PÍO BAROJA: LA GENERACION DE 1.898
A D. José Celma Prieto
SOBRE LAS MEMORIAS
Según los libros de historia de la literatura, constituía la Generación de 1.898 un conjunto de escritores que despuntaron en torno al año del desastre e, influidos por un espíritu regeneracionista, denunciarn la situación de una España que, según Francisco de Silvela, había perdido el pulso. La Generación existió, aunque llamarla del 98 pudo ser desacertado; resultó menos homogénea de lo que parece y sus miembros estuvieron distanciados entre sí más de lo imaginable según el testimonio del único escritor de la generación que dedicó más de 2.500 páginas a historiar las vivencias propias, colectivas y literarias, desde el último cuarto del siglo XIX hasta la mitad del XX.
Don Pío escribe un anticipo de lo que serán sus Memorias en el exilio parisiense durante la Guerra Civil; se trata del libro Ayer y hoy publicado inicialmente en Chile, pero la idea de escribir una autobiografía amplia se la sugiere un editor de Barcelona y, puesto a ello, será don Manuel Aznar, a la sazón director de Semana, quien termine de convencerle pidiéndoselas para la revista
.
Su situación económica ha sido mala en París y no mejora en el Madrid de posguerra. Ha cumplido los setenta años y sufre achaques, también de memoria[2], pero necesita el dinero y trabaja con disciplina: “Me levantaba antes de las seis de la mañana, al sonar el Angelus y, después de arreglarme un poco, estaba para esa hora dedicado a mi tarea”[3]. Para ayudar a su evanescente memoria, cuenta con auxiliares utilísimos como son los libros de recuerdos publicados con anterioridad (por ejemplo, Juventud, Egolatría), artículos y recortes de prensa dedicados a él u otros personajes, o sobre efemérides que le han interesado y guardaba, la biografía de Pérez Ferrero y la tesis doctoral del alemán Helmut Demuth.[4]
Si los españoles no suelen escribir sus memorias, ¿qué razón motivó las de Baroja dejando aparte la necesidad económica?
En realidad, Baroja es un viejo escritor que tiene poco que hacer y mucho que contar sujeto a una situación personal dura que su sobrino, Pío Caro, recuerda: “Aislado en Madrid, dentro de un medio político hostil, el escritor hace repaso de su vida y obra (...) Baroja lleva a cabo, en primer lugar, algo que siempre es conveniente: la crítica de la crítica, o de los profesionales de ésta. También su propia defensa, frente a quienes le trataron con malevolencia o ligereza”[5].
Tenemos a un Baroja que no las tiene todas consigo desde el incidente con los militares carlistas que pretendieron matarle al inicio de la guerra civil y desde el viaje que hizo a Salamanca --en pleno conflicto-- para asistir a la constitución del Instituto de España, vivencias tan penosas que no duda en regresar al refugio de París hasta que, a punto estallar la IIª Guerra Mundial y no encontrar pasaje para América, se ve obligado a volver a España definitivamente.
El Madrid de posguerra; un tiempo de silencio. Sólo se encuentra a sus anchas los domingos por la mañana, en la tertulia del Instituto Británico que el simpático y notable personaje que fue Walter Starkie creó al abrigo de la inmunidad de la embajada inglesa.
Baroja desea que el público conozca al protagonista de las Memorias y continuamente ofrece apuntes y rasgos que perfilan un retrato singular de sí mismo.
CONTRA LA GENERACION ANTERIOR
Julius Petersen dice en su ensayo clásico, Teoría de las generaciones[6], que en el escenario de la literatura, más que en cualquier otro, se producen las luchas entre edades diferentes, entre una juventud que va madurando y haciéndose vieja y un espíritu juvenil que irrumpe pujante. Las Memorias de Baroja reflejan esa animosidad genética contra los componentes de la generación anterior, los coetáneos –al no considerarse miembro del grupo--, y contra los escritores nuevos que vienen con ideas y estilos diferentes.
Integraban la generación anterior los cultivadores de la elocuencia –es decir, políticos que también escribían y dramaturgos que utilizaban sus obras para hacer política--, más los escritores de la Generación de 1.868.
La mayoría de los políticos del tiempo le parecen detestables; asegura que ninguno de ellos escribió algo que valiera la pena. De Salmerón dice que nadie le aventajaba como orador, pero que era un “histrión inimitable, no tenía sentido humano alguno”[7]. Castelar, según él, se defendía como orador, pero no como escritor; critica su prosa de párrafos largos, ritmo aparatoso e insoportable. A Cánovas del Castillo le ajusticia: “Como escritor, me parecía muy malo desde que intenté leer La campana de Huesca”[8]; más adelante, comenta: “Como persona particular, parece que era hombre que saqueaba las bibliotecas públicas y se llevaba de ellas lo que le daba la gana”[9]. Muestra alguna consideración por Pi y Margall; comparándole con Salmerón dice: “No era como éste retórico y palabrero; pero (...) debía ser un hombre fanático en frío muy difícil de poder cambiar y de evolucionar (...) Esto no era obstáculo para que fuese un viejo con aire simpático y respetable, en el cual no había nada de histrión como en muchos de los políticos del tiempo”[10].
Baroja dice que tuvo poca curiosidad por el teatro, los autores y los actores, que sólo sintió entusiasmo por Ibsen y Bernard Shaw y, al contrario, por D’Annunzio y Rostand; no extraña, pues, que aborreciera el teatro español grandilocuente de la época. Comenta que a D. José Echegaray le defendían los revolucionarios y los masones, que era un radical con pretensiones de destructor y con esa idea escribió El Gran Galeoto y otros dramas. La concesión del Premio Nobel a Echegaray en 1.905 concitó la animosidad del 98.
Menos consideración tuvo con Joaquín Dicenta, autor del Juan José, drama que Unamuno saludó como manifiesto socialista y se ha considerado precursor del teatro social de décadas más tarde. Baroja ironiza: “Echegaray me parece hermano mayor de Dicenta. La única diferencia que creo que hay es que Echegaray se achicaba todo lo que podía para ponerse a nivel del público, y Dicenta, en cambio, se estiraba y se ponía de puntillas para alcanzar el mismo nivel”[11].
Baroja mostró escaso fervor por los realistas comenzando por Fernán Caballero y continuando por los escritores de la Generación de 1.868, fuesen prosistas, dramaturgos o poetas. A Juan Valera le reconoce gracia y malicia, pero también le define como “fabricante de bibelots y no quería salir de ahí”[12]. Manifiesta una actitud de despego cuando no de desprecio respecto de los demás. Dice: “No cogí el entusiasmo por Leopoldo Alas (Clarín). No le leí en su época”[13]. Pereda le gusta menos que Valera y le sirve para reivindicar la literatura de los Nietzsche, Ibsen y Dostoiewski porque son “hombres que levantan su torre en donde azotan todos los vientos” mientras Pereda y Valera tienen la miopía como ideal y toman constantemente el punto de vista de la gente mediocre, del tendero o del lechero[14]. Dice de Pedro Antonio de Alarcón que tenía la pretensión cómica de ser humorista y que era un poco aparatoso como escritor. Afirma que la Pardo Bazán no le interesó nunca, ni como mujer ni como escritora y le niega sentido literario y filosófico alguno. De Palacio Valdés comenta que “era un escritor hábil, que conocía bien a su público. Era hombre que aparentaba una bondad y una cordialidad que no tenía”. Define a Octavio Picón como “un hombre que administraba su talento literario, que no era excesivo”[15], y muestra su menor aprecio hacia el discípulo de Fernán Caballero, el Padre Luis Coloma.
Al publicar Camino de perfección (1.902), Baroja recibió un banquete homenaje que, según Helmut Demuth “vino a ser el manifiesto de la nueva generación”. Galdós asistió y Ramiro de Maeztu le presentó al vasco con estas palabras: “Este es Pío Baroja, hombre atravesado, que habla mal de todo el mundo y también de usted, don Benito”[16]. Baroja confiesa que Galdós fue uno de los escritores que le mostró más simpatía, pero que no le correpondió del todo. Su desafección comienza cuando asiste con Azorín y Maeztu al estreno de Electra, el drama galdosiano que convulsionó Madrid. Curiosamente, Baroja, Azorín y Maeztu, Los tres, fundarían una revista que se titularía precisamente Electra... Baroja piensa que Galdós tenía condiciones para hacer algo importante, pero a su juicio sólo estaba interesado en el éxito y el dinero. Le molesta particularmente su comportamiento con las mujeres con las que se relacionó, su falta de escrúpulos y que diera dinero para que no se metieran con él[17].
Otro de los puntos de desencuentro es la opinión distinta que tienen sobre la relación que debe existir entre la novela y la historia. A Baroja le molesta que algunos críticos consideren sus Memorias de un hombre de acción como una imitación de los Episodios Nacionales y que comparen ambas series novelísticas de manera poco halagueña para él.
Niega a Galdós capacidad para retratar el suburbio madrileño y entender su mundo de miseria. Dice que “Galdós tiene alguna nota descriptiva de las afueras madrileñas en la novela Misericordia; pero es la descripción del que se asoma a ver algo que no le produce interés” mientras él se considera el único escritor que “las había explorado y descrito”[18].
Con todo, Galdós y Baroja fueron nuestros mejores novelistas modernos, tuvieron un trato personal frecuente y no estuvieron tan distantes como parece. Cuando se censura a Baroja el realismo crudo de sus novelas no duda en utilizar una frase de Galdós para defenderse: “Afortunadamente, la literatura es más grata que la vida”[19]. Su respeto por Galdós se manifiesta cuando Palacio Valdés dice que los libros del canario abultan y que al pegarles un puntapié se ve que están llenos de paja, frase que algunos atribuyeron al vasco, quien responde: “Si yo hubiera querido inventar una frase denigratoria para Galdós, no hubiera inventado nunca eso”[20]. Lo curioso es que Galdós sí entiende a Baroja. Una tarde apacible de invierno don Benito le propone dar un paseo. Como suele ocurrir entre ellos, hablan de la novela y de los escritores y en un momento determinado el canario le dice: “Yo le probaría a usted con alguno de sus últimos libros (estos libros a los que se refería, uno de ellos era mi novela El árbol de la Ciencia) que hay en ellos, no sólo técnica, sino mucha técnica”[21]. Baroja reconoce, y no exactamente a su pesar, que Galdós tiene razón[22].
Conoce a Blasco Ibáñez hacia 1.892 o 1.893, cuando estudiaba medicina en Valencia[23]; la primera impresión es desilusionante al comprobar que no es el hombre duro que le han pintado; después, siente algo parecido al desprecio, porque Blasco tiene la costumbre de hablar mal de todo el mundo en sus conversaciones y se adorna constantemente de un falso mecenismo –en el lenguaje de Baroja- y de autobombo. Le considera un buen novelista, que sabe componer, pero le aburre. El Baroja viejo que escribe las Memorias recuerda que Blasco escribió La horda imitando La busca; no habla de plagio y asegura que el hecho no le interesa gran cosa[24], pero se refiere a él con un despego notorio.
LA GENERACIÓN FANTASMA
La generación inventada por Azorín y jaleada por Maeztu se recría después de la guerra civil en los libros de Pedro Laín Entralgo y Guillermo Díaz Plaja[25] en medio de un consenso general del que sólo discrepa mi maestro Ricardo Gullón al escribir, contra corriente, sobre la invención del 98[26]. Al franquismo le viene pintiparada una generación literaria reducida a los conservadores Azorín, Benavente y Menéndez Pidal más un Baroja viejo y controlable a través de la censura[27]; una generación que aporta un prestigio inmenso, superior al de los escritores del exilio –cuyos referentes máximos pertenecen a la molesta Generación de 1914 y la republicana Generación del 27, una generación cuyo altísimo listón literario capitidisminuye las posibilidades de los escritores nuevos residentes en España. El propio Baroja lo explica en unas líneas que, casi seguro, se le pasan al despistado censor del día: “no cabe duda de que si los gobiernos coartan la libertad de pensar a la gente nueva e impiden que escriba con independencia y la somete durante largo tiempo a una norma de censura, esa generación del 98, que naturalmente no era generación, por contraste, se consolidará como tal, quedará como una sierra aislada sin estribaciones, sin colinas alrededor que la oculten, y se destacará y tomará en España unos caracteres míticos”[28].
Baroja no cree en la que llamó generación fantasma. Para ilustrar su parecer, escribe un artículo irónico titulado La generación de 1898 era una sociedad secreta a la que achaca fines inconfensables, con afiliados que no saben que pertenecen a ella, que dura mucho tiempo aunque se ignora cuánto porque se desconoce la época en que comenzó a funcionar. Baroja sentencia: “Quizás la generación del 98 era “El hombre que fue Jueves” de nuestra literatura”[29].
Baroja afirma que si algo unía a los miembros de su generación era el deseo de hacer algo que estuviera bien. Niega el papel regeneracionista que se atribuye al grupo y que tenga influencia política; recuerda que Marcelino Domingo estaba contra ellos porque no eran republicanos, pero al concluir el primer volumen de sus Memorias comenta que un señor de su tiempo afirma: “Puede ser muy cierto que la generación del 98 no haya existido entonces, pero hoy tiene una realidad como si hubiera existido”[30].
Retrata la juventud del 98 diciendo que sus individuos pertenecen, casi en su totalidad, a la pequeña burguesía con pocos medios de fortuna; han estudiado mal, “con profesores arbitrarios cuando no estúpidos” quedando después “cierto deseo de volver a lo que no habíamos aprendido”[31]. Es una juventud excesivamente libresca, atracada de teorías y de utopías, alejada de la realidad inmediata. Llega de la periferia a Madrid en busca de un destino con miras a la política, pero los destinos han disminuido con la pérdida de las colonias, así “El camino de la vida pública no estaba abierto más que para los hijos, para los yernos y para los criados de los políticos. En un mundo en el cual el único valor era la oratoria, atrincherado por hijos, amigos y sirvientes, era imposible o, por lo menos, muy difícil penetrar”[32]. Entonces se refugian en la vida privada y en la literatura; es decir, se dedican a ésta por defecto.
La derrota ante los Estados Unidos les preocupa muchísimo menos que a los escritores de la Generación de 1.868, pero Baroja dice que sí les motiva: “la preocupación de la justicia social, el desprecio por la política, el hamletismo, el análisis y el misticismo”[33].
Mantuvo una actitud desdeñosa hacia la mayoría de los miembros de su generación. Niega que le influyera Los trabajos de Pío Cid, la novela de Ángel Ganivet. Tampoco le interesa el político regeneracionista por antonomasia; leyó poco de Joaquín Costa, y no duda en desenmascarar algunas de sus debilidades[34].
Trata bien a pocos escritores, Paul Schmitz, Antonio Machado, Luis Bonafoux y otros de menor entidad. Inicia su amistad con Azorín al publicar Vidas sombrías en 1.900 y, en adelante, no habrá más diferencias de parecer entre ellos que en gustos de cocina; uno defiende la levantina y el otro la vasca. Si Valle-Inclán y otros ven un hombre atravesado en Azorín, Baroja dice “Azorín está muy bien, pero es muy poco novelista. No le gusta ni el misterio ni lo dramático, huye de todo ello, y parece que su ideal es lo estático y la desilusión de la vida ante una luz clara” [35].
De poetas y dramaturgos apenas escribe; le gusta la poesía de Joan Maragall a quien llega a conocer y con quien comparte entusiasmo por la poesía de Verlaine. Se mete con algún poeta, por ejemplo, Villaespesa, porque es un sablista y le debe dinero. Sin embargo, Baroja deja muy claro que ni la poesía ni el teatro de sus coetáneos eran sus debilidades aun cuando él mismo escribiera para las tablas Adiós a la bohemia (1.911) y Arlequín, mancebo de botica (1.926). Ignora el teatro de Valle Inclán a pesar de que Ligazón y Los cuernos de Don Friolera se representaran en su propia casa; le tira más Arniches a quien considera el mejor sainetero del tiempo[36]. De Benavente dice que no ha visto sus obras aunque sí las leyó pareciéndole frías y teóricas.
Baroja asegura que Unamuno nunca le ha influido, que le ha leído tarde. Al margen de sospechas y disimulos, está claro que Unamuno y Baroja no se llevan ni coinciden en gustos. La antipatía de Baroja se refleja al retratarle: “El vasco tenía el cráneo pequeño y la frente huida; un tipo como de ave de rapiña” y le encuentra parecidos personales e intelectuales con Valle Inclán como el efectismo y la teatralidad[37].
No es que no puedan verse, porque se ven de vez en cuando y en ocasiones coinciden; por ejemplo en el Ateneo madrileño para recibir el abucheo de los comunistas que les acusan de haberse vendido a la burguesía y Baroja asegura que Unamuno fue más abucheado que él.
Un articulista atribuye a Unamuno la siguiente mordacidad: “Cuando pronuncia conferencias, Baroja se empeña en hablar de lo que no sabe: de astronomía, de metafísica, de matemáticas”; el guipuzcoano no se corta en la respuesta: “Eso de no hablar de lo que no entendía era muy privativo de Unamuno. Yo siempre he creído en la ciencia y en los científicos; él era el que no creía en ellos, y suponía, con una ciencia escasa y a veces nula, que él sabía de todo”[38]. Cientificismos aparte, lo que no traga de Unamuno son su egotismo, su dogmatismo intransigente, el no aceptar réplicas ni colaboraciones, que en sus encuentros sólo hable él y, desde el punto de vista literario, su concepción de la novela.
En la narrativa de la Generación del 98 no hay hechuras más opuestas que la nivola de Unamuno y la novela abierta barojiana. En la nivola sobran las descripciones, paisajes y demás escollos narrativos, quedando “una novela en esqueleto”; su argumento se construye sobre preocupaciones fundamentales, el ser, el destino, la inmortalidad; tendrá resonancias bíblicas o del infierno de los pecados capitales, la envidia sobre todo; el diálogo será el nervio conductor y los personajes no serán trasuntos o imitaciones de la realidad sino entes de ficción, alter egos del autor; cuando Ricardo Gullón los estudia, titula su libro Autobiografías de Unamuno[39].
En la novela de Baroja, paisaje y narración son esenciales para la creación impresionista de los personajes, la mayoría tomados del natural; sus argumentos tendrán que ver con los paradigmas de la lucha por la vida darwiniana y la cuestión de la voluntad de Schopenhauer; desde esas premisas negará casi todo de Unamuno: “Sus novelas son pesadas deliberadamente, no tienen interés psicológico, al menos general, ni dramático, ni folletinesco. Muchas veces parece que están escritas para molestar al lector, y, no sólo al lector amanerado y rutinario, sino a todos”[40],
Sin embargo, ¿hay algún otro motivo del antagonismo entre Baroja y Unamuno? Éste conoce a don Serafín Baroja, dueño y redactor único de un diario titulado Bai, Jauna, Bai donde publica cuanto se le ocurre: versos, estudios y disquisiciones; según Julio Caro, su abuelo recibía de cuando en cuando cartas censorias o aprobatorias de Unamuno. Baroja no comparte los gustos de su padre y generalmente fustiga a los escritores que le gustan o con los que don Serafín se relaciona. Es posible que Baroja creyera, como dice su sobrino, que Unamuno era de un tiempo anterior; lo sugiere Julio Caro cuando comenta “que hubiera sido más acertado asociarlo con “Clarín” y aun con la Pardo Bazán, que con mi tío, etc.”[41].
De jóvenes, Baroja y Ramiro de Maeztu son muy amigos, pero a éste le da por pensar que Baroja le critica y no le hace justicia, y la amistad se enfría. Baroja casi no habla de la obra de Maeztu, pero lo hace de su personalidad; cuenta que tenía un impulso esquizofrénico y que “hacía extravagancias como comerse a veces la hoja de un periódico”[42]; asegura que, además, fue un desatado y un antipatriota de joven. En una visita, Baroja descubre que el hombre que presumía de nietzchano, tenía un ejemplar de Así hablaba Zaratustra, pero sólo estaban abiertas las primeras cuatro o cinco páginas. Nada comentará sobre el conservadurismo final del escritor.
Contemplemos ahora la historia de un desencuentro. El vasco dice: “Una persona con la que he convivido mucho tiempo, a pesar de estar muy pocas veces de acuerdo con él en cuestiones literarias, era Valle-Inclán”[43]; pese a la convivencia, sobre todo en la etapa –corta- que Baroja vive la bohemia madrileña, no intiman. De alguna forma Valle se atribuye una superioridad que Baroja resiente y le induce a considerarse víctima del gallego. Valle es un actor-héroe en representación permanente y a Baroja le frustra que la atención de los tertulianos y de la crítica recaiga en el hombre que Francisco Lucientes llamó primer premio de las máscaras a pie. “Literariamente a mí se me reprochaban muchas cosas, y a él se le alababa incondicionalmente”[44], dice fastidiado. También le molesta que Valle tenga la simpatía del público y se le encuentre incluso bello. Si César Barja habla de “la noble, ascética y peregrina figura de Valle-Inclán”, Baroja le pinta diferente: “no era hombre de cara bonita, ni mucho menos; tenía restos de escrófula en el cuello. La nariz, un poco de alcuza; los ojos, turbios e inexpresivos; la barba, rala y deshilachada, y la cabeza piriforme, y, sin embargo, para muchos era algo como un gigante y hasta un Apolo”[45].
Le molesta que Valle alardee de ser independiente cuando casi siempre tiene sinecuras o sueldos del Estado sin ir jamás por la oficina; en algún momento estalla enfadado: “Valle-Inclán, a lo último, era un hombre que tenía un salvoconducto para hacer lo que le diera la gana”[46]. Valle habla mal de todo el mundo y, naturalmente, de Baroja; su tertulia es la “tradicional murmuración maliciosa”[47]. Fue desagradecido con Ortega y su padre, por eso Baroja resiente que, mientras Ortega se muestra duro con él, no diga nada del gallego. Afirma que a Valle se le tenía miedo, y es que de alguna manera representa el arquetipo generacional: “entre la juventud literaria del tiempo no vi más que malas intenciones: la envidia y la tristeza del pequeño éxito ajeno, la acusación del plagio, la acusación de homosexualismo. Todo lo que pudiera denigrar al compañero”[48].
Baroja tiene un perro; Azorín le dedica el artículo Un recuerdo a Yock; escribe: “Yock, sí, es un fantaseador. Dice el refrán: Cual dueño, tal perro (...)Yock es el amigo de todos los hombres del 1898. Su espíritu de jovialidad y de independencia se ha cernido sobre toda la famosa generación. Para negarla habría que negar al propio Yock”[49]. Cierto día, Valle visita a Baroja y al rato discuten; buscando argumentos defensivos, Baroja se sube a una silla coja para alcanzar un libro de un armario alto; en eso que vuelve la cabeza y ve que Valle-Inclán golpea con la punta del zapato en el hocico de Yock y que el perro se alejaba gimiendo. “Me pareció una cosa tan estúpida, que estuve a punto de insultar a Valle-Inclán, pero el equilibrio que tenía yo sobre la silla coja era tan difícil, que no permitía frases, y bajé y contuve mi desagrado, y dije que tenía que ir a trabajar”[50].
Baroja tampoco cree en la idea ni en el estilo novelesco de Valle Inclán porque sólo conduce a “obras amaneradas y sin valor”[51]. Dice que Valle lee sus libros, pero no ocurre al revés debido a las premisas con las que están escritos. Tampoco le agradan sus novelas sobre la guerra carlista porque Valle jamás estuvo en el país vasco. Menos aún le gusta su sistema de escribir novelas: leer una obra anterior e imitarla y modificarla para producir la propia: “En el tiempo de mi juventud yo discutí bastante esta cuestión con Valle-Inclán y con Maeztu, que consideraban ese sistema de la lectura anterior como el mejor para producir una obra literaria. Valle-Inclán decía que tomar un episodio de la Biblia y darle un aire nuevo, para él era un ideal”[52].
Pese a las diferencias, Baroja dedica al gallego elogios impensables, que nunca hizo a otro escritor; dice que Valle-Inclán aspiraba a la gloria como nadie de ellos y le parecía muy bien su busca de la perfección en la obra. Y prosigue: “si hubiese vislumbrado un sistema literario, una forma nueva, aunque no la hubiesen estimado más de diez o doce personas, hubiera abandonado sus viejas recetas y hubiese ido a lo nuevo, aun a riesgo de quedar en la miseria”[53].
Baroja y Unamuno se encontrarían en la Estación del Norte madrileña meses antes de empezar la Guerra Civil; don Miguel exhorta a Baroja a continuar escribiendo “hasta el final, porque usted es un hombre de estilo”[54], a diferencia de Valle Inclán, quien, en la opinión de Unamuno, sería más famoso por su vida que por su obra.
DIFERENCIAS CON LA NUEVA GENERACIÓN
De la Generación de 1.914 Baroja resiente su arrogancia y sentido de superioridad. En el fondo se repite lo sucedido entre la suya y la de Galdós; la diferencia estriba en que los jefes de filas de la nueva generación son pensadores mientras los literatos puros ocupan un lugar secundario hasta el advenimiento de la Generación de 1.927.
Baroja goza de su mayor prestigio cuando Ortega tiene dieciocho años y pasa por admirador suyo. El joven Ortega incumple las incitaciones generacionales; no es un parricida; al contrario, cultiva el trato de los hombres del 98 más importantes quienes, fascinados con el joven pensador, le hacen sitio y se entregan. En Juventud, egolatría (1.917) Baroja escribe: “Ortega y Gasset es para mí el viajero que ha hecho el viaje por las tierras de la cultura. Es un escalafón más alto al que es difícil llegar, y más difícil afianzarse en él (...) es un maestro que trae buenas nuevas, aquí desconocidas (...) única posibilidad de filósofo que he conocido, es para mí de los pocos españoles a quien escucho con interés”[55]. Son años en que les une la amistad. Baroja admira, además, su prosa y otras cosas que escasean entre sus compañeros de profesión: brillantez, posición y dinero. El automóvil potente de Ortega hace frecuentes excursiones y viajes literario-culturales por la geografía española en cualquier estación del año; amigos y asiduos, entre ellos Baroja, le acompañan. La amistad les lleva a frecuentarse en las casas; en verano Ortega viaja de Zumaya a Vera y se lleva al novelista por varios días. Baroja colabora en la primera época del semanario España fundado por su amigo. Entre ellos sólo se atisba una diferencia: Ortega no tiene simpatía por la manera insumisa de ser de Baroja y este tampoco por el carácter ambicioso y autoritario del pensador.
Sin embargo, cuando leemos las Memorias, la impresión que deja el relato de sus relaciones con Ortega es muy distinta a la de Juventud, Egolatría; es la impresión de antagonismo y no de amistad. Si Ortega dijo que Baroja habría necesitado fieros críticos, el vasco responde que él los hubiera necesitado más “porque un hombre que interviene en la política y aconseja medidas de carácter social, es más peligroso que el escritor que no aconseja nada práctico y que no hace más que comentar los hechos ante la conciencia individual”[56]. Critica La rebelión de las masas porque las masas se han rebelado siempre que han podido y recuerda a Espartaco, los aldeanos de la Jacquería francesa, a Etienne Marcel , los Comuneros de Castilla y a los partidarios de la Comunne contra la República de Versailles.
En el tema político ambos protagonizan una posición paradójica curiosísima: el radical e impío Baroja defiende el orden establecido mientras Ortega, el conservador, dicta el final de la monarquía en España. Baroja piensa que Ortega no tiene “mucha intuición de los hechos políticos. Lo que tiene es el arte de flotar sobre la literatura y la política. Allá donde otros se ahogan, él flota”[57]. Si Baroja negó que su generación hubiese influido en la política, ahora dirá algo tremendo a propósito de Ortega: “Lo único que pienso que ha influido últimamente en la política, principalmente por su forma literaria, ha sido la obra de Ortega y Gasset en la ideología del fascismo español”[58].
Tampoco le gusta la teoría orteguiana de la deshumanización del arte; le considera caprichoso y afirma: ”Yo creo en el talento literario de Ortega, pero en su intuición artística, musical y política no creo gran cosa”[59]. Ortega escribe que Baroja no ha acertado nunca, y encuentra esta réplica: “es hombre de más cultura que intuición”.[60] Baroja lamenta que, si había considerado a Ortega como la última posibilidad de filosofo español, la posibilidad no ha tenido lugar y se haya quedado en escritor brillante. Critica que Ortega pronuncie una conferencia sobre las Consecuencias de la teoría de la relatividad de Einstein sin explicar antes la propia teoría o que dicte a sus alumnos sobre la Crítica de la razón práctica de Kant, porque se entiende, y no la Crítica de la razón pura que es lo fundamental en el filósofo. Su crítica se acerba recordando a los entusiastas que aguardan que el maestro escriba una obra madura y profunda al final: “Yo no recuerdo a ningún filósofo que haya escrito su obra importante en los linderos de la vejez”[61].
Baroja recoge en las Memorias su posicionamiento a favor de la novela abierta y porosa, los mismos que esgrimía en 1.925 frente a la posición orteguiana en favor de la novela cerrada, lenta y morosa; se niega a aceptar un tipo único de novela afirmando que dentro del género hay una gran variedad de especies y postula una novela permeable donde sea posible la aventura de inventar. Del mismo modo, aunque con razones más simplistas, defenderá el arte de Beethoven frente a las preferencias orteguianas por Debussy. Lo que se alza entre ellos es la vieja cuestión de una sensibilidad que da sello al estilo generacional de cada uno. Si los nietos se parecen a los abuelos, con Ortega habría regresado la elocuencia con nuevo ropaje, o así lo pensaba Baroja.
La brecha que se abre entre los dos surge de sus sensibilidades distintas hacia el arte, la literatura y la política, y no de sus maneras diferentes de ser y, las sensibilidades, son las que identifican a sus respectivas generaciones. Baroja tenía raíces bien afincadas en el siglo XIX, un siglo que Ortega consideraba periclitado en todos los sentidos.
Sucede que en 1.925 Baroja ha dejado de ser un hombre del tiempo para pasar a ser de su tiempo; que Gómez de la Serna lea unas cuartillas montado en un elefante le da lo mismo que si las hubiera leído subido a un asno. No sólo no le interesa la nueva literatura, tampoco la pintura: “Después de la moda del cubismo, yo perdí la poca afición que tenía por la pintura y no iba a ninguna exposición”[62]. Además, Baroja creía que la pintura no tenía función social y era “un arte suntuario y un empleo de capital”[63].
Julio Caro dice que entre 1.928 y 1.931 se habla en su casa cada vez menos de Ortega, aunque la ruptura todavía no es total. El filósofo le dedica un ejemplar de la primera edición de sus Obras con estas palabras significativas: A Pío Baroja, viejo amigo infiel, con el cariño y la admiración imperturbables de Ortega. Marzo, 1.933. La caída de la Monarquía causará un distanciamiento mayor. Ortega no consigue que Baroja colabore en la segunda época de la revista España; según comentamos, Baroja prefiere la continuidad de la Monarquía porque representa la posibilidad de seguir escribiendo de una manera independiente y no ve salida al nuevo régimen dado el carácter de Azaña, Marcelino Domingo y demás artífices. La Guerra Civil les distanciará más aun cuando viven en París. Julio Caro dice: “Creo que en Madrid, de vuelta ya, no volvieron a verse. Mi tío rezongaba al hablar de Ortega y Ortega hablaba de mi tío como de un viejo amigo infiel.”[64].
La relación que acabamos de comentar tiene una continuación más desabrida entre Baroja y Salvador de Madariaga. El gallego dice en su libro España que Costa, Ganivet, Ortega y Unamuno han sido los maestros de la Generación del 98. Baroja la replica citando en sus Memorias un artículo de Azorín, 1898: “Ninguno de los hombres citados fue maestro de los escritores del 1898. A Costa le teníamos por un político elocuente, y nosotros abominábamos de la oratoria y de la elocuencia. A Ganivet no le conocíamos; le leímos mucho después. Ortega no era maestro entonces; lo fue más tarde; tenía Ortega en 1898 la bella edad de quince años. En cuanto a Unamuno, no era entonces tampoco un maestro nuestro”[65].
Madariaga, a diferencia de Ortega, es un parricida y trata a Baroja de la misma manera que éste trató a la generación anterior; cree que Baroja tiene ambiciones literarias y se ha equivocado; le molesta que el vasco se proclame archieuropeo porque su concepción de Europa se limita “a las regiones que se extienden entre los Pirineos y los Alpes”[66]. Baroja tilda a Madariaga de escolástico, conceptuoso, poco inteligente, mientras Madariaga asegurará que en los escrito por Baroja no hay sonrisas. Baroja responderá que Madariaga no se entera, sobre todo cuando el gallego le acusa de tener una carencia total de sentido lírico, habla de la rudeza de su forma literaria, le acusa de cultivar el desaliño y cuidar el abandono y de renunciar a los medios más atractivos del arte de escribir. El viejo Baroja está fuera de sus casillas al escribir las páginas en las que resume las opiniones de su antagonista; se le ve impotente ante las descalificaciones; está claro que no puede con los gallegos; resignado, escribe: “Se ve que él es un valle-inclanesco, como gallego”[67]
LAS MEMORIAS Y EL HOMBRE
Las Memorias de don Pío Baroja constituyen, de alguna manera, una biografía de más de medio siglo de vida literaria española proyectándose sobre tres generaciones de escritores.
En el quinto volumen, titulado La intuición y el estilo, Baroja diserta largamente y de una manera familiar para el lector sobre los temas fundamentales de la novela; cuando pone ejemplos, saca a relucir nombres de los grandes escritores no hispanos y al hablar de ellos muestra haber sido un buen lector que ha perdido poco tiempo con las medianías. También deja constancia de una devoción sincera por nuestra mejor literatura desde los primitivos a Bécquer. Lee la literatura con una retina impresionista, distinta de la hoy bautizada como académica o profesional, y trasmite lo que piensa poniendo las cosas en su sitio. Si las historias de la literatura resaltan el blanco a él no se le escapa el negro. Decía su hermana Carmen: “mi hermano hubiera escrito algo muy romántico si no hubiera estado dotado de tanto espíritu crítico”[68]. Y Baroja escribió al concluir el primer tomo de las Memorias: “Yo creo que todo lo que he dicho es verdad; yo al menos lo tengo por tal; que me deje llevar por la simpatía o la antipatía no lo niego, pero creo que a todo el mundo le pasa lo mismo”[69]. En sus Memorias hace lo que en sus novelas y otros escritos: la crítica de una realidad que no le gusta; ni la España ni la literatura de su época ni sus generaciones de hombres notables, pero deficientes.
A Baroja se le suele ver como un crítico impenitente, cáustico y malhumorado; sus íntimos y las personas que le conocieron bien tuvieron una opinión diferente. Existe un pasaje revelador que el vasco cuenta en sus Memorias y con él cerraré mi estudio. Principios de siglo en París; su amigo Antonio Machado y él presencian, con algún riesgo, las peleas entre partidarios y enemigos de Dreyfus y Zola. En el bistró que frecuentan para comer, una moza antiespañola dice que Baroja le parece un randa de las afueras y el joven que la acompaña añade que la cara del vasco le parece pesada y brutal. Antonio Machado interviene con estas palabras: “Si en este momento entrase aquí –dijo- un hombre con la misión de entregar un mensaje a quien tuviera el rostro más humano de todos los circunstantes, sin ninguna vacilación se lo daría a Baroja”. D. Pío añade: “La voz del poeta sonaba con un timbre tan sereno y su reposo revelaba tal ecuanimidad, que ni la muchacha ni el joven se aventuraron a insistir en sus apreciaciones mal intencionadas.”[70]
NOTAS
[1] Este trabajo es una versión abreviada –sobre todo en lo documental y para este blog- del estudio que sirvió para mi Lección Final del Curso 1997/98 en el Centro de Tortosa-UNED pronunciada el 15 de mayo de 1998. Ver el texto original: La Generacion de 1.898 según las Memorias de Don Pío Baroja, Centro de Tortosa UNED, Tortosa, 1999. Las citas de mi estudio provienen de los seis primeros volúmenes de las Memorias publicados por Biblioteca Nueva, Madrid, entre 1.944 y 1.949; del séptimo, Bagatelas de otoño edición conmemorativa del centenario del nacimiento del escritor, Caro Raggio, Madrid, 1.983; de Ayer y hoy y Aquí París, Caro Raggio, Madrid, 1998, y del volumen Vº de las Obras Completas, Madrid, 1946. Las citas precisarán el tomo y la paginación.
.[2] En el prólogo del primer volumen de las Memorias Baroja dice: “A mí se me ha ocurrido escribir unas Memorias ahora que no tengo memoria” I, p. 6.
[3] I, p. 8
[4] Helmut Demuth, Pío Baroja, das Weltbild in seinen werken, Hagen, 1.957. Baroja hizo un resumen en la IVª parte del primer volumen de las Memorias.
[5] Pío Caro Baroja, Guía de Pío Baroja, El mundo barojiano, Caro Raggio/Cátedra, Madrid, 1987, pp. 153-154.
[6] Julius Petersen, “Las generaciones literarias”, ensayo incluido en el libro de E. Ermantiger, J. Petersen y otros que lleva por título Filosofía de la ciencia literaria, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1.984, pp. 137-193 (1ª edición: Berlín, 1.930),
[7] III, p.247.
[8] II, p. 227.
[9] III, p. 28 y ss.; también le emparenta con el famoso bibliófilo D. Bartolomé José Gallardo a quien Baroja llama el José María El Tempranillo de las bibliotecas. III, p. 48.
[10] III, p. 249.[11]
III, pp. 33-34
[12] IV, p. 78.
[13] II, p. 186.
[14] IV, p.81
[15] III, p. 309.
[16] III, p. 208.
[17] III, p. 213.
[18] VI, pp.. 302/303.
[19] I, p. 122.
[20] III, p. 258.
[21] V, p. 274
[22] Ibidem
[23] IV, p. 173.
24] IV, p. 177.
[25] Pedro Laín Entralgo, La Generación del 98, Madrid, 1.945. Guillermo Díaz Plaja, Modernismo frente a 98, Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1.951
[26] Ricardo Gullón, La invención del 98 y otros ensayos, Gredos, Madrid, 1.969. Gullón no diferencia entre modernismo y noventayochismo entendiendo éste como parte de aquél, destacando la renovación estética que comporta, y relegando el factor regeneracionista.. Ver también su libro iones del modernismo, 2ª edcn. ampliada, Gredos, Madrid, 1.971.
[27] Manuel Vázquez Montalbán habla con acierto de los tres Barojas resumidos con los que se encuentran los escolares del tiempo: “Uno era el Baroja nacionalizado por los textos de Formación del Espíritu Nacional. Otro, el Baroja denunciado por los manuales de literatura como “el impío don Pío”. Otro, el Baroja que pudo colocarse en nuestra conciencia empujado por algún profesor avanzado, con memoria barojiana anterior al diluvio” y se extiende sobre el tema en Barojiana, Taurus, Madrid, 1972, pp. 155-156. En esta obra colaboran también Juan Benet, Carlos Castilla del Pino, Salvador Clotas, Javier Martínez Palacio, Francisco Pérez Gutiérrez además de Manuel Vázquez Montalbán
[28] IV, p. 166.
[29] I, pp. 187-188 .
[30] I, p. 259.
[31] III, p. 6. .
[32] Ibidem. El joven Baroja no fue una excepción; intentó ser concejal de Madrid y más adelante diputado por Fraga. IV, p. 63.
[33] III, p. 6.
[34] III, pp. 223-224.
[35] III, p. 189.
[36] IV, p. 192.
[37] IV, p. 160.
[38] Ibidem.
[39] Ricardo Gullón, Autobiografías de Unamuno, Gredos, Madrid, 1.964.
[40] III, pp. 189-190.
[41] Ibid, pp. 247-248.
[42] III, p. 72.
[43] III, p. 176.
[44] Ibidem.
[45] I, pp. 56-57.
[46] I, p. 56.
[47] III, p, 240.
[48] III, p. 67.
[49] II, p. 409.
[50] I, pp. 62-63.
[51] I, p. 63 y V, pp. 307-309.
[52] I, p. 147.
[53] Ibidem.
[54] IV, p. 164.
[55] O.C., V, pp. 205-206. Probablemente esas líneas son la respuesta agradecida a dos trabajos de Ortega, Ideas sobre Pío Baroja y Una primera vista sobre Baroja de 1.916, recogidos en El Espectador I. El primero de ellos puede leerse en mi antología crítica Pío Baroja, 2ª edcn., Taurus, Madrid, 1.979, pp. 53-89.
[56] I, p. 198.
[57] IV, p. 50.
[58] IV, p. 20.
[59] I, p. 199.
[60] I, p. 200.
[61] I, p. 207.
[62] IV, p. 212.
[63] IV, p. 213.
[64] Julio Caro, Los Baroja, Taurus, Madrid, 1972, p. 443. Este libro merece la mayor credibilidad por la objetividad de su autor, capaz de guardar la mayor lealtad a su tío y de admirar y llegar a la amistad de hombres con los que Pío Baroja no se llevaba o dejó de llevarse, casos de Unamuno y de Ortega.
[65] I, p. 176.
[66] I, p. 260.
[67] I, p. 266.
[68] I, p. 279.
[69] I, p. 318.
[70] III, p. 155. Julio Caro recuerda: que punto de terminar la Guerra Civil el viejo Baroja recibe en París una carta del sevillano en la que dice: “Siento la miseria de usted. Le veo paseando por los bulevares de París solo, con las botas rotas, el gabán raído”. Comenta Baroja: ”Ya era bastante que Antonio Machado tuviese compasión de mí, y que me lo manifestara cuando él se encontraba en una situación tan mala o peor que la mía”. Dirá que era muy amigo suyo: “Me entristeció su suerte y luego saber que había muerto abandonado” Aquí París op. cit., pp. 85-86.