miércoles, 10 de octubre de 2018



Historia del Blanquillo  y El Pito

Al salir de la ducha paseó la toalla delicadamente por el cuerpo y después de aplicar el secador a su larga melena se envolvió en una bata de algodón y fue al cuarto de estar. Se sentía completamente relajada. Los niños estaban con los abuelos y en la casa había un silencio absoluto. Se recostó en el sofá, apoyando la cabeza en uno de sus brazos y estirando las piernas lentamente. Aún faltaba tiempo para que llegase Daniel y  sobraba para cocinar la cena del aniversario de boda.

Había sido una tarde movida en el Centro tortosino de la UNED y sonrió al recordarla. Bajaba de abrir la puerta del piso de las clases cuando al rebasar la puerta giratoria de la  entrada tuvo el presentimiento de que no estaba sola. La zona reservada al público en la secretaría se hallaba desierta y la luz de la escalera que desciende hacia la biblioteca, apagada. Recorrió el pasillo que da a los despachos de la dirección y, al doblar hacia la secretaría, descubrió al Blanquillo y El Pito mirando las copas ganadas por el antiguo equipo de fútbol-sala del Centro.
-- Pero, ¿qué hacéis aquí? - preguntó ella sorprendida, pero con una sonrisa que a su vez era recriminatoria.
-- Nada -respondió El Blanquillo-. Buscábamos a alguien a quién preguntar.
-- Preguntar, ¿qué? - dijo Liana desafiante, pero sin borrar la sonrisa.
-- Para apuntarse - aclaró El Pito.
-- ¡Para apuntarse! - repitió la mujer admirada-. Pero si no habéis empezado la escuela y ya queréis entrar en la universidad. ¡Venga! Ir para fuera y no os metáis en líos, que como os encuentre el director...
-- Nosotros no hemos hecho nada. Es que  la puerta de abajo estaba abierta.
-- Tampoco sabíamos que trabajabas aquí - añadió El Pito.
-- Pues sí, aquí trabajo. ¿Y vosotros? ¿Qué es de vosotros?
-- Dando una vuelta. ¿Sabes que nos han soltao? - comentó El Blanquillo.
-- ¿De dónde?¿Del trullo?, pero ¿qué hicisteis?
-- Nosotros nada. Se inventaron que estábamos al descuido; bueno, de camellos. Pura invención.
-- Oye, Liana. ¿Podemos quedarnos en la puerta de entrada?- preguntó El Pito
-- La calle es vuestra siempre que no importunéis. Bueno, me alegra que os hayan soltado, sobre todo por vuestra santa madre, que sólo vive para disgustos. Con lo majos que sois, ¿no sabéis hacer algo de provecho?-. Liana, moviendo la cabeza, cogió a cada uno de un brazo y les encaminó hacia la salida.
-- Estás muy guapa - dijo El Pito.
-- Sí, muy guapa - asintió el otro, mientras ella, halagada, les pidió que esperasen un momento; entró en su despacho, anduvo en su bolso y al regreso les dio diez euros.
-- Tomad, por los cumpleaños... - dijo por decir.
--¡Mira! ¿Ves, tú? -observó El Pito con cara de asombro -. Aquí no entramos. ¿Sabes Liana que te podíamos haber distraído el bolso? Claro, que en suponiendo que era tuyo ni lo tocaríamos.
-- ¡No fastidiéis! - exclamó la mujer soltando una carcajada al despedirlos.


El Blanquillo y El Pito eran medio hermanos. Su familia ocupaba un piso en el edificio donde había vivido la de Liana, quien les vio nacer. El padre del mayor había sido un hombre guapísimo, alto, fuerte y rubio, pero cuando le echaron del trabajo por apropiarse material de una obra se volvió un borrachín; se consideraba víctima de una acusación infundada que le deshonró y le destruyó la autoestima; murió al caerse de un andamio cuando su hijo Ginés --más tarde conocido como El Blanquillo-- tenía seis meses. Su madre se casó después con un hombre muchísimo menos guapo, cetrino y poca cosa llamado Enric; formalito de apariencia resultó ser un descuidero poco hábil que pasaba más tiempo en el Depósito Municipal que en casa. Enric sería el padre de El Pito, quien no tardaría en parecerse al progenitor. La madre se pasaba el día fregando casas y los chicos, en vez de ir a la escuela, callejeaban y practicaban algunos de los manejos que les enseñaba Enric. Eran pobres, muy pobres y no conocían otra manera de vivir. Liana recuerda que había sido un poco la hermana que no tenían; les había cuidado de pequeñines, jugado con ellos y cuando moza fue su primer amor imposible; la contemplaban arrobados siempre que aparecía; al alejarse les oía discutir sobre a quién de los dos había mirado más tiempo.

Liana hacía la contabilidad de la semana cuando vio a don Eugenio pasar por el pasillo como una exhalación. Tardaría poco en requerir su presencia. Estaba muy alterado; hasta olvidó el detalle de invitarla a sentarse lo que ella hizo por su cuenta y despacio; recordando ese particular momento sonrió y se estiró en el sofá. Cuando don Eugenio se enfadaba ponía cara de león furioso, los ojos parecían salir de las órbitas como volutas y las palabras surgían como quien echa pompas de jabón, una tras de otra, sin orden ni concierto; algunas brotaban a hervores, expulsaba otras hacia lo alto, arrojaba el resto mientras gesticula con el puño derecho, bien cerrado, golpeando a un enemigo fantasmagórico. Parecía de chiste, pero metía respeto.

Dijo que dos mastuerzos se habían apostado a la entrada del Centro a pedir limosna a todo el que entraba, muchísima gente, pues, eran las cuatro de la tarde, justo la hora de la primera clase. Uno de los mozalbetes ponía cara de ausente y extendía la mano mientras el otro, requería un euro o dos dependiendo de que las personas entrasen aisladas o en grupo. Al propio don Eugenio le habían pedido y Liana sonrió al evocar la forma y manera en la que el director relató su encuentro personal:
--Señor, ¿me atiende un segundo?
--Por supuesto - respondió don Eugenio.
--Vea de socorrernos con uno o dos euros, los necesitamos.
--¡Y un cuerno! - Y don Eugenio se puso a increparles de tal forma que los rapaces salieron disparados.

Al escuchar que la carrera de los mastuerzos se había detenido pocos metros más allá de la entrada al  Centro, a don Eugenio le entró la rabia y, según él, una idea le invadió la cabeza y, a causa de su influjo, dio tal impulso a la puerta giratoria de la entrada que estuvo a punto de desencajarla.

El Centro había sufrido cuatro robos en los últimos meses. Cuando el último, los ladrones entraron por el tejado del edificio, forzaron la puerta de la Mediateca y después la de la segunda planta que tampoco era blindada; cortaron las correas de dos persianas y  levantado uno de los paneles verdes de la cristalera que cubre el Aula Magna del Centro,  descolgaron a un chiquito hasta la planta de la secretaría para hacerse con las llaves y abrir puertas. Don Eugenio pensó que por el hueco de la cristalera no entraba el chico que le pidió los euros, pero le daba en la nariz que el compañero podía ser porque era un palillo. En conclusión, había que llamar a la policía. Entonces Liana le pidió que se serenara, confesó que ella les conocía y no podían ser los ladrones. Don Eugenio repetía acalorado "¡No quiero que se esfumen!" y ella insistía "¡que no! ¡Que no!" segura de que El Pito no había sido porque, si no recordaba mal, sufría de vértigo.

El director repetía que "si esa gente decide poner puesto a la puerta del Centro y empieza a molestar a los estudiantes, dejarán de venir, y no nos conviene nada". Liana le replicó que entre los estudiantes había un montón de policías, de guardias civiles, de mozos de escuadra, estaban todos los jefes de policía local de las poblaciones más importantes de Tarragona estudiando Derecho  y era seguro que El Blanquillo y El Pito se toparían con alguno o varios que conocían sus mañas y no volverían a asomar por el Centro. No hubo manera; el director insistía e insistía y sólo transigió en que  la llamada se hiciese  a la policía local.

Cuando los agentes llegaron, El Pito y El Blanquillo se habían alejado ya definitivamente. Don Eugenio tenía que dar datos de los arrapiezos, pero estaba muy nervioso y apenas recordaba que uno era delgadísimo, pero no se atrevió a endosarle el protagonismo del último robo por si Liana tenía razón y el chaval no era culpable. Liana sonreía evocando la escena porque don Eugenio había estado de lo más cómico, dando pistas y detalles tan poco coherentes que los policías tenían las libretas abiertas, los bolígrafos listos y, si se tomaban la molestia de apuntar algo, lo tachaban a continuación. El que parecía mandar más, comentó: “Lo que pasa es que se habrán marchado al ver que ya no entraba gente, porque movimiento aquí en la puerta sólo abunda al comienzo y al final de las clases, ¿no?” Reflexión tan elemental no la podía aceptar un don Eugenio en plan nervioso. Con un "Descuide Ud. que daremos una vuelta a ver si les encontramos", los policías se despidieron, sin que Liana, que era quien verdaderamente les conocía, hubiese abierto la boca.

A las siete y media de la tarde, como de costumbre, Liana acudió al último despacho del día. Estaba clarísimo que los acontecimientos de la tarde permanecían en la cabeza del director, pero no fue interrumpida mientras comentaba cosas relacionadas con los servicios del Centro o ponía a la firma las transferencias que debían ordenarse a la mañana siguiente. Después, don Eugenio volvió al suceso de la tarde y dijo:

--Tengo la impresión de que me pasé -confesó fastidiado-. Se me ocurrió que la presencia de los chicos podía influir en que los alumnos dejaran de venir, algo que sucederá dentro de poco porque la UNED se inclina hacia la multimedia, pero tampoco hay razón para adelantarse.

Liana se apiadó de su jefe y contestó:
--No se lo tome así. Nos preocupa que haya seguridad en la puerta de nuestra casa lo mismo que a la gente corriente. Han entrado a robar cuatro veces en pocos meses y aunque no se llevaron nada importante lo revolvieron todo; sentimos como si nos hubieran expoliado y andamos muy sensibles. Echar la culpa a cualquier sospechoso es razonable, aunque estoy segura que los chavales de hoy no son los culpables.

Entonces, don Eugenio sorprendió a Liana:
-- Me sabe mal por ese muchacho al que Ud. llama El Pito. Cuando era chico y abrían la heladería La Ibense,  por San José, ponía puesto en las proximidades y siempre que yo aparecía, alargaba la mano y me soltaba la misma cantinela: "Señor, ¿me da para un polo?". Entonces yo miraba para la niñería que se apiñaba comprando en La Ibense y comprendía el motivo de que el chico pobre me pidiera dinero y se lo daba. Ahora, esos críos han crecido y piden dinero, me pregunto, ¿para comer?-. Y don Eugenio dejó la pregunta en el aire.
-- Para comer seguro que no– susurró Liana.
-- Piden para hacer lo mismo que algunos jóvenes ricos y no tan ricos. Nosotros, aquí, protegiendo este faro de cultura –según nos confió el Presidente de nuestro Patronato--, ellos pidiendo en la calle para picarse y nosotros en los cerros de Úbeda mientras se esparcen los opios nuevos del pueblo. El mundo está manga por hombro. Ud. no había nacido, pero no hace mucho, el acontecimiento social más apetecible era que a uno le invitasen a comer, ¿sabe por qué?, porque a diario se comía poco y mal en casa y la gente se dejaba la piel trabajando para trasegar esos malos alimentos que digeríamos a base de practicar las virtudes teologales de la siesta, la tertulia y el paseo. Ahora, por lo que sabemos, nadie pide para comer. Se come mal hasta en los banquetes. Habrá que asumir que todo el mundo tiene dinero porque hay dos maneras, tenerlo o sacárselo al prójimo. ¿Recuerda que ayer el fotógrafo nos facturó cien euros por las seis fotos del Centro que tenemos que mandar a Madrid? Esa cantidad no la cobra ningún profesor-tutor enseñando quince días aquí.

Los despachos de la siete y media de la tarde siempre eran así. Los asuntos pendientes del Centro rara vez necesitaban de la media hora siguiente. Don Eugenio solía estar cansado y Liana más. Pero al director le gustaba consumir el tiempo. Entonces sacaba punta a cualquier tema y se perdía en disquisiciones y circunloquios. Esta vez sobre la pobreza y la miseria. Ella escuchaba, aguardando que llegaran las ocho, su hora de coger puerta hasta el día siguiente.


Liana se puso a preparar la cena  mientras recordaba lo dicho por su jefe en aquella media hora soporífera del final de la tarde. Don Eugenio contó que cuando era niño, justo después de la Guerra Civil, el hambre y la pobreza estaban generalizadas, aunque se mantenían algunas  diferencias entre pobres y ricos. Se fabricaban dos clases de calcetines, los pardos para la mayoría y los que tenían dibujo escocés para los ricos. La leche procedía de vacas estabuladas con riesgo de estar tuberculosas y la tuberculosis era la enfermedad más temida porque podía alcanzar a todos, si bien,  se curaban sólo los ricos porque tenían dinero para ir a la sierra. El pan era horrible. La carne ni se podía masticar; era como tascar correas. El pescado frecuentemente estaba podrido; el padre de don Eugenio llevaba el plato a un cuarto oscuro para ver si, brillando --porque el fósforo denunciaba su mal estado--, convencía a su mujer de que no era apto para comer, pero ella  defendía que muy frito y con zumo de limón valía.

A Liana le incomodó saber que los padres de don Eugenio tuvieron dos criadas, cocinera y niñera, y que un día su madre armó un escándalo al descubrir un huevo vacío  a causa de un pinchazo de alfiler en uno de los polos. La niñera dijo que se lo habían dado así en la huevaría; la madre culpaba indistintamente a una u otra sirvienta. Don Eugenio contó que miraba el huevo que parecía de paloma y pensó que la niñera se lo había bebido y lo pensaba sólo porque era a quien más acusaba su madre.

La cena iba tomando cuerpo; una buena ensalada catalana con puntas de espárragos y un buen puñado de aceitunas, más el plato preferido de Daniel: ternerita en su jugo. Liana se aseguró de que la botella de vino rosado estaba en el lugar apropiado de la nevera y, cocinando, continuó cavilando sobre la charla de tarde con el director.

Eso de que don Eugenio tuviese dos criadas le continuaba impactando, aunque él lo justificara diciendo que el sueldo de su padre apenas llegaba a final de mes y por eso hacía de administrador de una parienta riquísima a quien llamaba Doña Celestina. Y todavía le impresionó más cuando comentó que en una ocasión acompañó a su padre a un pueblo llamado Valdilecha en el cadillac de la señora conducido por un chófer uniformado.  Su papá le presentó al juez de paz como un hombre muy sabio; el juez, metía en el maletero del coche bidones de aceite y explicaba la leyenda de que Valdilecha quería decir Valle de la leche, el lugar donde pastaban las vacas que abastecían a la corte de Carlos I. Mentar al emperador se llevaba mucho en aquellos tiempos en que el Régimen se glorificaba hablando de la España imperial. Don Eugenio concluyó así el relato del viaje: “...los policías de tráfico siempre nos daban preferencia y las parejas de guardias civiles se cuadraban al cruzarse con el cadillac en la carretera. Debían cavilar que viajaba algún pez gordísimo en nuestro coche. ¿Cómo iban a pensar que el cadillac iba cargado de aceite de estraperlo?

A Liana le molestó mucho que don Eugenio hubiera hablado del hambre que había padecido porque… ¿sabía de verdad lo que era el hambre?  En los pueblos se vivía mucho peor. Su madre le había contado que en casa eran nueve y los domingos no salía el que se amodorraba más de la cuenta porque a medida que despertaban, se levantaban y lavaban se ponían la ropa dominguera que había en la casa y no había para todos. Para el almuerzo, como mucho, se servían dos pescaditos de los que se vendían barato en el mercado porque estaban partidos y no tenían calidad. Dos peces para nueve; los cortaban en trocitos pequeños y  apenas llegaba para todos. Su madre compraba una hogaza de pan y la ponía en un altillo porque no duraba si se mantenía caliente al alcance de todos; cuando la hogaza se endurecía se podía cortar en lonchas muy finas y así duraba una semana. Por no haber, no había ni comedor en muchas de las casas. Su pobre abuelo --y a Liana se le humedecieron los ojos recordándolo -- contó unas cosas tremendas del hambre que se pasaba cuando estuvo en la cárcel, siete años que pasó muy mal. En la celda dormían de seis en seis o más; los pies de uno junto a la cabeza de otro. ¡Tenían tanta hambre!  Y los carceleros, les arrojaban las cáscaras de las naranjas que comían...


Liana no quiere seguir recordando. Apaga el gas, tapa la sartén, se lava las manos y vuelve al cuarto de estar. Daniel puede aparecer. Son las nueve y veintiún minutos de la noche y enciende el televisor. Pulsa el botón del Canal 21 de la televisión local. Las noticias han empezado. El locutor está hablando de un crimen. No entiende bien lo que dice. De súbito, lleva las manos muy estiradas a ambas mejillas mientras aprieta los labios y sus ojos se llenan de lágrimas "...en la pelea, el joven conocido por El Pito se hizo con un cuchillo de cocina y lo clavó en el pecho de su hermanastro interesándole partes vitales. La madre asistió a la disputa sin poder impedirla. Como se ha dicho, el suceso se originó en una discusión sobre quién de los dos bebería un botellín de cerveza fría que había en la nevera de la casa. Los vecinos aseguran que los jóvenes se querían muchísimo y eran inseparables. El agresor, una vez consciente de lo sucedido, sufrió un ataque de nervios y fue internado en la Residencia “Verge de La Cinta”. Fuentes judiciales opinan que un posible motivo del crimen sería que ambos estuvieran enamorados de la misma chica."
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