domingo, 25 de octubre de 2015



   

EL   23 -F  del  TÍO  JACOBO


El pasillo larguísimo nacía en la puerta de la habitación de los abuelos; daba por la izquierda a los dormitorios principales de la familia y por la derecha al cuarto de los armarios empotrados, a la escalera  que subía al desván y descendía hacia la planta inferior. El pasillo acababa en la amplia galería donde estaban el  cuarto de baño y el retrete,  mi cuarto y el del tío Jacobo que, por el día, permanecía abierto exhalando un olor almizclado a Varón Dandy, Lucky Strike, polvos de talco y, especialmente,  a sudor rancio o así lo parecía hasta que se abrían las ventanas.

El tío Jacobo era un hombre extraño. Justo después de desayunar se ponía a caminar por la galería y el pasillo larguísimo. Recorría esa su particular ruta esteparia no menos de doscientas veces al día al paso y otras veces deprisa. Sólo muy ocasionalmente se paraba en la cristalera de la galería a mirar para afuera; entonces levantaba su mano derecha, la armaba como si fuera una pistola y, cuando pasaba el tiovivo incansable de las golondrinas, disparaba haciendo chasquidos con la boca. El abuelo decía que, de pequeño, el tío tenía la afición de fabricar pistolas con las pinzas de la ropa y disparaba pepitas de cereza o de picota, por supuesto sin propósito de alcanzar a ninguna de las avecillas, aunque siempre pensé que por él no quedaría.

El tío Jacobo bebía leche de unas vacas asturianas traídas del Sueve que mantenía en una finca de su propiedad. Eran vacas rubias que rendían unos diecisiete litros de leche diarios, poco frente a la superproducción de las vacas holandesas. El tío trasegaba dos vasos de leche diarios, uno para desayunar y otro para dormir. Angelina se los servía en vasos anchos de sidra; la mitad  era nata pura que el tío comía con cuchara. Viendo su ingesta se me descomponían las tripas mientras que a él se le endurecían, pues, su glotonería láctea le tenía prieto, quiero decir estreñido, sin hacer de cuerpo como decía el abuelo, y de ahí los paseos diarios para mover lo inamovible.

Como decía, el tío Jacobo recorría el pasillo como si fuera un atleta de fondo y ¡ay Dios! si alguien se interponía. En una ocasión mis hermanas Chelo y Amparo salieron del cuarto de los abuelos montadas en mi viejo coche de pedales y tropezaron con él. El tío Jacobo se puso tan furioso que, de una patada, las mandó escaleras abajo con el recado de no volver a subir. Las pitusas sufrieron una crisis de ansiedad y estuvieron como dos horas llorando. Pero ni siquiera el abuelo se atrevió a decirle  nada en aquella ocasión.

Él bajaba las escaleras sólo para comer y cenar, porque desayunar lo hacía en la galería conmigo. Yo ni rechistaba mientras Angelina servía las tostadas con mantequilla, la leche para él y mi tazón de café con leche. Tampoco se me ocurría empezar el primero aun cuando por ser vecino de galería me tenía una miaja de simpatía; se notaba cuando me invitaba a comer la última de las tostadas si era impar el número de las servidas.

Jamás dejaba arreglar su cuarto a nadie que no fuera Angelina, quien alguna vez se pasaba tres cuartos de hora adentro con él, saliendo siempre sofocada y enderezando el uniforme, supongo que de agacharse para hacer la cama.

Se decía que el tío Jacobo tenía una fortuna de treinta mil duros al poco de terminar la Guerra Civil, que subía a trescientos mil diez años después, en los sesenta ascendía a los tres millones y en los ochenta se iba a los Picos de Europa. Se comentaba que había sido posible porque Lebico había quedado del lado nacional, pero la razón verdadera era otra. Cada viernes por la mañana mi tío salía de casa y se iba al banco. Allí hablaba con don Silverio, el director, quien se encargaba de tramitar sus inversiones. Se dice que don Silverio había sido medio rojo, que el tío Jacobo le rescató del cuartel de la Guardia Civil y después le dio cuartos para subsistir, pues la familia había quedado como quedaban la de los rojos, fuesen rosados o borgoñones. Se saca la conclusión de que don Silverio a partir de entonces no sólo le fue de una fidelidad suprema sino que jugaba sus duros al viento de los de mi tío y que también había hecho una fortuna considerable.

El 22 de febrero de 1981 la radio trajo noticias que atemorizaron a todo el pueblo y en especial al tío Jacobo cuya velocidad de crucero por el pasillo de casa pasó a ser aeronáutica. Días atrás se había hablado de nubecillas de crispación general que los bien informados trasmitían a don Silverio y éste al tío Jacobo. Fue el 23 de febrero, quincuagésimo cuarto día del año en el calendario gregoriano, cuando se recibió una llamada del director del banco revelando que una fuerza de entre ciento cincuenta y doscientos guardias civiles mandados por el teniente coronel don Antonio Tejero acababa de tomar el Congreso, justo cuando se procedía a la votación para elegir al sucesor del Presidente Suárez. Aquel soplo sonó como las trompetas de Jericó, sublevó los corazones y sacó humo de los cerebros de mis mayores. La velocidad de crucero del tío Jacobo por el pasillo ya era sideral, pues, aparte de la noticia y su repercusión más que posible en la bolsa, llevaba estreñido seis días, ni más ni menos, o sin hacer de cuerpo como decía el abuelo y ya he dicho.

Toda la familia se congregó alrededor de la radio mientras José María García transmitía los acontecimientos como si se tratara de un partido de fútbol. Hubo un aparte del abuelo cuando el primo Pepín llamó desde un regimiento de Sevilla donde hacía el servicio militar. Preguntaba al abuelo si sabía lo que sucedía porque corrían tanques por las calles de Valencia, su regimiento estaba movilizado y ellos armados hasta las cejas. El abuelo trataba de hacerle unas consideraciones hasta que soltó un “¡Majadero! ¡Deja de hablar y cuelga!”. El abuelo, que antes de jubilarse de magistrado-juez por lo menos habría sido comandante en caso de movilización, se volvió y nos dijo con gesto abrupto: ”El muy animal no sabe que propalar noticias de la situación de un regimiento cuando está movilizado le puede llevar a un consejo de guerra y, a las últimas y dependiendo del caso, incluso a ser fusilado” . El tío Jacobo levantó la cabeza y sentenció: “Cabo furriel, papá, eso es lo que es; sólo un cabo furriel”.

Don Silverio volvió a llamar para que encendiéramos el televisor. Era la una y cuarto de la madrugada cuando el Rey vestido de capitán general llenó la pantalla del televisor dando el golpe por fracasado. Aliviados, ya no tardamos mucho en irnos a la cama.

A la mañana siguiente me pareció que se libraba una batalla campal en el retrete de la galería; disparos de cañón, silbidos de bala, ayes y fragores incesantes. Salté hacia la galería sobresaltado y más cuando el tío Jacobo salió del excusado luciendo una pequeña sonrisa; pasó la mano izquierda por mi cabello, revolviéndolo, mientras metía la mano derecha en el bolsillo y sacaba una moneda de diez duros. Mi “¡Gracias tío!” sonó como un trallazo y volé escaleras abajo hacia el abarrote del señor Manolito para comprar chocolatinas y caramelos.

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Año 1.981

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