EL INCIDENTE
Nueve años sin perder la costumbre. Comenzó en verano con trazas de repetirse y de nunca acabar. Daban las cuatro de la tarde y aparecía Marta, después Olvidu; luego Belarmina y Sabela venían enganchaditas del brazo, Lisa medio en sueños, y Honorín.
De Honorín decían algunas que era muy guay y otras que ñoño. En cualquier caso, un tipo que las hacía compañía. El chico presumía de ser puro Virgo por haber nacido un 23 de agosto y alardeaba de ponerse en trance cuando escuchaba El Moldava de Smetana. Pareciendo un pisaverde, realmente era un lelo. Su madre afirmaba que le concibió con tres de los diez elementos constitutivos de la unidad divina: Gracia, Fuerza y Belleza. Nadie lo desmentía, pero todo el mundo se preguntaba dónde estaban los otros siete.
Enol se acercaba siempre cauteloso. El paso de los años le había dejado un balaguero de canas en el bigote y una calva en cuarto creciente más arriba. A su pregunta rutinaria del “¿Qué va a ser?” recibía una respuesta veterana: “Lo de siempre.” Y la tertulia empezaba rondando, ahondando, hendiendo, abanicando, esparciendo los chismes de diario. Y los reunidos mudaban de color según el pigmento de las patrañas.
Pero Marta un día faltó a la cita. “Se habrá puesto enferma” dijo Olvidu. Y al día siguiente faltó de nuevo y se repitió al tercer día. Ganas tuvieron de descolgar el teléfono, pero Belarmina comentó: “Marta siempre se hace la importante; además anda tras Mino y provocando”.
La tarde siguiente, Lisa, con los ojos muy abiertos y como carbones enchispados, soltó la nueva. “¡Escuchad! No pude resistir y lo averigüé. ¡De traca! Resulta que Marta estaba sola en casa porque sus padres habían ido al mercado de Infiesto y se le ocurrió tomar el sol en biquini en el portal del caserón.”
“¡Qué horror!” exclamó Honorín. “Lo horrible no es eso –prosiguió Lisa-. Lo horrible fue que Mino apareció… ¡y parece que pasó algo gordo!”
Era de ver el sonrojó, el espanto y el arqueo de cejas en los rostros de Belarmina, Olvidu, Sabela y la postura de gondolero veneciano que puso Honorín.
Ocurría en pleno verano. Un día tan trasparente que podías escudriñar la cara alta del Sueve, la galopada de sus asturcones, las vacas rubias rumiando su intemporalidad e imaginar a las culebras plateadas que llaman sables reptando por la hierba.
Marta y Mino se casaron. Ella entró radiante en la iglesia, dejando ver dos curvitas de felicidad. Y sonreía cautivadora a un Mino comprimido en su esmoquin. Dicen que el joven resistió tres meses los arrumacos con los que Marta le embelesaba y seducía y que una vez roto el hechizo se escurrió en el monte. Le bajaron los números de la Guardia Civil en cuerda de presos.
Al día siguiente de la boda, Belarmina, Olvidu, Sabela, Lisa y Honorín pasaron por La Barquera y recogieron una caja de botellas de sidra. Luego bajaron al Sella y, junto a una poza, se pusieron el bañador para chapar los últimos cuartillos de sol de la tarde.
Lisa andaba sobresaltada y deseando celebrar un fiestorro del tipo de los de París en los años veinte, pero se conformaron escanciando culines de sidra, trepando mentalmente al Pico de Ordiyón para deleitarse con una fabada, un arroz meloso a la asturiana, agotar el festín con una tarta de frixuelos y resbalar llenos de espuma por la cascada de La Seimeira.
Luego quisieron emular el encuentro entre Marta y Mino de la noche pasada. Y orbitando y dibujando círculos y persecuciones, las chicas se tomaron un respiro para observar a Honorín, que miraba como bizco. Se aproximaron y se le acoplaron como anguilas; le hicieron mimos, cosquillas, le dieron más de beber y entre sorbito y solaz le tiraron del taparrabos hacia abajo. Menuda sorpresa dio el gondolero de El Moldava. No estaba para cantar una barcarola precisamente, pero remo en mano iba y volvía.
Honorín no pudo ocultar la aventura porque mamá le sonsacaba todo y, con una rapidez sorprendente, le envió con los abuelos paternos a estudiar Leyes en el Real Centro Universitario “Escorial-María Cristina”. Y unos días después Lisa, Olvidu, Belarmina y Sabela, sentadas en una mesa del Café Fabila vieron acercarse a Enol con la pregunta de costumbre y Lisa, que era muy salada, respondió: “Horchata” y luego bisbiseó a sus amigas “De la que le sobró a Honorín”. Se relamieron como leoncillas riendo.
Enol juró en su fuero interno que algo muy grave habría pasado para que después de nueve años aquellas chicas cambiasen de consumición.