hombre sonreía y llevaba bajo el brazo algo envuelto en una bolsa de papel. Pasaron al cuartito de estar y se sentaron junto a la camilla. “Mire, para celebrar nuestro encuentro del otro día he traído una botella de tequila Cuervo. Un elixir que descubrí en uno de mis viajes a Méjico, una bebida que expande el alma y atina el juicio de los hombres justos como nosotros.”

Padre miraba para la botella con ojos de preocupación, pues, lo más alcohólico que había bebido en su vida pudo ser un trago de Agua del Carmen. Confesó su falta de hábito con timidez, a lo que el otro respondió: “¡Ah! No se preocupe, usted se toma un café y a mí, si me trae un vaso con hielo, pasaremos la tarde tan ricamente“. Y allí quedaron los dos, platicando de las cosas de los juzgados y, sobre todo, de poesía.

Las apariciones de don Amando ocurrían una o dos veces al mes, siendo más frecuentes en los meses fríos. Cuando entraban en nuestro cuarto de estar yo desaparecía de oído que no de cuerpo, pues, lo que hablaran ni me interesaba, ni me concernía, ni lo iba a entender. Me dedicaba a lo mío, estudiar o entretenerme, aunque en los momentos -¿cómo diría yo?- sublimes de su charla, sí que prestaba atención.

Una de esas tardes llegó muy nervioso y se sirvió de la botella que traía apenas padre le puso el vaso. El asunto que escuché me dejó sorprendido: “Anoche cuando llegué al piso mis hijos ya estaban acostados, pero había luz en mi dormitorio. Al cruzar la puerta la encontré allí, de pie y de espaldas, completamente desnuda, y entre sus manos un camisón de mi señora. Quedé boquiabierto porque su cuerpo era como el de mi difunta Marta, las mismas piernas largas y finas, el terciopelo de su piel provocándome. Fue su cara, la lujuria que exhalaba la que me quitó el tino e hizo huir y refugiarme en el primer cuarto que encontré, curiosamente el váter del servicio, y allí permanecí hasta que oí cerrar la puerta de la calle. Pero esta mañana fue como si lo ocurrido la noche anterior hubiese sucedido únicamente en mi imaginación. Mi cuñada era la de siempre, dedicada a mis hijos y a las tareas de la casa.”

Supe tiempo después que los sustos nocturnos se repetían con el resultado final previsible. Palmira se adueñó finalmente de la casa, de los hijos y de él. Don Amando pasó por estados de vergüenza a otros que reflejaban un entusiasmo sensual que trascendía en sus versos nuevos, apareciendo por nuestro piso sólo cuando quería compartir sus poemas con papá.

Y mi padre decía que eran poemas inspiradísimos aunque nada líricos; ya no fluían como arroyo primaveral y eran difícil de entender; él decía: “Me he dado cuenta de que fuera del amor hay poco que celebrar; la realidad está manipulada por quienes mandan y no la entienden. Hace muy pocos días cogieron a un joven con unos apuntes de álgebra y la policía le encerró creyendo que eran poemas subversivos en clave”. Cuando la política solapaba a la poesía, sus tertulias con papá se hacían interminables.

Pasaban los años y don Amando menguaba en su abrigo; también caminaba más lento e inseguro. Sus ojos debían brillar hasta el mediodía; luego, el alcohol los empequeñecía y abotargaba. Sus hijos pasaron de zangolotinos a jóvenes díscolos que terminaron arrojando a Palmira de la casa. Consentían a su padre por la necesidad económica, pero haciéndole culpable de sus males, reales o imaginarios.

Don Amando se consumía al mismo tiempo que prosperaban lenguas en su contra, las mismas que detuvieron su carrera profesional porque cierto día se enemistó públicamente con la jerarquía al lanzar como dardo el refrán “Allá van leyes do quieren reyes”. También dejaron de oírse las voces que alabaron su lirismo de antes y ahora manifestaban desdén hacia su nueva poesía progresista y su amistad con Blas de Otero.

Entonces sobrevino la tarde aciaga. Había visitado a un amigo que vivía en la Ciudad Lineal. Gustándole el paisaje de la zona se puso a recorrerla sintiéndose inspirado. Anda que te anda llegó a una zona alejada donde los chalets aparecían desperdigados cuando, de pronto, le rodearon varios perros de no pequeño tamaño ladrándole con malas intenciones. Se hizo con la rama de un árbol y se defendió de las embestidas girando su cuerpo en circular, pero el acoso no cesaba. Una mujer salió de un chalet cercano para ver qué sucedía y él pidió ayuda, pero la mujer no entendía o no quería entender. Gritó que era un magistrado y no un delincuente, pero la mujer miraba desconfiada y seguía sin ayudar. Sólo cuando don Amando voceó que solicitara la ayuda de la policía, la mujer chistó a sus perros que desaparecieron con ella dentro de la casa.

Después, don Amando huyó; no se recobraba del susto. Deambuló sin rumbo hasta abandonar  la Ciudad Lineal y anduvo luego por multitud de calles hasta llegar  a nuestra casa en un estado lamentable. Relató su aventura y dijo: “Me tienen que perdonar, pero me voy a tumbar la botella que traigo conmigo”. Y mientras hablaba de cosas que debían tener sentido para él, mientras hablaba de los motivos esgrimidos por los hijos para echar a su cuñada, mientras decía que casi nunca tuvo palabras con Palmira, pero había sido la obsesión de su carne, mientras decía que sus hijos apenas le podían ver, mientras hablaba pestes de sus compañeros, de la justicia y de los poetas que habían sido amigos y ya ni le saludaban, se bebió la botella entera.

Estaba claro que debía irse, pero apenas se sostenía. Aunque mi padre no era de los fuertes, dijo que lo acercaría a su casa y lo hizo.

Regresó irritadísimo. Contó que cuando llegaron --no sin dificultades, apoyándose en árboles y paredes de la calle y luego que respondieran desde el piso por el interfono para abrir la puerta del edificio-- don Amando pidió que papá le acercara al ascensor, que bajaba, y cuando la puerta se abrió salió un joven que apartó a mi padre de manera muy grosera y, agarrando a don Amando, le empujó de manera airada adentro del ascensor; el cuerpo de don Amando rebotó en una de las paredes cayendo de bruces al suelo. Lo que le irritó a mi papá, aparte de los modales del joven, fue que le tomara por un compañero de juergas cuando iba completamente sobrio.

Al día siguiente, las páginas interiores de los periódicos y en pequeñas columnas, daban la noticia de que don Amando Lastres, magistrado y poeta lírico reconocido en otra época, había fallecido de un ataque al corazón y dejaba dos hijos. Mi papá lloró al conocer la noticia y a mí me dio como una sacudida de rabia.
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lunes, 19 de noviembre de 2018


CUENTOS TEJANOS (Cont.)

UN DOMINGO CON MI NOVIO TOM

Para Violeta y Antonio Núñez

Mamá siempre estuvo preocupada por el novio que me echaría, pero en cuanto conoció a Tom, dijo: “Hija, ¡menudo regalo del cielo!”.

Tom nació en Waco y es hijo de Lisa y de Alvin Sanders, ganaderos riquísimos. Le conocí en una clase de biología, aquí, en la Universidad de Texas en Austin. De Tom me gustan sus ojos, siempre tan particulares; mamá dice que Tom sufre de estrabismo, pero no lo creo. Tom tiene unos ojos muy grandes, casi tanto como sus lentes, de ahí que tenga ese aire de despiste. Además, a mí me encantan los hombres despistados. Mi instinto me dice que son fáciles de llevar. Vive en un apartamento de Leon Street. Yo le visito con frecuencia y, después de lo nuestro, le lavo los platos y los vasos –siempre hay más vasos que lavar—y le recojo las ropas y los zapatos. Mientras tanto, Tom me hace los deberes de biología; la biología siempre ha sido una ciencia indescifrable para mí.

Hoy tuve un domingo muy divertido con Tom. Mamá se va a reír mucho cuando le cuente las cosas que nos pasaron. Es que Tom le divierte cantidad; dice que soy afortunada por ser la novia de un chico tan rico y peculiar.

A Tom le gusta ir de pesca los domingos, así que esta mañana le llamé para hacer planes. El pobrecito tenía una resaca tremenda. Anoche bebió demasiado en casa de Marilyn, se sobrepasó bastante, pero como es torpón, le quite las lentes y no sucedió nada importante. Me preguntó si para la pesca llevaba caña para mí y le dije que no porque debía leer una novela francesa pesadísima; se trata de una tía que le pone los cuernos a su marido; Madame Bovary se llama; mi profesor de francés dice que es una novela fantástica, pero a mí me parece muy anticuada.

Fui a buscar a Tom, porque tengo su coche; con lo despiste que es, resulta peligroso que conduzca. Por otra parte, un chico sin coche es un chico con las alas cortadas. Yo le traigo y le llevo y así todo es más seguro.

Parece que después de llamarle por teléfono se echó otra vez a dormir. Al juntarnos logré sentarle a la mesita de trabajo, pero me dijo que primero quería estudiar su lección. Se puso unos guantes de goma y sacó un envoltorio de un cajón. Al desliarlo se esparció un olorcito a formol por todo el cuarto. El feto de cochinillo me recordó a los bebés. Le pregunté qué iba a hacer y me respondió que iba a investigar si, como se atribuye a Buffon, los cochinillos, puestos en pie, tienen dedos en las pezuñas que llegan al suelo, pero no les sirven para caminar como ocurre con otros animales. Para demostrármelo puso al animalito de pie. Yo no entiendo mucho, pero me parece que si el cochinillo no hubiese estado muerto, hubiese caminado con los dedos de sus pezuñas de todas todas.

Tom tenía abierto el libro de biología y me leyó un párrafo. Parece que, el Buffon ese, había llegado a la conclusión de que los cerdos de hoy habían evolucionado mucho respecto de sus antepasados remotos, por lo cual, todos los cochinillos del día tienen uñas que llegan hasta el suelo. De pronto Tom se enfureció y dijo que los científicos eran unos embaucadores que primero te hacían creer una cosa y después la contraria. ¡No hubo manera! Siempre le he dicho a Tom que las teorías hay que leerlas enteras y no asumirlas por la lectura de un par de párrafos, pero nunca he podido convencerlo. Mi novio es así.

Lo que más me interesó de todo aquello es que la trufa, la preciosísima trufa que mamá emplea para hacer paté de foie, además de pertenecer a la familia de los hongos ascomicetes –de los que, según Tom, salen la penicilina y otros antibióticos—crece bajo el suelo y los perros, las cabras y los cerdos bien entrenados pueden localizarla mediante el olfato. El día que me case con Tom, adiestraremos unos cuantos chanchos y les pondremos a buscar trufas por el rancho. Las trufas son carísimas y nos haremos muy ricos. Mi mamá siempre ha dicho que soy muy lista para los negocios.

Mientras yo leía, Tom hincaba su bisturí en el cochinillo. Cortó, extrajo complejos nerviosos, órganos... También leía y estudiaba víscera en mano. Cuando terminó, apañó los restos descuartizados y fue a depositarlos en el basurero. Entonces me di cuenta que le seguía un duelo de moscas y mosquitos de vuelo lento y dormilón.

Por fin logré que Tom se pusiera con mi experimento. Mi profesor me había dado una rana y quería que escribiese un trabajo exponiendo mis observaciones sobre los movimientos y reacciones del batracio. A mí, que me asignara la rana, me supo muy mal, porque ¿hay bicho más asqueroso? Mamá me tiene dicho que las ranas son los peores enemigos de las mujeres por los sustos que ocasionan. No sé bien lo que quiso decir; antes yo creía que los ratones eran nuestros enemigos naturales, pero mamá siempre tiene razón.

Tom tenía la rana en un cajón de su pupitre y al abrirlo, la rana pegó un salto enorme hasta el sofá donde yo estaba lo que me obligó a pegar otro salto muy asustada. Cuantas veces Tom la atrapaba otras tantas se le escapaba. Seguí muy atemorizada hasta que Tom se hizo con una cuchilla de afeitar de doble filo y en uno de sus aproximaciones cercenó una de sus ancas de un tajo. Que si quieres; la rana seguía saltando. Tom cortó otra anca y por fin el bichito dejó de imitar a las pulgas.

Recuperada del susto, cavilé que Tom lo había hecho muy mal y me enfurecí con él; la rana ya no servía para el experimento y, como era domingo, no podíamos procurarnos otra del laboratorio. Tom se excitó mucho con mis gritos; cogió la rana, la puso sobre el escritorio mirando hacia él y, como si fuera un crío, se puso a exigirla que saltara y saltara. La rana croaba y croaba y nos miraba con una rara palpitación en los ojos mientras un hilito sanguinolento que procedía de sus muñones echaba a perder los papeles de Tom. Entonces mi novio se puso a reír y me dijo que no me preocupara, que se le había ocurrido una gran idea y que el experimento todavía se podía realizar.

Acongojadísima vi que Tom cortaba las otras dos extremidades del pobre bicho que quedó aplanado como una de esas conchas que Tom y yo coleccionamos cuando vamos a la playa de la isla de Corpus Christi en el Golfo de Méjico. Luego mi novio escribió mucho sobre un papel limpio y terminó con esta conclusión: “Cuando la rana pierde un anca, salta de costado, lo que revela afinidad con los tigres; si pierde dos ancas trata de gatear, lo que indica aminoración de su poderío motriz y afinidad instintiva con los renacuajos. Si pierde todas las extremidades, se queda sorda”. Le pregunté que como sabía lo de la sordera y me respondió: “Anda, pídele que salte” Así lo hice: “Pues es verdad, no salta” le dije, y me pareció que el experimento, pese a resultar algo sangriento y absurdo, podría presentarse. A fin de cuentas, el profesor no había explicado nada sobre la sordera de las ranas en clase.

Por la tarde fuimos al embalse de Buchanan. A mí me encanta visitar nuestros lagos tejanos. En Minessota presumen mucho, pero Texas es el estado con más agua interior de los Estados Unidos. Tom estuvo pescando y yo leyendo los correveidiles de la cursi Madame Bovary, hasta que me harté y saque el otro libro que había traído, “Sexo en el campus”, éste sí de veras interesante.

Al caer la tarde noté que la barca se movía un horror; era Tom que volvía a ponerse excitadísimo. Durante el día no había pescado nada, pero ahora los peces se le venían encima. Tanto movimiento me impedía enterarme de las trapacerías de mis compañeras de universidad. Tumbada, con la cabeza pegada a la quilla de la barca, empecé a aburrirme hasta que observé el vuelo feísimo de los zopilotes y me entró miedo... Mamá me tiene dicho que estando de novios, las barcas son un dormitorio sin puerta de escape. Sin embargo, yo tenía más miedo de los zopilotes que de Tom; por si las moscas, sería bueno ir marchando para Austin, pues aún existían otros dos obstáculos, coche y camino. Tom se contrarió, pero como es de buen pasar, recogió los aparejos, puso el pescado en la cesta y luego me dijo: “Espera a que haga una cruz en el fondo de la barca para saber el sitio donde debo pescar el domingo que viene; aquí los peces se me dan muy bien.”

No es que mi novio sea bobo; es simplemente que debió tomar mucho sol. Pero hizo lo que dijo. Sacó un lápiz no sé de dónde y dibujó una cruz en el fondo de la barca.

Austin, visto desde la lejanía, es muy bonito. La torre de la Universidad, el Capitolio y unos cuantos edificios altos me hacen pensar que no hay motivo de ir a Chicago o Nueva York para ver una piña de lindos rascacielos. Y aquí todo el aire es limpio y el sol siempre está hinchado como un globo enorme, poniéndolo todo rojísimo al atardecer.

Tom quería que fuésemos a comer los peces a su apartamento, pero dada la experiencia de la noche anterior y como la primavera le está entrando muy fuerte, le dije que me apetecía más una pizza. Dijo que bueno y me llevó a una pizzería que hay en Guadalupe Street. Pidió una de las grandes y cuando el empleado le preguntó si la partía en cuatro o en ocho pedazos, respondió: “En cuatro, porque de lo contrario no podremos comerlos todos”. Le expliqué que la pizza no crecía y que era más fácil comerla en trozos pequeños, pero no pude convencerlo. En el fondo, Tom tiene un espléndido sentido del humor. Papá no, pero mamá se divierte muchísimo con las cosas que le cuento de él, y hoy ha sido un día primoroso.

miércoles, 10 de octubre de 2018



Historia del Blanquillo  y El Pito

Al salir de la ducha paseó la toalla delicadamente por el cuerpo y después de aplicar el secador a su larga melena se envolvió en una bata de algodón y fue al cuarto de estar. Se sentía completamente relajada. Los niños estaban con los abuelos y en la casa había un silencio absoluto. Se recostó en el sofá, apoyando la cabeza en uno de sus brazos y estirando las piernas lentamente. Aún faltaba tiempo para que llegase Daniel y  sobraba para cocinar la cena del aniversario de boda.

Había sido una tarde movida en el Centro tortosino de la UNED y sonrió al recordarla. Bajaba de abrir la puerta del piso de las clases cuando al rebasar la puerta giratoria de la  entrada tuvo el presentimiento de que no estaba sola. La zona reservada al público en la secretaría se hallaba desierta y la luz de la escalera que desciende hacia la biblioteca, apagada. Recorrió el pasillo que da a los despachos de la dirección y, al doblar hacia la secretaría, descubrió al Blanquillo y El Pito mirando las copas ganadas por el antiguo equipo de fútbol-sala del Centro.
-- Pero, ¿qué hacéis aquí? - preguntó ella sorprendida, pero con una sonrisa que a su vez era recriminatoria.
-- Nada -respondió El Blanquillo-. Buscábamos a alguien a quién preguntar.
-- Preguntar, ¿qué? - dijo Liana desafiante, pero sin borrar la sonrisa.
-- Para apuntarse - aclaró El Pito.
-- ¡Para apuntarse! - repitió la mujer admirada-. Pero si no habéis empezado la escuela y ya queréis entrar en la universidad. ¡Venga! Ir para fuera y no os metáis en líos, que como os encuentre el director...
-- Nosotros no hemos hecho nada. Es que  la puerta de abajo estaba abierta.
-- Tampoco sabíamos que trabajabas aquí - añadió El Pito.
-- Pues sí, aquí trabajo. ¿Y vosotros? ¿Qué es de vosotros?
-- Dando una vuelta. ¿Sabes que nos han soltao? - comentó El Blanquillo.
-- ¿De dónde?¿Del trullo?, pero ¿qué hicisteis?
-- Nosotros nada. Se inventaron que estábamos al descuido; bueno, de camellos. Pura invención.
-- Oye, Liana. ¿Podemos quedarnos en la puerta de entrada?- preguntó El Pito
-- La calle es vuestra siempre que no importunéis. Bueno, me alegra que os hayan soltado, sobre todo por vuestra santa madre, que sólo vive para disgustos. Con lo majos que sois, ¿no sabéis hacer algo de provecho?-. Liana, moviendo la cabeza, cogió a cada uno de un brazo y les encaminó hacia la salida.
-- Estás muy guapa - dijo El Pito.
-- Sí, muy guapa - asintió el otro, mientras ella, halagada, les pidió que esperasen un momento; entró en su despacho, anduvo en su bolso y al regreso les dio diez euros.
-- Tomad, por los cumpleaños... - dijo por decir.
--¡Mira! ¿Ves, tú? -observó El Pito con cara de asombro -. Aquí no entramos. ¿Sabes Liana que te podíamos haber distraído el bolso? Claro, que en suponiendo que era tuyo ni lo tocaríamos.
-- ¡No fastidiéis! - exclamó la mujer soltando una carcajada al despedirlos.


El Blanquillo y El Pito eran medio hermanos. Su familia ocupaba un piso en el edificio donde había vivido la de Liana, quien les vio nacer. El padre del mayor había sido un hombre guapísimo, alto, fuerte y rubio, pero cuando le echaron del trabajo por apropiarse material de una obra se volvió un borrachín; se consideraba víctima de una acusación infundada que le deshonró y le destruyó la autoestima; murió al caerse de un andamio cuando su hijo Ginés --más tarde conocido como El Blanquillo-- tenía seis meses. Su madre se casó después con un hombre muchísimo menos guapo, cetrino y poca cosa llamado Enric; formalito de apariencia resultó ser un descuidero poco hábil que pasaba más tiempo en el Depósito Municipal que en casa. Enric sería el padre de El Pito, quien no tardaría en parecerse al progenitor. La madre se pasaba el día fregando casas y los chicos, en vez de ir a la escuela, callejeaban y practicaban algunos de los manejos que les enseñaba Enric. Eran pobres, muy pobres y no conocían otra manera de vivir. Liana recuerda que había sido un poco la hermana que no tenían; les había cuidado de pequeñines, jugado con ellos y cuando moza fue su primer amor imposible; la contemplaban arrobados siempre que aparecía; al alejarse les oía discutir sobre a quién de los dos había mirado más tiempo.

Liana hacía la contabilidad de la semana cuando vio a don Eugenio pasar por el pasillo como una exhalación. Tardaría poco en requerir su presencia. Estaba muy alterado; hasta olvidó el detalle de invitarla a sentarse lo que ella hizo por su cuenta y despacio; recordando ese particular momento sonrió y se estiró en el sofá. Cuando don Eugenio se enfadaba ponía cara de león furioso, los ojos parecían salir de las órbitas como volutas y las palabras surgían como quien echa pompas de jabón, una tras de otra, sin orden ni concierto; algunas brotaban a hervores, expulsaba otras hacia lo alto, arrojaba el resto mientras gesticula con el puño derecho, bien cerrado, golpeando a un enemigo fantasmagórico. Parecía de chiste, pero metía respeto.

Dijo que dos mastuerzos se habían apostado a la entrada del Centro a pedir limosna a todo el que entraba, muchísima gente, pues, eran las cuatro de la tarde, justo la hora de la primera clase. Uno de los mozalbetes ponía cara de ausente y extendía la mano mientras el otro, requería un euro o dos dependiendo de que las personas entrasen aisladas o en grupo. Al propio don Eugenio le habían pedido y Liana sonrió al evocar la forma y manera en la que el director relató su encuentro personal:
--Señor, ¿me atiende un segundo?
--Por supuesto - respondió don Eugenio.
--Vea de socorrernos con uno o dos euros, los necesitamos.
--¡Y un cuerno! - Y don Eugenio se puso a increparles de tal forma que los rapaces salieron disparados.

Al escuchar que la carrera de los mastuerzos se había detenido pocos metros más allá de la entrada al  Centro, a don Eugenio le entró la rabia y, según él, una idea le invadió la cabeza y, a causa de su influjo, dio tal impulso a la puerta giratoria de la entrada que estuvo a punto de desencajarla.

El Centro había sufrido cuatro robos en los últimos meses. Cuando el último, los ladrones entraron por el tejado del edificio, forzaron la puerta de la Mediateca y después la de la segunda planta que tampoco era blindada; cortaron las correas de dos persianas y  levantado uno de los paneles verdes de la cristalera que cubre el Aula Magna del Centro,  descolgaron a un chiquito hasta la planta de la secretaría para hacerse con las llaves y abrir puertas. Don Eugenio pensó que por el hueco de la cristalera no entraba el chico que le pidió los euros, pero le daba en la nariz que el compañero podía ser porque era un palillo. En conclusión, había que llamar a la policía. Entonces Liana le pidió que se serenara, confesó que ella les conocía y no podían ser los ladrones. Don Eugenio repetía acalorado "¡No quiero que se esfumen!" y ella insistía "¡que no! ¡Que no!" segura de que El Pito no había sido porque, si no recordaba mal, sufría de vértigo.

El director repetía que "si esa gente decide poner puesto a la puerta del Centro y empieza a molestar a los estudiantes, dejarán de venir, y no nos conviene nada". Liana le replicó que entre los estudiantes había un montón de policías, de guardias civiles, de mozos de escuadra, estaban todos los jefes de policía local de las poblaciones más importantes de Tarragona estudiando Derecho  y era seguro que El Blanquillo y El Pito se toparían con alguno o varios que conocían sus mañas y no volverían a asomar por el Centro. No hubo manera; el director insistía e insistía y sólo transigió en que  la llamada se hiciese  a la policía local.

Cuando los agentes llegaron, El Pito y El Blanquillo se habían alejado ya definitivamente. Don Eugenio tenía que dar datos de los arrapiezos, pero estaba muy nervioso y apenas recordaba que uno era delgadísimo, pero no se atrevió a endosarle el protagonismo del último robo por si Liana tenía razón y el chaval no era culpable. Liana sonreía evocando la escena porque don Eugenio había estado de lo más cómico, dando pistas y detalles tan poco coherentes que los policías tenían las libretas abiertas, los bolígrafos listos y, si se tomaban la molestia de apuntar algo, lo tachaban a continuación. El que parecía mandar más, comentó: “Lo que pasa es que se habrán marchado al ver que ya no entraba gente, porque movimiento aquí en la puerta sólo abunda al comienzo y al final de las clases, ¿no?” Reflexión tan elemental no la podía aceptar un don Eugenio en plan nervioso. Con un "Descuide Ud. que daremos una vuelta a ver si les encontramos", los policías se despidieron, sin que Liana, que era quien verdaderamente les conocía, hubiese abierto la boca.

A las siete y media de la tarde, como de costumbre, Liana acudió al último despacho del día. Estaba clarísimo que los acontecimientos de la tarde permanecían en la cabeza del director, pero no fue interrumpida mientras comentaba cosas relacionadas con los servicios del Centro o ponía a la firma las transferencias que debían ordenarse a la mañana siguiente. Después, don Eugenio volvió al suceso de la tarde y dijo:

--Tengo la impresión de que me pasé -confesó fastidiado-. Se me ocurrió que la presencia de los chicos podía influir en que los alumnos dejaran de venir, algo que sucederá dentro de poco porque la UNED se inclina hacia la multimedia, pero tampoco hay razón para adelantarse.

Liana se apiadó de su jefe y contestó:
--No se lo tome así. Nos preocupa que haya seguridad en la puerta de nuestra casa lo mismo que a la gente corriente. Han entrado a robar cuatro veces en pocos meses y aunque no se llevaron nada importante lo revolvieron todo; sentimos como si nos hubieran expoliado y andamos muy sensibles. Echar la culpa a cualquier sospechoso es razonable, aunque estoy segura que los chavales de hoy no son los culpables.

Entonces, don Eugenio sorprendió a Liana:
-- Me sabe mal por ese muchacho al que Ud. llama El Pito. Cuando era chico y abrían la heladería La Ibense,  por San José, ponía puesto en las proximidades y siempre que yo aparecía, alargaba la mano y me soltaba la misma cantinela: "Señor, ¿me da para un polo?". Entonces yo miraba para la niñería que se apiñaba comprando en La Ibense y comprendía el motivo de que el chico pobre me pidiera dinero y se lo daba. Ahora, esos críos han crecido y piden dinero, me pregunto, ¿para comer?-. Y don Eugenio dejó la pregunta en el aire.
-- Para comer seguro que no– susurró Liana.
-- Piden para hacer lo mismo que algunos jóvenes ricos y no tan ricos. Nosotros, aquí, protegiendo este faro de cultura –según nos confió el Presidente de nuestro Patronato--, ellos pidiendo en la calle para picarse y nosotros en los cerros de Úbeda mientras se esparcen los opios nuevos del pueblo. El mundo está manga por hombro. Ud. no había nacido, pero no hace mucho, el acontecimiento social más apetecible era que a uno le invitasen a comer, ¿sabe por qué?, porque a diario se comía poco y mal en casa y la gente se dejaba la piel trabajando para trasegar esos malos alimentos que digeríamos a base de practicar las virtudes teologales de la siesta, la tertulia y el paseo. Ahora, por lo que sabemos, nadie pide para comer. Se come mal hasta en los banquetes. Habrá que asumir que todo el mundo tiene dinero porque hay dos maneras, tenerlo o sacárselo al prójimo. ¿Recuerda que ayer el fotógrafo nos facturó cien euros por las seis fotos del Centro que tenemos que mandar a Madrid? Esa cantidad no la cobra ningún profesor-tutor enseñando quince días aquí.

Los despachos de la siete y media de la tarde siempre eran así. Los asuntos pendientes del Centro rara vez necesitaban de la media hora siguiente. Don Eugenio solía estar cansado y Liana más. Pero al director le gustaba consumir el tiempo. Entonces sacaba punta a cualquier tema y se perdía en disquisiciones y circunloquios. Esta vez sobre la pobreza y la miseria. Ella escuchaba, aguardando que llegaran las ocho, su hora de coger puerta hasta el día siguiente.


Liana se puso a preparar la cena  mientras recordaba lo dicho por su jefe en aquella media hora soporífera del final de la tarde. Don Eugenio contó que cuando era niño, justo después de la Guerra Civil, el hambre y la pobreza estaban generalizadas, aunque se mantenían algunas  diferencias entre pobres y ricos. Se fabricaban dos clases de calcetines, los pardos para la mayoría y los que tenían dibujo escocés para los ricos. La leche procedía de vacas estabuladas con riesgo de estar tuberculosas y la tuberculosis era la enfermedad más temida porque podía alcanzar a todos, si bien,  se curaban sólo los ricos porque tenían dinero para ir a la sierra. El pan era horrible. La carne ni se podía masticar; era como tascar correas. El pescado frecuentemente estaba podrido; el padre de don Eugenio llevaba el plato a un cuarto oscuro para ver si, brillando --porque el fósforo denunciaba su mal estado--, convencía a su mujer de que no era apto para comer, pero ella  defendía que muy frito y con zumo de limón valía.

A Liana le incomodó saber que los padres de don Eugenio tuvieron dos criadas, cocinera y niñera, y que un día su madre armó un escándalo al descubrir un huevo vacío  a causa de un pinchazo de alfiler en uno de los polos. La niñera dijo que se lo habían dado así en la huevaría; la madre culpaba indistintamente a una u otra sirvienta. Don Eugenio contó que miraba el huevo que parecía de paloma y pensó que la niñera se lo había bebido y lo pensaba sólo porque era a quien más acusaba su madre.

La cena iba tomando cuerpo; una buena ensalada catalana con puntas de espárragos y un buen puñado de aceitunas, más el plato preferido de Daniel: ternerita en su jugo. Liana se aseguró de que la botella de vino rosado estaba en el lugar apropiado de la nevera y, cocinando, continuó cavilando sobre la charla de tarde con el director.

Eso de que don Eugenio tuviese dos criadas le continuaba impactando, aunque él lo justificara diciendo que el sueldo de su padre apenas llegaba a final de mes y por eso hacía de administrador de una parienta riquísima a quien llamaba Doña Celestina. Y todavía le impresionó más cuando comentó que en una ocasión acompañó a su padre a un pueblo llamado Valdilecha en el cadillac de la señora conducido por un chófer uniformado.  Su papá le presentó al juez de paz como un hombre muy sabio; el juez, metía en el maletero del coche bidones de aceite y explicaba la leyenda de que Valdilecha quería decir Valle de la leche, el lugar donde pastaban las vacas que abastecían a la corte de Carlos I. Mentar al emperador se llevaba mucho en aquellos tiempos en que el Régimen se glorificaba hablando de la España imperial. Don Eugenio concluyó así el relato del viaje: “...los policías de tráfico siempre nos daban preferencia y las parejas de guardias civiles se cuadraban al cruzarse con el cadillac en la carretera. Debían cavilar que viajaba algún pez gordísimo en nuestro coche. ¿Cómo iban a pensar que el cadillac iba cargado de aceite de estraperlo?

A Liana le molestó mucho que don Eugenio hubiera hablado del hambre que había padecido porque… ¿sabía de verdad lo que era el hambre?  En los pueblos se vivía mucho peor. Su madre le había contado que en casa eran nueve y los domingos no salía el que se amodorraba más de la cuenta porque a medida que despertaban, se levantaban y lavaban se ponían la ropa dominguera que había en la casa y no había para todos. Para el almuerzo, como mucho, se servían dos pescaditos de los que se vendían barato en el mercado porque estaban partidos y no tenían calidad. Dos peces para nueve; los cortaban en trocitos pequeños y  apenas llegaba para todos. Su madre compraba una hogaza de pan y la ponía en un altillo porque no duraba si se mantenía caliente al alcance de todos; cuando la hogaza se endurecía se podía cortar en lonchas muy finas y así duraba una semana. Por no haber, no había ni comedor en muchas de las casas. Su pobre abuelo --y a Liana se le humedecieron los ojos recordándolo -- contó unas cosas tremendas del hambre que se pasaba cuando estuvo en la cárcel, siete años que pasó muy mal. En la celda dormían de seis en seis o más; los pies de uno junto a la cabeza de otro. ¡Tenían tanta hambre!  Y los carceleros, les arrojaban las cáscaras de las naranjas que comían...


Liana no quiere seguir recordando. Apaga el gas, tapa la sartén, se lava las manos y vuelve al cuarto de estar. Daniel puede aparecer. Son las nueve y veintiún minutos de la noche y enciende el televisor. Pulsa el botón del Canal 21 de la televisión local. Las noticias han empezado. El locutor está hablando de un crimen. No entiende bien lo que dice. De súbito, lleva las manos muy estiradas a ambas mejillas mientras aprieta los labios y sus ojos se llenan de lágrimas "...en la pelea, el joven conocido por El Pito se hizo con un cuchillo de cocina y lo clavó en el pecho de su hermanastro interesándole partes vitales. La madre asistió a la disputa sin poder impedirla. Como se ha dicho, el suceso se originó en una discusión sobre quién de los dos bebería un botellín de cerveza fría que había en la nevera de la casa. Los vecinos aseguran que los jóvenes se querían muchísimo y eran inseparables. El agresor, una vez consciente de lo sucedido, sufrió un ataque de nervios y fue internado en la Residencia “Verge de La Cinta”. Fuentes judiciales opinan que un posible motivo del crimen sería que ambos estuvieran enamorados de la misma chica."
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domingo, 5 de agosto de 2018




UN TORERO LLAMADO EL DIVINO


Es la historia de Manuel, un carácter ingenuo que transitaba por la vida sin apenas rozar a los semejantes y sin necesidad de comprender cuanto ocurría en su entorno. Si acaso, le bastaba con discernir el bien del mal procurando lo primero y espantándose del otro como del hocico del cerdo.

Manuel era, pues, un hombre despreocupado, sin curiosidad por las vicisitudes de la vida. Y tenía reducido el horizonte de sus deseos; le bastaba con rezar y perfeccionarse en el arte del toreo.

Sin embargo, nadie podía asegurar que Manuel fuese un aficionado auténtico de los toros. En el pueblo le repetían que tuviese cuidado y le recordaban que su padre y su abuelo cayeron en la arena, pero Manuel achacaba la muerte de los suyos a pecados de vanidad, el vicio maestro, la creencia absoluta en las habilidades propias, algo que él no tenía.

Le gustaba rezar oraciones sencillas y al torear las inventadas por su abuela materna para que Dios le protegiera. Con ellas entraba en el ruedo y con ellas salía dando gracias al Creador, ajeno al entusiasmo de los aficionados, a sus palabras zalameras y al ondear de pañuelos.

Fue caer don Judas por la plaza del pueblo para que la vida de Manuel mudase. Se fijó en la serenidad del muchacho, su elegancia al realizar las suertes, la manía de persignarse después de sortear un peligro y antes de entrar a matar a volapié según costumbre. Estudió al muchacho y escuchó cuanto la gente decía: que era pastor de ovejas y no pasaba de novillero en plazas modestas sin picadores porque era tímido y le daba vértigo subir al cartel de los grandes.

Don Judas se fue del pueblo convencido de que Manuel se estaba desperdiciando con tanto rezo y tanto pueblo. Casi lo tenía olvidado cuando una mañana de domingo fue al rastro madrileño y al hurgar en uno de los puestos dio con una tau y se le ocurrió preguntar al vendedor si sabía para qué servía. Le contestó que era un símbolo; como cruz cristiana, la Tau fue signo de elección y de protección por parte de Dios para San Francisco. El feriante hurgó entre sus trastos hasta dar con una cruz griega, pequeñita, y dijo al mostrársela: “Y aquí tiene la cruz griega, símbolo de la fe cristiana desde los tiempos de Constantino II “El Grande”, de cuando el Imperio romano andaba partido en dos y sus respectivos emperadores, Constantino y Majencio, batallaban por controlarlo. Constantino tuvo un sueño antes de la batalla de Puente Milvio. Se le apareció Jesucristo para decirle: “In hoc signo vinces” (Con este signo vencerás). Constantino mandó poner la cruz en los estandartes y escudos y ganó la batalla. Esta cruz representa…” 

Pero don Judas Puñoenrostro le paró ahí porque ni le interesaba las simbologías ni tenía tiempo que perder. Compró las cruces y dos días después regresó al pueblo de Manuel para ofrecerse como apoderado: lograría su alternativa, que toreara en las plazas más importantes, los aficionados le respaldarían y la prensa daría fe de sus éxitos.

La vanidad, según sabemos, no anidaba en los sentimientos de Manuel, pero aceptó cuando don Judas puso frente a él las cruces adquiridas en Madrid y le dijo: “Esta la llevarás cosida en la chaquetilla para tu custodia y esta la alzaré yo, con el Señor protegiéndote, para señalarte el momento en que debes entrar a matar. Siempre estarás amparado por Jesucristo y reivindicarás el bien contra el mal.

Don Judas sacó a Manuel de pastorear ovejas convirtiéndole en un torero de leyenda. Le solucionaba cualquier problema o sobresalto, le mimaba como si de un hijo se tratase. Con el tiempo se esforzó en olvidar su auténtica pretensión: hacer el gran negocio de su vida. Sin embargo, llegó el momento en que surgieron temores hacia su propia obra.

Porque siendo hombre común, pero inteligente, a don Judas le confundía la inocencia ignorante de su discípulo y temía los imponderables que podían surgir cuando a la gente le dio por hablar delmilagro. Comenzó a desconfiar de haber puesto la cruz de plata en la chaquetilla del torero ignorando que ya Manuel se planteaba el dilema de si toreaba o hacía milagros.

Habían comenzado a llamarle El Divino. No se podía torear mejor. Los entendidos proclamaban que esculpía el toreo en cada pase que en sus manos había un museo de arte con el percal, la muleta y la espada, pero también corría la especie de que la cruz que portaba protegía a Manuel de que le cogiesen los toros. Se hablaba del milagro por los pueblos, las ciudades, la Capital. Las revistas y los periódicos, incluso extranjeros, dedicaban crónicas al tema. Los comerciantes vendían cruces semejantes a las que portaba el torero; la gente las compraba y prendía en sus vestidos. Le rodeaban. Le admiraban. Le imitaban. Todos le llamabanmaestro.

Y sin embargo, Manuel se sentía confundido. Le querían mucho, pero cuando le saludaban o le abrazaban, Manuel veía en los rostros muecas horribles que le originaban desazón. Le parecía que vivía rodeado de muñecos tenebrosos que olían a sudor, a perfume, a vino y simulaban una alegríafalsa. Las sensaciones que exhalaban le asfixiaban. Incluso cuando iba a dormir, sentía como si aquellos muñecos viniesen a cerrarle los ojos pronunciando gritos grotescos.

Para huir del ambiente y de esas sensaciones advirtió que no podía refugiarse en los libros religiosos que le compraba don Judas. La duda surgió sola, pensando en el milagro que corría en boca de la gente.


Como siempre que debía torear, comió tempranode prisa para escabullirse de quienes curioseaban a través de los ventanales del comedor de la fonda. Le era igual que se tratase de amigos, de los convecinos que en su día le animaron y le dieron cobijo, protección y de comer. Sentía la necesidad de estar a solas. Salió del comedor.

Cuando entró en la habitación se recostó, no sin echar una mirada sobre la cruz de la chaquetilla que colgaba en el respaldo de la silla contigua a la cama. Enseguida aparecieron las ideas que precipitaban su pensamiento como las moscas revoloteaban sobre su cuerpo inquieto y sudoroso. ¿Sería verdad que era absolutamente imposible que le cogiesen los toros? Y miraba de nuevo hacia la chaquetilla como pidiendo respuesta a su pregunta… Se imaginó rezando la oración que don Judas le hacía recitar antes de ir hacia el toro. Después veía al toro esconder la testuz al vuelo de la capa o irse dócilmente tras el engaño sangriento de la muleta…

Manuel caviló, por primera vez, que jamás había sentido la ira del toro, ni su aliento, ni había mezclado su sangre con la suya. ¿Sería verdad que algo extraordinario le hacía torear sin riesgo, diferente a los de su profesión? Y, pensando en la leyenda que se forjaba a su alrededor, se dijo que no era torero sino un ser asido por la suerte. Sintió ganas de llorar, miró hacia donde estaba la cruz con despego y solo, angustiado, pedía razón a Dios.


Cruzó las calles del pueblo que se bendecía con la hora de la siesta. Al cruzar la Plaza Mayor no prestó atención a los domingueros alegres  que le saludaron, tampoco al perro vagabundo que se aproximaba gimiendo a la pared en sombra, ni a los gorriones que se bañaban en la arena. La visión de los rayos del sol alcanzando la cruz que coronaba la iglesia parroquial le sorprendió un instante.

Llegó a los pastos cercanos al río y sólo cuando, cerca de un olivar, divisó las ovejas y los corderos que pastoreó en otro tiempo, detuvo la marcha. Buscó a Jesús y le encontró sentado plácidamente a la sombra de un olivo. Se dirigió hacia él y, tras saludarle, preguntó:

--Jesús, ¿recuerdas mi primera tarde?

El pastorcillo le dedicó una mirada amplia de sus ojos azules. Luego preguntó:

--¿Cuándo te llamé cobardica porque eras el único que respetaba a los toros y parecía que les tenía miedo?

-- ¡Sí, hombre! Te hablo de aquella tarde. Estabas detrás de la barrera. La tienta. ¿Recuerdas que el becerro me cogió, que me revolcó? ¿Recuerdas que me hiciste un quite a cuerpo limpio?

--Sí, lo recuerdo.

Los ojos de Manuel se iluminaron y pregunto ansioso:

--Entonces, por favor y dime ¿llevaba alguna medalla o cruz como la que suelo llevar ahora? ¿La llevaba, Jesús?

El pastor no dudó al responder:

--Aquella tarde no llevabas nada, no; ¿no recuerdas que ibas con un traje campero prestado?

Manuel bajó la cabeza y los hombros. ¡Era verdad! ¡El milagro existía! ¡Llevaban razón los que hablaban! Sí; le cogió el toro cuando dio el primer pase, al airear la capa. Estaba claro que, sin la cruz, él no servía para nada. Todo era un invento de don Judas. Se sintió estúpido. Nadie lo podía comprender. Ni siquiera Jesús, ¿o Jesús sí?

Jesús miraba preocupado hacia su amigo. Nunca le había visto con tal zozobra. Algo raro sucedía, pero no sabía cómo ayudarle aun deseándolo. Entonces Jesús sospechó que podía tratarse de lo que decía la gente y musitó con gravedad:

--Yo creo que sí te pueden coger los toros.

Manuel se avivó y preguntó:

--Pero, ¿por qué lo crees, Jesús, por qué lo crees?

--Porque algún día te puedes equivocar, te puedes distraer.

Y Manuel, impulsado por una extraño esperanza, exclamó:

--¡Ojalá tengas razón! Me puedo distraer. ¿Lo crees realmente? Eres el único que piensa así. Yo… también. Hace calor. ¡Es horrible!... Sí que lo hace. Distraerse… ¿Es posible?

Jesús observó que su corderillo predilecto escapaba inseguro hacia la parte del río donde nacía el turbillón. Igual tenía sed. El recental, frágil, metió sus patas y el curso del agua lo hizo tambalearse. Jesús, rápido, silbó a los perros que aceleraron hacia él. El corderillo tuvo miedo; movió la cabeza de lado a lado como si pidiera ayuda. Los perros hicieron por morderlo y saltó y corrió como loco de vuelta al rebaño. El peligro había pasado. Los perros quedaron ladrando junto al agua.

Jesús se acercó y dijo a su amigo:

--¿Sabes? El único sitio donde no te podrán coger los toros es en el cielo.

*

Manuel sintió el peso abrasador del sol; podía haber cogido una insolación pese a haber permanecido a la sombra de los olivos. Al verle pasar de rergreso a la fonda, uno de los paisanos que continuaban en la Plaza Mayor le gritó: “¡Suerte, vista y al toro!” Fue como un trallazo que le produjo una impresión extraña.

De nuevo en el cuarto se recostó y tomó el libro que le confortaba en los momentos de angustia. Leyó palabra a palabra: “Enójate contra ti mismo y no permitas que arraigue en ti la soberbia; muéstrate tan sumiso y pequeño que cualquiera pueda ponerse sobre ti y pisarte como el lodo de las plazas”.

Los ojos le brillaban. Le molestaba la luz del sol que entraba por la ventana. Le pareció sentir que algo se desprendía de sus cabellos, que corría por la mejilla y huía por la almohada. Era como una mancha minúscula. Le pareció que subía por el respaldo de la silla próxima, se encaramaba a la chaquetilla de su traje de luces y se ocultaba hacia donde estaba la cruz. Manuel dejó caer la cabeza y, con la visión revuelta, creyó ver una araña pequeña que llevaba en el abdomen una serie de puntos moteados amarillentos de los cuales cinco o seis de los más grandes formaban otra cruz. Manuel se desvaneció en el sueño.


Don Judas entró alborotado dando voces. Venía de charlar con algunos aficionados. Le despertó. Le increpó porque no se daba cuenta de la hora. Pidió ayuda a la cuadrilla y le vistieron. Y después, corriendo cuanto podían entre la muchedumbre ansiosa, llegaron a la plaza.

Le extrañó que Manuel no hubiese pronunciado palabras alguna. Por eso don Judas preguntó: “¿Es que tienes miedo?”. Manuel negó con la cabeza y don Judas se tranquilizó.

Estaba por salir el primer toro de la tarde. Todavía tras la barrera, Don Judas se acercó a Manuel y le pasó un brazo por los hombros.

--¡Ea! Reza conmigo para que Dios te ayude. –Y siseó-- ·”Santo Dios, Creador del Infinito, destructor del mal que atormenta a los hombres, ayúdame a vencerlo aquí si está representado en los toros.” Pero Manuel no le acompañaba y ante el sorprendido apoderado dijo:

--Don Judas; esto se ha terminado. --Después, con serenidad desprendió la cruz de la chaquetilla y se la dio. -- Devuélvamela al final de la corrida; ahora que se haga la voluntad de Dios.

Don Judas le vio irse hacia la arena y sintió un escalofrío.


Era tarde de toros y la gente se agitaba en la plaza. El griterío a veces se acompasaba, otras parecía el de los hombres cuando discuten en la tertulia o el de las mujeres arremolinando sus mantillas. Las buenas y las malas impresiones escapaban en el humo del tabaco o el zarandeo de los abanicos. Acontecía lo de siempre cada domingo en las plazas de toros, la masa sumida en el calor, angustiándose cuando el toro acaricia la faja del torero o puntea cerca del pecho, feliz al concluir la tanda de naturales con un gran pase de pecho…

Manuel ya no pensaba en la cruz. Embebido en la faena, dibujaba cuanto se esperaba de su arte y la gente se lo premiaba con ovaciones.


El toro, firme sobre el rectángulo de sus patas, el cabezón abajo, le contemplaba. Manuel levantó el brazo y permaneció quieto, segundos como siglos, perfilándose. Volvió el rostro y, para asegurarse, vio a don Judas agitando la tau inquietamente; al mirar de nuevo al frente vio saltar de su chaquetilla una araña que corría hacia la mano que sujetaba la espada.

Fue un choque brutal. Un golpe en el pecho. Le arrastraban. Se oían gritos de pánico. Se veía como una sombra escapando bajo las pezuñas del toro. Por primera vez Manuel sentía el aliento del toro en la mejilla, las sangres mezcladas. El toro rodó cercano al torero.

Don Judas, cuando le vio en brazos de las asistencias, allí donde estaba, tras la barrera, metió la tau en un bolsillo mientras corría un sudor frío por sus manos y se le resistían las palabras.


Jesús logró acercarse a la mesa de operaciones aprovechando el trasiego de la puerta. Muy cerca, el apoderado, rodeado de periodistas, comentaba la noticia. Todos querían saber como si no hubiesen visto… Y don Judas, por fin, hablaba.

Jesús miraba el pecho desnudo de Manuel. Las manos crispadas entrelazando la cruz griega. La sonrisa del triunfo helada, sorprendida. Y Jesús, llorando, rozándole con sus manos, decía con palabras que eran susurros:

--Te lo dije Manuel, los toros no podrán cogerte en el cielo.



NB.:

El Divino fue uno de los relatos finalistas en el concurso de cuentos que hizo el Diario Regional de Valladolid en colaboración con la Caja de Ahorros de Salamanca en 1962. Su publicación fue ilustrada por la pintora Carmen Dosal. El texto fue completamente reescrito y modificado cincuenta y cuatro años después  y de nuevo en el 2018 .
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