HISTORIA DE MI PUEBLO (Cont.3)
DON CASIMIRO
Hace unos años, cuando Lebico
comenzó su declive, marchó la mayoría de los comerciantes , quedando los viejos
amantes de la tierra y D. Casimiro.
Poseía éste lo que definiríamos
--agrandando la imagen-- como un tabuco en la calle de La Gaiteira, pero al adquirir con poco dinero algunos establecimientos de los que partían, poco a
poco se fue haciendo el dueño de buena parte del comercio del pueblo que no
pertenecía al barón.
Hoy, Don Casimiro es hombre de cara redonda y algo
congestionada, no de beber sino de engullir cuanto está a su alcance. Viste un traje azul
marino cruzado que, no siendo elegante ni feo, ni corto ni largo, le daría el
aspecto típico del comerciante próspero de provincias, pero como usa una boina
chica y zapatos de puntera cuadrada y de color rojizo que dejan entrever la naturaleza egipcia de sus
pies enormes, su porte es de pueblo.
Don Casimiro acapara todos los
productos que se pueden vender a los hoteles, hostales y pensiones de la comarca y al parador de Lebico. El
resultado es que en nuestro mercado se venden contados artículos de
primera necesidad, de no muy alta calidad, a precios altos.
Me cuestiono si el hombre es
una úlcera para nuestra villa que se debería extirpar, pero me lo pienso porque
la gente no protesta, le consiente.
Además, D. Casimiro vive
acompañado de una hija, no se mete con
nadie, trabaja muchísimo y de cuando en cuando
va a contemplar una partida de dominó en el Bar Constanza y a beberse
una cerveza. También acude al Círculo Mercantil cuando suena que habrá una
timba de ricos donde se jugarán las pestañas. A D. Casimiro le
interesan las tierras; cuando sobre el tapete alguien gana alguna finca no siendo
agricultor, se ofrece como comprador para ahorrarle la tarea de cultivarla,
pero siendo listo como es, también se ofrece al perdedor para arrendársela con
posibilidad de recomprarla por un justiprecio pagadero a plazos. En la mayoría
de los casos queda bien con todos; en todos hincha su bolsa.
LA ALEGRÍA DEL ARCIPRESTE
En Lebico hay arcipreste. Es un
hombre bueno, ostentoso, que tiene cierta sabiduría.
Su territorio es la colegiata,
una de las maravillas arquitectónicas de nuestra villa. Al lado de la colegiata
ha construido una guardería infantil, donde ejerce, en lo que puede, la caridad
cristiana.
El arcipreste es hombre
progresista y en la misa dominical de las doce habla a los vecinos con sentimiento sobre la conveniencia de planes y proyectos
espirituales y materiales que generen un Lebico próspero mirando al futuro.
Hace dos meses, el arcipreste
me llamó con recado de que fuese urgentemente a la colegiata. Le encontré muy alegre,
y después de obsequiarme con un cachecito, me dijo:
--¡Encontré la llave!
Luego, ante mi extrañeza, me
hizo subir por unas escaleras, pasamos la sala de juntas parroquial, los despachos
de la Acción Católica, la biblioteca y, sobre un descansillo, dimos frente a
una puerta de roble. Abrió y entramos. Entonces aclaró con expresión solemne:
-- Después de mí has sido el
primero en cruzar el dintel del viejo archivo de la colegiata.
Atendí atónito las
explicaciones que me daba. Hablaba entusiasmado de unos legajos que descubrían
la existencia de una fábrica de armas durante los tiempos del césar Carlos I,
¡aquí, en Lebico! Otros contenían crónicas y contemplé el texto de la excomunión lanzada
por un antiguo abad de la colegiata al arzobispo de Toledo, ¡nada menos!
--¡Siete años buscando la
llave! Pero al fin... ¡¡la encontré!! Ahora podremos trabajar.
Cuando salí de la colegiata
tuve la impresión de que el arcipreste había olvidado su ideario progresista para dedicarse a los
legajos con la intención de arrojar luz sobre las viejas pendencias
eclesiásticas. ¿Y si no hubiera encontrado la llave de la puerta de roble?
ANITA
Esta mañana fui al río, a
nuestro pozo de la Gárgola, al mismo sitio de siempre. A medida que crezco le encuentro más pequeño, pero también más íntimo y recogido. Antes estaba
infectado de nadadores audaces y se llenaba de alegría; ahora, el pueblo y el río han echado años y envejecido con nosotros.
Me di cuenta de que habían
desaparecido los arbustos grandes que antes protegían el pozo de las chicas de nuestras miradas, un pozo situado treinta
metros arriba del nuestro. Ahora las podemos contemplar
libremente y ellas a nosotros. Además, cuando son pocas o se sienten solas
aceptan compartir su pozo o vienen al nuestro.
Los tres amigos estábamos
tumbados al sol. Habíamos intentando leer, pero lo fuimos dejando. Hablábamos
de cosas intrascendentes. Yo miraba, distraído, hacia el pozo donde veía zambullirse cuerpos adornados
de azul, rosa…
Oí comentar:
--Están como chivas. Seguro que
ahora le toca a esa.
--Pues a la Anita cualquier
día…
--Pues la Mary también está de
aúpa
--¿Vienes Javier? Vamos a la
gárgola.
--No, prefiero quedarme.
--Ten cuidado… Ten cuidado…
Mis amigos decidieron subir
a un pequeño montículo donde, efectivamente,
hay una roca que semeja una gárgola desde la que se puede observar un
maravilloso paisaje del Bierzo. Y empezaron a andar.
Poco después Anita y Mary se
acercaron y me saludaron. Fue un “¡Hola!” simple aunque Anita se quedó mirándome unos segundos con atención. Entraron
en nuestro pozo hablando de sus cosas. Reían. Anita volvía a menudo la cabeza
para donde yo estaba. Yo también la miraba pensando en aquella niña con la que había jugado tan sólo hace unos años, aquella niña que parecía un querubín, la que
decidió que yo era su novio y me hizo soñar esos amores infantiles que apenas
tienen cabida en los libros, amores que son como cristales de colores en un
jardín iluminado al ocaso.
Me afligí porque no sentía lo
de entonces; mis ojos sólo oteaban unos pechos blancos, contorneados, quizá
demasiado abundantes, que me atraían con fuerza. Y Anita se dejaba contemplar.
Sentí rubor y desvié la mirada
hacia mi propio cuerpo… su vello, el sudor, sabiendo que las espinillas habían
desaparecido… La vi salir del agua. Volví a fijarme allí donde me atraía.
Entonces entendí que había enterrado las ensoñaciones de antaño.