viernes, 3 de octubre de 2008


BAROJA: El héroe colectivo en La lucha por la vida [i]


Me propongo estudiar las figuras menores de la trilogía barojiana comenzando por su dimensión heroica; a continuación trataré de clasificarlas desde varios puntos de vista y, atendiendo a las técnicas que el autor emplea para presentar y caracterizar, me fijaré principalmente en la cuestión de si tienen una procedencia libresca o vienen de la realidad como aseguraba Baroja; concluiré analizando la función novelesca que desempeñan
[ii].

LA DIMENSIÓN HERÓICA: LOS INDÍGENAS

El verdadero héroe de la trilogía que estudiamos es la colectividad de los desposeídos en quienes la lucha por la vida se reduce, dramáticamente, a la lucha elemental por la subsistencia. Son los indígenas cuyo espacio vital está separado del espacio de los privilegiados por la misma pared simbólica con la que Stendhal marginaba el mundo de los pobres y el de los ricos en Le rouge et le noir
[iii]. Jesús –el anarquista—dice:
“Antes el rico y el pobre se alumbraban con un candil parecido; hoy el pobre sigue con el candil y el rico alumbra su casa con luz eléctrica; antes el pobre iba andando a pie, el rico a caballo; hoy el pobre sigue andando a pie y el rico va en automóvil; antes el rico tenía que vivir entre los pobres; hoy vive aparte, se ha hecho una muralla de algodón y no oye nada. Que los pobres chillan, él no oye; que se mueren de hambre, él no se entera...” (I, M.H., p. 459)

En España, el antecedente más próximo de esta preocupación por el marginado lo tenemos en Misericordia. También Galdós empleó el símbolo de la pared de Stendhal al describir las dos caras de la iglesia de San Sebastián, la una mirando a los barrios bajos, la otra al señorío mercantil de la Plaza del Ángel. Partiendo de aquí voy a señalar algunas diferencias entre la novela galdosiana y la trilogía del vasco al objeto de destacar la modernidad de lo que éste intenta.

Mientras Galdós utiliza a Benina para poner en combinación ambos lados de la simbólica pared –deambula por las Cambroneras lo mismo que sube al caserón del rico don Carlos--, los personajes de Baroja jamás cruzan al ámbito de los privilegiados. Los dos novelistas también difieren en la utilización de los miserables como materia novelesca; Galdós los emplea sobre todo en los primeros capítulos para hacer una parodia de la Restauración
[iv] aunque estén presentes a lo largo de sus novela; Baroja se concentra únicamente en los indígenas, en los de abajo. Galdós prefiere denunciar la miseria que vive la clase media; Baroja la de los desposeídos. La representación de Galdós tiene nutrientes de orden histórico y ético primordialmente; la de Baroja, es de cuño social. Los dos son escritores burgueses, pero en Baroja hay auténtica rebelión contra los de su clase porque se ha formado con los que Ricardo Gullón llamó “dinamiteros de la roca burguesa, Ibsen y Nietzche”, los inductores de la rebelión modernista; dice:

“el modernismo, al rechazar la vulgaridad burguesa y la masa emergente, sentía la necesidad de identificarse con el pueblo genuino, con “los de abajo”, dejados aparte del ininterrumpido festival con que la burguesía se recompensaba”.
[v]

El Baroja cuyas lecturas, preocupaciones e intereses, eran similares a los de sus compañeros de generación, tenía que ser arrastrado por el movimiento modernista. En sus Memorias y otros trabajos negaría la filiación o diría que siempre se mantuvo alejado de los que escribían sobre cisnes y otras pamplinas, pero de 1900 a 1905 militó entre los modernistas, incorporándose al grupo de cuantos en España, como en otros lugares del mundo, cultivaban la dirección indigenista con ramificaciones por la preocupación social, que predominaría en la novela de entonces y de la que fue una de sus máximas figuras.

Rubén Darío puso la primera piedra del indigenismo en prosa al relatar la trágica historia de un estibador chileno en "El fardo" y otros cuentos incluidos en Azul (1888)
[vi]. Después vendrían, por ejemplo, los cuentos de Baldomero Lillo publicados con el título bien significativo de Sub-Terra (1904), aunque las grandes novelas de esa corriente llegarían bastante después, La Nacha Regules (1919) de Manuel Gálvez –cuyo protagonista, Montsalvat, la crítica consagraría como el arquetipo del apóstol social modernista--, el simbólico Alsino (1920) de Pedro Prado, o en otra latitud el Babbitt (1922) de Sinclair Lewis.

En España las cosas sucederían más aprisa. En 1899 Rubén Darío publicaba un artículo en La Nación de Buenos Aires quejándose de no haber encontrado un solo modernista entre nosotros. Sin embargo, el modernismo adquirió un vigor inusitado tanto en poesía como en novela en los cinco años siguientes. Mi maestro Ricardo Gullón señala la fecha de 1903 como indicativa del impulso comentado, pues, en ese año se publican Soledades, Arias tristes, Antonio Azorín, Sonata de estío, La paz del sendero y El Mayorazgo de Labraz
[vii]. Baroja., además, está escribiendo la mayor parte de los artículos de El tablado de Arlequín, publicando las dos primeras partes de la trilogía que nos ocupa en El Globo y, el 24 de agosto, el artículo que titula “Estilo modernista” en que deja clara su filiación literaria pese a desmentidos posteriores:

“¡Modernista! Indudablemente la palabra es fea, es cursi, pero los que abominan de ella son imbéciles. Hay gente que cree de buena fe que un modernista debe tener una aberración sexual, el pelo largo, la corbata grande, el sombrero ancho, y ha de hablar con voz atiplada. La tontería les sea leve a todos esos señores. No ven que a éstos a quienes llaman modernistas, si admiran algo, es lo fuerte, lo grande, lo anárquico. En arte Dickens, Ibsen, Dostoiewsky, Nietzche, Rodin... todos los rebeldes”
[viii]

Los héroes de sus novelas seguirán la estela de esos modernistas: el poeta, el novelista, el anarquista, el rebelde, el raro, el indígena sobre todo; Mari Belcha, la María Luisa que recorre los pueblecitos de la costa guipuzcoana y busca el contacto de los boyerizos y de los labradores, el carbonero, la trapera de Vidas sombrías (1900), el Mariano de La casa de Aizgorri (1900), Paradox, Osorio, el mayorazgo de Labraz... La galería de personajes que aparece en Vidas sombrías y tiene continuidad en La lucha por la vida donde el autor dibuja al héroe colectivo de los desposeídos.

UN ENSAYO DE CLASIFICACIÓN

Se puede clasificar al héroe colectivo de la trilogía que nos ocupa, los indígenas, desde diversos puntos de vista; por ejemplo:

Por su posicionamiento dentro de la trilogía, pues se reúnen en torno a las figuras principales y sería fácil integrarlos en tres grupos:

I. Golfos, vagabundos y personajes femeninos que rodean a Manuel Alcázar.
II. Personajes exóticos en torno a Roberto Hastings exceptuando al alemán Schneider que aparece junto a Manuel Alcázar y la Manila en el ámbito de Juan Alcázar.
III.Anarquistas y libertarios alrededor de Juan.

Por su caracterización distinguiremos entre

I. Personajes secundarios: de los que se ofrece una caracterización física y moral dependiente del personaje principal, en cuyo entorno se mueven.


II. Personajes esporádicos a los que el autor apenas caracteriza o define como pertenecientes al “tipo vulgar”.

Por la función novelesca --aspecto sobre el que volveremos más adelante-- dividiéndose entre los personajes que influyen de algún modo en la acción –por ejemplo Don Alonso y Jesús—y los comparsas cuya presencia en la trilogía no afecta a su curso, por ejemplo el tío Patas.

Pienso, no obstante, que existe una clasificación integradora de lo anterior, por su origen y procedencia que nos lleva a distinguir entre:

I. Personajes en quienes detectamos antecedentes literarios.


II. Personajes exóticos.

III.Personajes que son tomados del natural o copia de la realidad --como Baroja afirmaba.

Personajes en quienes detectamos antecedentes literarios

Baroja confesó que tomaba sus personajes secundarios de la realidad, pero su conocimiento de la literatura influyó en personajes como el Tabuenca, quien evoca la figura del clérigo de Maqueda, si bien, la adjetivación y las imágenes que sugieren el físico de ese tipo apergaminado y amarillento parecen de procedencia quevedesca sin que podamos atribuirle a una figura concreta.

La figura de doña Casiana rememora la del Dómine Cabra, por ejemplo, cuando alimenta a sus huéspedes; sin embargo, Baroja independiza a la pupilera del arquetipo al dotarla de un carácter complicado y ambiguo. Doña Casiana tiene un espíritu guerrero en cuestiones de decencia, espía y combate la casa de mala nota de la Isabelona, persigue a doña Violante con lecciones de moral y de resignación, pero un sueño --como sucede tantas veces en Galdós-- revela la doblez del personaje al convertirla en madama postinera a cuya casa acuden todos “los jóvenes escrofuloso de los círculos y congregaciones”
[ix] hasta el punto de poner un despacho de billetes a la puerta.

También hay influencia de Quevedo en la caracterización de los verdugos. Coinciden en presentarles como personas normales, moralistas e incluso con buenos sentimientos; sin embargo, Quevedo monta una escena de naipes y de borrachera que revela el verdadero carácter del personaje, mientras Baroja utiliza el procedimiento de los espejos: lo que su verdugo es, lo refleja la hembra del buchí:
“tenía aquella mujer un aspecto tétrico, una cara de japonesa, una seriedad fatídica”.(I, A.R., p.590)
¿Evolucionaría la influencia quevedesca en Baroja hacia una suerte de esperpentismo? Parece así cuando describe el rostro de doña Casiana “de color orejón, y sus treinta y tantos lunares” o sus soledades alimentadas con mejunjes de agua azucarada y alcohol, o cuando preguntan al verdugo qué haría si por tener dinero dejase el oficio mardesío:
“¡Yo! ¿Qué haría? Aquilá una tienda o un entresuelo en la calle de Alcalá, y con mi chico haser ejecuciones en figuras de sera.”(I, A.R., p. 592)
En la trilogía también existen personajes procedentes del sainete popular. En la fabulilla castiza del Leandro y la Milagros, el primo de los Alcázar mata a su novia por celos y se suicida. Baroja encuentra los materiales –ambiente, tipos, anécdota, lenguaje—ya hechos en el sainete popular, pero al incorporarlos a la trilogía, el enfoque y la organización narrativa difieren del modo peculiar de los saineteros. Estos exaltan el ambiente castizo y, casi siempre, expresan ternura por los personajes. Baroja despoja el ambiente de pintoresquismo y, situado a gran distancia de los personajes, no oculta la antipatía que le inspiran, hasta el punto de presentar una imagen ridícula del personaje:
“Leandro, tan valiente con los matones, al lado de su novia resultaba un doctrino” (I, L.B., p. 299)
“Algunas noches Manuel oía a Leandro en su cuarto que se revolvía en la cama y suspiraba con unos suspiros tan profundos como los mugidos de un toro”. (I, L.B., p. 313)

Tampoco Milagros es la tarabilla y apasionada Mari Pepa de La Revoltosa, sino el tipo de sirena modernista de la que se destaca su coquetería malsana y su pérfida manera de querer:
“se divertía dando celos a Leandro; había llegado a un estado especial, mezcla de cariño y de odio, en el cual el cariño quedaba dentro y el odio fuera, manifestándose en una crueldad sañuda, en la satisfacción de mortificar constantemente a su novio” (I, L.B., pp. 298-299)
En las figuras de Jesús y el Bizco se percibe la influencia que tuvieron los grandes escritores rusos de finales del siglo XIX, sobre todo Dostoiewsky. De este toma la ambigüedad del personaje angélico-demoníaco y también la del criminal irresponsable.

En Jesús –el nombre ya es una de las claves de su ambigüedad—lo angélico y lo demoníaco se mezclan de tal manera que llega a ser el personaje más escurridizo de la trilogía: ángel de la guarda de Manuel en momento de apuro, le encamina, no obstante, a la vagancia; si por un lado sueña con un mundo mejor encarnando la figura del rebelde social, por otro personifica la figura del ángel caído, capaz de la maldad organizada; si va contra la propiedad, roba a los muertos, y es propietario él mismo.

Baroja caracteriza al Bizco como tipo primitivo, extremoso en sus relaciones con los demás. La respuesta que da a la sociedad que le oprime es fisiológica e irresponsable. El mote le define; no ve el mundo al derecho ni el mundo a él. Carece de otro diálogo que no sea el de la violencia; a falta de ideas, responde con el crimen a la sociedad que le margina. Vidal le describe:
“Es un tío bestia. Vive con la Escandalosa, que es una vieja zorra; es verdad que tiene lo menos sesenta años y gasta lo que roba con sus queridos; pero bueno, le alimenta y él debía considerarla; pues nada, anda siempre con ella a puntapiés y a puñetazos; y la pincha con el puñal, y hasta una vez ha calentado un hierro y la ha querido quemar.” (I, L.B., p.346)
Tal salvaje –en opinión de Manuel--, cuya cabeza es un melón salado--según Vidal--, se convierte en el asesino de éste. En la prisión muere el criminal y, como sucede con tantos héroes de Dostoiewsy, Gorky, y con el Pascual Duarte de Cela –su más claro heredero--, surge un hombre nuevo, interior, del que no teníamos señales, contemplando el pathos de su vida:

“Entre la bruma de su cerebro no había ni un asomo de remordimiento, sino una gran tristeza, una enorme tristeza. Pensaba también que estaba condenado a muerte, y se estremecía...
Nunca se había preguntado por qué era odiado, por qué era perseguido. Él había seguido el fatalismo de su manera de ser. Ahora mil cuestiones se iban amontonando en su cerebro”.
(I, A.R., p.589)
En el Bizco algunos han visto la influencia de Gorky, cuestión que he tratado en otro trabajo mío
[x] .

Los personajes exóticos

Los personajes exóticos abundan en las novelas de Baroja, quizás y como dice Gullón, porque la corriente exotista y la indigenista del modernismo coinciden: “responden al mismo impulso; son dos caras de un fenómeno de rebeldía originado al contacto de la realidad mezquina”.
[xi]

Se ha hablado mucho del antilatinismo de Baroja y de su adhesión a lo nórdico
[xii] y, no sin razón, porque Baroja opuso más de una vez ambos frentes culturales decantándose por el segundo. El espacio de sus novelas es inmenso; el Norte y le Este europeos ofrecían la posibilidad de presentar ambos espacios como opuestos al indígena. Cuando el personaje indígena entraba en el espacio exótico o cuando sucedía al revés, se producían los contrastes que el autor buscaba para señalar la personalidad de unos sobre otros. Por lo general Baroja prefería los tipos exóticos, por eso encarnó el amor puro y el tipo de mujer ideal en la Nelly de Las agonías de nuestro tiempo y la independencia femenina en Sacha, la voluntad en Hastings, la grandeza espiritual en Paul Schimidt... Para Baroja eran tipos imposibles de darse en suelo español. No puede extrañarnos que, una vez superada la gran etapa indigenista de su literatura[xiii], cuando quiera engrandecer o singularizar a un indígena, lo extranjerice.[xiv]

No obstante, en La lucha por la vida el peso de la fábula y la acción recaen en los indígenas de tal manera que los personajes exóticos parecen menores. Baroja los trabaja con clichés tradicionales. Fanny, la prima de Hastings, presenta el tipo de la mujer inglesa desgarbada, caballuna, que  superaría la Miss Pich de Paradox, rey. Su frialdad sentimental refleja la idea que Baroja tenía del carácter inglés, por ejemplo, cuando Fanny quiere indemnizar a Esther por haberle robado el novio, lo que justificaría la afirmación de Clover Pertinez de que Baroja no fue nunca anglófilo
[xv]. Hay atisbos de la mujer ideal en Esther y Kate; la primera, sorprendentemente, termina siendo el tipo de la mujer apasionada; la segunda resulta demasiado rígida, aunque Baroja quiso ejemplificar la oposición entre lo nórdico y lo latino al compararla a su madre, cubana:
“Kate tenía la comprensión lenta, pero profunda; en cambio su madre poseía la sutileza y el ingenio del momento”. (I, M.H., p. 408)
Estas líneas retratan mejor a la madre que a la hija, situada siempre en el fondo del escenario para desaparecer luego sin ser vista y sin que la echemos de menos. Por el contrario convence la caracterización de la Manila, prostituta tagala que llega a creer en los ideales de Juan Alcázar. Al compararla con las indígenas del mismo oficio, humilladas por el peso de la culpa, el pecado y el resentimiento, Baroja escribe:
“tenía un cándido cinismo, el instinto natural de su vida salvaje; se ofrecía con una absoluta ignorancia de ideas de moralidad sexual. No sentía el desprecio de la sociedad cerniéndose sobre su cabeza. Acostumbrada desde la infancia a ser maltratada por el blanco, no llegaba a herirle la abyección de su oficio, y por esto no manifestaba odio contra los hombres.” (I, A.R., p.617)
Baroja también tira de clichés en la caracterización de los personajes masculinos exóticos. De Oswald destacarán los rasgos de la urbanidad militar y la pedantería alemana; el sentimentalismo romántico y el amor al trabajo sobresalen de una manera irónica en el hornero Karl Schneider:
“Por muy borracho que se encontrara, nunca se le olvidaba la obligación, y a la hora de cocer se marchaba vacilando  a la tahona; e inmediatamente que se ponía a la boca del horno se le pasaba la borrachera y trabajaba como si tal cosa, riéndose él solo de sus extravagancias.” (I, L.B., p. 329)
Personajes que son tomados del natural o copia de la realidad.

Resulta difícil deslindar entre los personajes que, según Baroja, son copia de la realidad y los inventados por el novelista. Podría decirse que la invención predomina en tipos como don Alonso o la baronesa de Aynant y que los personajes esporádicos, los comparsas son copia de la realidad. Pero sucede que el personaje “real” nunca llega a la novela tal y como era en la realidad porque, al caracterizarle, el autor le convierte en ficción, resultando que adquiere una naturaleza distinta a la que tenía en la realidad de la que fue extraído. Siguiendo un mecanismo semejante, el personaje inventado deberá tener suficiente carga de materia real para resultar convincente al lector.

Pues bien, a estos personajes barojianos les distinguen tres tendencias en su caracterización: la paródica, la irónica y la animalesca.

El golfo –fuese aristócrata, burgués o mendigo—vive una farsa y Baroja entendió que sólo mediante lo paródico, lo burlesco, lo grotesco o la caricatura, podría exponer su verdadera personalidad. La baronesa de Aynant se cree mujer capaz de despertar pasiones tempestuosas; la caracterización paródica de esta supuesta sirena arroja una imagen muy diferente:
“Bien vestida y ataviada, resultaba apetitosa; una jamona rubia de buen ver.” (I, MH., 405)
Leves, simples toques burlescos retratan a los golfantes esporádicos, sea el aristócrata pederasta que flirtea con Vidal, o el general para cuya presentación basta una frase:
“un guachinanguito vestido de guacamayo” (I, MH, p.431)
Igual sucede con los periodistas de quienes Baroja destaca los rasgos de mezquindad y de vacío espiritual en contraste con su atuendo. Fresneda es flaco, de apariencia espiritual; va bien vestido, pero se muere de hambre. Sandoval es “rechoncho, grasiento”, vive en un ambiente mefítico, pero al vestirse cobra un aire de distinción y elegancia. González Parla –atención al segundo apellido—ejemplifica la inteligencia cerril.  Baroja acumula su arte irónico al retratar a Ernesto Langairiños a quien sus compañeros llaman el Super porque siempre está hablando de la llegada del Superhombre de Nietzche. El autor dice que algún imbécil
“aseguraba que el aspecto de Langairiños era grotesco, aseveración falsa a todas luces, pues, a pesar de que su indumentaria no reunía las condiciones exigidas por el más estrecho dandysmo; a pesar de que casi constantemente sus pantalones mostraban rodilleras y flecos y sus americanas constelaciones de manchas; a pesar de todo esto, su elegancia natural, su aire de superioridad y de distinción borraba tan ligeras imperfecciones, bien así como la ola del mar hace desaparecer las huellas en la arena de la playa.” (I, M.H., pp. 429-430)

Langairiños firma unas veces Máximo y otras Mínimo y pasa por ser la gloria de la redacción de Los Debates; su obra maestra es un artículo titulado “Todos golfos”, pero tiene su talón de Aquiles:
“A consecuencia del desgaste cerebral producido por sus trabajos intelectuales, el Super se encontraba neurasténico, y para curar su enfermedad tomaba glicerofosfato de cal en las comidas y hacía gimnasia” (I, M.H., p. 430)
Contrariamente a lo que pensaba Portnoff
[xvi], Baroja sentía una gran antipatía por los golfos. La actitud de estos frente a la vida chocaba con los principios del vasco, especialmente en los tocante a las mujeres; el novelista aparentemente misógino escondía un temperamento romántico en el fondo y le repugnaba que los golfos explotaran a las mujeres, vivieran a su costa, se ensañaran con ellas y las abandonasen después de haberlas succionado como sanguijuelas. Por este motivo creo que, al llevarles a la trilogía, destacó notas relativas a su sexualidad. Bernardino Santín, copista del Prado que decide casarse con Esther para sacarle el dinero y vivir a su costa, es impotente; Vidal, gallo mujeriego en La busca pasa a señoritingo en Mala hierba; entonces confiesa a su primo Manuel que ya no tiene más que tres queridas y añade con cinismo que le ronda un marqués; su masculinidad queda en entredicho. El caso del gordo Bonifacio Mingote es de signo contrario. La presentación sugiere el tipo homosexual yendo y viniendo “envuelto en un mantón de mujer accionando con un junquillo en la mano derecha” (I, MH, p.297), pero este personaje que comulga con las ideas anarco-filantrópico-colectivistas, y dice desconocerse a sí mismo, resulta ser un gran farsante capaz de hacer proposiciones indecentes a las mujeres delante de sus maridos:
“Contaba las queridas a pares, cada una con dos o tres pequeños Mingotes.” (I, M.H., p. 404)
y las organiza en ejército de pordioseras y sablistas a cuya costa vive; prostituye a las hijas al igual que la Coronela; organiza bailes a duro la entrada y, a su término, rifa la hija de una de sus queridas. La nota paródica se encuentra al final; por medio de Roberto Hastings nos enteramos en Aurora Roja que Mingote ya es otro, pues “vive con una mujer que le pega y le hace barrer la casa”. (I, A.R., p.635).

Frente a los golfos, hay un personaje que sincretiza la figura del vagabundo y se lleva todas la simpatías del autor. Se trata de don Alonso, el inofensivo Hombre Boa, también conocido como Tirirí. Este personaje que recuerda algo a Paradox, se pasa la vida suspirando por tener un rincón. Su tono es jovial, pero dice Baroja “que sonaba a dolorida queja” (I, M.H., p.459). Se pasa la vida esperando que le llegue la buena, pero cuando alguien le pregunta si acarició por fin la buena suerte, responde:
“-- ¿Qué ha de venir? Napoleón se hizo la pascua en Uaterlú, ¿verdad? Pues mi vida es un Uaterlú continuo” (I, M.H., p.457)
Don Alonso es el indígena estoico. Si su vida es ejemplar, su muerte depara una lección terrible: pacta con la sociedad, se hace policía --creía en el orden, aunque a la manera quijotesca--, sustituye a Manuel en la captura del Bizco y halla la muerte en el cometido. El entierro que le propia la sociedad certifica que jamás le llegó la buena:
“Levantaron el hule de la camilla, y poniendole de lado, hicieron que el cadáver cayera desnudo en una oquedad. Y el muerto quedó despatarrado, mostrando sus pobres desnudeces ante la mirada azul, clara y serena del cielo, y los camilleros se fueron a tomar una copa...” (I, A.R., p.587)
Baroja no apura la caracterización de los personajes esporádicos; por lo general se limita a decir que pertenecen al tipo vulgar. De alguno tan singular como el repatriado de Cuba, ni siquiera escribe el nombre, pero basta un detalle para dar indicios de su personalidad: el garrote del repatriado delata su carácter colérico. Así, las muletillas caracterizan al Sr. Canuto, los chistes al Conejo, verdadero bufón. Pasan inmediatamente, pero dejan rastro y ayudan enormemente a dar la sensación de vida que, como pedía Henry James, debe producir la novela.

En una obra dedicada al tema de la lucha por la vida, donde la mayoría de los personajes fueron concebidos a priori como detritus de la sociedad, la animalización predominará en su imaginería. Esta técnica caracterizadora, usada desde antigüo, proporciona mediante una imagen de fácil identificación determinada proyección del personaje, y resulta imprescindible para que el lector constate con rapidez los deterioros que ha sufrido en su espiritualidad o en su apariencia humana.

Al policía Ortiz la animalización define su figura y el comportamiento:
“En su figura había algo de los agresivo de un perro de presa y de lo feroz de un jabalí” (I, M.H., p.499)

“Ortiz era un polizonte enamorado de su profesión. Su padre lo había sido también, y el instinto de persecución era en él tan fuerte como en los perros de caza” (I, M.H., p. 501)

En consecuencia, cuando Ortiz emprenda la captura del Bizco, la persecución del criminal parecerá la del cazador al animal acosado: ambiente, espacio y personajes darán la impresión de una cruenta escena de caza.

Las imágenes animalizadoras abundan también en la caracterización de los personajes femeninos. De la Petra se destaca su testarudez de mula; Vidal dirá de la Escandalosa que es una vieja zorra; a la Niña Chucha le caracteriza el apodo; Blasa es un hipopótamo malhumorado. Al presentar el tipo machuno de Fanny, Baroja comenta que “tenía algo de la belleza desgarbada de un caballo de carrera” (I, L.B., p. 299).

En la trilogía abundan criadas y prostitutas. Baroja, al margen de sus veleidades románticas, creía que la mujer es un sexo que se vende y que a la mujer pobre sólo le quedan dos salidas; el servicio doméstico y la calle. Las venus demóticas, las vestales del arroyo, son de una fealdad terrible; por su oficio se comparan a los gatos:
“Nosotras somos como los gatos –decía la Mellá—cazamos de noche y dormimos de día” (I, L.B., p.353)
Para estas mujeres, como subrayé en otro lugar, la lucha por la vida se resume en “la busca y captura del cabrito”.
[xvii]

Los anarquistas de Baroja son, en tierra, como los piratas y aventureros del mar: seres patibularios. De Prats hace la siguiente descripción:
“Era un hombre bajo, barbudo, con una cara de pirata berberisco, de un color bronceado, con rayas y vetas negruzcas, Tenía este hombre pelos en toda la cara, alrededor de los ojos, en la nariz aguileña, en las orejas. Con su aspecto terrible, su manera de hablar ronca, las manos de oso, peludas y deformes, imponía.” (I, A.R., p.555)
El autor destaca la soberbia jacobina de unos, el espíritu revanchista de otros y, en líneas generales, la animalidad de una busca encaminada a sacudirse el yugo de la autoridad sin que ninguno de ellos muestre la inteligencia suficiente para imaginar qué clase de sociedad sustituirá a la que condenan. Pese a algunos retratos individuales como el ya citado, predomina la caracterización colectiva; veamos la descripción del mitin de la calle Barbieri:
“Había rostros irregulares, angulosos, de expresión brutal, frentes estrechas y deprimidas, caras amarillentas o cetrinas, mal barbadas, llenas de lunares; cejas torvas, bajo las cuales brillaba una mirada negra. Y sólo de trecho en trecho alguna cara triste, plácida, de hombre ensimismado y soñador...” (I, A.R. p. 610)
Si comparamos esta descripción con la de Prats notamos que no hay variantes importantes: las pinceladas que allí se concentraban, ahora están dispersas; los colores esenciales de la paleta prevalecen para, agrupados, cuajar la imagen del establo:
“El público, aburrido, hablaba en voz alta, y algunos chuscos en el gallinero relinchaban con gran maestría.” (I, A.R. p. 610)
El ojo impresionista del autor converge sobre la dispersión de miembros humanos para construir –mediante procedimiento similar al recientemente visto—la imagen de la multitud deforme que encarnan los indígenas de la Doctrina:

“Era aquello un cónclave de mendigos, un conciliábulo de Corte de los Milagros. Las mujeres ocupaban casi todo el patio; en un extremo, cerca de una capilla, se amontonaban los hombres; no se veían más que caras hinchadas, de estúpida apariencia, narices inflamadas y bocas torcidas; viejas gordas y pesadas como ballenas melancólicas; viejezuelas esqueléticas de boca hundida y nariz de ave rapaz; mendigas vergonzantes con la barba rugosa, llena de pelos, y la mirada entre irónica y huraña; mujeres jóvenes, flacas y extenuadas, desmelenadas y negras; y todas, viejas y jóvenes, envueltas en trajes raídos, remendados, zurcidos y vueltos a remendar hasta no dejar una pulgada sin su remiendo.”
(I, L.B.. p. 291)
La imagen elegida no es arbitraria; está en relación directa con el binomio ambiente-espacio. Al hablar del espacio en la trilogía
[xviii] dije que la gusanera es una de las imágenes preferidas de Baroja para describir el espacio de los pobres y Baroja no podía utilizar otra al describir la Doctrina:
“Y todo aquel montón de mendigos, revuelto, agitado, palpitante, bullía como una gusanera.”
(I, L.B.. p. 291)
En Mala Hierba presentará a la misma multitud como rebaño que usureros, caseros, abogados y policías conducen “hacia el matadero de la justicia” (I, M.H.. p. 497). Baroja también transmuta la imagen noble de la justicia en la de una vieja arpía. Del rey, sin atreverse a mucho, destaca su aire fatigado e inexpresivo. Y el Libertario, que no tiene pelos en la lengua, ofrece esta imagen del Congreso de los Diputados:
“-- ¿Vosotros habéis visto la jaula de monos del Retiro?... Pues una cosa parecida... Uno toca la campana, el otro come caramelos, el otro grita...
-- ¿Y el Senado?
--¡Ah! Esos son los viejos chimpancés..., muy respetables.”
(I, A.R.. p. 574)
Si las imágenes animalizadoras subrayan la ausencia de humanidad en los personajes citados, las cosificadoras niegan el ser mismo,  la vida. La cosificación también depende del binomio espacio-ambiente. Suponemos que un baile es un acto alegre, pero el de carnaval que se celebra en el Frontón sugiere la imagen del funeral. La luz es espectral, las máscaras son “muñecos con ojos de aburrimiento o de cólera”; el baile da la impresión de ser una danza de la muerte:
“Se generalizó el baile; a la luz fría y cruda de los arcos voltaicos se veía a las parejas dando vueltas, hombres y mujeres, todos muy graves, muy estirados, tan fúnebres como si asistieran a un entierro.” (I, M.H.. p. 447)
Con los mismos procedimientos descriptivo presenta la escena en que un público de golfos, trasnochadores y coristas asiste a la ejecución de un soldado. Del furgón donde llevan al reo “bajaron tres figuras que parecían muñecos”. Los ocho soldados de caballería en el momento de la ejecución, “moviéndose de lado, como animal de muchas patas, anduvieron algunos metros” (I, M.H.. p. 486). En el laberinto de La lucha por la vida parece como si Baroja hubiese querido mostrar su visión del mundo a través del ojo del Minotauro.


LA FUNCIÓN NOVELESCA


Baroja presenta en su trilogía una multitud de personajes, pero su relación con el conjunto es desigual; mientras la función novelesca de unos es precisa, la de otros parece desvaída si acaso existe. Ricardo Gullón explicó hace tiempo el concepto de la función novelesca:

“El concepto de función pudiera servir para distinguir entre personaje secundario y mero comparsa; eliminado aquél, la novela sería distinta; suprimiendo éste, estructura, forma e incidente seguirán siendo como son.”
[xix]

Todavía más; para Gullón la existencia de una función será indicativa de que el personaje está logrado. Veamos qué sucede a los personajes de la trilogía que podríamos definir como comparsas. Hay personajes como don Custodio, el Sr. Ignacio, el tío Patas, el Maestro en quienes Baroja se detiene contando vida y milagros; su presencia en la novela se justificaría con el argumento simple de ser familiares o camaradas de algún personaje secundario, pero en realidad están en la novela para formar parte del lienzo que protagoniza el héroe colectivo de los indígenas en la lucha por la vida. En contraste, personajes esporádicos como la Muerte, el Expósito, o el Repatriado de Cuba cumplen, además de la función anterior, otra bien definida: la Muerte desempeña un papel agorero en la gusanera humana de las Injurias así como en la fabulilla del Leandro y la Milagros; el Expósito indica a Manuel la existencia de un espacio concreto –el cuartel de María Cristina, lugar donde la golfería remedia los apuros del hambre--en el que Manuel encuentra a Roberto, y la unión de estos personajes determinará el curso de la trilogía hasta Aurora Roja; el Repatriado de Cuba trae a la novela el tema del “98” sirviendo de portavoz al narrador, cometido en el que será relevado por el Libertario para expresar un enfoque de la visión barojiana del anarquismo, y después por Rebolledo, en cuyo sentido común se apoyará el autor para combatir la dogmática del anarquismo.

La función de la mayor parte de los personajes secundarios de relaciona directamente con las figuras principales. Doña Violante, su prole y Matilde, son “las institutrices” que arrancan de los ojos de Manuel la venda de la inocencia. Vidal actúa como demonio tentador; le arrastra a la golfería y de despierta la necesidad del avío –de tener hembra. Jesús le instruye en el anarquismo y en la rebeldía social. La Baronesa, la madre falsa, encarna la tendencia opuesta al ideario moral de la Petra, la madre auténtica. Mingote es el maestro prestidigitador, cuya función parecida a la del ciego del Lazarillo, concluye cuando el engañador resulta engañado por el discípulo que ha superado el aprendizaje. La Justa funciona como amor de perdición frente a Salvadora, amor de salvación. La polaca Esther es la gran prueba de Roberto Hastings; la obliga a formar parte de un increíble triángulo amoroso con Santín del que escapará Roberto más reafirmado que nunca en su individualismo. El Libertario pone a prueba el anarquismo literario de Juan Alcázar; predica la violencia, y la violencia será el camino que seguirá el Juan desengañado.

Por lo interesante de su función novelesca, estudiaremos a Jesús y a don Alonso por separado. Mediante el primero, Baroja introduce en la trilogía el tema de la justicia social, cuerda de la que don Alonso tira también aunque en términos de transigencia. La función de Jesús consiste en despertar en Manuel la idea de venganza contra la sociedad y de atraerle hacia el ideario anarquista; esta atracción aproxima de tal manera a los personajes que en las última páginas de Mala Hierba a Manuel se le ha pegado hasta la manera de hablar del amigo. Manuel es detenido, junto con don Alonso, por pernoctar en una iglesia; en la dureza de sus palabras encontramos el tono violento de los pensamientos del tipógrafo:
“—¡Qué diría Jesús si estuviera aquí! –murmuró Manuel--. En la casa de Dios, en donde todos son iguales, es un crimen entrar a descansar; el sacristán le entrega a uno a los guardias, los guardias le meten a uno en un cuarto oscuro. ¡Y vaya usted a saber lo que nos harán después! Yo tengo miedo de que nos lleven a la cárcel, si es que no nos ahorcan.” (I, M.H., p.461)
La proximidad entre los dos personajes disminuye en Aurora Roja. A medida que Manuel se aburguesa, se radicaliza el espíritu de violencia en Jesús. La distancia se acentúa hasta que el anarquista, según sabemos denuncia a Manuel como “cochino burgués”. Su función ya está cumplida. Jesús desaparece de la trilogía camino de África.

Don Alonso ejerce una influencia atenuante a las de Vidal y Jesús en Manuel. Pero hay más cosas en la función de este simpático personaje. Los relatos de sus andanzas americanas cumplen otra función estructural: llenar de exotismo y fantasía el espacio gris de los indígenas. Don Alonso también mantiene constantemente en escena el leit-motiv de la busca: la esperanza desesperada que nunca llegará a realizarse ni para él ni para quienes están a su nivel. Respecto de Manuel, no sólo actúa como el buen consejero, guía y compañero; por exigencias de la trama le sustituye en la captura del Bizco. Y el giro no es gratuito, porque de esta manera Baroja une el impresionante final del hombre primitivo y criminal con el del hombre bueno, mostrando por y en ambas muertes lo infructuoso de la lucha por a vida de los desposeídos. Y, sin embargo, héroes son, pues, héroe es aquel que, en vez de someterse y resignarse, lucha con el destino, gane o pierda la partida.

[i] Revisión del estudio “La creación del héroe colectivo en “La lucha por la vida” de D. Pío Baroja” publicado en CADUP-Estudios, Centro de Tortosa de la UNED, Tortosa, 1987 [ii] Todas mis citas de Baroja son de Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1946. Precisaré el volumen, iniciales de la novela y la página.[iii] Stendhal, A collection of Critical Essays, edited by Victor Bombert, Prentice-Hall, Inc. (Englewood Cliffs, N.J., 1962). Incluye un ensayo de Martín Turnell titulado “Le rouge et le noir” donde estudia los símbolos de la pared y el de las fortificaciones que separa los mundos de los privilegiados de los que no lo son.[iv] Véase mi estudio “Miseria y parodia galdosiana de la Restauración”, Insula, nº 291 (feb., 1971), pp. 4-5.[v] Ricardo Gullón, Direcciones del modernismo, 2ª edcn., amp., Gredos (Madrid, 1971) p. 68.[vi] Compilación de los escritos de Rubén en su vivencia chilena entre 1866 y 1888. En vida de Rubén hubo una segunda edición en Guatemala (1990) y una tercera --de contenido reducido-- publicada por La Nación en 1905[vii] Ricardo Gullón, op. cit., p.202[viii] Pío Baroja, Obras Completas, Vol. VIII, op. cit., pp.846-47.[ix] I, L.B., pp. 259.[x] Javier Martínez Palacio, “Origen y naturaleza del golfo de La Lucha por la vida”, Ínsula, nº 719, (Noviembre de 2006), pp. 23-25.[xi] Ricardo Gullón, op. cit., p.78[xii] José Alberich, Los ingleses y otros temas de Pío Baroja, Alfaguara (Madrid, 1966), pp. 145 y ss.[xiii] A mi modo de ver, la etapa indigenista de Baroja concluye en Aurora Roja (1904). Con el personaje extranjerizante de La feria de los discretos (1905) se inicia la evolución hacia el exotismo que rápidamente se consagra en Paradox, rey (1906). La desilusión de Paradox con su ambiente que le lleva a tierras lejanas, explica muy bien la de Baroja con lo español. Si el filón indigenista quedaría agotado en La lucha por la vida, permanece en la sensibilidad de don Pío como lo demuestran las Canciones del suburbio.[xiv] Como se ha dicho, el primer ejemplo lo tenemos en el Quintín de La feria de los discretos; después viene Paradox. El Hurtado de El árbol de la ciencia es, por todos los conceptos, el “extranjero” en su propia sociedad. En Las inquietudes de Shanti Andía Juan de Aguirre muere en la aldea de Luzaro completamente desconocido de sus paisanos y tomado por extranjero.[xv] Clover Pertinez, “Pío Baroja e Inglaterra”, Índice de Artes y Letras, núms.. 70-71 (Enero-Febrero, 1954), p.28[xvi] George Portnoff, La novela rusa en España, El Instituto de las Españas, Columbia University (New York, 1932) pp. 213 y ss.[xvii] Véase mi trabajo “Las mujeres de La lucha por la vida” en El Urogallo, Año III, nº 15 (Mayo-Junio, 1972), pp. 106-110.[xviii] Véase mi trabajo “La creación del espacio en La lucha por la vida” e Sin Nombre (Puerto Rico), vol. II, nº 4 (1972), pp. 33-38.[xix] Ricardo Gullón, Técnicas de Galdós, Taurus (Madrid, 1970), p. 198.