“México
y los mexicanos”
Según
José Zorrilla
Madrid, París, Londres…
A los diecinueve años
José Zorrilla (1817/1893) se evade a Madrid. El padre, nada liberal por cierto,
le había ordenado ir a Lerma a cavar viñas por no haber cumplido sus
obligaciones de estudiante. El plan no apetecía nada al joven vallisoletano,
sin embargo, bien dispuesto hacia las mujeres y el ejercicio de la literatura.
Llega a Madrid y vive como
puede mientras hace amistades literarias que se multiplicarán cuando Larra muere
un año después (1837) y, en su entierro, Zorrilla lee un poema laudatorio que le
proporciona celebridad, la amistad de Espronceda y de otros escritores
destacados, además del empleo de Larra
en el periódico El español.
En 1838 se casa con
Florentina O´Reilly sin el consentimiento paterno. Se trata de una viuda
irlandesa arruinada y bastante mayor con un hijo que chocará con Zorrilla bastantes
veces. El matrimonio está llamado al fracaso mientras el dramaturgo galantea
con
otras mujeres y se consuela con el éxito literario. Entre 1839 y 1845 su fama explosiona
con la publicación de obras como Cantos del trovador y veintitantos
dramas entre los que destacan El zapatero
y el rey, El puñal del godo, Don Juan Tenorio y Traidor,
inconfeso y mártir.
En 1845 abandona a la
irlandesa y se dirige a París donde se relaciona con autores de la talla de Víctor
Hugo, Alejandro Dumas y George Sand. Un año después regresa a Madrid a causa de la muerte de su madre. En 1849 es
elegido miembro de la Real Academia.
Pasan dos años y Zorrilla
regresa a París huyendo de su mujer nuevamente. Conoce al veracruzano
Bartolomé Muriel, “hombre de mundo, caballeroso y de aristocráticas
costumbres” –Zorrilla así le define-- además de rico y culto que le tratará
con devoción, alojándole en su propia casa
y socorriéndole. Zorrilla le dedica su famoso Granada.
Poema oriental. Cuanto ha escrito y escribe
se traduce en éxito, pero el dinero siempre le esquiva.
Harto de ser pobre y posiblemente orientado por Muriel, decide
trasladarse a México para hacer fortuna o encontrar una muerte que finalice su
desventura. Al despedirle, Muriel le
proporciona una carta de presentación para el poeta veracruzano José María
Esteva. Zorrilla deja amores y una mujer
que, con
un “hijo
del pecado” en brazos, le despide a pie del tren que le conducirá al puerto
de embarque.
Sale para Londres donde
será acogido y socorrido por José Rodríguez Losada, célebre
relojero maragato autor del famoso reloj de la Puerta del Sol que
engalana Madrid. En 1854 Zorrilla embarca en el vapor Paraná y zarpa desde
Southampton hacia las Américas. El viaje no deja de producir incidentes
curiosos y aporta el conocimiento de
amigos como Baralt y de personajes
singulares como el presidente dominicano don Buenaventura Báez, primer mulato
en lograr la presidencia de su país.
La llegada a México
Zorrilla llega a Veracruz
a finales de enero de 1855 y la estancia durará hasta 1866. Llega cuando don Antonio López de Santa Anna presidía México y
regresa cuando Maximiliano todavía era emperador. Con los liberales no terminó
de avenirse, con el emperador disfrutó de uno de los breves periodos de
tranquilidad económica en su vida.
Cuando José María
Esteva lee la carta de Muriel no duda en comentar a Zorrilla que corren por el
país unas quintillas atribuidas a él que hacen befa de los mexicanos produciendo
querellas entre escritores del país y
algunos españoles. Zorrilla defiende su inocencia, --sabía que las quintillas eran de su gran
amigo Antonio García Gutiérrez--, pero tendrá que justificarse ante el propio
Presidente Santa Anna. No tardará en recibir homenajes, siendo festejado por
todos. Tan agradecido está que escribe: ”Confío
en Dios que México, esta madre adoptiva, no se avergüence jamás de haberme
tenido como hijo”.
La felicidad no durará debido a desencuentros y rencillas, pero en
mayo de 1864 llegan Maximiliano y Carlota a México y Zorrilla alcanza un
bienestar momentáneo al convertirse en cortesano de los emperadores, ser
nombrado director del teatro de palacio, alcanzando el rango de Lector. Su
actitud pro-imperial le granjea la enemistad de los mejores escritores mexicanos
quienes reniegan de la confraternidad que le brindaron años antes.
Al recibir noticias de
la muerte de su mujer, Zorrilla decide regresar a España, si bien y como dice Henestrosa, “no sin antes vencer la resistencia que Maximiliano opuso a su
determinación” prometiendo un retorno que jamás se realizaría. El 13 de junio de 1865 se embarca en Veracruz.
México y los mexicanos
Apenas llegado a
México, Zorrilla comienza a escribir La flor de los recuerdos (1857),
publicación que recoge las experiencias del viaje a América en su primera parte,
y el ensayo México y los mexicanos (1)
en la segunda
en forma de una epístola larga dirigida
a don Ángel Saavedra, Duque de Rivas, páginas que Andrés Henestrosa define así:
“Abunda su trabajo en observaciones
generales sobre nuestras costumbres, nuestras fiestas, nuestra peculiar manera
de ser, a veces muy penetrantes, a ratos tenidas de una entrañable simpatía
humana. Excepto cuando alude al “monomaniaco odio de los mexicanos a los españoles”, todo
ese capítulo de La flor de los recuerdos es un encendido canto a México.” (p. XXI)
De inicio José Zorrilla
describe el valle que rodea la ciudad de México, destacando “la diafanidad del aire” y precisando: “el valle de México es la estancia más grata
para detenerse a reposar en la mitad del viaje fatigoso de la vida, y el
panorama más risueño y más espléndidamente iluminado que existe en el universo.”
(p.
28)
También emparenta la capital mexicana con las ciudades alegres
de Andalucía y declara que es “la más
alegra y bulliciosa del mundo”. (p.
29)
Describe a los
mexicanos como ostentosos, corteses y francos, espléndidos en sus convites y destaca
su pronunciación, resaltando la de las
señoras por su “sonoridad dulce y poco aguda”. Sobre ellas apunta que, aunque sigan
la moda francesa, “aún conservan la mantilla
y se sirven del abanico como las españolas”. (p. 30) De
los hombres también ofrece una estampa de clase, resaltando su gusto por las
botonaduras y herretes de plata y oro, y sus trajes “calculados para montar. Y en verdad que son gallardos y consumados
jinetes”. (p. 31)
Lo verdaderamente
popular aparece al hablar de la música destacando el jarabe que los mexicanos bailan con languidez y abandono en
medio de pasos y armonías complicadas convirtiéndole en el aire nacional más
popular de los conocidos, aunque las gentes de la buena sociedad no tengan el
gusto de bailarlo.
Su impresión positiva
de las gentes no le evita comentar el abandono que sufre la educación del
pueblo a
causa de los vaivenes políticos aunque existan
hombres valiosos por su ciencia y
conocimientos. Su crítica se centra en quienes Quevedo denominó “locos
repúblicos y de gobierno” en El gran tacaño, culpables
del incendio político del país –una industria y agricultura paralizadas, un comercio
entorpecido,
la ciencia abandonada—que conduce a la nación a vivir una situación dramática: “Y la nación entera quiere vivir del erario;
más como no hay gobierno que pueda emplear a toda su población, los que no son
por él empleados se vuelven sus enemigos: y no dándoles espera la
necesidad, van muy pronto a buscar
remedio a ella en el campo de la revolución.” (p. 37)
Observa que las
contiendas civiles mexicanas son continuas, sucediéndose unas a otras como
consecuencia de un estado de agitación persistente que es “el estado normal de la nación” aunque “no dejan una página negra en los anales de la historia”. (p.
39) No
obstante, puntualiza que las conspiraciones y los pronunciamientos se cuecen al son de los rumores que propician
lo que llama un “nublado de mentiras”. Para Zorrilla “los mexicanos tienen más talento, más
fraternidad, más civilización y mejor carácter que los que les atribuimos los extranjeros, y que los que les dan al
parecer las relaciones de su historia escrita y de su historia tradicional de
sus últimos veinte años.” (p. 40)
La literatura mexicana
Zorrilla opinaba que la
literatura mexicana anterior a la Independencia era un mero reflejo de la
española, por eso decidió escribir sobre
los literatos surgidos después,
especialmente los poetas, ya que la novela y el teatro mexicano apenas tenían
relieve.
Era un tiempo de poetas
que no podían vivir de la poesía; necesitaban ejercer otra profesión como le
ocurría a los primeros bardos evocados por Zorrilla: Fray Manuel de Navarrete y Francisco Manuel Sánchez de Tagle. El
primero seguía
la línea neoclásica de nuestro Meléndez Valdés, pero se dedicaba en cuerpo y
alma al periodismo, mientras el segundo, hombre de gran preparación académica, fue un
político independentista que ocupó altos cargos y su poesía fue realmente circunstancial.
Nuestro poeta los define así: “Navarrete
fue lo que pudo ser; Tagle, por el contrario, como poeta, fue lo que quiso, y
no fue más porque no aspiró a más.” (p. 48)
Zorrilla no hallaba suficiente caudal poético que examinar en
ambos escritores.
El iliterato Fernando VII había prolongado la vida de la Inquisición,
pero la
Independencia no acarreó “la emancipación del talento” en la
nueva república ni tampoco leyes
adecuadas para proteger las publicaciones, etc. El motivo fue que los gobiernos
mexicanos “dejaron la censura literaria
en manos de los teólogos: los cuales, no ocupándose en general de los estudios
profanos, podían muy bien juzgar de la moral de un drama o de un poema según
las opiniones de los SS.PP., o las decisiones de los concilios; pero no de su
mérito literario según los preceptos de Horacio y
las reglas del buen gusto” (p. 55).
Zorrilla destacó la
afición a mezclar poesía y política como uno de los defectos de la literatura
mexicana porque ambas inclinaciones no casaban, tal y como se demostró cuando
la citada literatura se dejó arrastrar por el torbellino revolucionario en
1821. “Entre aquellas composiciones hay
pocas buenas: porque la inspiración del entusiasmo político rara vez produce
más que lugares comunes y exageraciones, que son naturales desahogos del
corazón, pero no verdaderos arranques del genio”. (p.
56)
Aunque el campo de la
novela mexicana estaba en barbecho, Zorrilla no olvidó a Joaquín Fernández de
Lizardi, fundador de El Pensador Mexicano
y autor de la primera novela hispanoamericana, El periquillo Sarniento, diciendo que “escribió unas fábulas ingeniosísimas y una especie de Gil Blas, que
ejercieron grande influjo en las costumbres, y cuyo recuerdo vive todavía en la
memoria del pueblo”, (p. 57) elogio cierto,
aunque queda lejos de apreciar la estatura y trascendencia del escritor mexicano.
Zorrilla también atribuye
a El
moro expósito de su amigo don Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, el origen
del romanticismo en México, afirmación posiblemente aduladora, pero a tono con una
realidad que Zorrilla denunció: al teatro mexicano le faltaban cultivadores y,
además, tampoco existían teatros en los que representar, siendo el teatro
español de la época —Zorrilla incluido— el que se prefería para las escasas
representaciones.
Hasta cierto punto, el
ensayo de Zorrilla se convierte en un memorial de poetas que se abre hablando
de la academia San Juan de Letrán “punto
de partida de lo que hoy puede llamarse literatura original mexicana” (p.
58))
fundada en 1837 por José María Lecunza y otros escritores. Sin embargo, en cierto
momento se pierde en consideraciones sobre el influjo de la política en la literatura
y achaca la carencia de genios y grandes obras “porque (esa literatura) está
todavía sometida a tres malas influencias: a la superstición del siglo XVI, a
las preocupaciones del XVIII y a la empleomanía del XIX”. (p. 74) Después,
acierta al describir la gran causa: que sólo una clase social determinada tuviera
acceso a la enseñanza y al estudio bajo la tutela coercitiva de la Inquisición,
calamidad igualmente padecida en España hasta la invasión francesa, pero que
México no ha podido erradicar “porque
lleva apenas una generación de nacionalidad: y esta generación la ha pasado en
revoluciones continuas.” (p. 75)
Zorrilla afirma que
México adora la poesía, pero no a sus poetas debido a que no han sido
respetados ni protegidos por su gobierno. La afición poética popular se muestra
en todas las celebraciones donde abundan los recitados o en el trabajo los Píndaros del mercado o evangelistas que a veces carecen de
camisa, pero sentados tras una mesilla sobre la que utilizan papel y pluma, escriben
décimas por encargo para ensalzar o denigrar a los caídos en desgracia del
pueblo. Y señala que el predominio de la poesía popular también se debe a que los libros son caros y a que la prensa
los critica en vez de valorarlos, ahondando en la separación entre poeta y
pueblo.
Como si no hubiera
dicho bastante, el capítulo siguiente se titula “Poetas mexicanos” y es un nuevo memorial que incluye entre otros a Fernando
Calderón --seguidor de Espronceda--, Carlos Hipólito, Pablo Villaseñor, Fernando
Orozco que fue también autor de la novela La
guerra de los treinta años, etc., etc. (2) Zorrilla hace
gala de elitismo e incomprensión --que debió molestar muchísimo-- al acusar a ciertos poetas de “empeñarse en hacer una sola sílaba de dos
vocales unidas que no son diptongo, y que deben hacer dos: dejándose
llevar de la viciosa pronunciación
hispano-americana”. (p. 100)
Dedica sobrada atención
a José Joaquín Pesado Pérez, poeta tranquilo, suave, autor de versos apacibles
que al principio fue político liberal, el canciller de México que declararía la
guerra a Francia en su momento. No obstante, Zorrilla critica aspectos formales
de su poesía que poetas posteriores no tardarían en llevar a extremos.
También habla de Luis
G. Ortiz en quien estima su poesía pastoril mejor que la romántica, criticando su
afición a imitarle. Y aquí encontramos uno de los párrafos en los que Zorrilla
hace autocrítica de sus obras afirmando que “El oropel del ropaje con el cual están vestidas es tan débil y falso como brillante, y no puede ser
tomado para vestir otras: porque al querer arrancarle de las mías se desgarra
por su propia fragilidad. Ortiz se ha
dejado seducir por el sonsonete, muchas veces vacío de sentido, y por la
palabrería sonoras de mis orientales y
de mis serenatas, composiciones que
generalmente no son más que música celestial; y es lástima que poetas
como él, que tienen talento propio, imiten a nadie más que a los grandes maestros clásicos.”
(p.
129)
No evita señalar otro
problema de la poesía mexicana, la falta de editores, hecho que afectó, por ejemplo
a Francisco González Bocanegra y Pantaleón Tovar. Juzga al escritor y político
Guillermo Prieto como el poeta mexicano de mayor inspiración, pese a ser “inculto, incorrecto, desaliñado, a veces
sublime, a veces rastrero, remontándose a veces como el águila, rasando a veces
el polvo como la golondrina: sin
paciencia para llevar a cabo obras de gran aliento (…) su pluma se ha ensayado
en todos los géneros de cortas dimensiones.” (pp. 135/36).
En México y los mexicanos Zorrilla creyó haber realizado una crítica objetiva de la poesía
de esa nación para su amigo el Duque de Rivas. Piensa que ha sido riguroso en
sus apreciaciones e imparcial. Avala esa actitud comentando que él mismo ha
aceptado las críticas de amigos que no han dejado de serlo por hacerlas. Llega
a decir: “La mayor torpeza que puede
cometer un escritor y sobre todo un poeta, es defender sus escritos contra la
crítica, justa o injusta, porque es dar a conocer el exceso de su amor propio y
el resentimiento de su vanidad ofendida”. (p. 152)
El retrato de México y
de su literatura en aquella primera mitad del siglo XIX resulta valiosísimo. El
desamor final que originó entre los
escritores mexicanos no se debió a las opiniones que emitió acerca de su
literatura sino a su propia deriva política. La mayoría de los escritores mexicanos
había luchado --o cuando menos celebrado-- la independencia de su nación y, por
este motivo, debieron considerar una traición que el dramaturgo se convirtiera
en cortesano del emperador Maximiliano. El tiempo ha transcurrido
y lo que permanece es un retrato de aquella sociedad sentidamente escrito y
merecedor de consideración.
__________
NOTAS.
1.-
José Zorrilla, México y los Mexicanos (
1855-1857), Prólogo “Zorrilla en México” de Andres Henestrosa, Ediciones de
Andrea, México, 1955. Todas mis citas corresponden a la paginación de este
libro.
2.-
Recomiendo la lectura del
trabajo “José Zorrilla en el Parnaso mexicano” de John Dowling, AIH, Actas IX (1986), pp. 527/533 que ofrece el
Centro Virtual Cervantes y se puede leer en Google.
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