La
Tertulia
Nota.:
La Tertulia es el relato final de mi libro Historias
de España. Hechos que ocurrieron en Madrid,
Texas, Pensilvania y en Tortosa, reaparecen en los sucesos que se hilan en este relato, siendo personalizados por entes de ficción que se reúnen en un café para
discutir quién debe ser el pregonero de las Fiestas de Lebico. Mientras dan sus
opiniones, el personaje relator recuerda pasajes de la vida de los tertulianos con
sentido del humor.
Nos reunimos martes y
viernes en la mesa grande situada al fondo del café Universal. Al verme, Laura
alboroza sus grandes aunque maliciosos ojos de sibila. Está acompañada de Luis Figarola,
Balbino Cubelos, Primitivo Martín, Ramón Fidalgo, y Adelino Feito.
--Siéntate -dice ella azotando
la silla a modo de bienvenida-. Discutimos sobre quién debe pregonar en las
Fiestas de Lebico.
--¡Ah, sí? ¿Y ya lo habéis
decidido?
--No exactamente, porque
nosotros no decidimos; como mucho sugerimos - corrige Adelino--, pero da un tufillo
a que ya se eligió.
Picado por la curiosidad,
pregunto:
--¿Alguno de vosotros sospecha
el nombre del afortunado?
Adelino mueve la cabeza con
firmeza y añade:
--Muy probablemente ninguno
de nosotros; como el alcalde hizo el paripé de preguntarnos, por eso creo que
será un foráneo otra vez.
Asiento con la cabeza mientras
Balbino protesta:
--¿Otro?
Adelino, amante de la
precisión y mirándome con fijeza, corrige:
--No exactamente. Hemos
visto a Julián Fabá hablando lo menos tres veces con el alcalde, vamos, que no
se separan.
Soltamos la carcajada porque
Fabá es vinatero y sólo discursea durante la vendimia, pero el gallinero de la
tertulia se ha alborotado. A mí, la cuestión de ser pregonero de las Fiestas me
importa un bledo, aunque reconozco que si los políticos codician ser alcalde de
su pueblo, pregonar las fiestas locales es la ocasión para que un escritor se
encumbre ante los convecinos y la prensa –al menos la digital de
Ponferrada— dedique unas líneas al triunfador; vamos, que le alcen sobre la
peana. Sin embargo, la realidad es que el alcalde no encarga el pregón a ningún
escritor local desde hace tiempo.
Dos años atrás lo confió a un madrileño que habló sobre los
vinos del Bierzo con tal desatino que confundió los del Palacio de Arganza con
los de Arganda del Rey; nos percatamos al soltar el socorrido de "Si vino a Arganda y no bebió vino, entonces
¿a qué vino?”. Y hace un año Pepín Eriguren, el celebérrimo antropólogo
vasco, soltó un reóforo disparatado comparando la captura de la ballena por
los villanos de Biarritz durante la Edad Media con la pesca de la
trucha por nuestros paisanos del Burbia. ¡Vamos, que nos endilgó el trágala
para dejarnos en ridículo!
El tal Pepín lo pasó mal
porque antes de llegar a Lebico se le ocurrió preguntar por teléfono al
concejal de fiestas si le iban a pagar y el burro del Juanín respondió
contrariado: “El honor de ser pregonero
paga de sobra, ¡Ya quisieran muchos!”. Pepín arguyó que se desplazaba desde
Zumaia donde disfrutaba de unas vacaciones ahora interrumpidas, además estaba
la estancia de aquí y todo ello suponía
unos gastos importantes que nada tenían que ver con el honor. Total, que
terminó telefoneando al alcalde y éste ordenó al Juanín que le hospedara en el
Parador de Villafranca del Bierzo y, si no tenían habitación libre, en el
Hostal La Charola de la misma villa; añadió que le regalara un arcón con
publicaciones dedicadas a Lebico y la comarca del Bierzo y, además, que se le
abonaran quinientos euros para cubrir los gastos del viaje.
Juanín interpretó las
órdenes del alcalde a su manera. Dijo a los del Parador que
reservaran al pregonero una habitación hasta las ocho de la noche, que dispusieran
de ella si
no llegaba antes...“y entonces le buscáis
un taxi y lo mandáis al motel de la carretera, aquí junto a Lebico”. Al oír
esto, el empleado del Parador quedó atónito y, sin salir del asombro, preguntó:
“¿Se refiere a… El corzo enamorado?” Juanín bramó: “¡A ese mismo!”. Tal sucedió y Pepín, luciendo ojeras como aros
olímpicos, contaba a la mañana siguiente: “Llegué
tarde y me llevaron a un motel de las afueras, un motel de citas. Las mujeres
se han pasado la noche picando en mi puerta y preguntando si necesitaba algo”.
Cada vez que Feito relata el lance añade que después de oír los toquecitos en
la puerta, Pepín sacaba la foto de su mujer con los críos y la besaba con
devoción fortaleciéndose para resistir la
tentación, aunque hay quien duda.
La lectura del pregón
discurrió como de costumbre. El pueblo --reunido alrededor de Pepín en el Robledal Gil y Carrasco- se expansionaba
en amigable charla y el murmullo subía o bajaba dependiendo de si Pepín hablaba
de ballenas furiosas, de truchas deprimidas, o preguntaba intencionadamente si
le oían. La gente respondía que sí, que siguiera y, cuando reemprendía la
lectura de los interminables folios, la bulla regresaba diluyéndose, sólo
algunas veces, a causa de la brisa que solmenaba las hojas del robledal.
Balbino Cubelos propone la
redacción de un manifiesto al objeto de criticar las decisiones caciquiles del
alcalde y exigir que los escritores lebicenses sean los únicos pregoneros en
adelante, eso sí, requiriéndoles que evoquen los acontecimientos históricos del
pueblo, los acaecidos en la comarca, o bien, a sus prohombres para atraer la
atención del auditorio.
De inmediato obtiene la
oposición de Luis Figarola: “No creo
oportuno criticar al alcalde porque nuestra propuesta jamás prosperará. Lo
mejor es que cada uno de nosotros sugiera pregones que meteremos en un escrito
de estilo positivo; pienso que ese escrito debe tener un redactor que tenga el
respeto del alcalde, tarea para la que me ofrezco”.
Parece evidente que
sobrevalora su condición de vate local más premiado –acaban de concederle el “Partenón
de Vilela” por su poemario Lirios en el
huerto de Melibea--, pero su apariencia de señor de vuelta de la vida,
prudente y justo, encubre la del pijotero que acaba de echar a su pareja de
casa.
Esta misma mañana venía yo
por la acera que circunda el Robledal cuando encontré a su compañero sentado en
un banco; hablo del guatemalteco ese al que llamamos Pinocho. Pues bien,
Pinocho estaba hecho una Margarita Gautier a moco tendido. Le pregunté qué
hacía sentado allí tan temprano, tan triste y apenado. “Me ha echado”, replicó. “¿Cómo
que te ha echado?”, pregunté. “Es que
me lavé los dientes con su cepillo”. Le consolé como pude y vine a la tertulia figurando que cuando la
gente se enternece leyendo los versos de Figarola sobre los lirios del huerto
de Melibea... ignora --es mi opinión-- que son una metáfora de los
palominos que el poeta descubre en los calzoncillos de su amante. Pero
regresemos al momento, porque resulta que la propuesta de Figarola sólo ha sido
acogida parcialmente y, al quedarse sin la unanimidad que esperaba, ha dicho
que pasa y no redactará nada de nada.
Mis contertulios acuerdan
que el escrito salga de la pluma de Ramón Fidalgo, quien acaba de abonar los
cafés de la tertulia antes de proponerse. Catedrático del I.E.S Padre Sarmiento e increíblemente rico para la profesión, tira
a la mediana edad, es alto y bien portado y, según mis compinches, supera a los
monos capuchinos en la praxis del amor, aunque su forma de ligar me parece rancia, salvo a las jovencitas inexpertas.
Ramón despliega las plumas desde el primer día de
clase. Va al encerado y escribe con la mano izquierda una frase en supuesto árabe
de
un tirón; luego traduce con parsimonia al poeta que, con tonillo épico, evocaba
cuitas de amor cuando ascendía hacia el castillo de Corullón y, azotado por el
viento y la lluvia, sentía su corazón desfallecer…
Afirman sus contrarios que,
cuando lleva alguna moza despistada a su casa, saca un álbum de fotografías de
cuando frecuentaba la Riviera en Jaguar deportivo, o de cuando competía en
algún campeonato provincial de florete exhibiendo el escudo heráldico de
fantasía que también hoy resplandece en su camisa. Lo que ocurre
después depende de la comparación que la moza realice entre el Fidalgo de ayer
y el de hoy. Sí, es verdad, que algunas alumnas jovencitas acechan la puerta de
su casa para verle salir por las mañanas y que una adolescente en celo o transida
por un arrobamiento circunstancial se presentó a examen luciendo una camiseta
con la inscripción: “Yo soy de Ramón
Fidalgo”. Cuando se corrió la voz y el Jefe de Estudios recriminó a Moncho
por no haberla expulsado del examen, se defendió diciendo que anda medio cegato
por una infección y por eso no vio el texto del que se enteró por el
chismorreo. Aseguran los testigos de su parte que la frasecita apenas se leía a
causa de la ola que, bajo el jersey, formaban los preciosos senos de la chica.
Vamos, que Fidalgo se quedó bizco.
Ramón es autor de libros
dice que agotados y de otros, pienso yo, de redacción improbable. Se cree el
patrono de la tertulia porque suele pagar los cafés y también las copas cuando
celebramos algo. De momento ahí está escribiendo el manifiesto “Al Muy Ilustre Sr. Alcalde la Ciudad: los
escritores lebicenses aquí reunidos...”
Se notan los esfuerzos de
Balbino Cubelos por meter cuchara. Temible porque gasta bromas pesadísimas.
Cuando Figarola abandonó el exilio venezolano para regresar a Lebico, Balbino aseguró
que el decano de la Facultad de Letras caraqueña le había escrito una carta
advirtiendo que, por nada del mundo, se ofrecieran bebidas alcohólicas a Luis
porque siendo dipsómano tenía el hígado
como la plaza de toros de Méjico. Dimos a Figarola una comida de bienvenida en
La Charola villafranquina. Mientras gozábamos del botillo y del vino de Palacio
de Arganza, el camarero –que estaba advertido--, sólo le servía Coca-Cola
y nadie le hacía caso cuando protestaba. Llegó la hora del cava y de los
brindis y, en un descuido, Pinocho le cedió su copa y se descubrió el pastel.
Entonces el camarero, sin duda orientado
por Cubelos, dijo que obsequiaría una copa de descargo por cuenta de la casa,
una copa de güisqui Legacy sumergido
en aguardiente de manzana de L’Alquitara
del Obispo. La melopea colectiva fue descomunal.
Es el turno de Primitivo
Martín, paladín de los hispanos que comen sólo cuando les invitan a
comer; en casa trasiega ensaladas y cena huevos duros que están listos cuando Primitivo
concluye la lectura de una página cualquiera de Kant. Descubrí por casualidad
que su novelilla Campesinos de dos mundos
era un plagio parcial del tríptico dramático Hombres de dos mundos del cubano José Cid Pérez, obrita que
seguramente le prestó Lupe –con quien hace buenas migas--, pero no dije nada
porque la acción transcurre en Pereje, donde nadie le habrá leído y como nos
vemos dos días a la semana en la tertulia y seremos compañeros en una
cuchipanda literaria que recorrerá España por noviembre, no es cosa de
descubrir el gatuperio ni de que la amistad sufra un nublado. Además, ¿no da
lástima un hombre que estando en Nueva York cambiaba siempre de acera cuando
veía un gato negro? Y es gafe, de los que vuelan y aterrizan con algún motor
del avión resoplando.
Pues Martín se decanta por
el Padre Martín Sarmiento del que asegura ser descendiente. Figarola no tarda
ni un segundo en preguntarle: “¿Pero no
se llamaba Martín de nombre y no de apellido por el patrono del convento
benedictino madrileño en el que ingresó cuando tenía quince años?”.
Primitivo se sonroja y, como si viera culebras reptando hacia él, responde
nervioso: “¡Ah! Pues a lo mejor, pero pariente
sí me parece que era”.
El problema de Martín es que
no pretende que se hable del bercianismo del fraile sino de su galleguismo,
porque el Bierzo es para Primitivo la quinta provincia de Galicia y afirma
rotundamente que fue un despropósito histórico adscribirla a León. Alega que el
Coloquio de veinticatro galegos rústicos
de Sarmiento no sólo permite conocer el gallego que se hablaba en su época sino
que ejemplariza el galleguismo que impregnaba la mejor cabeza berciana de aquel
siglo.
Todos sabemos el interés que
Sarmiento tenía por las lenguas derivadas del latín, sobre todo el castellano y
también el gallego que dijo debería enseñarse en las escuelas y los curas
conocerlo para confesar a sus feligreses, pero no parece que Primitivo haya
investigado mucho más, por lo que su propuesta trasciende olorcillo político y
queda descartada.
Llega el turno de Laura.
Delgada, casi transparente, con esos ojos brillantes y enormes de sibila. Cuando
llegó a Lebico, Laura asombró por sus
atavíos traslúcidos. Solía llevar los hombros desnudos aunque hiciera frío y se
sentaba en los salientes de los edificios batiendo alas con sus piernas y
mostrándose como embebecida en el libro que sostenía entre las manos. La gente
pasaba y la admiraba, o pensaba mal.
A mí me gusta Laura porque
es una sorpresa constante. En los veranos viaja a algún país hispanoamericano
para inspirarse. Le importa un bledo si los aviones son puntuales y aterrizan
donde pensaba arribar. Y le pasan cosas chocantes; por ejemplo, cuando llegó a
Latacunga o ciudad de nombre parecido. Eran diez pasajeros, pero tuvo que hacer
cola con otros cuatro extranjeros y no pasó la aduana hasta que el altavoz que
había iniciado un llamado en inglés chungo con la frasecita “¡Citizens of Afganistán!” y proseguía con
los demás países, llegó un rato largo después al “¡Citizens of Spain!”. Cuenta que los cuatro oriundos de Trinidad y
Tobago --que también aguardaban-- aplaudieron por habérseles adelantado.
Hablar con Laura es como
disfrutar de la visión de un revolutum de libélulas luminosas alrededor de una
fruta de la pasión. Su aspecto y sus poemas bien podían haber salido de un
cuadro inocente de Miró. De ella sólo hay que evitar una cosa: que te invite a
comer.
Me pasó el otoño pasado al poco
de conocerla. Cuando iba a sentarme a la mesa me sorprendió ver a Lulú, su caniche,
ocupando la cabecera. Se veía que estaba acostumbrado y se comportaba porque el
perrito estaba en su silla sentado sobre las patas traseras y tenía las
delanteras alineadas perfectamente sobre el mantel. Mis colegas me habían
advertido de la frugalidad de sus convites así que no esperaba más de una
ensalada y los raviolis de rigor, pero quedé de piedra cuando Laura puso
delante de Lulú un filet mignon que casi
me impulsó a alzar las manos y lanzar un ¡Guaguau...
Guaguau...! deseando para mí la suerte de mi compañero de mesa, pero me
contuve al ver que el plato humeante que Laura me servía venía colmado de
raviolis a la parmesana.
Laura me compensó contando la aventura de Lulú, el decano y el Dr. Levy.
Todo el mundo conoce ahora al egregio profesor de literatura medieval de la
Universidad del Bierzo, pero pocos saben que esa fama proviene de un suceso
extraordinario.
Cuando el Dr. Flores Anguita
--por
entonces decano de Filología-- asistía hace tres años más o menos al
congreso de hispanistas celebrado en Ostende, poco sospechaba que la identificación que
llevaba en el pecho iba a proporcionarle admiraciones como estas: “¡Oh! De la Universidad del Bierzo. Qué
suerte tiene de trabajar junto al Dr. Levy”, “¡Qué afortunados los de su universidad por contar con el Dr. Levy en el claustro!”,
“¿Qué nuevas nos trae del Dr. Levy?”...
y frases parecidas.
El decano se preguntaba asombrado
quién sería el tal Dr. Levy, pues dudaba de que estuviese en su universidad ya
que, pensaba, no podían referirse al profesor que los compañeros de facultad difamaban como el judío infecto debido a que tenía una
oficina maloliente llena de papeluchos apiñados en montones por
el suelo. Lamentó no recordar su nombre de pila, pero de ninguna de las maneras
podían referirse al profesor asociado
que suspendieron cuando se presentó a numerario en las últimas oposiciones y a
quien cesarían al final del curso. Pero estaba equivocado. Todos se referían al
sujeto que se detestaba tanto en Ponferrada y, para mayor bochorno, los
congresistas alababan como el mayor experto en literatura judeo-hispana del
medievo, uno de esos súper-alumnos que fueron los últimos discípulos preferidos
de Ernst Robert Curtius. Alguna autoridad voceaba que si estuviera en su
universidad, el Dr. Levy entraría bajo palio en clase cada
día.
Espantado de su hallazgo, el
decano regreso a España con un montón de cartas, notas a invitaciones de los
colegas europeas para el Dr. Levy. Fechas después, y con el visto bueno del
consejero autonómico de Educación, el rector de la universidad deshizo la que se
había liado con el suspenso ominoso y coronaron al Dr. Levy como profesor
titular numerario prometiéndole una cátedra en cuanto se presentara la
oportunidad.
Fue por entonces cuando
Laura, acompañada de su caniche, se presentó en la oficina del Dr. Levy para felicitarle,
pues se tenía por una de sus alumnas predilectas. Mientras entretenían la
charla, Lulú empezó a olisquear los papeles que estaban en el suelo, los
lengüeteo a satisfacción y no percibiendo mal gusto ni más traza que el polvo
del tiempo, los firmó como territorio suyo. Hizo tal desagüe sobre las jarchas
hispano-hebreas allí apiladas que Lulú se convirtió en el héroe de los detractores
del Dr. Levy… aunque no pudieron impedir que el profesor fuera trasladado con sus papeles y libros a una oficina moderna,
limpia y espaciosa. Sorprendentemente, la seductora Laura se convirtió en
becaria y secretaria suya.
Conocer al famoso Lulú y su
hazaña me compensaba la tarde pasada con Laura, pero ignoraba su invitación
escondía otro motivo: indagar mi opinión sobre lo ocurrido días atrás en casa
de Ramón Fidalgo.
Me explicaré. A Laura le van
las propuestas atrevidas y nosotros se las aceptamos por curiosidad y pasar un
rato con ella. La última fue que acudiéramos a la casa de Fidalgo --pretextando
que su equipo de música es excelente--, a fin de escuchar el último recital
poético de Yevgueny Yevtushenko definido por ella como una auténtica sinfonía.
Acudimos como corderitos, aunque al rato de prestar oídos, la audición se hizo
insoportable. No entendíamos nada porque la grabación era totalmente en ruso.
Laura estaba entusiasmada y
hasta daba clase de fonética: “No importa
que no entendáis. Fijaros como suena. Percibid el tono, las pausas, la música
que emana del recitado”. Habíamos puesto los cinco sentidos, pero no
captábamos ni el tono ni las pausas y empezamos a distraer el tiempo
curioseando por las paredes de la estancia.
Al escudriñar los
carboncillos, las acuarelas y pequeños óleos que decoraban la habitación,
nuestros ojos vislumbraron y no tardaron en excitarse al descubrir el trasero
desnudo de una mujer en posiciones diversas. Pasado un rato advertimos que nos
sonaba, ¡vamos!... que parecía el culo de Lupe, la otra joven profesora de
literatura en el IES.
Ramón se percató de nuestro
descubrimiento y se empeñó en distraernos con unos tragos de vodka con naranja
y galletitas saladas que tenía preparadas para la ocasión, pero el alcohol
aumentó nuestra perspicacia, la contemplación, y también los deseos de salir de
la casa y comentar entre nosotros lo que cada uno había captado. “O sea, que el jodón está liado con la Lupe”
precisó Adelino y, cuando Laura marchó a casa incomodada por el derrotero de
los comentarios, soltamos lo que también pensábamos: “Laura ha montado esta audición para descubrir a su compañera y el tío
está feliz con nuestro hallazgo mirando los carboncillos”. Para qué seguir.
Los ladridos de Lulú
mostrando su grandísima satisfacción por la comida me devolvieron a la realidad
de que almorzaba en casa de Laura. Íbamos a degustar el postre cuando Laura
comentó sin venir a cuento: “Lupe y yo no
nos llevamos nada bien desde los tiempos de la Facultad, cuando intrigó y me
desplazó como asistente del Dr. Levy. Sin embargo, ni se me ocurría pensar que
se entendiera con Ramón; para mí fue tan sorprendente como para vosotros”.
Aguardó, quizás, a que yo preguntara más razones de sus desavenencias con la
compañera, pero como no soy cotilla preferí decir: “A lo mejor son pinturas que hace Ramón para fardar, porque en eso nadie
le gana”. Me contestó: “Pues fíjate.
Yo tampoco sé ruso, pero el rumor de ese idioma me chifla; es de lo más
romántico que hay. Escuchar a Yevtushenko, aunque no le entiendas, resulta una
experiencia inolvidable”.
Laura propone a los
tertulianos que hablemos de Mariano Díez Tobar, quien nació en Tardajos, un pueblo de Burgos; era hijo de labriegos y fue capaz de notables
inventos profesando en El Colegio
villafranquino de los PP. paúles. Asegura que en 1904, cuando se iba a cerrar
el citado colegio, pusieron a don Mariano de director y cambió su derrota. Creó
una biblioteca con más de quinientos ejemplares de física y de química
generando y extendiendo su fama de sabio de tal manera que el Instituto de León
logró que la Universidad de Oviedo le concediera el título de bachiller –había
estado enseñando sin títulos-- y,
después, que la Universidad de Granada le otorgara el de licenciado aunque no
quiso aceptarlo.
Nos dice que ideó una
especie de trabuco que a las doce en punto se descargaba por efecto del sol al dar la hora y nos deja confusos al asegurar que, probablemente, inventó el
cinematógrafo. Laura se apasiona al decir que era un adelantado a su tiempo
porque inventó el reloj sin ruedas, cuya esfera en movimiento marcaba las horas y los minutos
de un modo continuo y no como los demás relojes. También inventó el
iconotelescopio o iconoscopio que resolvía el problema de ver las imágenes a
distancia y el logautógrafo que, según expuso La luz de Astorga, parte del principio de que es físicamente
posible valerse de la energía del sonido de la palabra para dejarla impresa en
el papel, motivando experimentos empresariales que indagaban su aplicación a
las máquinas de escribir.
Perdiéndonos en la
exposición de tanta ciencia desconocida sobre el clérigo que murió en 1926 y
permanece enterrado y tristemente olvidado por aquí, Laura nos sorprende al
preguntarse: “¿Y si lo que pretende el
alcalde invitando a tanta gente de fuera es evitar que nos peleemos si elige a
uno de nosotros?”.
No anda descaminada. Por la
tarde sabrán que el pregonero elegido tampoco es del lugar. Será Alberto de
Ángel, autor de Muertes siniestras de la
Historia, quien hablará de la acaecida al Capitán General de Galicia don
Antonio Filangieri en Villafranca del Bierzo cuando habiendo dimitido de su
cargo, inducido a ello o por enfermedad, murió a manos de soldados borrachos en
plena Guerra de la Independencia, un crimen que pudo plantearse en la cloacas de
la Junta Suprema del Reino de Galicia y sin que sirviera de nada que el general
de origen napolitano fuera muy amigo del Mariscal Murat.
Alberto tiene una capacidad
enorme para timarse con el público, motivo de la propuesta que hice al Sr.
Alcalde, pero me han dicho que anda cazando por África. De no regresar a
tiempo, lo que ojalá no suceda, el alcalde igual me pasa la encomienda y como
me llamo Justino de Santamaría que será un maldito embolado porque ni soy de
aquí, ni tengo tema y en la tertulia me pondrían como un palo de gallinero.
Año 2.010
FIN del libro HistoriaS
de EspañA
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