Pío Baroja:
El
escuadrón del Brigante
Pío Baroja había publicado
entre 1911 y 1913 varias de sus mejores novelas e iniciado el ciclo de las Memorias de un hombre de acción con El aprendiz de conspirador en octubre de
1912. Tenía el propósito de escribir una
novela histórica distinta a la de Galdós. Si el canario hizo pedagogía de la
historia reciente de España sin sustraerse a la exaltación patriótica con sus Episodios, Baroja se proponía destacar la
lucha entre tradicionalismo y liberalismo avivada en Europa desde la Revolución
francesa, ilustrándola mediante sucesos acaecidos en España durante el siglo
XIX alrededor de un personaje histórico, Avinareta, del que se sirvió con
pretensiones novelescas.
Cuando Baroja concluye El escuadrón del Brigante (1) en junio de 1913 estaba en su
mejor momento de escritor. Mariano Ezequiel Gowland asegura que las Memorias de un hombre de acción no tuvieron la aceptación de otras novelas por “su enigmática
envoltura cronológica, en su fraccionamiento narrativo, en su proliferación de
sub-autores, sub-narradores e informantes que constantemente cambian el punto
de vista de la obra, y también en varios
otras factores de tipo estructural”(2), pero a mi entender, todo eso ocurre en El escuadrón del
Brigante envuelto en un orden clásico, convirtiéndola en una novela excelente, de las mejores del vasco. También
la celebran autores actuales de la talla de Eduardo Mendoza o de Jose-Carlos
Mainer. Éste no duda en situar a Zalacaín
el aventurero, Las inquitudes de
Shanti Andía y El escuadrón del
Brigante en un lugar de honor junto a las novelas de Joseph Conrad en una biblioteca ideal de lecturas
adolescentes (3).
Cuando hablamos de orden
clásico también hablamos de orden barojiano, es decir, novelas donde ocurre lo
siguiente: tras la presentación individual y colectiva de los personajes se
avanza al momento de la confrontación entre ellos formando parte de los bandos
contendientes; concluida la lucha se arriba a un desenlace abierto.
La acción de El escuadrón del Brigante se sitúa hacia
el final de la guerra de Independencia. Baroja ni acude ni se somete a lo
escrito por historiadores grandilocuentes a los que despreciaba por lo general.
Prefirió asistirse de investigaciones
propias, dedicándose a narrar lo que sucedía en parajes señalados y a
protagonistas determinados en los días que finalizaba el conflicto bélico con la intención de ejemplificarlo
por entero.
Los narradores
En el Prólogo de El escuadrón del Brigante se dice que don Pedro de Leguía es el autor de
las Memorias de un hombre de acción.
D. Pedro “explica, en una advertencia
preliminar, como reconstruyó esta parte de la biografía de nuestro héroe (Avinareta), con qué datos contó y en qué fuentes pudo
apagar la sed de avinaretismo que le consumía” (p.7). Avinareta atestigua que la fuente principal es un escrito
suyo: “Al escribir estas páginas, al cabo
de más de veinte años, en la oscura cárcel donde me encuentro preso, me figuro
tener hoy los mismos sentimientos de aquella época de mi vida de guerrillero”
(p.100). Interesa lo de los mismos sentimientos porque tal
suposición hace que el lector se aproxime a los avatares del protagonista cuando
era joven y, pese la utilización incesante del pretérito verbal, casi nada interfiere en la sensación de que todo sucede en un presente continuo.
En El escuadrón del Brigante se imita la ficción cervantina de los
narradores interpuestos (4). La
mayor parte de cuanto sucede lo escribe Baroja como autor oculto, Leguía es el
narrador que procura la documentación, y Avinareta resulta el narrador
protagonista. También participa un narrador auxiliar, Juan Larrumbide o Ganisch,
compañero de Avinareta, hacia el final.
Baroja no hace sólo una
simple imitación cervantina; es un quehacer que facilita una visión caleidoscópica
de los personajes comenzando por el protagonista. Carlos Longhurst, sugiere que
Baroja asume el papel de editor y Leguía el de compilador y alter ego ficticio en
las Memorias de un hombre de acción “para
adquirir de esta forma una voz en la narración en sí. Leguía conoce a Avinareta
personalmente y puede dar una impresión personal y auténtica de él, cosa que
para Baroja, en cuanto a Baroja, es imposible” (5).
Longhurst dice que Avinareta afirma que son ciertos los hechos
positivos en que el libro se basa, pero Leguía
obtiene su permiso para incluir elementos fantasiosos aunque podados y el mismo
Leguía comenta: “Con la autorización de Avinareta, decidí, pues, publicar
este relato. No aparece aquí don
Eugenio siempre; pero inspira los acontecimientos, asomándose unas veces al primer plano y otras al último” lo que
facilita afirmar por parte del crítico que las Memorias de un hombre de acción son narraciones novelescas de
hechos históricos vinculados a la historia de Avinareta”(6).
Otra influencia cervantina muchísimo
menor es el empleo de la narración interpolada. Me refiero, por ejemplo, al episodio protagonizado por Tobalos en el
relato “La justicia del buen alcalde
García” (pp. 116/123) que parece propio del Siglo de Oro, aunque sirve para
caracterizar al guerrillero. También son importantes las fuentes orales, publicaciones
como Las partidas de brigantes del
propio Avinareta sobre las que se extiende Carlos Longhurst reafirmando la idea
de que Baroja fue un novelista bien documentado y, sobre todo, que asumió la
mayor parte de los textos del propio Avinareta.
El plan de la novela
La composición de El escuadrón del Brigante no difiere mucho
de la empleada en novelas anteriores y, para entenderlo, recordaré que la trilogía de La lucha por la vida se inicia con la presentación del protagonista
Manuel Alcázar e, inmediatamente después, el personaje colectivo entra en
escena, el lumpen proletariado, la gente que anda a la busca y vive el ambiente
de los barrios bajos de Madrid.
En El escuadrón del Brigante observamos un proceder similar: una vez
presentado Avinareta conoceremos al colectivo de los guerrilleros y el de sus
contrafiguras, los franceses, y en la tarea, Baroja utiliza la documentación de
la época para describir el ambiente que existía en el particular momento de la
guerra de Independencia que centra la acción.
Avinareta es presentado en el
prólogo de la novela conversando con Leguía en una fonda de Bayona una noche de otoño. Leguía le está pidiendo
que reanude sus memorias y Avinareta responde que sólo piensa en los actores de
una guerra carlista que se aproxima al abrazo de Vergara. El Avinareta que habla
no es el veinteañero que actúa en la novela sino un cincuentón que lamenta “vivir perseguido, acusado de polizonte, de
espía, de canalla y, sobre todo, de
hambriento” (p.9), un antihéroe
para los demás que no se encuentra en disposición de continuar siendo un Don
Quijote y se lamenta así: “Si yo no
hubiera pensado más que en mi vida y en mis intereses se me consideraría como
una persona decente y digna; pero he pensado principalmente en mi país y en la
libertad, y esto, sin duda, es un crimen para los que no tienen éxito.” (Ibíd.). Después, menciona un cuaderno
donde recoge sus experiencias de la guerra de Independencia, escrito entre 1834
y el año siguiente (también año del cólera), cuando estuvo preso junto a Luis
Candelas en una cárcel de Madrid.
Finalmente entregará a Leguía el cuaderno que nutrirá la mayor parte de
la novela. Como a Baroja le gustan los paralelismos y, como si quisiera
justificar el proceder de Avinareta con Leguía, dirá que Andrés Santa Cruz le
comentará su vida a Michelena, otro cincuentón amigo de Avinareta (p.19).
Desmitificación de la guerra
de Independencia
Tardamos poco en descubrir
que Baroja pretende desmitificar muchas cosas de la guerra de Independencia. Se
atisba cuando define al general Palafox como “hombre que une la ineptitud con la ambición, cuya vida pública y
privada ha sido sospechosa, que hizo una salida de Zaragoza dejando abandonado el pueblo en el
momento de más peligro, pasa por ser una de nuestras grandes figuras”(p.26). Pero lo importante en el inicio
de El escuadrón del Brigante es la acción que emprenden
Avinareta, el patriota Cortázar y el aventurero Ganisch --y con ellos el espejo de Stendhal-- que salen al
camino sin importar, de momento, que Avinareta haya jugado a mal postor: “Habiendo guerrilleros vascos célebres, Mina
y Renovales que eran navarros, Jaúregui guipuzcoano y Longa vizcaíno, tres de ellos muy
liberales, la suerte hacia que yo, vasco y liberal, me uniera a un castellano
absolutista” (p. 144) y esa
decisión le marcaría y sería siempre un obstáculo en sus planes.
La guerra es barbarie
Avinareta se conduce como guerrillero según la personalidad de sus .jefes.
Siendo teniente, le resulta difícil ordenar que su gente dispare porque Merino
entiende la guerra como una cacería donde el francés es la pieza a cobrar; para
ello, el guerrillero debe estar a cubierto pasando inadvertido, pero con el
arma lista. Avinareta no concibe la guerra así, por eso desea que el enemigo no
aparezca cuando está encelado y los suyos listos para machacar un destacamento
de cincuenta o sesenta franceses despreocupados: “Este sentimiento de responsabilidad, de remordimiento, no lo
experimenté más que las pocas veces que tuve algún mando; en las demás, no”
(p.101). Y dice bien, pues, se
muestra distinto cuando está a las órdenes de Juan Brigante: “En los ataques de caballería que dimos los
del escuadrón del Brigante no sentía uno intranquilidad moral ninguna. La
cólera, el odio y, más aún, la emulación nos arrastraban” (Ibid.) Pese a ello, los pensamientos de
Avinareta son autocríticos: “Allí no se
ganaban acciones; se mataba” (p.102).
La guerra como barbarie también resplandece en el bando del mariscal Soult de 9
de mayo de 1809: no reconoce más ejército español que el de José Bonaparte, ordena
el fusilamiento de cualquier otro español cogido con armas en la mano, y manda
arrasar los pueblos donde se encuentre muerto a un francés.
Baroja pone en solfa siempre la
pretendida heroicidad de los guerrilleros. Del Jabalí de Arauzo dice: “El Jabalí, en circunstancias normales habría
estado en un presidio o colgado de una horca; en plena guerra, convertido en un
jefe respetable, lleno de galones y de prestigio, podía asesinar y robar
impunemente, no por afán patriótico, sino por satisfacer sus instintos crueles”
(p. 107). Baroja va más lejos y responsabiliza de la barbarie al cristianismo
por no cumplir el mandamiento de Dios: No
matar.
Los personajes
Avinareta era un personaje
real, pariente lejano de los Baroja por parte de madre, y es un personaje
novelesco. En las Memorias de un hombre de acción ofrece varios
perfiles: soldado contra Napoleón, liberal y masón, intrigante, sobre todo enemigo
del absolutismo. Hasta cierto punto, representa
la relación que Baroja tiene con la historia. Carlos Longhurst extrema ese punto
de vista al decir que “La función de Avinareta es ante todo
ideológica. No consiste en correr acá y acullá en una búsqueda loca de la
acción. La acción de Avinareta no es la acción de Zalacaín; es acción con un
objetivo bien definido, y este objetivo apenas
puede ser menos personal y egoísta: el fomentar el liberalismo en España” (5). Sin embargo, el Avinareta novelesco no rehúye la acción, es
valiente, se arriesga y, a mi manera de ver, más que propagandista del liberalismo
se muestra como un personaje de acción con ideas dentro de un colectivo que no
las tiene y, además, se manifiesta renuente a tenerlas. Sin embargo, pienso
también que Carlos Longhurst acertó plenamente al escribir: “Baroja se acercó a su héroe no con el criterio de un historiador
fríamente objetivo, sino con el criterio de un novelista, un novelista que
viene ya equipado con una visión subjetiva y con una ideología personal” (6). Opinión parecida, pero más
centrada, muestra José-Carlos Mainer al comentar sobre Avinareta: “Baroja lo convirtió, al modo de Shanti
Andía, en un nuevo héroe por delegación,
un testigo movido por la curiosidad y caracterizado por una suerte de impavidez fatalista que actúa más como nudo
de encuentro de historias y personajes
que como protagonista de las aventuras” (7).
Hemos dicho que Avinareta es
un héroe épico-trágico en el sentido clásico de la palabra. Le admiramos por su
valentía esforzada y su idealismo incluso en situaciones adversas y resulta un personaje trágico por las
consecuencias negativas que la acción le reserva. Un héroe que, para los otros,
resulta un simple pisaverde sin reconocimiento; saldrá encarcelado de sus aventuras.
Avinareta es un joven sacudido
por el acontecimiento como todos los españoles: ”Realmente, había una enorme ansiedad en toda España; en las ciudades,
en las aldeas, en los rincones apartados no se hablaba más que de la invasión
francesa” (p.35). Se equivoca al
elegir a Merino como jefe, pero asume la lucha.
En cualquier caso, el autor no tiene prisa por desmenuzarle; tiene
delante otras veinte novelas para redondearle y pulir sus mutaciones.
El primer adjetivo que
caracteriza al cura de Villoviado, Jerónimo Merino, es el de cerril, es decir, obstinado, obcecado,
grosero tosco y la RAE también atribuye el adjetivo al ganado “que no está domado”; después el narrador
añade: “Este clérigo de misa y olla no
sabía una palabra de latín, ni maldita la falta que le hacía, pero, en cambio,
con una escopeta y un perro era un prodigio”(p.49). La desmitificación de Merino comienza al describirse --con
aire burlesco-- la venganza que el cura se toma de los soldados franceses que
le habían ultrajado, motivo de lanzarse a la guerrilla. Después se bosqueja su
estampa: “Era feo; más que feo, poco simpático;
tenía los ojos vivos y brillantes de animal salvaje; la nariz, saliente y
porrada; la boca, de campesino, con las comisuras para abajo, una boca de
maestro de escuela o de dómine tiránico” (p.55/56). Las imágenes animalizadoras siempre se emplearán para
calificar a todos los personajes que practican la barbarie en la guerra.
El narrador comenta que el
campesino produce dos tipos de guerrillero, el generoso y comprensivo, “y el tipo sórdido, intransigente,
invariable: Merino”(p.81). No se oculta
que tiene cualidades, pero queda devastado con la descripción del retrato paródico
visto en una tienda de París: “En el
dibujo aparecía un clérigo narigudo con un sombrero de teja descomunal atado a
la cabeza con un pañuelo, dando la impresión de que el guerrillero tuviera mal
de muelas (…) montaba en un caballo flaco y huesudo; llevaba un sable enorme,
un trabuco naranjero, un cristo colgado al cuello y un paraguas abierto” (p.82).
La desmitificación concienzuda
de Merino --al que otros ven como héroe y sus jefes elevarán al rango de
brigadier-- no ofrece la menor de las dudas; sobre todo cuando Baroja emplea
una de sus técnicas descriptivas favoritas, describir por lo que no se es: “Merino, sin ser muy valiente, ni
inteligente, ni generoso, ni noble,
tenía grandes condiciones de guerrillero; lo que demuestra que la guerra es una
cosa de orden inferior, puramente animal”(p.83). Merino, para Baroja, encarna la tradición contra el
progresismo que hubiera construido una España diferente, y no tiene piedad al
decir: “Estas tiranías de curas son casi siempre así: crueles y femeninas. El
cura y la mujer tienen algo de común; por eso se entienden tan bien” (p.86).
El retrato colectivo de
los guerrilleros
La novela muy pronto se
puebla con nombres de guerrilleros –a quienes está dedicado el Libro 2º-- divididos en escuadrones y con
una caracterización común que emana de sus jefes; audaces y esforzados los de
Juan Bustos El Brigante; merinitas
rabiosos, fanáticos y ardientes los de El
Jabalí de Arauzo.
De los guerrilleros de a pie
hay siluetas como la del albéitar gascón y anti francés llamado Montgiscard, pero
la inmensa mayoría tiene escasa o nula personalización;
si la hay, descansa en el colectivo del que
provienen: las gentes de los pueblos y las aldeas ungidas de un sentimiento de
abyección hacia el invasor, también manifiesto en las mujeres que representan
la Fermina y la Riojana: “Estas amazonas
no gastaban sable, sino tercerola”(p.72).
No hay favor para los
guerrilleros de Merino, en especial los antiguos: “Feroces, fanáticos, habrían formado igualmente una partida de bandidos”
(…) “Estaban seguros de que si los
franceses llegaba a cogerlos les
tratarían, no como a soldados, sino como a salteadores. Su única idea era
pelear, robar y matar” (p.66),
opinión que se completa con otra veintidós páginas después: “Para un
hombre joven y lleno de entusiasmo se comprende el encanto de esta vida
salvaje del guerrillero, que es la misma que la del salteador de caminos” (p.88).
El Brigante --cuyo nombre
deriva del apelativo francés brigand,
malhechor-- se yergue como contrafigura
de Merino. Es arrojado, valiente, nunca
un hombre de encerronas como las que gustan al cura; va de frente: “El Brigante y yo creíamos que la cuestión
era matar, pero matar con nobleza, dando cuartel, respetando a los heridos.”
(p. 90), pero si su figura se proyecta como la del tigre, Baroja
va más lejos: “El Brigante parecía un energúmeno,
uno de esos monstruos exterminadores del Apocalipsis” (p.183)
Aunque suceden acciones de infantería, las que interesan
de verdad son las de la caballería, incluso de la enemiga - que tiene su propio
capítulo; el caballo es el corcel de la libertad y el de la huida, por eso al
guerrillero no le va la vida de soldado del Ejército –asociado casi siempre a
la infantería--y no deseaba incorporarse a la milicia regular: “Sentíamos
también los guerrilleros un poco de desprecio por las paradas y las
batallas de bandera y música. La disciplina estrecha, la burocracia militar, el
cuartel: todo esto nos parecía repugnante” (p.143).
Al enemigo también se le presenta como un personaje colectivo de
signo negativo, compartiendo algún duro calificativo con los guerrilleros. En
general “todos ellos trascendían a
cuartel que apestaban. A pesar de sus títulos, perfumes, bordados de oro y
penachos, se veía siempre en ellos al
soldado cerril” (p. 153). Del
conde de Dorsenne, al que le gustan los perfumes, se pergeña un retrato
feminoide: “un rostro perfecto, ojos
negros, nariz griega. Iba completamente afeitado, y llevaba el pelo lago con
bucles (…) El conde se cuidaba como una damisela. Vestía a la polaca, con todo
el oro posible; llevaba los dedos llenos de alhajas, y las muñecas de pulseras”
(p.151). Sin embargo es personaje que
practica la crueldad suma.
El espacio rural de la novela
cimenta el ambiente de los actores de la contienda. Se describen los pueblos
tal y como les deja la guerra, las cuevas y lugares donde se esconden los
guerrilleros y el paisaje que les rodea, los caminos, arroyos, peñas, las
planicies y los riscos de la sierra, la depresión que se convierte en un
barranco y este en un desfiladero. Estamos
a un palmo del Portillo de Hontoria del
Pinar.
La batalla
Llegamos a la página cien del
libro habiendo presenciado algunas escaramuzas, pero ninguna batalla. La que va
acontecer es una batalla épica con tintes homéricos, y descrita bajo la sombra de
un Stendhal al que Baroja admiraba y consideraba uno de los mejores de siempre en
el oficio. De Homero escribía Erich Auerbach
“no conoce ningún segundo plano. Lo que
él nos relata es siempre presente, y llena por completo la escena y la
conciencia” (8) y tal
pretendieron Stendhal y Baroja. Stendhal no estuvo en la batalla de Waterloo,
pero la inmortalizó en La cartuja de Parma. Había sido combatiente
y, debido a su arte, fantaseó una descripción que se convertiría en modelo para muchos escritores, por ejemplo, un
Tolstoy --que también admiraba al francés—al describir la batalla de Borodino en
Guerra y Paz.
La batalla de Hontoria del
Pinar se parece a la de Waterloo en que fue corta pero desastrosa para los
franceses, la peor de su historia. Al igual que Tolstoy, Baroja, sin copiar a
Stendhal, se influenció al reflejar el caos que una batalla origina, el fragor
y el horror de la guerra. Hablamos del humo, el barro, los estruendos, el
griterío, la sangre y la muerte, al combatiente que ve todo y no ve nada porque,
efectivamente, está inmerso en el caos,
y no percibe el triunfo o lamenta la derrota hasta después de haber perseguido con
saña o huido con pálpito del contrario.
La batalla que comienza en el
Portillo de Hontoria del Pinar es una
descripción ordenada de hombres y cosas,
quietos o en movimiento de ademanes y gestos, dentro de un espacio
perceptible, esculpido con imágenes impresionistas que surgen lentamente, como
si el narrador disfrutara al presentarlas para luego sumergirlas y con
frecuencia desintegrarlas en la acción
violenta y rápida del combate. La brevedad de tantísimos párrafos (pp.174/188) y el ritmo verbal que se
inyecta en la prosa otorgan al texto un parecer trepidante. La envoltura
impresionista es la gran novedad aportada por Baroja.
En esa batalla hay secuencias
narrativas espléndidas protagonizadas por los franceses, por ejemplo, cuando
cantan rodeando a su buen comandante: “De
pronto, el comandante Fichet, que se encontraba en el centro, a caballo, se
descubrió, tomó la bandera y, estrechándola sobre el pecho, comenzó a cantar la
Marsellesa. Todos los soldados franceses entonaron el himno a coro y como si
sus mismas voces les hubieran dado nueva fuerza, rehicieron sus filas, se
ensancharon y nos hicieron retroceder”(p.184).
El comportamiento de Fichet es tan heroico que Merino sabe que no le vencerá
mientras resista y decide una celada de muerte utilizando francotiradores. Fichet
muere mientras los guerrilleros destripan a los heridos. Avinareta, Lara y Tobalos
recogen el cuerpo de Fichet, le llevan a un bosquecillo del pinar, le ponen la
espada en el pecho y le entierran. Baroja no alaba al francés invasor, pero en
el personaje de Fichet rinde tributo a la Francia grandiosa de las ideas
liberales contra la tiranía, propósito encarnado en La Marsellesa… ¡Marchemos!… contra
el sangriento estandarte de la tiranía.
Pero la muerte ha hecho más
estropicios. Cayeron el corneta
Martinillo y Juan Brigante, de cuya muerte Fermina dice “le han matado los nuestros” (p.199). Son muertes que no deben extrañar al lector barojiano. Pío Caro Baroja se preguntó por qué mueren
Zalacaín, Juan Alcázar, Andrés Hurtado, Jaun de Alzate, el Roberto O’Neil de El laberinto de las sirenas, el Olarra de La nave de los locos, o el Thierry de Las noches del Buen Retiro, una constante barojiana que empezó en
1904 y duró hasta 1934, treinta años de coherencia y comenta: “sólo mueren los privilegiados, los que más
ama, los que ensalza; los que le hacen temblar la pluma tienen el privilegio de
morir dentro de la literatura”. (9)
El espectáculo de la muerte
después de la batalla parece una pintura negra de Goya: “Los perros hambrientos de los contornos se acercaban al olor de la
sangre. Era una gran fiesta para todos los animales necrófagos: cuervos,
cornejas, buitres, gusanos, perros hambrientos y demás comensales de la Muerte”
(p. 193).
Avinareta protagonista
Nos acercamos al momento en
que Avinareta se toma la guerra como cuestión personal y decide liberar al
Director que está retenido por los franceses en una posada. El Director es el
personaje amable que se las jugaba pasando informaciones e instrucciones secretas
a Merino para su acción guerrillera. Y Avinareta emprende el propósito con la
ayuda de su amigo Lara a quien el proyecto le “parece una cosa difícil de realizar” (p.232).
Se trata de unas pocas
páginas de auténtico suspense, ese elemento que tensiona la aventura suspendiendo
el ánimo del lector que asiste emocionado a la acción arriesgada del
protagonista, y que, en esta novela, concluye con la rápida detención de
Avinareta, aunque este, haciendo un signo y pronunciando una palabra masónica
entendida por el oficial masón ante el que ha sido conducido, queda en libertad.
Novela, pura novela.
El final
Pienso que la novela debió
terminar ahí, pero Baroja completó la novela con historias sin grandeza relacionadas con lo
anterior.
El Libro 6º abandona el mundo
rural para entrar en el ponzoñoso de la corte. Se habla de las cortesanas que
anidan con José Bonaparte, se habla mal del futuro rey Fernando y de los Borbones, del alienado abate Marchena y de
la enemistad entre las logias masónicas. Lara y Avinareta se alejan de Madrid,
conocen a El Empecinado, pero regresan
con un Merino que ya no actúa porque manda una tropa mayor de las que nunca tuvo y no sabe
maniobrarla. Visitan el paraíso rural de
Huerta donde Fermina cuida de la hija del corneta muerto de los
guerrilleros. También muere la niña y Avinareta cesa de escribir su manuscrito.
En el Libro 7º, Leguía recurre
a conversaciones con Ganisch para ampliar su relato. Ganisch descubre que Avinareta
“también estuvo viviendo con una mujer y
a punto de casarse con ella. Una tal Fermina” (p. 269). Avinareta padecía reuma y, pese a los cuidados de Fermina, se llevaban mal. Ganisch asegura: “Eugenio se habría casado; pero al ver el
genio que iba tomando la otra, se espantó” (p. 277). La Fermina volverá a la guerrilla protegida por un alemán
que morirá en duelo con Avinareta.
Estando en una taberna, Avinareta
asegura que Merino ordenó la muerte del Brigante. Será encerrado y condenado a
muerte por el cura. En la prisión reinicia el manuscrito que había abandonado,
ahora con aire novelesco y romántico, pero logra escabullirse de su cárcel e
inicia aventuras que, a mi juicio, añaden
poco a la novela. El Epílogo sirve
para abrir puerta a la continuidad de las Memorias
de un hombre de acción.
NOTAS.:
1.- Pío Baroja, El
escuadrón del Brigante, Espasa-Calpe, Madrid, 1937, p. 7. Las citas de este
texto pertenecen a esta edición e irán
en versalita. Las citas referentes a otros autores irán en negrita subrayada.
2.- Mariano Ezequiel Gowland, Las Memorias de un hombre de acción se Pío Baroja: Estructura narrativa
y simbolismos históricos, Editorial Pliegos, Madrid, 1996, p. 14.
3.: José-Carlos Mainer, Pío
Baroja, Fundación Juan March, Taurus, Madrid, 2012, p. 395.
4.: Sobre la pluralidad de narradores en las Memorias de un hombre de acción han
escrito páginas sustanciales Carlos Longhurst en Las novelas históricas de Pío Baroja que citamos a continuación. José-Carlos Mainer hace un resumen excelente de
los narradores en op.cit., pp. 220/226. También me parece importante el trabajo de Jesús M. Lasagabaster Pio Baroja y la novela histórica, concretamente el capítulo "El perspectivismo de las Memorias de un hombre de acción" que se puede consultar en gipuzkoakultura.net en estas mismas páginas de Google.
5.: Carlos Longhurst, Las
novelas históricas de Pío Baroja, Col. Punto Omega, Guadarrama, Madrid,
1974, pp.167/168.
6.: Carlos Longhurst, op. cit., p. 174.
7.: José-Carlos
Mainer, op. cit., p. 221.
8.: Erich Auerbach, Mimesis:
la realidad en la literatura, Fondo de Cultura Económica, México, 1950,
p.10.
9.: Pío Caro Baroja, Crónica barojiana, La soledad de Pío
Baroja, Ed. Caro Raggio, Madrid, 2000, p. 215.
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