M I C A E L A
(Por
el hilo sacarás el ovillo
y por lo pasado lo no venido)
y por lo pasado lo no venido)
Los ojos de Micaela son brillantes. Una aureola violácea cerca
sus párpados. El rostro es precioso aunque pálido, su aspecto tímido. Espera a que Juanito salga del dormitorio
para servirle el desayuno. Recuerda cuando se dijo en el pueblo que ella no estaba
bien de los pulmones y don Servando propuso un trato a sus padres: “Mirad, soy viejo y tengo un nieto en casa.
Si Mica se viene
a servirnos, además del sueldo, miraré por ella y por su
salud, ¿os parece?”.
No hubo más que decir.
Micaela suspira. Juanito ya está en el comedor y Micaela le
atiende:
--Señorito, ¿una o dos cucharadas de azúcar?
--Soy Juan, Juanito. No me llames señorito, al menos cuando estamos
solos. Ponme una cucharadita, por favor. ¿Te escribieron?
Micaela sonríe.
--No, señorito, digo Juan.
--Hace tiempo que no tienes carta, ¿verdad?
--Pues sí.
Aparece don Servando, el pelo revuelto, las gafas cabalgando
en la punta de su larga nariz.
--Oye, Micaela, la consulta empezará a las …
--A las diez, señor.
--Así que a las diez. Muy bien. En ese caso te miraré a las
nueve y media, ¿vale?
-- Como usted diga.
--¿Te vas, Juanito?
--Sí, abuelo.
*
El autobús va completo. El cobrador bracea picando las
tarjetas que afloran ante de sus ojos, estudiantes de Derecho la mayoría, y
está de los nervios porque le gritan: “¡Se
ve que el cobradorrrr - es un pájaro carrrpinteroooo!". Juanito observa que los
primerizos son los que cantan, los mismos que el
catedrático de Procesal retrató al decir en clase: “vienen con el pelo de la dehesa”. A su lado un trío se queja de estar
aprendiendo casi nada de Civil porque el cátedro sólo explica el tema de los
bienes y las cosas. Uno de ellos imita su voz: “¡Si piensan hacer oposiciones y les toca el tema sacarán plaza
porque lo sabrán todo sobre los bienes y las cosas!”. Un compañero comenta:
“No da más de sí
porque el programa se le apolilló
cuando se dedicaba a darnos palos en sus años de ministro. ¡Se
le olvidó casi todo! ”
El autobús para bruscamente y alguien grita: “¡Médicos fuera!”. Un grupo baja
apresuradamente. El pasaje queda holgado y es cuando Hortensia descubre a Juan;
le saluda con la mano, se acerca y le besa.
--Bonito, ¿vas a clase? Me pones sólo con verte –-y le da un
pellizco suave con picardía--. ¿Sabes que hoy cumplo veintiún añitos? Sí,
chico. Mayor de edad por fin. Lo celebrarás
conmigo.
Juan esboza una sonrisa, la besa y felicita. Luego dice:
--Pero será después de las clases.
--Desde luego -- responde Hortensia clavándole los ojos.
*
La clase es rematadamente aburrida. Juan preferiría tener profesores
parecidos a los de cursos anteriores en cuyas clases pasaban cosas. Recuerda el primer día del
profe catalán de Derecho Natural, deprimiéndoles; empezó comentando la Crítica de la razón pura
de Kant, los bolis y los lápices desmayados, para
alzarse un rato después cuando
se puso a hablar de la guerra de Corea y del calibre de los cañones que el
general MacArthur quería emplear en la invasión de Manchuria. Y qué decir del imborrable
auxiliar de Derecho Político II quien, en escena fácil de imaginar, aseguraba que
don Alfonso XIII le había dicho en su lecho de muerte: “Pepe, en tus manos encomiendo la juventud de España”… O el consumado
internacionalista que entraba en el aula de examen con una cámara de cine, se
hinchaba a filmar y antes de salir decía: “Señoraz
y señorez, ezte film ze titulará La hiztoria de un zuspenzo”. Pero el profe pequeñín que tiene delante aterra con su internacional comparado, en clase como
en el libro, perdiéndose en una multitud de parrafadas y de párrafos
encadenados por sucesivas “i” minúsculas.
Llega un tiempo libre por una clase que no se da y Hortensia
sugiere bajar al bar de la facultad. Se
sientan en una mesa ocupada por
compañeros de curso. Juan comprueba que la elección no ha sido acertada. Uno de
ellos apellidado Soteras bebe vino demasiado aprisa y no tarda en farfullar palabras
confusas aseverando memeces; Juan recuerda el dicho “Demasiado o demasiado poco vino prohíbe la verdad”. Otro, llamado Arturo, discute las afirmaciones de
Soteras anteponiendo su yo por
cincuentava vez. El puñetero Quico, que se aburre con la polémica disparatada
de los anteriores, se empeña en que Arturo
encienda un puro y al poco se descubre que algunas cabezas de cerillas incrustadas le montan una fogata aparatosa. Juan, como de
costumbre, no interviene, pero sugiere a Hortensia asistir a la clase siguiente
y se zafan de la compañía.
*
Don Servando sonríe y participa el diagnóstico:
--Todo marcha bien, Micaela, diría que estupendamente. El doctor que incubó la muestra de tu esputo, el
Dr. Sendra, me telefoneó para decir que no halló microbacterias de la
tuberculosis vivas y que en las radiografías del tórax tampoco observó
granuloma alguno en los pulmones. Los granulomas demostrarían la existencia de una infección primaria
y,
aunque los hubieras tenido, se
habrían neutralizado porque no hay calcificación
alguna en los ganglios linfáticos. Estás limpia como una patena. Mañana nos mandará
los resultados de los análisis y las radiografías y lo verás. Aunque seguirás
en observación, pensamos que no hay nada de nada. Todavía debo estudiar lo del cansancio y los sudores nocturnos. Pienso
que los causa el cambio de haber vivido en el pueblo, haberte venido a la capital y cosas
de tu juventud. Lo veremos, pero ahora debo disponerme a recibir a los clientes
que estén al caer.
--Sí, don Servando. Y muchísimas gracias por todo.
--No hay de qué Micaela.
Una vez solo en su despacho, don Servando carga su pipa y se
sienta en el sillón de Hipócrates, un
sillón desvencijado que se inclina hacia
la izquierda, aunque comodísimo para él. Pensando, se dice: “Sin
duda es lo mejor que hicimos. Inventarnos la enfermedad para que abandonara el
pueblo. Me parece que recupera el resuello gracias a las semanas que lleva aquí.”
*
Terminadas las clases Hortensia y Juan cogen el autobús que
les sube al barrio de Arguelles. Buscan El
pelotari, un bistró donde los jueves ofrecen un menú a base de sopa, cocido
o calamares en su tinta, y arroz con
leche. Mientras comen se miran de continuo; apenas se hablan. Hortensia paga y,
como pidió día libre en la librería de propiedad familiar donde trabaja por las
tardes, propone a Juan echar una siesta en su piso.
Ella le coge del brazo. Juan se deja conducir. Van por el
bulevar de Alberto Aguilera mezclados entre la gente medio somnolienta que
regresa al trabajo de la tarde. Hortensia habla de su niñez y dice: “Cuando era mi santo me regalaban muchas
cosas y no iba al cole; en los
cumpleaños tampoco iba, pero sólo me daban
cincuenta pesetas y una bolsita de caramelos empiñonados de La Cafetera y de esos que parecen gajos de limón o de naranja. A veces me llevaban
al cine. Era feliz. Ahora sólo me telefonean desde Salamanca y menos mal que estás conmigo para celebrar.” Juan no comenta, pero acaricia la mano que le
sujeta el brazo y ella sonríe.
Cuando llegan al piso y cierran la puerta se vuelven el uno
hacia el otro, se besan y besándose y abrazándose están un rato hasta
que deciden ir al dormitorio.
*
Micaela retira los platos y vasos de la comida de don
Servando, los lava y después va a su
cuarto y se tiende en la cama. Sólo quiere descansar. Le gusta mirar las figuras fantásticas que la claridad
y las sombras que vienen del patio interior dibujan en las puertas de su
armario. Pero, como siempre que está sola, el recuerdo maldito se presenta y adueña de su
sentir. Ella y su hermana Rosa, La gordita, están a orillas del Carrión. Rosa vestida,
ella en bañador, hablando de quisicosas, de que han visto urogallos.
Retumba el sonido estrepitoso de la motocicleta que va por el carreteril hacia
Carrión de los Condes y se para. Ven al hombre de melena ensortijada y barba
que baja aprisa hacia ellas. Rosa huye, pero Micaela no se percibe y queda
sepultada bajo el cuerpo del animal. De pronto, el hombre sale corriendo hacia
la carretera. Tiempo después llega Elpidio avisado por Rosa. Micaela está llorando
con la cara vuelta hacia el pedregal desde donde les mira un lagarto verde. No
quiere ver a su padre porque tendrá el rostro incendiado de ira y ella está casi
desnuda. Pero no; no sucede así. Elpidio está de rodillas, tratando de levantar
el rostro de la hija, de ponerlo entre
sus manos. La cubre y abraza, sin decir nada, aunque Micaela siente su corazón rebotando
contra el pecho del padre. Micaela se
apacigua. Es un mal recuerdo que se deslía, pero la extenúa y deja profundamente
triste porque ya no está con los suyos y la alegría casi ha desaparecido de su
vida.
En el pueblo se presiente que algo ocurrió, pero no corre
más voz que la del médico rural derivando los cuchicheos a la posibilidad de
que Micaela tenga un principio de tuberculosis pulmonar. La gente se asusta; en
el pueblo viven más animales que gente y lo de la tuberculosis asusta. Narcisa,
madre de Micaela, recuerda que sirvió en casa de don Servando antes de casarse
con Elpidio y que dejó aprecio en la casa. Narcisa sabe que el médico y su nieto veranean
en Carrión de los Condes y ha decidido ir a verle, pedir ayuda.
Hablan y don Servando después lo hace con el médico del pueblo. Días después, Micaela viaja a Madrid para servir en casa de don Servando.
*
Como no hay clientes, don Servando se entretiene haciendo un
crucigrama sin ánimo de terminarlo.
Le ronda su preocupación diaria: Juanito.
El nieto terminará la carrera en junio, buscará un trabajo y, aunque resulte
precario, resolverá sus necesidades casándose con Hortensia quien trabaja en
una de las librerías de su familia y arde en deseos de pillarle. Le preocupa
que Juan no sea un muchacho decidido, que se contente siempre con un pasar. Ni
el fútbol le apasiona. Tampoco se excede
en la lectura más allá de los libros de la carrera y menos mal que ha estudiado
lo suficiente para ir pasando de curso. Don Servando piensa que la mayoría de
los jóvenes son parecidos y sucede así porque tienen el futuro
marcado, no pueden elegir en libertad; están condicionados por las soflamas
gubernamentales: el municipio donde vivir, la familia para socorrer y los
sindicatos… “para divertirse”, musita el médico con guasa. El gobierno tiene
maniatada a la juventud. Recuerda cuando era joven y se proclamó la República, él y sus camaradas iban
a los barrios gritando arengas y dando conferencias muy instruidas para
respaldar el acontecimiento; lo que se dice escuchar, la gente les escuchaba,
pero entusiasmar no entusiasmaban porque tampoco les entendían. El único que enardecía a las masas era Anacleto; comenzaba
sus prédicas con un “¡La culpa de lo que
pasa en España la tiene Felipe II…!”, y al rey Felipe le conocían aunque fuese
de oídas y le asociaban al que ahora huía. A Anacleto le llovían las ovaciones.
*
Atardece cuando Juan entra en casa con un sobre ligeramente abultado
en la mano. Se lo entrega a Micaela quien desaparece
rápidamente. El sobre contiene una
carta breve de Rosa y unos recortes de periódico. Rosa se disculpa por la
tardanza en escribir, pero añade: “Te voy
a compensar con grandes noticias. Aquí
ya no se habla de nosotras para nada. Otra es que han nacido dos terneros guapísimos en el establo de papá. Y la más
importante está en esos recortes del diario palentino
que te mando. En cuanto te encuentres bien, podrás regresar
a casa la mar de tranquila.”
Rosa desdobla los recortes y queda atrapada en la foto del
hombre cuyas facciones observa por primera vez. No se cansa de mirar sus rizos,
la barba, los ojos sobresaltados. Pero la imagen completa se le viene encima y la repele
apretando y cerrando los ojos con fuerza. Vuelve la rabia que sentía llorando
en brazos del padre. La rabia hace brotar lágrimas que la impiden leer. Y se siente triste, como al dejar el
pueblo después que el médico dijera, muy sorprendido, que el acoso existió,
pero no la deshonra. En un fogonazo de la memoria recuerda al lagarto verde y piensa que su aparición
puso al energúmeno pies en polvorosa. Micaela empieza a sentir una paz que le
sube de las entrañas hacia el corazón, una sensación de absoluta libertad y ya
puede leer y, cuanto lee, la templa: “…La
Guardia Civil había montado un dispositivo de vigilancia y logró atraparle a
orillas del Carrión cuando pretendió asaltar a una lavandera que hacía de cebo siendo policía en
realidad. Existen siete denuncias por violación aunque se presumen más, confiándose que la
justicia sea muy dura con él.”
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