viernes, 6 de julio de 2018


EL VALLISTA HORACIO QUINTERO

                 
                                         A la memoria de Soledad Gullón Palacio
                                         mi inolvidable y querida prima hermana               
                      

No me lo puedo creer. El Horacio Quintero que sale en un artículo de la prensa de hoy no es el Horacio que fue conmigo al colegio y se convirtió en un amigo entrañable hasta que fui a la universidad y él empezó con lo suyo, que era correr. Pero eso que escriben ahora sobre que fue el heredero  de Edwin Moses, que en una ocasión igualó récord 47’10” de Samuel Matete en Zúrich, agosto de 1991, y luego se aproximó a los históricos 46’78” de Kevin Young en la Olimpiada de Barcelona cuando, poco después, Horacio corrió en Hospitalet de L´Infant –sin que le homologaran nada a causa del viento--, ni lo recuerdo ni pienso que fuera cierto porque jamás escuché que se celebraran encuentros atléticos de alto nivel en la pequeña ciudad tarragonina.

Dice el artículo que en España pocos como él supieron  aunar  táctica  y velocidad en la especialidad de las vallas; nadie como Horacio usó la habilidad necesaria para auparse y saltarlas con limpieza, más  la velocidad para llegar a la valla siguiente. Escribiendo se pueden decir todo tipo de majaderías y hoy se inventan cosas sin pudor y se extienden como un eco por  las redes aún más rápido que a través de los periódicos.

Solía verle cuando corría los 400 metros lisos en las pistas de la Complutense madrileña; ganar lo hacía en la época que representaba a nuestro colegio, Sagrada Familia de Madrid,  y menos veces  cuando se enfrentaba a los velocistas del Pilar o del Areneros. Cierto que cuando se pasó a las vallas se superó y cosechó triunfos notables, pero lo que se dice…

Porque quedé sorprendido leyendo estas líneas: “Aunque es hombre de pocas palabras y nada amigo de confidencias, Quintero regaló nuestro oído al preguntarle si algo o alguien le ayudaron significativamente  a convertirse en el atleta que fue; sonrió y nos dijo en un susurro: “Un suspenso y mi padre”.

Y entonces floreció un relato que me dejó estupefacto. Horacio dijo que cuando cursaba el 3º del bachillerato antiguo recibió un suspenso en matemáticas, el único en sus años de bachillerato. El percance disgustó sobremanera a su padre y este decidió que nadie de la casa iría de vacaciones salvo las pequeñas con la abuela de Asturias mientras Horacio seguiría un horario  de trabajo tremendo: “Temprano a desayunar y luego encerrado en un cuarto pequeño y umbrío cuya única ventana daba a un patio interior. Allí debía  estudiar matemáticas, dar clase  y resolver los problemas que me  ponía el profesor contratado por mi padre, un estudiante de ingeniería de caminos que  andando el tiempo llegaría a ganar un premio Valle Inclán de teatro.”

Horacio añadió que su padre parecía, pero no era tan cruel: “Estudiaba de 9 a 1 de la tarde; después de comer dormía una siesta breve y regresaba sobre las cuatro y media al cuarto del espanto para resolver los problemas que me había puesto el profesor. No obstante, mi padre  me había autorizado a salir sobre las siete de la tarde  para hacer una marcha rápida desde casa, siguiendo por O’Donnell y el paseo de coches del Retiro hasta la glorieta del Ángel Caído y vuelta a casa. El recorrido unas veces lo hacía en plan de  marcha atlética y otras a la carrera. Era el momento feliz del día en un verano horroroso de calor, aliviado algunas noches cuando mis padres  decidían salir un rato después de cenar a disfrutar de una horchata en la terraza de un  quiosco célebre de la calle Génova de Madrid.

Aquellas marchas diarias tuvieron su repercusión al curso siguiente, prosigue el relato del periodista. El colegio había contratado  un nuevo profesor de educación física que enseguida advirtió la puesta a punto de Horacio y decidió que se preparara para competir en los 400 metros lisos y en vallas. También estaba tan sobrado en matemáticas que el profesor de la materia llegó a pedirle que se presentara al examen de  matrícula de honor, desistiendo por odiar la asignatura y porque había decidido estudiar Letras al curso siguiente, ¡curso en el que lograría una matrícula de honor en griego!

Quedé sobrecogido al observar cómo los bulos llegan a la gente con apariencia de hechos reales a través de la prensa diaria y, presumo, que  los lectores se los tragan sin preguntar si son verdaderos o falsos. Casi siempre el bulo se comparte entre afines y conocidos, así se encadena, se viste de realidad y, de paso, aúpa el papel de quien lo propaga porque sabe cosas que los demás desconocen. Algunos se pasan la vida decorando la realidad, aun cuando Juan Castilla avisó: “otras personas que han vivido esa situación saben que no ha sido así. No es una mentira consciente, pero objetivamente hay una transformación".  De tanto repetir las mentiras, sus protagonistas llegan a creérselas y las convierten en parte de su vida.

Lo digo porque las cosas no ocurrieron como Horacio las contó al periodista. Cuando suspendía se las arreglaba para ocultarlo a su padre; su madre, muy buena gente, firmaba las notas semanales hasta que apareció Ramón Cardeñoso, un gordito grandullón que se dedicaba a toda clase de negocios entre los  compañeros, desde vendernos chicle Bazooka Bubble Gum recién traído de América, según él, hasta postales atrevidas de las actrices de Hollywood. Ramón propuso a Horacio que si le daba dos duros hablaría con un  amigo  que no era del cole, quien por otros dos duros semanales imitaría la firma del padre a la perfección, firma que, dicho sea de paso,  no era un primor: tres garabatos en línea recta ligeramente ascendente y una sencilla rubrica de ida y vuelta por debajo. Horacio sacó el dinero prestado de su criada, la Paca, a cambio de hablar por teléfono cuando no estaban sus padres en casa, pero llegaron los suspensos de final del curso y se puso todo patas arriba.

Me quedo sin vacaciones, ¡seguro!”. Yo no sabía cómo consolar a Horacio hasta que Cardeñoso le confió un plan más o menos así: “Mira, si a mi amigo le das cinco duros irá a casa de tus padres haciéndose pasar por un emisario del Hermano Tarsicio, el director,  para decir que no se tomen a mal tus notas, consecuencia de unos exámenes pésimos,  nada más,  pero si dedicas al estudio un par de horas cada día del verano excepto sábados y domingos, aprobarás en septiembre sin la menor duda, y les recomendará que, para que no decaiga tu autoestima, disfrutes de las vacaciones de siempre, salvo las horas de estudiar.” Horacio, cuyo desasosiego empujado por el miedo era colosal, le creyó y soltó el dinero solicitado.

Pero resultó que el Hermano Antonio, que llevaba las cuentas del colegio, fue quien apareció en la casa de Horacio.  No estaba el padre, pero sí la madre y el fraile dijo que traía un cometido delicado de parte del Director. Que en el colegio sospechaban que no estaban enterados de la marcha en los estudios de Horacio, pues, no entendían cómo habían firmado semana tras semanas notas tan desastrosas sin aparecer por el colegio y preguntar; sospechaban que Horacio ocultaba y, probablemente, falsificaba sus notas o la firma de su padre. Añadió que Horacio era un atleta dotado, pero no servía para estudiar etc., etc. Horacio no perdió sus vacaciones, pero dejó el cole, le pusieron a trabajar y luego se dedicó al atletismo.

A pesar de los años transcurridos, la lectura del artículo me ocasionó un repelús enorme. Si Horacio dejó de estudiar ¿a qué venía inventarse situaciones que no vivió jamás? El suspenso en matemáticas al que se aludía en el periódico era el que yo tuve, el castigo paterno fue el que yo sufrí y encima, que se adjudicara una matrícula de honor en griego también mía, es lo que peor me supo. Decidí telefonear a Horacio. Tras escucharme, contestó sin avergonzarse: “Mira, te lo voy a explicar. Tu hiciste carrera,  yo no; tampoco tienes que preocuparte del futuro, yo sí. Maquillar mi currículo con algunas de tus vivencias jamás pretendió robarte nada. Tuvimos en cuenta que llevas  una vida oscura, y esas cositas biográficas que me atribuí no te son útiles ya. Tengo un palmarés como atleta oxidado y debo reinventarme si quiero salir de concejal de deportes en las elecciones próximas al ayuntamiento. Quienes me hacen la campaña, los del marketing, dijeron que debía mostrarme como un sufridor desde pequeño, vamos, exhibir vivencias que ayudaran a ataviar mi identidad;  las tuyas y algunas más me venían al pelo. Chico, ¡de algo hay que vivir!


Junio 2018
Las historias de Sonso
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