LAS
MEMORIAS DE BENITO HORTELANO
DE LOS AÑOS 1820 A 1860 DEL
S. XIX ESPAÑOL
En
cierta ocasión visité el Museo del Ejército
cuando estaba ubicado en la proximidad de la Real Academia de la Lengua. Me interesó una peculiaridad de la sala dedicada al siglo
XIX: las vitrinas que exhibían guerreras de generales en su mayoría desconocidos
para mí. Seguro que hicieron gala de arrojo y valor reconocido en su vida
militar, puede que los hechos de algunos perdieran lustre en manos de
historiadores revisionistas y habría generales que, como decía Galdós, ganaban sus batallas en las antesalas
palatinas. Con tiempo, identifiqué a la mayoría en los libros de historia, en los Episodios de Galdós, las Memorias
de un hombre de acción de Pío Baroja y también en las Memorias que voy a comentar.
Benito
Hortelano escribió las suyas[i] para
relatar su vida y trabajos como impresor y editor, pero también dejó testimonió del acontecer español que le tocó vivir así como su relación con personajes notables de la escena pública en numerosas páginas. Me interesaron sus puntos de vista sobre el discurrir histórico entre 1833 y
1860 tan plagado de generales activos aunque, a veces, yo recelara del cuento y, en
otras, el relato me pareciera chusco si
no estuviese salpicado de traiciones y muertes. No obstante, respetaré el decir de Hortelano.
De
Chinchón a Madrid
Benito
nació en Chinchón el 3 de abril de 1819, hijo de familia labriega de buena
hacienda. Era el pequeñín de 13 hermanos y no tardó en formarse en las faenas
del campo.
Cierta
noche salió a celebrar las fiestas del pueblo sin autorización del padre.
Temiendo el castigo, escapó a Madrid para vivir con una hermana. Quiso trabajar
en el comercio sin conseguirlo porque estaba acaparado
por montañeses o vascos; estos empezaban de
horteras y terminaban de dueños (los vizcaínos monopolizaban el comercio de
géneros, ferretería y ultramarinos). Ante la imposibilidad de meter cabeza y
mediando un cuñado bonachón regresó a la casa del padre y a trabajar con él.
En
España los acontecimientos se presentaban alborotados. Moría Fernando VII en
septiembre de 1833 y concluía el régimen absolutista establecido desde la
invasión de la Santa Alianza en 1824. Se
nombró regente a María Cristina durante la menor edad de Isabel IIª y lo
primero que hizo fue llamar al partido liberal que desarmó a los 200.000
voluntarios realistas que defendían las
ideas tradicionales --como los fueros-- frente al centralismo. La
familia de Hortelano jamás fue realista. La gente de Chinchón, según él,
destacaba por su afición a las ideas modernas.
La
segunda aventura de Benito tampoco fue
patriótica. Al padre le habían requisado una cabalgadura y, junto a vecinos
afectados, debía unirse al ejército del general Rodil acampado en los
alrededores de Madrid. El motivo era que
D. Carlos Mª Isidro –-a quien tiempo
atrás su hermano Fernando VII había desterrado por oponerse al restablecimiento
de la Ley Sálica— decidió levantarse contra
la Regente juntando espadas con el infante D. Miguel de Portugal, quien tenía parecidas cuitas en su país. Benito
observó el gentío del ejército acampado, pero también la falta de control. Así
que llegada una noche clara, escapó con el
caballo del padre junto a los convecinos
llamados a servir de bagajeros, y nadie les echó en falta. Era julio de 1834 y las
faenas de la trilla se debían comenzar.
Benito
tenía 15 años cuando se aprobó el Estatuto
Real, un “paso intermedio entre el absolutismo y la libertad”, una
especie de transición decimonona que
los liberales aceptaron. Pero junto al conflicto carlista apareció el cólera
asiático o morbo que, según creencias de entonces, se transmitía de persona a
persona por contagio. Además, Chinchón, sufrió una tormenta parecida a lo que hoy llamamos tornado que “aterró a los labradores, los
que se apresuraron a encerrarse en el pueblo. A las cuatro de la tarde descargó con tal fuerza el huracán que la
precedió, que arrasaba cuanto se le oponía; las mieses de las eras, las tejas
de las casas, los árboles y paredes no muy sólidas; todo se lo llevó el viento,
descargando un fuerte aguacero acompañado de algunos insectos que de las nubes
se desprendían” (p. 31).
El
cólera se llevó al padre, a una hermana y algunos parientes. Aunque Benito quedó
mejorado por testamento y quería vivir con el hermano
mayor y “más desfavorecido de la fortuna”
(p.
33), el carácter insoportable
de su cuñada le decidió irse a Madrid y vivir con otra hermana.
Trabajaría
de aprendiz de sombrerero y a los 17 bregaría como sillero trabando amistad con
José Martínez Palomares, protagonista de una historia que resulta ejemplo de
las piruetas que la Ciencia suele dar en España.
Desmanes
a cuenta del Estatuto Real
El
texto elaborado por Francisco Martínez de la Rosa “ni halagaba a los liberales ni gustaba a los absolutistas, por lo que
todos los partidos estaban descontentos. Los realistas decían que era un paso
muy avanzado; los constitucionales que era un pastel, y por eso le llamaban al
autor Rosita la Pastelera.” (p,50). Al grito ¡Constitución! se sublevaron por aquí y por allá destacando la
revuelta liberal del teniente Cayetano Cordero.
El
capitán general de Madrid, D. José Canterac, conocido por su heroísmo en las
batallas del Perú, montó en cólera cuando conoció el acto del teniente. Asistido
por algunos ordenanzas, el general se dirigió a la Casa de Correos --por entonces en la Puerta del Sol-- pensando que su prestigio y estrellas liquidarían el motín. El teniente Cordero
le aguardaba con la guardia formada. Cuenta Hortelano que el general le afeó su
conducta y le tiró de la charretera vociferando que no merecía llevarla. Entonces
el teniente se dirigió a la guardia y gritó “¡Muchachos, fuego!” cayendo el general atravesado a balazos.
Existen versiones diferentes, por ejemplo, que Canterac fue asesinado por civiles
armados que estaban allí, pero en cualquier caso me quedo con estas líneas de
Hortelano sobre los sublevados: “Los soldados fueron destinados al ejército del
Norte, donde murieron casi todos como héroes. El teniente Cordero ha llegado
después a general” (pp.51/52).
De
cuitas de amor a la Sargentada
D.
Domingo Fontán, director del Observatorio Astronómico de Madrid, era un
cincuentón próximo a los sesenta años que estaba casado con una muchacha de
dieciocho. Los celos le abrumaban más que las llamaradas del sol. Para
evitarlos, propuso a una lavandera de su casa que fuese al Observatorio en
calidad de ama de llaves y llevase con ella a su hijo José --amigo de Benito-- para
que hiciese compañía a su joven esposa.
El
Sr. Fontán se encariñó con el muchacho; le enseñó a leer y escribir, después
matemáticas, física y astronomía y el manejo de los instrumentos del
Observatorio. No tardó el director en celar del criado y discípulo. Estando un
domingo sólo en el edificio se pegó un tiro. Dejó carta pidiendo que no se
culpara a nadie y al Gobierno que no sacara la plaza de director del
observatorio y la confiase al joven José Martínez Palomares, voluntad que se
respetó. El amigo de Benito hizo después estudios universitarios, ganó oposiciones
y se convirtió en catedrático y prócer de nuestra Ciencia.
Si
la muerte de Fernando VII había impulsado la libertad de imprenta de manera meteórica, las imprentas se multiplicaron aunque padecieron escasez de operarios al ser
oficio exigente y, por ello, bien pagado. Fue la ocasión que precisaba Benito.
En 1836 inició el aprendizaje de un arte que aún se puede admirar en los
impresos de la época y que Hortelano
ayudaría a florecer.
Las
páginas donde Benito recuerda sus amores no son las mejores, pero sí interesan las relativas
al encuentro de María Cristina con Fernando Muñoz. Se hicieron dimes y diretes del suceso y Hortelano asumió la versión romántica. La viuda de Fernando VII había pasado el
novenario de la muerte del rey y salió a distraerse al campo camino de Riofrío
acompañada del Duque de Alagón y una escolta. Llegados al puerto de Guadarrama,
el carruaje bajaba por una pendiente y aunque el hielo del camino estaba picado,
las mulas se precipitaron sin afirmar sus patas. Muñoz, uno de los escoltas, se
aproximó a la portezuela del coche, rompió los cristales con su mano, y sacó a
Cristina de un brazo colocándola sobre su caballo, mientras coche y mulas se
estrellaban. Del suceso salió una boda morganática y multitud de críos y parientes
que tuvieron premio de nobleza. Muñoz, dicho sea, no se inmiscuyó en la
política dedicándose a los negocios con
ojo de lince.
Mientras tanto el general Quesada quebrantaba cuanto podía la paciencia de los liberales
originando tal descontento que provocó una nueva conspiración liberal. A las
seis de la mañana del 15 de agosto de 1836, los sargentos Hidalgo y García subieron a la cámara de la reina Cristina que aún permanecía en el lecho –según Hortelano-- y la obligaron a reponer la Constitución
de 1812, sustituir a Quesada por el progresista general Seoane y a las autoridades
sospechosas de ser realistas por otras liberales.
El
general Quesada se trasladó a Chamartín,
a dos leguas de la corte, ”donde esperaba
las órdenes que reservadamente Cristina le había ofrecido mandar, contrarias a
las que, en apariencia y forzada, se había visto obligada a comunicar.” (p. 56). Sin embargo, el escondite fue
descubierto y el populacho dio cuenta del odiado general despedazándole y
arrastrando sus miembros por doquier.
Llegó
el año 1837 con Juan A. Mendizábal al frente de un gobierno que dispuso la venta de bienes monacales y suprimió
monasterios. Las Cortes elaboraron una Constitución nueva que pretendía conciliar
los intereses de todos los partidos por lo que resultó menos democrática que La Pepa.
Hortelano
pagó veinte duros y se libró de ingresar en el ejército, aunque se alistó
voluntario en la Milicia Nacional incorporándose como fusilero para después ligarse a una
compañía de zapadores. Esta decisión y la de hacerse impresor y editor de periódicos
y biografías le permitirían conocer de
primera mano los sucesos históricos más relevantes del siglo.
El
agente Casini y los manejos de María Cristina
La
casualidad hizo que Hortelano decidiese publicar en 1846 una serie de
biografías vinculadas con una relación secreta que pertenecía al general D. Isidro
Alaix que le sería devuelta una vez copiada
por Hortelano. Por la misma supo --diez años después de lo acaecido-- cuanto se
relacionaba con el príncipe Casini, agente secreto de Roma, personaje casi desconocido
pese a llevar tiempo en la corte, pero que se enteró de la osadía de los famosos
sargentos de La Granja por los mismos labios de María Cristina.
Según
los papeles de Alaix, a los pocos días de la sargentada, Casini partió de La
Granja hacia Roma con instrucciones de la Regente para el Papa; pretendía acogerse
a su protección, solicitaba su perdón y que levantara la excomunión que pesaba
sobre ella por el matrimonio secreto con Muñoz, “estando dispuesta a obedecerle en todo lo que la ordenase.” (p. 58)
La
respuesta del papado, consensuada con
las cortes de Viena, Berlín y San Petersburgo fue, en lo principal, que María
Cristina debía renunciar a la Regencia y D. Carlos a sus pretensiones abdicando
en su hijo Carlos Luis quien
matrimoniaría con Isabel IIª; además, se restablecerían los monasterios no
demolidos reintegrándose a la Iglesia el importe de los bienes monacales
vendidos, etc., etc. Cristina aceptó todo, con reservas respecto a la regencia,
aunque ofrecía entregar Madrid a las
tropas de D. Carlos como garantía.
Resulta
fácil imaginar las correrías que, a raíz de esto, los carlistas hicieron por todo
el territorio nacional “sorprendiendo
pueblos, saqueando ciudades desprevenidas y burlándose de las pequeñas fuerzas
que se le oponían, a mayor parte de
Milicia Nacional” (p. 59)
hasta llegar a pocas leguas de Madrid. Si alguien se oponía --caso de los generales
Narváez y Diego León derrotando al carlista Gómez—se les destituía por permitirse
actuar sin tener órdenes.
La
nación estaba sobresaltada y no se explicaba las causas de tanta algarada. Fue
precisamente el ministro de la Guerra Alaix --sin conocimiento de Cristina-- quien ordenó a
Espartero que ”acabase de una vez con
aquel escándalo, cosa que le fue bien fácil, y cayendo sobre Gómez lo
desbarató, quitándole todos los robos, escapándose él con unos cuantos, con los
que entró en las antiguas madrigueras.” (p. 60)
Ante
esto, Cristina se vio obligada a cambiar de gobierno y, contra sus deseos, dejarlo
en manos progresistas, pero al mismo tiempo decidió acelerar la entrada de D.
Carlos en Madrid “cumpliendo la garantía
que Cristina había prometido a las potencias que auxiliaban al Pretendiente”
(p.61). Así, el carlista Zariategui salió para
Castilla con su ejército tomando Segovia. Mientras, el gobierno progresista
llamaba a Espartero para defender Madrid, objetivo que no contrariaba los
planes de Cristina, pues de ese modo, aflojaba la
presión que Espartero ejercía sobre los carlistas en el norte. Aliviado, D. Carlos salió de su guarida, sometió Aragón y Cataluña y con Cabrera y otros generales se dirigió a Madrid.
Mientras
tanto, los agentes de Cristina iniciaban un nuevo amaño interpelando al ministro de
la Guerra del momento, Seoane, sobre la escasez de pagas
recibidas por el ejército; el propósito era sembrar la división entre
los militares llegando algunos a pedir satisfacción al propio ministro, el
impetuoso Seoane, quien aceptó batirse “con escándalo de la sociedad, pues el ministro pisoteó la ley que
estaba llamado a guardar, y los jefes
cometieron un acto de insubordinación militar” (p.62).
Cristina
aprovechó la escisión militar para nombrar ministro entre los suyos dedicándose
a halagar a Espartero para asociarle al
golpe de estado que preparaba. Espartero salió para Segovia a fin de expulsar a
Zariategui de la ciudad persiguiendo a
los carlistas por Aragón. La regente mientras tanto, creyéndose todopoderosa y
haciendo lo que le gustaba, que era mandar, “se
propuso engañar a D. Carlos, al Papa y a las Cortes que habían convenido el
plan de casamiento de los Príncipes” (p. 63).
Sin embargo, D. Carlos se cansaba de aguardar órdenes de Cristina y se aproximaba a Madrid con un ejército de unos cuarenta mil
hombres. El 14 de octubre de 1837 levantó su cuartel general en Arganda, a
cuatro leguas de una Capital cuya toma hubiera
sido sencilla de haberse permitido a Cabrera el ataque que proponía. D. Carlos prefirió
mandar emisarios a la Regente quien devolvió otros avisando que el plan de insurrección
que debía estallar proclamando a D. Carlos no estaba ultimado. Al mismo tiempo Cristina
enviaba correos a los generales Espartero y Oráa para que cayesen sobre el
Pretendiente, como así se hizo, debiendo regresar D. Carlos a su refugio vascongado.
El
arriero de Bargota
En
el año de 1848, Hortelano conoció en Madrid a D. Martín Echaure, más conocido
como el arriero de Bargota “con motivo de haberle publicado sus memorias
para presentarlas a las Cortes reclamando el cumplimiento de lo prometido por
los generales Espartero y Maroto en recompensa de sus servicios y remuneración
de la fortuna que por prestarlos había perdido en su ejercicio el arriero. La
suma ofrecida fueron ocho millones de reales y un título de Castilla” (p.65).
Se
trataba de un hombre rústico, honrado, bienquisto por ambos bandos a los que
avituallaba regularmente. Cierto día recibió carta del jefe político de Logroño
rogando que le viera con motivo de una herencia. Una vez en la ciudad, le dijo que
el asunto de la herencia era un pretexto
para llevarle a presencia de Espartero quien le hizo el siguiente encargo: “es
necesario que usted vaya al cuartel general de Maroto, y, con la franqueza
propia de usted y con el estilo rústico con que usted le habla (…) le diga, de
mi parte, que estoy cansado de la guerra civil; que si él, como lo creo, tiene
los mismos sentimientos, podemos entendernos”(pp.
66/67). Echaure acometió la
misión y aunque también se habla de la posible medición del almirante inglés
lord John Hay, ésta no desmerece la del arriero. El 31 de agosto de 1839 tuvo
lugar el abrazo de Vergara entre Espartero y Maroto y, años más tarde, Echaure recibió de las Cortes la
insignificancia de veinte mil duros que ni compensaban sus desvelos ni la
decisión de trasladarse a vivir en Madrid porque temía ser asesinado por los
carlistas.
La
malhadada Ley de Ayuntamientos
D.
Evaristo Pérez Castro presentó un proyecto de Ley de Ayuntamientos que conmocionó
al país. Pretendía recortar los bienes comunales y que el gobierno nombrase los
alcaldes entre los concejales electos, levantando chispas en todas las
ciudades, porque ningún rey ni gobernante se había atrevido a tanto con anterioridad. Se intentó que la Reina Gobernadora no sancionase la ley, pero la Gaceta de Madrid la publicó el 1 de
septiembre de 1840.
La
municipalidad de Madrid se reunió en sesión extraordinaria asistida por
numeroso público y, según Hortelano, ”acordó
firmar una protesta dirigida al trono, con las sacramentales frases que han hecho temblar a los Monarcas de
España. “Se obedece, pero no se cumple”
(p.70). Cuando el jefe político apareció para hacerla
cumplir se le arrestó y se posicionó a la Milicia Nacional por la ciudad ante
la previsible acción de las guarniciones. Hortelano formaba en el batallón de
cazadores que se había apoderado de las gradas de San Felipe el Real. La ciudad
entera parecía un frente de resistencia. El capitán general Aldama vio su
caballo derribado nada más entrar en la Plaza de la Villa y tardó poco en
comprender que poco podía hacerse contra un pueblo levantado en armas.
Madrid
envió emisarios a otros ayuntamientos y el pueblo barcelonés rodeó la casa de Espartero demandando su mediación. El general fue a ver a Cristina para abrirle
los ojos sobre el estado de la nación, los malos consejeros que había tenido, pedirle
el nombramiento de un ministro popular que disolviera las Cortes para que entrasen nuevos representantes y, por último, que derogara la ley conflictiva hasta nuevo examen. Cristina decidió
trasladarse a Valencia y, ante la falta de apoyos, abandonar la Regencia e irse
a Italia. Se nombró una Regencia provisional de tres individuos, siendo su
presidente Espartero. Hortelano, ufano de los servicios prestados, escribió: “En estas jornadas cumplí con mi deber como
buen patriota, encontrándome en todos los puntos de peligro donde fui
destinado, por cuyo servicio se me concedió la cruz titulada “1.º septiembre
1840” (p. 72).
La
caída de Espartero
Espartero
vivió su gran momento tras la actuación frente al carlismo, después, su
popularidad fue decayendo por las maquinaciones de Cristina para hurtarle el
poder y por la división de los liberales en trinitarios
–la regencia debía mantenerse con tres responsables- y unitarios – el poder para una sola persona. También se le censuraba
porque “había elevado con mano pródiga a
una porción de jóvenes que le habían servido de ayudantes durante la guerra”(p.73) y a los ayacuchos, compañeros de armas que habían luchado como él en las
guerras de independencia suramericanas.
El
2 de octubre de 1841 O´Donnell se insurreccionó en Pamplona. Avisado Espartero
del golpe por sargentos de la guarda real, estos recibieron órdenes de ir arrestando
a jefes y oficiales a medida que entraban en el cuartel regio para reunirse con
otros conspiradores. Los insurrectos pretendían devolver la regencia a Cristina;
al frente estaban generales de la talla de Diego de León y De la Concha que fueron
arrestados. Espartero mandó fusilar al primero porque el pueblo estaba harto de
que los insurrectos se fueran de rositas con unos días de arresto. Hortelano asegura
que Espartero intentó lo posible por evitar la ejecución, desmintiendo el
fusilamiento de otros militares significados. De la Concha, según Hortelano, se
refugió en la misma casa de Espartero.
Los
instigadores de Cristina corrieron por Barcelona que Espartero apoyaba los
textiles ingleses por encima de los catalanes y la ciudad se sublevó al punto
de que el mismo Regente ordenó bombardearla (“A Barcelona hay que bombardearla al menos una vez cada 50 años”
dicen que dijo). Meses después, ya en 1843, el oro de Cristina corría de mano
en mano: “Así se vio con escándalo
amalgamados para derribar la Regencia a carlistas y republicanos, retrógrados y
progresistas, formando una Liga, que se llamó coalición, a la que legalmente era imposible deshacer” (p.79). La prensa y las Cortes también se
izaron contra Espartero. Sevilla se declaró en rebeldía, Valencia se puso al
lado del general Narváez respaldando a Cristina. Sólo Madrid, Zaragoza y Cádiz
resistieron.
Espartero
salió para Valencia, pero se detuvo en Albacete ignorándose el motivo. En opinión de Hortelano, esa estancia permitió al general Azpiroz acercarse a la Corte
mientras Narváez se aproximaba a Torrejón de Ardoz con siete mil hombres para
afrontar, ante el general Seoane, una de las batallas más singulares que se han
dado: duró unos quince minutos originando dos muertos y veinte heridos. Hortelano
lo cuenta así: “al romper el fuego la
línea de Seoane, los de Narváez, arma al brazo, con lazos blancos en el brazo izquierdo, se
mezclaron entre las filas contrarias, y en vez de ofender se abrazaban jefes y
soldados al grito de “¡Viva la Reina., Viva la Constitución!”. Los soldados de
Seoane creían que se les habían pasado los de Narváez, y los de éste estaban
bien seguros que los pasados, sin saberlo, eran los de Seoane” (pp.
81/82).
Capituló
Seoane y Madrid comprendió la inutilidad de resistirse. La Milicia se dejó
desarmar. Mientras, Espartero se dirigía a Sevilla ciudad que se le resistió. Viendo
que parte de su ejército se le insurreccionaba al aproximarse el general Manuel
de la Concha cambió de camino dirigiéndose hacia Cádiz y, al conocer el desastre de Torrejón de
Ardoz, embarcó con sus fieles en un buque británico fondeado en el Puerto de
Santa María y se dirigió al exilio en Inglaterra.
Un
Hortelano fiel, dolorido por la derrota de su ídolo se expresa así: “De esta manera concluyó la Regencia de D.
Baldomero Espartero, Duque de la Victoria y de Morella, el ídolo del pueblo
español, el hombre honrado, el guerrero insigne, el pacificador de España, el
que había salvado el trono constitucional de Isabel II y el magistrado que no se
separó de la letra y espíritu de la ley en lo más mínimo, pudiendo haber
conjurado la tormenta con sólo haber cerrado el libro de la Constitución por
quince días; pero prefirió su caída a faltar a su juramento” (p.84).
Pasando cuentas a los enemigos de Espartero
Hortelano
pasó cuentas a quienes contribuyeron a la caída de Espartero. De Luis González
Bravo --muy amigo suyo cuando el periodista era redactor de El Guirigay-- recuerda que desde este
periódico llamó a Cristina “ilustre prostituta”, pero “tuvo la sinvergüenza de salir a esperar a Cristina el año 44 cuando
volvió de la emigración después de la caída de Espartero, y fue el ministro que
desarmó aquella Milicia Nacional por la cual se había encumbrado y el que
abolió la libertad de imprenta y el que más la persiguió” (p. 73).
Hortelano
había conocido a Nocedal como un demócrata rabioso, beligerante con la tiranía,
pero tiempo después le definiría así: “ha
sido en 1857 el ministro más déspota, retrógrado, realista y frailuno que ha
tenido la nación” (p.73).
Y
se excedió con los catalanes al decir: “tienen
la pretensión de ser los más demócratas de España; sin embargo, es el pueblo
que menos ha hecho por la libertad, pues cuando ésta se les ha dado por los
esfuerzos de las demás provincias, han abusado de ella, y so pretexto de
tiranía, en medio de la libertad más amplia, han sido el origen para que se
afirme y triunfe el despotismo” (p.79). Más adelante se refirió a “Barcelona, que siempre está dispuesta a
insurrecciones contra la libertad”(p.80). Habló de los soldados del liberal Prim
--descrito reiteradamente como hombre muy atento a los negocios—que secundaron a
Narváez en la toma de Madrid de esta forma: “y las tribus, que otro nombre no merece, que capitaneaba Prim,
compuestas de voluntarios catalanes y gente perdida, sacada de los presidios y
de lo más soez que tiene Cataluña” (p.82) y de su general: “Prim, el demócrata, el paladín de la democracia catalana, con otros
patriotas catalanes también, como el entonces ministro de Hacienda Domenech,
fueron los apóstatas que vendieron al
partido liberal” (p.86).
Narváez
Después de conceptuar a
Narváez como dictador absoluto le valoró de manera sorprendente: “Él dominó amigos y enemigos, se impuso a las
Cortes y al trono y gobernó y fue árbitro de la nación cinco años seguidos, con
pocos intervalos; poder raro en España, donde tan difícil es posesionarse del
Poder por muchos meses, por más talento, audacia e intrepidez que tengan los
ambiciosos” (p.83). Hortelano se admiraba de que
nadie se hubiera mantenido en el poder como Narváez, bien que emitió su juicio
sin tenerle la menor de las simpatías, sobre todo, porque el general jamás
cumplía lo que prometía.
Hortelano confesó que su
etapa de conspirador se inició justamente cuando Narváez desarmó la Milicia “empezando desde entonces las innumerables
conjuraciones en que tomé parte para vengar la afrenta que Narváez nos había
inferido y recuperar la libertad que por aquella revolución perdió España”
(Ibíd.)
El panorama de la España de Narváez según Hortelano era el siguiente: el gobierno progresista de D. Salustiano Olózaga se contrarrestaba con el hecho de que Narváez se reservara el poder militar y los reaccionarios dominaran las Cortes. Se cambiaron los capitanes generales por adictos a Cristina. Los jefes y oficiales que inspiraban desconfianza eran separados o trasladados de regimiento. Los soldados viejos, licenciados. Y se creó una policía secreta numerosa encargada de deportar o encarcelar a los hombres influyentes del partido progresista.
Reconoce Hortelano que Barcelona fue la primera en advertir que se marchaba de manera distinta a lo prometido tras la caída de Espartero. Barcelona, apoyándose en un manifiesto del general Serrano, se sublevó inútilmente durante cuatro meses hasta rendirse al general Prim, suceso que desaconsejó nuevos levantamientos que podían haberse producido.
Hortelano impresor
Al alejarse de la política, Hortelano encauza sus preocupaciones hacia la vida familiar y profesional. El negocio de la impresión parecía sin límites, pero como había intrusismos, etc., se creó la Sociedad Tipográfica con más de dos mil miembros comprometidos a no trabajar por menos de veinticuatro reales diarios. Hortelano se avino con dos catalanes –Domingo Vila y Juan Manini- recién llegados a Madrid como promotores de un publicación nueva, Panorama español, que acogía los hechos de armas de la guerra civil ilustrándolos con grabados de madera y acero; la literatura y las artes recibieron un impulso grande con la publicación. En la redacción Hortelano trabó amistad con personajes como Villegas, Ribot, D. Pedro Mata y músicos como Espín o Iradier.
Después, pasó a trabajar
en la imprenta de Tomás Aguado –especializada en temas religiosos—donde trabó
amistad con Jaime Balmes, ya conocido por la publicación de El criterio. Balmes lanzaría El Pensamiento de la Nación, periódico
que recogía sus escritos políticos y publicación del que se encargaría
Hortelano hasta que regresó a la imprenta de Manini, quien se había
rehabilitado “asociándose a él el general
Prim, que por aquella época había ganado una fortuna en especulaciones
bursátiles, como se enriquecieron todos los buenos campeones de la situación”
(p.
95) , sociedad que duró poco: Prim había realizado algunas
especulaciones que le comprometieron viéndose obligado a traspasar la imprenta.
Aprendiendo de
Vila y Manini a lanzar publicaciones sin capital, Hortelano les imitó y, asociado
a unos oportunistas, publicó la Biografía
de Espartero escrita por Carlos Massa Sanguniti que obtuvo un éxito enorme debido a la popularidad que el
general gozaba entre el pueblo. No tuvo la misma suerte con el Tratado de química aplicada a las artes
del químico Dumas, aprendiendo para ediciones posteriores. En determinado
momento dice: “Corría el año 46 y mi
establecimiento volaba en crédito y mi casa era el centro de las ideas
liberales y de las publicaciones literarias y políticas” (p. 103) .
El partido moderado se
había dividido en puritanos y conservadores proponiéndose los primeros derrocar
a Narváez utilizando como ariete el periódico El Universal. Narváez quiso
contraatacar acudiendo a Hortelano mediante Gertrudis Gómez de Avellaneda,
comentando el impresor “que a la
sazón era la favorita del general Narváez y la que, cual otra madame de
Maintenon, disponía a su antojo de las cosas y de los hombres de alta política”
(p.
106). Narváez no tenía inclinaciones amorosas hacia la poetisa cubana sino la
intencionalidad política de dar relevancia a mujeres cultas y literatas del
tiempo para favorecer la idea de las posibilidades públicas femeninas y, con
ello, la entronización de Isabel IIª.
El periódico que debía
superar a El Universal no apareció porque
los puritanos lograron sus propósitos y echaron a Narváez del poder, si bien,
la publicación de ciertos folletos que tenían en el punto de mira a personajes
principales de la Corte propició una fuerte multa a Hortelano y no sería el
único tropiezo económico. No se desanimó
y entre sus proyectos estaba el de abrir caminos a la literatura: “Me acompañaba el orgullo de que la historia
de mi país me dedicase una página como el iniciador y fundador de la novela
española moderna” (p.121). Los mejores prosistas
estaban aún por llegar, pero de todos modos
nadie puede arrebatar a Hortelano el prurito de ser el creador del
concepto “La novela nacional”.
Hortelano se arruinó en 1848 encontrándose mal de la vista, pero protagonizará un suceso importante. Ese mismo año Espartero había regresado a España. Hortelano le visitó y, según cuenta, el general le reconoció en público por haberle conservado en la memoria del pueblo. Espartero visitó a Isabel IIª, pues la reina no podía olvidar al soldado que le guardó el trono, pero el recibimiento molestó a las huestes moderadas y en particular a Narváez temiendo que la reina entregara el poder al Duque.
Espartero iba a presenciar una ópera invitado por la prima donna Varo Borio. Hortelano estaba en un café esperando el comienzo de la función cuando notó la concurrencia de caras sospechosas y de oficiales de paisano cuando estaba prohibido. Entonces un policía secreta progresista le pidió que avisara a Espartero de que no acudiera al teatro porque le iban a asesinar, revelación que Hortelano hizo llegar al general mediante un ayudante, así como a cuantos amigos encontró aireando que era necesario defender la casa de Espartero. Al día siguiente Espartero salió para Logroño donde permaneció retirado de la política hasta 1854.
Sobre las nocturnidades
de Isabel IIª y la masonería
Admite Hortelano su curiosidad
por la personalidad de Isabel IIª. Los comentarios de su prima Pepita, antigua camarera de la reina, modificaron la opinión que tenía de la reina a favorable. Si algo le llamaba
la atención fue el horario que tenía Isabel. Se levantaba y desayunaba a las
tres de la tarde. A las cuatro paseaba por el Prado hasta el anochecer. Comenzaba entonces sus clases de piano
seguidas por las de arpa. Hacia las diez estudiaba alemán –se dice que conocía otras lenguas
importantes de Europa además del latín-- y a las once cenaba. Seguidamente
estudiaba literatura con Ventura de la Vega. A medianoche se reunía con los
ministros en Consejo durante una hora aunque en ocasiones importantes podía
demorarse hasta bien entrada la madrugada. Luego firmaba los documentos que lo
requerían. Después celebraba la reunión
de confianza con sus maestros e invitados ad hoc, dando lugar a cantos,
lectura de poesías… Sobre las tres de la mañana se servía una comida. A
continuación Isabel solía leer los periódicos priorizando los de la oposición y
riéndose de los gubernamentales por los halagos y deformaciones de la realidad
que hacían. Sobre las siete de la mañana se iba a dormir (pp.137/140).
¿Debemos creer que realmente era así? Nuestro memorialista comenta que la caída
de Narváez liberó a la reina porque el ministerio de Salamanca-Pacheco dejó de
imponerle trabas ganándose entonces las simpatías del pueblo.
Hortelano también habla
de la masonería. Asegura que se instaló en España en 1820: “El Rey Fernando, como todos los personajes
de aquella época, se hicieron masones, siendo Fernando el más caluroso defensor
de esta institución. Al entrar los 100.000 franceses en España para derrocar la
Constitución contaba la sociedad con 600.000 masones perfectamente
organizados y de acuerdo en todas las
provincias” (p.145). El poder político de
la masonería era nulo. Cuando los masones conspiraron contra los invasores de la
Santa Alianza, desconocían que detrás de la ocupación estaba el propio monarca.
Hortelano también perteneció a una
logia.
En su vaivén de
recuerdos, menciona la revolución de 1848 que se saldó con la victoria completa
de Narváez, mostrando gozo por una ley sobre las contribuciones, conocida como El sistema tributario de D. Alejandro
Mon, porque “el derrame de los impuestos es muy conforme a la riqueza
y perfectamente distribuida, según los capitales, mientras que por el sistema
antiguo recala toda la carga sobre la agricultura y ganadería” (p. 161).
La citada ley no fue motivo de insurrección, pero originó la ejecución de un
oficial de sastre probablemente inocente.
Tal era la afición de los españoles --en especial de los madrileños-- a los alborotos, conspiraciones e insurrecciones que Hortelano asegura que Narváez fue el único capaz de escapar de la venganza popular, salvándose de los atentados y conservando la vida al explotar la revolución de 1854 gracias a que se encontraba fuera de España. Hortelano pensaba que estaba favorecido por la Providencia.
A Francia y la Argentina
después
El 19 de julio de 1849
Hortelano sale para Francia a causa de las deudas que pesaban sobre su
imprenta. Viaja primero en diligencia y
de Tours a París en “camino de hierro”.
Tiene alegrías como la de encontrar a su amigo José Martínez Palomares que estaba
en Francia de vacaciones universitarias, y también tristezas al comprobar la
carestía de la vida que relata con lujo de detalles y bastante ingenio: “sólo diré, en conclusión, que hasta el aire
que se respira hay que pagarlo” (p. 181).
No encontrando solución
a sus problemas decide ir a la Argentina donde desembarca el 7 de enero de
1850. El bandazo que pegaría fue enorme; del liberalismo que le había inspirado
el general Espartero a acomodarse con la tiranía del general argentino Rosas. Lo
sorprendente es que el progresista Hortelano justificó a Rosas porque había
sido elegido por el voto popular y porque “Rosas,
a pesar de su poder dictatorial, cada
vez que terminaba el periodo gubernamental depositaba el mando en el Poder
legislativo, como está mandado por las leyes” (p. 200).
Innegablemente, a Hortelano le iba bien con Rosas hasta que tuvo que afrontar
multitud de problemas por acometer negocios
con personas de poco fiar, aunque también se asoció con notables como
Bartolomé Mitre, luego presidente argentino.
Las Memorias de Hortelano se hunden después en el relato de sus peripecias financieras y dejan de tener interés histórico. Se escribieron en 1860 y Espasa Calpe las publicó en 1936. Se alude a ellas raramente, pero al margen de ser cuestionables, resultan una fuente curiosa de gran interés.
Sin proponérselo, Hortelano me aclaró la propiedad de algunas de las guerreras exhibidas en aquella sala del s. XIX del Museo del Ejército, pero también me robusteció la visión que muchos tenemos del cuadro de Goya que muestra la disputa a palos de dos personajes que se atizan desde el barro, retrato atinado y permanente del común de los españoles en cuanto a política se refiere.
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[i] Benito Hortelano, Memorias de Benito Hortelano, Espasa –
Calpe S.A., Madrid, 1936, 294 páginas. Mis citas pertenecen a este libro.
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