EL 23 -F del TÍO JACOBO
El pasillo larguísimo nacía
en la puerta de la habitación de los abuelos; daba por la izquierda a los
dormitorios principales de la familia y por la derecha al cuarto de los
armarios empotrados, a la escalera que
subía al desván y descendía hacia la planta inferior. El pasillo
acababa en la amplia galería donde estaban el
cuarto de baño y el retrete, mi
cuarto y el del tío Jacobo que, por el día, permanecía abierto exhalando un
olor almizclado a Varón Dandy, Lucky Strike, polvos de talco y, especialmente, a sudor rancio o así lo parecía hasta que se
abrían las ventanas.
El tío Jacobo era un hombre
extraño. Justo después de desayunar se ponía a caminar por la galería y el pasillo
larguísimo. Recorría esa su particular ruta esteparia no menos de doscientas
veces al día al paso y otras veces deprisa. Sólo muy ocasionalmente se
paraba en la cristalera de la galería a mirar para afuera; entonces levantaba
su mano derecha, la armaba como si fuera una pistola y, cuando pasaba el tiovivo incansable de las
golondrinas, disparaba haciendo chasquidos con la boca. El abuelo decía que, de
pequeño, el tío tenía la afición de fabricar pistolas con las pinzas de la ropa
y disparaba pepitas de cereza o de picota, por supuesto sin propósito de
alcanzar a ninguna de las avecillas, aunque siempre pensé que por él no
quedaría.
El tío Jacobo bebía leche de
unas vacas asturianas traídas del Sueve que mantenía en una finca de su
propiedad. Eran vacas rubias que rendían unos diecisiete litros de leche
diarios, poco frente a la superproducción de las vacas holandesas. El tío
trasegaba dos vasos de leche diarios, uno para desayunar y otro para dormir.
Angelina se los servía en vasos anchos de sidra; la
mitad era nata pura que el tío comía con
cuchara. Viendo su ingesta se me descomponían las tripas mientras que a él se
le endurecían, pues, su glotonería láctea le tenía prieto, quiero decir
estreñido, sin hacer de cuerpo como
decía el abuelo, y de ahí los paseos diarios para mover lo inamovible.
Como decía, el tío Jacobo
recorría el pasillo como si fuera un atleta de fondo y ¡ay Dios! si alguien se
interponía. En una ocasión mis hermanas
Chelo y Amparo salieron del cuarto de los abuelos montadas en mi viejo coche de
pedales y tropezaron con él. El tío Jacobo se puso tan furioso que, de una
patada, las mandó escaleras abajo con el recado de no volver a subir. Las pitusas
sufrieron una crisis de ansiedad y estuvieron como dos horas llorando. Pero ni
siquiera el abuelo se atrevió a decirle nada en aquella ocasión.
Él bajaba las escaleras sólo
para comer y cenar, porque desayunar lo hacía en la galería conmigo. Yo ni
rechistaba mientras Angelina servía las tostadas con mantequilla, la leche para
él y mi tazón de café con leche. Tampoco se me ocurría empezar el primero aun
cuando por ser vecino de galería me tenía una miaja de simpatía; se notaba
cuando me invitaba a comer la última de las tostadas si era impar el número de
las servidas.
Jamás dejaba arreglar su
cuarto a nadie que no fuera Angelina, quien alguna vez se pasaba tres cuartos
de hora adentro con él, saliendo siempre sofocada y enderezando el uniforme,
supongo que de agacharse para hacer la cama.
Se decía que el tío Jacobo
tenía una fortuna de treinta mil duros al poco de terminar la Guerra Civil, que
subía a trescientos mil diez
años después, en los sesenta ascendía a los tres millones y en los ochenta se
iba a los Picos de Europa. Se comentaba que había sido posible porque Lebico
había quedado del lado nacional, pero la razón verdadera era otra. Cada viernes
por la mañana mi tío salía de casa y se iba al banco. Allí hablaba con don
Silverio, el director, quien se encargaba de tramitar sus inversiones. Se dice
que don Silverio había sido medio rojo, que el tío Jacobo le rescató del
cuartel de la Guardia Civil y después le dio cuartos para subsistir, pues la
familia había quedado como quedaban la de los rojos, fuesen rosados o
borgoñones. Se saca la conclusión de que don Silverio a partir de entonces no
sólo le fue de una fidelidad suprema sino que jugaba sus duros al viento de los
de mi tío y que también había hecho una fortuna considerable.
El 22 de febrero de 1981 la
radio trajo noticias que atemorizaron a todo el pueblo y en especial al tío
Jacobo cuya velocidad de crucero por el pasillo de casa pasó a ser aeronáutica.
Días atrás se había hablado de nubecillas de crispación general que los bien
informados trasmitían a don Silverio y éste al tío Jacobo. Fue el 23 de
febrero, quincuagésimo cuarto día del año en el calendario gregoriano, cuando
se recibió una llamada del director del banco revelando que una fuerza de entre
ciento cincuenta y doscientos guardias civiles mandados por el teniente coronel
don Antonio Tejero acababa de tomar el Congreso, justo cuando se procedía a la
votación para elegir al sucesor del Presidente Suárez. Aquel soplo sonó como
las trompetas de Jericó, sublevó los corazones y sacó humo de los cerebros de
mis mayores. La velocidad de crucero del tío Jacobo por el pasillo ya era
sideral, pues, aparte de la noticia y su repercusión más que posible en la bolsa,
llevaba estreñido seis días, ni más ni menos, o sin hacer de cuerpo como decía el abuelo y ya he dicho.
Toda la familia se congregó
alrededor de la radio mientras José María García transmitía los acontecimientos
como si se tratara de un partido de fútbol. Hubo un aparte del abuelo cuando el
primo Pepín llamó desde un regimiento de Sevilla donde hacía el servicio
militar. Preguntaba al abuelo si sabía lo que sucedía porque corrían tanques
por las calles de Valencia, su regimiento estaba movilizado y ellos armados
hasta las cejas. El abuelo trataba de hacerle unas consideraciones hasta que
soltó un “¡Majadero! ¡Deja de hablar y
cuelga!”. El abuelo, que antes de jubilarse de magistrado-juez por lo menos
habría sido comandante en caso de movilización, se volvió y nos dijo con gesto
abrupto: ”El muy animal no sabe que
propalar noticias de la situación de un regimiento cuando está movilizado le
puede llevar a un consejo de guerra y, a las últimas y dependiendo del caso, incluso
a ser fusilado” . El tío Jacobo levantó la cabeza y sentenció: “Cabo furriel, papá, eso es lo que es; sólo
un cabo furriel”.
Don Silverio volvió a llamar
para que encendiéramos el televisor. Era la una y cuarto de la madrugada cuando
el Rey vestido de capitán general llenó la pantalla del televisor dando el
golpe por fracasado. Aliviados, ya no tardamos mucho en irnos a la cama.
A la mañana siguiente me
pareció que se libraba una batalla campal en el retrete de la galería; disparos
de cañón, silbidos de bala, ayes y fragores incesantes. Salté hacia la galería
sobresaltado y más cuando el tío Jacobo salió del excusado luciendo una pequeña
sonrisa; pasó la mano izquierda por mi cabello, revolviéndolo, mientras metía
la mano derecha en el bolsillo y sacaba una moneda de diez duros. Mi “¡Gracias
tío!” sonó como un trallazo y volé escaleras abajo hacia el abarrote del señor
Manolito para comprar chocolatinas y caramelos.
.
Año 1.981
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