miércoles, 24 de octubre de 2012




HISTORIA DE MI PUEBLO (Cont.3)


DON CASIMIRO

Hace unos años, cuando Lebico comenzó su declive, marchó la mayoría de los comerciantes , quedando los viejos amantes de la tierra y D. Casimiro.

Poseía éste lo que definiríamos --agrandando la imagen-- como un tabuco en la calle de La Gaiteira, pero al adquirir con poco dinero algunos establecimientos de los que partían, poco a poco se fue haciendo el dueño de buena parte del comercio del pueblo que no pertenecía al barón.

Hoy,  Don Casimiro es hombre de cara redonda y algo congestionada, no de beber sino de engullir  cuanto está a su alcance. Viste un traje azul marino cruzado que,  no siendo elegante ni feo, ni corto ni largo, le daría el aspecto típico del comerciante próspero de provincias, pero como usa una boina chica y zapatos de puntera cuadrada y de color rojizo que  dejan entrever la naturaleza egipcia de sus pies enormes, su porte es de pueblo.

Don Casimiro acapara todos los productos que se pueden vender a los hoteles, hostales y pensiones  de la comarca y al parador de Lebico. El resultado es que en nuestro mercado  se venden contados artículos de primera necesidad, de no muy alta calidad, a precios altos.

Me cuestiono si el hombre es una úlcera para nuestra villa que se debería extirpar, pero me lo pienso porque la gente no protesta, le consiente.

Además, D. Casimiro vive acompañado de una  hija, no se mete con nadie, trabaja muchísimo y de cuando en cuando  va a contemplar una partida de dominó en el Bar Constanza y a beberse una cerveza. También acude al Círculo Mercantil cuando suena que habrá una timba de ricos donde se jugarán las pestañas. A  D. Casimiro le interesan las tierras; cuando sobre el tapete alguien gana alguna finca no siendo agricultor, se ofrece como comprador para ahorrarle la tarea de cultivarla, pero siendo listo como es, también se ofrece al perdedor para arrendársela con posibilidad de recomprarla por un justiprecio pagadero a plazos. En la mayoría de los casos queda bien con todos; en todos hincha su bolsa.


LA ALEGRÍA DEL ARCIPRESTE

En Lebico hay arcipreste. Es un hombre bueno, ostentoso, que tiene cierta sabiduría.

Su territorio es la colegiata, una de las maravillas arquitectónicas de nuestra villa. Al lado de la colegiata ha construido una guardería infantil, donde ejerce, en lo que puede, la caridad cristiana.

El arcipreste es hombre progresista  y en la misa dominical de las doce habla a los vecinos con sentimiento sobre la conveniencia de planes y proyectos espirituales y materiales que generen un Lebico próspero mirando al futuro.

Hace dos meses, el arcipreste me llamó  con recado de que fuese urgentemente a la colegiata. Le encontré muy alegre, y después de obsequiarme con un cachecito, me dijo:

--¡Encontré la llave!

Luego, ante mi extrañeza, me hizo subir por unas escaleras, pasamos la sala de juntas parroquial, los despachos de la Acción Católica, la biblioteca y, sobre un descansillo, dimos frente a una puerta de roble. Abrió y entramos. Entonces aclaró con expresión solemne:

-- Después de mí has sido el primero en cruzar el dintel del viejo archivo de la colegiata.

Atendí atónito las explicaciones que me daba. Hablaba entusiasmado de unos legajos que descubrían la existencia de una fábrica de armas durante los tiempos del césar Carlos I, ¡aquí, en Lebico! Otros contenían crónicas y contemplé el texto de la excomunión lanzada por un antiguo abad de la colegiata al arzobispo de Toledo, ¡nada menos!

--¡Siete años buscando la llave! Pero al fin... ¡¡la encontré!! Ahora podremos trabajar.

Cuando salí de la colegiata tuve la impresión de que el arcipreste había olvidado  su ideario progresista para dedicarse a los legajos con la intención de arrojar luz sobre las viejas pendencias eclesiásticas. ¿Y si no hubiera encontrado la llave de  la puerta de roble?


ANITA

Esta mañana fui al río, a nuestro pozo de la Gárgola, al mismo sitio de siempre. A medida que crezco le encuentro más pequeño, pero también más íntimo y recogido. Antes estaba infectado de nadadores audaces y se llenaba de alegría; ahora, el pueblo y el río han echado años y envejecido con nosotros.

Me di cuenta de que habían desaparecido los arbustos grandes que antes protegían el pozo de las chicas de nuestras miradas, un pozo situado treinta metros arriba del nuestro. Ahora las podemos contemplar libremente y ellas a nosotros. Además, cuando son pocas o se sienten solas aceptan compartir su pozo o vienen al nuestro.

Los tres amigos estábamos tumbados al sol. Habíamos intentando leer, pero lo fuimos dejando. Hablábamos de cosas intrascendentes. Yo miraba, distraído, hacia el  pozo donde veía zambullirse cuerpos adornados de azul, rosa…

Oí comentar:

--Están como chivas. Seguro que ahora le toca a esa.

--Pues a la Anita cualquier día…

--Pues la Mary también está de aúpa

--¿Vienes Javier? Vamos a la gárgola.

--No, prefiero quedarme.

--Ten cuidado… Ten cuidado…

Mis amigos decidieron subir a un pequeño montículo donde, efectivamente,  hay una roca que semeja una gárgola desde la que se puede observar un maravilloso paisaje del Bierzo. Y empezaron a andar.

Poco después Anita y Mary se acercaron y me saludaron. Fue un “¡Hola!” simple aunque Anita se quedó mirándome unos segundos con atención. Entraron en nuestro pozo hablando de sus cosas. Reían. Anita volvía a menudo la cabeza para donde yo estaba. Yo también la miraba pensando en aquella niña con la que había jugado tan sólo hace unos años, aquella niña que parecía un querubín, la que decidió que yo era su novio y me hizo soñar esos amores infantiles que apenas tienen cabida en los libros, amores que son como cristales de colores en un jardín iluminado al ocaso.

Me afligí porque no sentía lo de entonces; mis ojos sólo oteaban unos pechos blancos, contorneados, quizá demasiado abundantes, que me atraían con fuerza. Y Anita se dejaba contemplar.

Sentí rubor y desvié la mirada hacia mi propio cuerpo… su vello, el sudor, sabiendo que las espinillas habían desaparecido… La vi salir del agua. Volví a fijarme allí donde me atraía. Entonces entendí que había enterrado las ensoñaciones  de antaño.


martes, 9 de octubre de 2012




HISTORIA DE MI PUEBLO (Cont.2)



EL BARÓN

En Lebico hay una baronía. El barón es un personaje extraño, viejo, feo, pobre de espíritu. Vive sin familia, pero rodeado de siervos ancestrales sometidos a la disciplina aristocrática.


Se le ve pocas veces. Acaso en algún entierro, ocasión donde gusta exhibir su dignidad. Entonces se cubre de extrañas galas que si no producen hilaridad se debe al respeto que exige la ocasión y la conveniencia de no provocar la iracundia del prócer porque, a la menor burla, es capaz de privar de pan a la población, pues, las panaderías, como otros muchos negocios, son de su propiedad. Hasta los recién llegados a Lebico se van acostumbrando a reconocerle por la sotabarba y al tirolés con pluma del barón.


De Su Excelencia –así gusta que le llamen—se cuentan cosas muy raras siendo la principal que suele levantarse temprano, que toma la escopeta y, situándose entre las almenas de su castillo, dispara a diestro y siniestro sobre los grajos que habitan en la torre principal. Se dice --yo no lo afirmo--que tales animales constituyen uno de los manjares diarios de sus siervos.



Igualmente se cuenta –con igual sentido orientativo, ahora dirigido hacia los animales—que el barón suele enviar a dos o tres menestrales fuera de la mansión para que corten la hierba que crece en las cunetas de la carretera para alimentar los cuadrúpedos de la heredad. Sabía de la formación económica del barón, pero no pensaba que llegase a tanto, aunque la voz del pueblo…


Tuve ocasión de conocerlo en un funeral. Me lo presentó mi abuelo, por quien siente respeto porque gracia a él, al aristocrato –como le llamaban los republicanos—no le crecieron margaritas y ya se sabe dónde.

Me preguntó qué estudiaba y cuando le contesté que Derecho, me respondió algo así:

--¡Leyes! Eso está muy bien. Siempre he dicho que la Justicia necesita ser estudiada. Pero, ¡Vd. no será krausista?

--No, no. Soy existencialista.

El hombre frunció la nariz, pero nada dijo porque en ese momento un pedigüeño le solicitó limosna dándole un real de los agujero en medio “¡Que hoy valen como duros!” susurró por lo bajo.

Desconozco la relación que el barón tiene con una tal Manuela que vive en una casa situada frente al castillo a orillas de la carretera. Manuela es buena persona, aunque está algo trastornada. A los caminantes que cruzan por delante de su casa les ofrece agua y manzanas asegurando que les socorre con la mejor pócima para sus estómagos. Lo cierto es que la chiquillería, cuando pasa frente a su casa, gusta de gritar:

--¡Manuela! ¡Manuela! ¡El barón vendió el castillo!

Y Manuela se encrespa y los niños corren porque los improperios de la mujer son como palos sobre sus cabezas.


EL MARQUÉS DE LARPEIRA


El barón no es el único titulo de la villa. A eso de las cinco o seis de la tarde sentiréis que llaman a vuestra puerta. Es un hombre bajísimo, mugriento, que lleva una boina a rastras sobre la calva, pero que con ademanes muy finos os ofrecerá carbón y virutas. 

Os habla el marqués de Larpeira.

La historia de este señor es bastante sencilla. Allá por mil novecientos veinte llegó a Lebico con cuatro perras y mucha arrogancia. Tenía una parienta –tía tercera o cuarta, según parece—que aun no teniendo hidalguía, estaba forrada. Mala andanza tuvo el sobrino. Villa de hidalgos y hacendados, Lebico resultaba inexpugnable para los cazadores de fortuna. La señora tía del marqués, agraciada de pechos y de nariz, se dio cuenta del asunto con las primicias amorosas del sobrino. Suspirando y con buenos modos le pidió el estado de sus cuentas, y vistas, le emplazó para que lograse una economía parecida a la suya. 

Resultado: el sobrino gastó sus cuatro perras en la concesión de una mina de carbón situada en los montes que orientan el camino hacia Ribadeo, pero sus afanes tuvieron resultado tan exiguo que en vez de pedir la mano de su tía, le rogó amparo para su mal negocio, resultando que la tía, a cambio, zanjó la cuestión del amorío. 

El sobrino se fijó luego en una de las doncellas menores de su parienta, algo pecosa, pero abundante y blanda, además de pelirroja. Los lebicenses cultos la motejaban como la ídem de la Venus de Villendorf

Por entonces existía en Lebico la costumbre de traer el agua de mesa de unas fuentes que nacen cerca del río. Una de las más famosas es la llamada Larpeira al recomendarse su agua para hacer el almíbar del famoso y goloso bollo gallego. Pues bien, allí iba la criadita mañana y noche con su cántaro de agua, un poco sobre ascuas, pero también enardecida ante la segura espera del cortejador. Pasó lo presumible. A él le apresarían por calavera y por aquello de la minoría de edad de la muchacha, pero la tía zanjó el asunto casándole con la chica. El suceso contribuyó a que le reconocieran el título de marqués de Larpeira.

Malos años y gazuza en el estómago le llevaron a vender la mina. Una de las condiciones de la venta era que los nuevos propietarios debían entregarle una cantidad mensual de carbón doblada en invierno, que es de lo que viven ahora el marqués y su cónyuge.

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