JOAQUÍN TOMÁS VILLARROYA
Y LA PEPA
Y LA PEPA
Conocí a Joaquín en enero de 1975. El rector de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, Juan Díez Nicolás, acababa de nombrarle director del Centro de Tortosa-UNED y director adjunto a un servidor. Joaquín era miembro del patronato del Centro y había aceptado la propuesta que se elevó al rector a condición de no serle retribuida ni una peseta. A la sazón ya era profesor numerario de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia y abogado del Estado en la capital levantina.
Desde el primer momento me sorprendieron, aparte del saber que su obra atestiguaba, las calidades que enriquecían su personalidad, evidentes en nuestros encuentros y en la resolución de problemas que a su consejo o decisión planteaba. Alguno como “adelantarse siempre a los acontecimientos” –la universidad de entonces hervía problemas en los claustros aparte del malestar continuo de los estudiantes…--, se sumaba a otro que aprendí en la universidad norteamericana: decir siempre la verdad de cada situación con todas las explicaciones posibles, independientemente de que gustaran o no a los estamentos dependientes.
Yo sabía que Joaquín era un gran constitucionalista y un investigador jamás condicionado por la política. Me lo puso de manifiesto cuando en una conversación sobre colegas y profesores de Derecho Político destacó a Jordi Solé Tura como una de las personalidades de su mayor consideración intelectual y personal estima. La objetividad y el buen criterio de Joaquín eran proverbiales, de ahí lo notable de sus amistades y lo perdurable de sus escritos.
En la UNED –universidad que ahora celebra sus 40 años de actividad-- había colaborado en la redacción de las primeras unidades didácticas de Derecho Constitucional y Derecho Político II con Faustino Fernández-Miranda y Manuel Gonzalo, unidades que, por la claridad de su redacción y estructura excelente para los estudios a distancia, siguieron manejándose por los estudiantes incluso después de ser preteridas por libros de texto más que por la actualidad (i) . Pero el Centro de Tortosa disfrutaría de algo que, de manera puntual, sólo gozaron sus alumnos de la Universidad de Valencia en mayor medida.
A Joaquín no le apasionaban los días de traca y mascletá de las Fallas de Valencia y, sabiéndolo, aproveché para invitarle a impartir tres conferencias en Tortosa coincidentes con la celebración valenciana en la primavera de 1976. Estaban dedicadas a poner a los asistentes en situación sobre la Ley para la Reforma Política y los temas que se discutían como proyecto de la que luego sería la Constitución de 1978. La invitación se repitió en los años siguientes y así pudimos seguir, paso a paso, la elaboración de nuestra Carta Magna a través de un especialista notable.
Sus conferencias eran sólidas, no tenían desecho. El rigor también venía acompañado de un decir pausado y salpicado de momentos divertidos. Entendí entonces la razón de que sus alumnos de la Universidad de Valencia aplaudieran frecuentemente al final de sus clases en aquellos tiempos de turbulencia universitaria. Fueron conferencias que llenaron nuestra Aula Magna, impagables e impagadas pues Joaquín solo aceptó, cuantas veces vino a Tortosa, que se abonase su estancia y la de su mujer en un hotel modesto cercano al Centro.
Joaquín dejaría la dirección del Centro en 1983 por creer que, aunque no cobraba, el cargo le afectaba en relación con la entonces nueva Ley de Incompatibilidades. El Centro de Tortosa le nombró Director de Honor, pero nunca se le agradeció debidamente, ni quizás sería posible compensar su labor, los consejos, ni aquellas visitas que encumbraban nuestra tarea universitaria a cotas inimaginables cuando el Centro fue creado en 1973.
En estos días que se celebra el bicentenario de La Pepa he recordado mucho a Joaquín y supuesto el protagonismo que hubiera tenido de vivir, pues, la muerte le sobrevino demasiado pronto. Me acuerdo de su quehacer como analista de los proyectos constitucionales y de algunas de las cosas importantes que nos dijo, por ejemplo, que cada Constitución trataba de resolver algún problema principal y que la Constitución de 1978 sólo tendría éxito si resolvía el de las autonomías.
Volviendo a La Pepa, Joaquín recordaba que el primer acierto de la Junta Suprema Central Gubernativa que dirigía la guerra contra Napoleón en 1808 fue darse cuenta de que la invasión “había arrasado el viejo Estado y era necesario reconstruirlo”(ii), aunque ya entonces se pondrían de manifiesto dos problemas que presionarían siempre sobre la redacción de cualquier empeño constitucional en España, la pretensión de cada partido en convertir puntos de sus programas en artículos constitucionales y que los defectos de nuestra vida política se atribuyeran a la falta o especial configuración de alguna institución, por ejemplo, el senado.
Aunque antes de La Pepa existió la Constitución de Bayona (1808), muy afrancesada y de nula influencia en nuestro Derecho, Joaquín recordaba que Gaspar Melchor de Jovellanos --representante de un sector de la opinión-- entendía que la reconstrucción del Estado debía hacerse restaurando las leyes antiguas que el absolutismo había prohibido pese a su buen funcionamiento entre los poderes públicos y, además, porque defendían las libertades de los españoles, pero el sector afrancesado pensó que, sin menoscabo de esas leyes, el Estado debía acompasarse a los tiempos modernos, pensamiento que siempre oculta la costumbre remolona de imitar lo de afuera.
La Pepa promulgada el 19 de enero de 1812 tuvo un origen popular, era extensa (384 artículos) y era rígida al exigir trámites diferentes a los necesarios para modificar una ley ordinaria, intención vana porque Fernando VII la derogaría dos años después de su proclamación y, aunque volvió a la vida años más tarde, lo hizo condicionada por las disposiciones que la modificaban.
Hoy La Pepa vuelve a escena entre fastos políticos y académicos con amplia cobertura en los medios de comunicación. Podemos presumir qué se pretende, pero Joaquín también ponía el dedo en esa llaga que escuece desde el s. XIX: “entre nosotros no ha existido una auténtica devoción y afección a la Constitución”. Joaquín afirmaba que admiramos la inglesa porque “hunde sus raíces en la historia” o la norteamericana porque ha sido “un factor de integración en la vida política de ese país”, pero “La Constitución, entre nosotros, generalmente, no ha sido vínculo de unión, sino factor de discordia política y civil. Esta triste historia es, seguramente también, realidad actual” (iii). Lo decía en 1976. Ojalá la Constitución actual, a la que contribuyeron tantos partidos, supere el legado de La Pepa resolviendo el problemas que enunciaba Joaquín así como en logros más que ilusiones.
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NOTAS.:
i.- Ver las palabras de Faustino Fernández-Miranda incluidas en “Los orígenes metodológicos de la UNED ", en la entrada al blog García Aretio de 8 de febrero de 2012 en Google.
ii.- Joaquín Tomás Villarroya, Breve historia del constitucionalismo español, Planeta, Barcelona, 1976, p. 7
iii.- Ibid, p. 6