martes, 24 de enero de 2012


La película NINE
(O cómo no hacer un remake)



En los años recientes se han estrenado versiones nuevas de películas clásicas --a veces ni siquiera añejas-- que no siempre lograron suplirlas; por ejemplo, el remake excelente que hizo Polanski de Oliver Twist no superó la interpretación ni la economía artística de la película muda original.

Nine se estrenó en diciembre de 2009, costó algo más de ochenta millones de dólares, pero tan sólo recuperó un tercio de lo invertido hacia la mitad del año siguiente. Pese a la propaganda abrumadora, las nominaciones al Oscar, las actrices rutilantes del repertorio y un director que había dirigido una cinta magnífica, Chicago, resultó un fracaso, al menos, si nos atenemos a las expectativas que despertó.

Nine se basaba en un musical del mismo título de 1982, y ambas en la película 81/2 (Otto e mezzo, 1963) que Federico Fellini así tituló por haber rodado siete películas y algún corto con anterioridad.

Versiones musicales de grandes obras se hicieron en el pasado, por ejemplo, el Don Quichotte (1933) de G.W. Pabst interpretado por Chaliapin, pero también hubo dislates como El hombre de la Mancha (Man of La Mancha, 1972) de Arthur Hiller, icono de un musical-fracaso que debió recordarse cuando Nine fue concebida como película, sobre todo al elegir guionista, actores y actrices para hacer de protagonistas.

Cuando Fellini rueda 81/2 había celebrado sesiones de psicoanálisis con Ernst Bernhard y, según cuenta San Stourdzé, descubierto “a Jung y sus teorías sobre el análisis de lo sueños y el concepto del inconsciente colectivo”. Se trataba de nuevas experiencias que le permitieron penetrar en su subconsciente y reflejarlo en el personaje interpretado por Mastroianni.

Para ejemplificar esa introspección llevada a cabo desde una memoria personal que generaba visiones de todo tipo, sirven las palabras que Fellini empleó casi veinte años después para explicar una escena de La ciudad de las mujeres (1980) a su amigo George Simenon: “Estos días estoy rodando las secuencias que de forma genérica denomino “las visiones” de un largo viaje, una caída en suspensión de un protagonista que se desliza por un tobogán en espiral, desaparece, reaparece y vuelve a sumergirse en la deslumbrante oscuridad de su mitología femenina” . No es que Fellini estuviese en éxtasis a causa del LSD. Lo probó una vez después,  en 1965,  atendido por un equipo de médicos que le inyectó la droga y registró sus experiencias aunque Fellini jamás quiso escucharlas.

Sabemos que Fellini --como hacen los grandes poetas—rodaba la misma película una y otra vez modificando sólo plano y circunstancia. Su obra cinematográfica fue una constelación de autobiografías interiores persiguiendo el arte a través de obsesiones eróticas, fantasías sexuales y flash de memoria súbitos. En Fellini todo es plástico, expresivo, pero sobre todo visionario. Otto e mezzo parece una suma dislocada de imágenes, pero parte de un argumento simple: el director Guido Anselmi busca y encuentra la inspiración para una nueva obra a través de fantasías oníricas. A Fellini le saltaban de la cabeza y las filmó en 81/2.

La nueva versión de una película dista del modelo lo que el propósito del nuevo realizador respecto del anterior. La peripecia del protagonista se elaboró mediante los mecanismos del arte en la película de Fellini, pero el director Rob Marshall no lo hizo así. Sin duda mal llevado por los nuevos guionistas, intentó traducir las imágenes del film del italiano o, si se quiere, los demonios que suponía en su colega; el resultado fue un remake desorientado. Además, utilizar el título Nine (nueve) como  sumándose al listado de películas de Fellini parece un chiste o una broma pretenciosa.

Se dice que Fellini autorizó la imitación de Nine a condición de que su nombre no figurase en el título ni en la lista de sus personajes. Hizo bien. Su Guido Anselmi de 81/2 resultó un retrato inimitable para el Guido Contini de Nine. Daniel Day-Lewis aparece en escena con aspecto parecido al que tenía en Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007) y, casi sin cambiar de atuendo, se transforma en un latin lover lejanísimo al modelo que Fellini y Mastroianni habían patentado. Por mucho que Day-Lewis mariposee entre musas o mujeres míticas o carnales o circule por la Anguillara Sabazia o por las calles de Roma en un deportivo diminuto --parece un Alpine que provoca la risa debido al tamaño del actor--, sus cogitaciones atormentadas llegan al espectador con la fuerza desvaída de un eco.

El abanico de estrellas en Nine parecía rutilante, pero como sucede en ocasiones, las varillas del abanico se superponen y unas estrellas tapan a otras por mucho que las pintaran por igual en la tela de la propaganda.

Nicole Kidman es Claudia y hace de musa. Está siempre en la distancia, como una gemela de la estatua neoyorquina de La Libertad. No vislumbra rasgos humanos u oníricos, aunque sí toneladas de ropaje. Refleja muy bien a la musa del guión desgalichado de la película.

Parecida inexpresividad aporta Sofía Loren, a quien le va quedando muy poco de Sofía y menos de Loren por culpa de ese guión que olvidó programarla para actuar. Su papel de mamma proporciona una estampa hierática, semejante a la de un bloque de mármol blanco de Carrara.

Gran papel habría sido el de Judi Dench haciendo de Lilli si sus consejos se dirigieran a un actor diferente de la personalidad rústica que adorna a Daniel Day-Lewis.

Dos actrices destacan sobre las demás, la francesa Marion Cotillard haciendo de Luisa Contini, la esposa, y nuestra Penélope Cruz; ambas salieron indemnes del guión. La primera pone sentido en la interpretación y timbre y claridad de voz en el canto; con todo, el papel le impidió llegar tan lejos como en La Vie en Rose.

Hacemos punto y aparte para Penélope. El guión pedía que Carla, como amante de Contini, realizara un bailable erótico en paños menores achuchando una soga no sabemos si para representar su situación desairada, las visiones del protagonista o con fines simplemente comerciales; sin embargo, nuestra actriz se marcó un bailable lleno de arte, energía y sensualidad en paños menores ribeteados de encajes y abalorios como para dejar bizco al espectador y de lo más revuelto, esté sentado en un sillón del patio de butacas o ante el televisor. Lo mismo debieron sentir quienes la nominaron al Oscar de 2009; su escena salvó unos metros de la película de manera parecida a como Rita Hayworth salvó a Gilda en su día.

El comentarista cinematográfico del Chicago Sun-Times, Roger Ebert, afirmó que Nine también era anodina como musical; no tiene ninguna canción sobresaliente, ninguna sobrepasa la música típica de Broadway a excepción del Finale de Maury Yestin que recuerda el de Rota para la película de Fellini.

Si algo bueno puede alabarse de esta película --al margen de la interpretación de las actrices Cotillard y Cruz-- es su banda sonora, tan limpia que puede recomendarse como magnífica para practicar el inglés.
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NOTAS.:


i.- Lo escribió Sam Stourdzé en el texto Fellini o la fábrica de las imágenes del folleto de la Exposición Federico Fellini, El Circo de las Ilusiones patrocinada por la Obra Social de La Caixa - Fundación La Caixa presentada en Madrid, 1910, de la que fue Comisario.

ii.-Op. Cit., págs. 8-9.

iii.- Roger Ebert, “Nine”, Chicago Sun-Times, 23 de diciembre de 2009

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lunes, 9 de enero de 2012



BAGATELAS DE OTOÑO de Pío Baroja


¿Escribió Baroja libros prescindibles? Si hablamos del creador, seguro que no, pero si nos referimos al escritor profesional, pudiera ser, sobre todo cuando al final de su vida tenía poco nuevo que contar, la imaginación casi se había esfumado, se copiaba a si mismo …

Baroja se había quejado con razón de lo triste que resultaba ser viejo y estar obligado a escribir para comer –“el español no puede vivir de sus libros… Ese oficio no existe(1) -, y eso que él era de coger el dinero y tirarlo en el fondo de un armario donde lo más apreciado estaba en las estanterías de arriba: las tartas y dulces que le obsequiaban en sus celebraciones y guardaba para él como si fuera un niño.

Bagatelas de otoño (1949) fue el titulo del séptimo y último volumen de las Memorias que Baroja agrupó bajo el encabezamiento Desde la última vuelta del Camino. En el prólogo --“Explicación a una dama”-- afirma que “marcha en estos últimos libros de recuerdos a la deriva” y que las historias y anécdotas que cuenta “son pequeñeces” que dieron título al libro por su escaso valor, por escribirlas durante el otoño y, como colofón, grita “¡Viva la bagatela!”, el tópico también utilizado por algunos de sus compañeros de generación (2).

También justifica sus Bagatelas recordando una frase de Mérimée: “De la historia no me gustan más que las anécdotas” y por eso lo califica como libro donde hay “muchas anécdotas oídas; otras, contadas y pocas leídas”. Cerrando el prólogo, redefine la obra como “fuegos de artificio de aldea”, final de fiesta que “no sé si servirá para pasar el rato. Si sirve para eso, es bastante. Está uno viejo y gagá con poca fibra”.

La primera parte de Bagatelas de otoño se titula “Frases y Anécdotas” que hasta pueden ser de otros, aunque transcripción e intencionalidad sean suyas. A Baroja le había hecho gracia el libro de Salvador María Granés Calabazas y cabezas, más que el de Manuel del Palacio Cabezas y calabazas y no duda en copiar semblanzas de éste y caricaturas del primero. Habla mucho de literatura, de política, de autoridades como Aristóteles de quien, con intención probable, recoge esta frase que el filósofo dirigía a sus discípulos: “Amigos míos… no hay amigos”.

Introduce novedades, por ejemplo, comentarios solapados sobre algunos escritores; habla del vert galan, del historiador que “a lo último se dedicaba al alcohol más que a otra cosa” y del periodista cófrade de lo mismo; podríamos aventurar nombres, pero con riesgo de equivocarnos.

La segunda parte se titula “Periodistas, cómicos, médicos y otras gentes” y contra la presunción inicial de que entramos en uno de los territorios barojianos favoritos --a juzgar por obras pretéritas--, leemos páginas y páginas sobre personas no muy acreditadas que tuvieron momentos de gracia o sin ella. Suponemos que vienen al libro trasladando chismorreos, rumores y chascarrillos más o menos utilizados entre la gente de la época. Los nombres más conocidos son los del vizconde y novelista Ponson du Terrail, el médico y catedrático Letamendi, el psiquiatra don José María Esquerdo, el político Manuel Ruiz Zorrilla y hay muy breves referencias a Dickens y Unamuno.

La tercera parte se titula “Vasconia” y trata de las fantasías lanzadas sobre el vascuence y los vascos partiendo del axioma de que los vascos pasan por ser fantasiosos y confusos. Escribe sobre las lamias, gentes de caserío con nombre o sin él, poetas aldeanos, contrabandistas, los chapelaundis del Bidasoa y de la diplomacia vasca. Hay historias anónimas entretenidas, sucesos que acaecieron a José María Iparraguirre y a don Serafín Baroja. Son páginas donde aflora el sentimiento de la tierra aunque se vislumbra que al narrador le falta vitalidad.

En la cuarta parte, “El autor visto por los amigos”, recoge opiniones, artículos sobre él y anécdotas en las que Baroja circula de la primera a la tercera persona proyectando un poliedro de su personalidad tan variopinto como uno logre imaginar.

La quinta parte se titule “Música”. Opina sobre la ópera –era aficionado a Verdi en especial—, de la música española --salva a Barbieri, Gaztambide, Caballero y a Chueca--, de la música popular vasca y concluye enumerando los bailables de la época. Baroja presenta un cuadro de la música de su tiempo.

La sexta parte se titula “Conversaciones en París. El año 39”. Destaca la opinión que le merecen los escritores franceses; salva a muy pocos -Balzac, Mérimée, Stendhal- y se declara entusiasta de Verlaine. Ni Anatole France, Clemenceau, Gide, Daudet, Pierre Benoit, ni la poesía de Mallarmé o de de Paul Valéry merecen gran cosa en su opinión. Luego opina sobre los escritores en lengua inglesa mostrando su ya conocida predilección por Dickens, Poe, Hardy, Stevenson, Butler, y juzgando de poco valor a autores del momento desde Thomas de Quincey a Wells.

Supone que el porvenir traerá sorpresas desagradables al superrealismo y, acerca del existencialismo, asegura haber leído a Sartre pareciéndole “amanerado y poco original”. Opina sobre Freud y pontifica: “En su teoría erótica, Freud no hace más que exagerar la nota vulgar” manifestando su descreimiento acerca del psicoanálisis -- nada extraño si recordamos que el vasco admiraba a Dostoievski y que Freud confesó que todo lo que sabía de psicología lo había aprendido leyendo al ruso.

Habla de más escritores; con disgusto acerca de Céline, aceptablemente de Julien Green mientras Kafka le “parece un Dostoievski muy en pequeño“. Tampoco aprecia la ironía ni las bromas de Max Jacob, pero muestra afecto hacia Jean Giraudoux porque ni padecía de autosuficiencia ni era petulante.

Hace un aparte para referirse a los hispanistas que conoció en París y subraya la grandeza y superioridad de Marcel Bataillon sobre los demás dedicando palabras amables para Juan Camp y Delpit.

Si a lo expuesto añadimos que también escribe y opina sobre Aragón, Elie Richard y Malraux etc., podemos concluir que Baroja estaba muy al tanto de la literatura del momento gusten o no sus opiniones. Sin embargo, en estas páginas rechina esa dosis de antisemitismo que ha existido en el ADN de generaciones de españoles y que en este libro asoma cuando los judíos iban a ser asolados por los nazis: “El judío en Europa lo único que puede ser en buenas condiciones es un científico” (…) ”En la política, en las literatura, en las artes, el judío fallará porque se siente perseguido y tiene que dar unas nota estridente y colérica"

De gran interés me parece la séptima parte, titulada “Siluetas femeninas”, porque aborda las relaciones de un Baroja ya mayor con el sexo opuesto. Incluye un retrato dedicado a Lulú, la muchacha que conoció siendo estudiante y que Baroja convirtió en la protagonista de una de sus mejores novelas: El árbol de la ciencia. (3) También sobresale el relato titulado “Una pequeña aventura” donde bosqueja retratos de mujeres que incorporaría al elenco femenino de sus novelas.

La octava parte del libro “Cartas de personas conocidas” revela que Baroja no desdeñaba las opiniones sobre él -- en este caso femeninas. Toma como excusa una selección de cartas de amigas o conocidas norteamericanas –dice haber convertido a alguna en personaje de Laura o la soledad sin remedio- y también de Gabriela, una chica francesa.

Las norteamericanas le resultan atractivas porque se adornan con liberalidad, gotas de locura y humor además de cierta coquetería. Pueden llamarle viejito, como Dolly, sentirse muy amigas, pero junto a la familiaridad y a veces irreverencia existe una distancia que marca la edad.

Con Gabriela, la chica francesa, la relación es diferente. Hay clase en lo que ella escribe, tanto en el modo de dirigirse a Baroja como al hablar de una guerra que está en el momento de la ocupación nazi de Francia. No existe la sensación de distancia y sí un sentimiento de amistad genuina que, seguramente, Baroja cultivó. La última carta es de julio de 1941. Y Baroja cierra diciendo “al leer estas cartas, me siento sorprendido y emocionado al ver que una muchacha joven ha podido interesarse por un hombre como yo, viejo, sin porvenir y sin posición”.

La penúltima parte del libro se titula “Cartas de desconocidas” sugiriendo que no fueron enviadas por amigas precisamente. Se trata de mujeres que se consideran circasianas, neurasténicas… Las hay también de una donostiarra y una madrileña. La visión que dibujan de Baroja es muy contraria a la del capítulo anterior y puede definirse como poco o nada afectuosa. Se nota que algunas poseen una cultura literaria sui generis y confunden los nabos con las polillas. Alarcón, Pereda y Pardo Bazán son para la neurasténica, “secos, duros, fríos y agarbanzados”. Baroja se lamenta: “Le juzgan a uno por su conducta, que no conocen y en cambio uno no puede juzgar a personas cuya conducta, buena o mala, ha sido pública. Es curioso. A un escritor hay que juzgarle por su obra mientras su vida no sea pública”.

Así llegamos al “Epílogo” que incluye un escrito ingenioso, “La zona templada”, de Clover Pritchart y un brevísimo “Diálogo entre un lector y yo”. Pritchart piensa que Baroja se asemeja a esa zona templada que existe en el centro de cualquier villa que se resiste a cualquier cambio de estación, zona que ha sido creada “a fuerza de constancia y de aislamiento, por un solo hombre: uno viejo ya, con aire helénico, entre fauno y filósofo”. Y culmina su visión romántica del escritor afirmando que esa zona templada creada por Baroja es “el último rincón del individualismo”. El pretendido diálogo con el lector revela que no tiene más proyectos literarios y que le importa un bledo la trascendencia de cualquiera de sus libros. Sobre los tomos que integran sus Memorias afirma: “Este volumen será el último”.

Al comentar la aparición de Bagatelas de otoño, Melchor Fernández Almagro publicó en el ABC de Sevilla (1949) lo siguiente: “Aunque declare que sus Memorias acaban en este volumen, nada tendría de extraño que las prolongase en otros, aunque se manifiesten en novela o ensayo. Lo autobiográfico campea en cualquier libro de Baroja(4). Baroja dio la razón al crítico en sus libros postreros, pero cumplió su palabra en cuanto a no ampliar los tomos que integran Desde la última vuelta del Camino. La familia lo hizo con volúmenes procedentes de las obras inéditas halladas en carpetas azules, marrones y grises en su casa de Itzea y que han aportado sobre todo luz y detalles sobre el pensamiento, inquietudes y vivencias de Baroja relacionadas con la Guerra Civil.

Volvemos a la pregunta inicial. ¿Publicó Baroja libros prescindibles? Alguien puede pensar que Bagatelas de otoño podría incluirse porque no ofrece muchas novedades al conjunto de su obra y, además, Baroja se copió a si mismo e incluso a otros, pero también se puede pensar lo contrario. Almagro comentó en el artículo citado: “luces de otoño bañan muchos paisajes y figuras” y, añado yo, rememoradas con una pluma cansada que escribía en días no muy felices. También en eso reside el interés del libro.


NOTAS.:

1.-  Pío Baroja, Bagatelas de otoño, (Madrid -Caro Raggio), 1983, p. 191


2.-  ¡Viva la bagatela! fue uno de los tópicos de la Generación del 98. Pablo Cabañas en “¡Viva la bagatela! (Examen de una expresión noventayochista)” AIH. Actas III (1968) y en Centro Virtual Cervantes (artículo que se puede consultar en Google) descubre que el tópico nació en el libro de de Lawrence Sterne A sentimental journey through France and Italy, (Londres, Oxford University Press), 1965, para luego resumir: “Todo parece indicar, pues, que Azorín fue entre los escritores modernistas y del 98 el padre español de la expresión "¡Viva la bagatela!". De Azorín pasaría primero a Baroja para convertirse en El mayorazgo de Labraz en compendio de las ideas filosóficas y sociales de Samuel Bothwell Crawford y después —el último de todos— a Valle-Inclán quien en la Sonata de invierno la consideraría resumen de toda la doctrina del Marqués de Bradomín.”Op. cit., pág. 159. Al final del estudio Cabañas dice: “El ¡Viva la bagatela! es una melancólica renuncia, una escéptica reacción natural ante el fracaso de una literatura de regeneración y de protesta. A la ilusión, al ímpetu, a la crítica constructiva, sucede en breve tiempo la desilusión, el cansancio, el escepticismo. A los hombres del 98, cada uno por su lado, no les queda más camino que apartarse de sus sueños juveniles, amar al olvido, es decir a la bagatela y refugiarse en su personal obra creadora” Op. cit., pár. 162


3.-  Al hablar de Lulú, Baroja emplea las mismas palabras que utilizó para describirla en El árbol de la ciencia según Javier Salazar Rincón en el excelente estudio “El autor en su doble: Don Pío Baroja y El árbol de la ciencia”, (EPOS-UNED, p. 282) que se puede consultar en Google. Salazar hace una larga demostración de cómo Baroja copiaba pasajes de sus novelas en las Memorias.


4 ABC de Sevilla, miércoles 4 de mayo de 1949, p. 7




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