Historia
del Blanquillo y El Pito
Al salir de la ducha paseó la toalla
delicadamente por el cuerpo y después de aplicar el secador a su larga melena
se envolvió en una bata de algodón y fue al cuarto de estar. Se sentía completamente
relajada. Los niños estaban con los abuelos y en la casa había un silencio
absoluto. Se recostó en el sofá, apoyando la cabeza en uno de sus brazos y
estirando las piernas lentamente. Aún faltaba tiempo para que llegase Daniel y sobraba para cocinar la cena del aniversario
de boda.
Había sido una tarde movida en el Centro tortosino
de la UNED y sonrió al recordarla. Bajaba de abrir la puerta del piso de las
clases cuando al rebasar la puerta giratoria de la entrada tuvo el presentimiento de que no
estaba sola. La zona reservada al público en la secretaría se hallaba desierta
y la luz de la escalera que desciende hacia la biblioteca, apagada. Recorrió el
pasillo que da a los despachos de la dirección y, al doblar hacia la secretaría,
descubrió al Blanquillo y El Pito mirando las copas ganadas por el
antiguo equipo de fútbol-sala del Centro.
-- Pero, ¿qué hacéis aquí? - preguntó ella
sorprendida, pero con una sonrisa que a su vez era recriminatoria.
-- Nada -respondió El Blanquillo-. Buscábamos a alguien a quién preguntar.
-- Preguntar, ¿qué? - dijo Liana desafiante,
pero sin borrar la sonrisa.
-- Para apuntarse - aclaró El Pito.
-- ¡Para apuntarse! - repitió la mujer
admirada-. Pero si no habéis empezado la escuela y ya queréis entrar en la
universidad. ¡Venga! Ir para fuera y no os metáis en líos, que como os
encuentre el director...
-- Nosotros no hemos hecho nada. Es que la puerta de abajo estaba abierta.
-- Tampoco sabíamos que trabajabas aquí - añadió
El Pito.
-- Pues sí, aquí trabajo. ¿Y vosotros? ¿Qué es
de vosotros?
-- Dando una vuelta. ¿Sabes que nos han soltao?
- comentó El Blanquillo.
-- ¿De dónde?¿Del trullo?, pero ¿qué hicisteis?
-- Nosotros nada. Se inventaron que estábamos al
descuido; bueno, de camellos. Pura invención.
-- Oye, Liana. ¿Podemos quedarnos en la puerta de entrada?-
preguntó El Pito
-- La calle es vuestra siempre que no
importunéis. Bueno, me alegra que os hayan soltado, sobre todo por vuestra
santa madre, que sólo vive para disgustos. Con lo majos que sois, ¿no sabéis
hacer algo de provecho?-. Liana, moviendo la cabeza, cogió a cada uno de un
brazo y les encaminó hacia la salida.
-- Estás muy guapa - dijo El Pito.
-- Sí, muy guapa - asintió el otro, mientras
ella, halagada, les pidió que esperasen un momento; entró en su despacho,
anduvo en su bolso y al regreso les dio diez euros.
-- Tomad, por los cumpleaños... - dijo por
decir.
--¡Mira! ¿Ves, tú? -observó El Pito con cara de asombro -. Aquí no entramos. ¿Sabes Liana que
te podíamos haber distraído el bolso? Claro, que en suponiendo que era tuyo ni
lo tocaríamos.
-- ¡No fastidiéis! - exclamó la mujer soltando
una carcajada al despedirlos.
El
Blanquillo y El Pito
eran medio hermanos. Su familia ocupaba un piso en el edificio donde había
vivido la de Liana, quien les vio nacer. El padre del mayor había sido un
hombre guapísimo, alto, fuerte y rubio, pero cuando le echaron del trabajo por
apropiarse material de una obra se volvió un borrachín; se consideraba víctima
de una acusación infundada que le deshonró y le destruyó la autoestima; murió
al caerse de un andamio cuando su hijo Ginés --más tarde conocido como El Blanquillo-- tenía seis meses. Su
madre se casó después con un hombre muchísimo menos guapo, cetrino y poca cosa
llamado Enric; formalito de apariencia resultó ser un descuidero poco hábil que
pasaba más tiempo en el Depósito Municipal que en casa. Enric sería el padre de
El Pito, quien no tardaría en parecerse
al progenitor. La madre se pasaba el día fregando casas y los chicos, en vez de
ir a la escuela, callejeaban y practicaban algunos de los manejos que les
enseñaba Enric. Eran pobres, muy pobres y no conocían otra manera de vivir.
Liana recuerda que había sido un poco la hermana que no tenían; les había
cuidado de pequeñines, jugado con ellos y cuando moza fue su primer amor
imposible; la contemplaban arrobados siempre que aparecía; al alejarse les oía
discutir sobre a quién de los dos había mirado más tiempo.
Liana hacía la contabilidad de la semana cuando
vio a don Eugenio pasar por el pasillo como una exhalación. Tardaría poco en requerir
su presencia. Estaba muy alterado; hasta olvidó el detalle de invitarla a sentarse
lo que ella hizo por su cuenta y despacio; recordando ese particular momento
sonrió y se estiró en el sofá. Cuando don Eugenio se enfadaba ponía cara de
león furioso, los ojos parecían salir de las órbitas como volutas y las
palabras surgían como quien echa pompas de jabón, una tras de otra, sin orden
ni concierto; algunas brotaban a hervores, expulsaba otras hacia lo alto, arrojaba
el resto mientras gesticula con el puño derecho, bien cerrado, golpeando a un
enemigo fantasmagórico. Parecía de chiste, pero metía respeto.
Dijo que dos mastuerzos se habían apostado a la
entrada del Centro a pedir limosna a todo el que entraba, muchísima gente,
pues, eran las cuatro de la tarde, justo la hora de la primera clase. Uno de
los mozalbetes ponía cara de ausente y extendía la mano mientras el otro,
requería un euro o dos dependiendo de que las personas entrasen aisladas o en
grupo. Al propio don Eugenio le habían pedido y Liana sonrió al evocar la forma
y manera en la que el director relató su encuentro personal:
--Señor,
¿me atiende un segundo?
--Por
supuesto - respondió don Eugenio.
--Vea
de socorrernos con uno o dos euros, los necesitamos.
--¡Y
un cuerno! - Y don Eugenio se puso a increparles
de tal forma que los rapaces salieron disparados.
Al escuchar que la carrera de los mastuerzos se
había detenido pocos metros más allá de la entrada al Centro, a don Eugenio le entró la rabia y,
según él, una idea le invadió la cabeza y, a causa de su influjo, dio tal
impulso a la puerta giratoria de la entrada que estuvo a punto de desencajarla.
El Centro había sufrido cuatro robos en los
últimos meses. Cuando el último, los
ladrones entraron por el tejado del edificio, forzaron la puerta de la
Mediateca y después la de la segunda planta que tampoco era blindada; cortaron
las correas de dos persianas y levantado
uno de los paneles verdes de la cristalera que cubre el Aula Magna del Centro, descolgaron a un chiquito hasta la planta de la
secretaría para hacerse con las llaves y abrir puertas. Don Eugenio pensó que por el hueco de la cristalera no entraba el
chico que le pidió los euros, pero le daba en la nariz que el compañero podía ser porque era un palillo. En conclusión, había que llamar a la policía.
Entonces Liana le pidió que se serenara, confesó que ella les conocía y no
podían ser los ladrones. Don Eugenio repetía acalorado "¡No quiero que se esfumen!" y ella insistía "¡que no! ¡Que no!" segura de
que El Pito no había sido porque, si
no recordaba mal, sufría de vértigo.
El director repetía que "si esa gente decide poner puesto a la puerta
del Centro y empieza a molestar a los estudiantes, dejarán de venir, y no nos
conviene nada". Liana le replicó que entre los estudiantes había un
montón de policías, de guardias civiles, de mozos de escuadra, estaban todos
los jefes de policía local de las poblaciones más importantes de Tarragona
estudiando Derecho y era seguro que El Blanquillo y El Pito se toparían con alguno o varios que conocían sus mañas y no
volverían a asomar por el Centro. No hubo manera; el director insistía e
insistía y sólo transigió en que la
llamada se hiciese a la policía local.
A las siete y media de la tarde, como de
costumbre, Liana acudió al último despacho del día. Estaba clarísimo que los
acontecimientos de la tarde permanecían en la cabeza del director, pero no fue
interrumpida mientras comentaba cosas relacionadas con los servicios del Centro
o ponía a la firma las transferencias que debían ordenarse a la mañana
siguiente. Después, don Eugenio volvió al suceso de la tarde y dijo:
--Tengo la impresión de que me pasé -confesó
fastidiado-. Se me ocurrió que la presencia de los chicos podía influir en que
los alumnos dejaran de venir, algo que sucederá dentro de poco porque la UNED
se inclina hacia la multimedia, pero tampoco hay razón para adelantarse.
Liana se apiadó de su jefe y contestó:
--No se lo tome así. Nos preocupa que haya
seguridad en la puerta de nuestra casa lo mismo que a la gente corriente. Han
entrado a robar cuatro veces en pocos meses y aunque no se llevaron nada
importante lo revolvieron todo; sentimos como si nos hubieran expoliado y
andamos muy sensibles. Echar la culpa a cualquier sospechoso es razonable,
aunque estoy segura que los chavales de hoy no son los culpables.
Entonces, don Eugenio sorprendió a Liana:
-- Me sabe mal por ese muchacho al que Ud. llama
El Pito. Cuando era chico y abrían la
heladería La Ibense, por San José, ponía puesto en las proximidades
y siempre que yo aparecía, alargaba la mano y me soltaba la misma cantinela:
"Señor, ¿me da para un polo?".
Entonces yo miraba para la niñería que se apiñaba comprando en La Ibense y comprendía el motivo de que
el chico pobre me pidiera dinero y se lo daba. Ahora, esos críos han crecido y
piden dinero, me pregunto, ¿para comer?-. Y don Eugenio dejó la pregunta en el
aire.
-- Para comer seguro que no– susurró Liana.
-- Piden para hacer lo mismo que algunos jóvenes
ricos y no tan ricos. Nosotros, aquí, protegiendo este faro de cultura –según nos confió el Presidente de nuestro
Patronato--, ellos pidiendo en la calle para picarse y nosotros en los cerros
de Úbeda mientras se esparcen los opios nuevos del pueblo. El mundo está manga
por hombro. Ud. no había nacido, pero no hace mucho, el acontecimiento social
más apetecible era que a uno le invitasen a comer, ¿sabe por qué?, porque a diario
se comía poco y mal en casa y la gente se dejaba la piel trabajando para
trasegar esos malos alimentos que digeríamos a base de practicar las virtudes
teologales de la siesta, la tertulia y el paseo. Ahora, por lo que sabemos,
nadie pide para comer. Se come mal hasta en los banquetes. Habrá que asumir que
todo el mundo tiene dinero porque hay dos maneras, tenerlo o sacárselo al
prójimo. ¿Recuerda que ayer el fotógrafo nos facturó cien euros por las seis
fotos del Centro que tenemos que mandar a Madrid? Esa cantidad no la cobra
ningún profesor-tutor enseñando quince días aquí.
Los despachos de la siete y media de la tarde
siempre eran así. Los asuntos pendientes del Centro rara vez necesitaban de la
media hora siguiente. Don Eugenio solía estar cansado y Liana más. Pero al
director le gustaba consumir el tiempo. Entonces sacaba punta a cualquier tema
y se perdía en disquisiciones y circunloquios. Esta vez sobre la pobreza y la
miseria. Ella escuchaba, aguardando que llegaran las ocho, su hora de coger
puerta hasta el día siguiente.
Liana se puso a preparar la cena mientras recordaba lo dicho por su jefe en
aquella media hora soporífera del final de la tarde. Don Eugenio contó que
cuando era niño, justo después de la Guerra Civil, el hambre y la pobreza
estaban generalizadas, aunque se mantenían algunas diferencias entre pobres y ricos. Se
fabricaban dos clases de calcetines, los pardos para la mayoría y los que
tenían dibujo escocés para los ricos. La leche procedía de vacas estabuladas
con riesgo de estar tuberculosas y la tuberculosis era la enfermedad más temida
porque podía alcanzar a todos, si bien, se
curaban sólo los ricos porque tenían dinero para ir a la sierra. El pan era
horrible. La carne ni se podía masticar; era como tascar correas. El pescado frecuentemente
estaba podrido; el padre de don Eugenio llevaba el plato a un cuarto oscuro
para ver si, brillando --porque el fósforo denunciaba su mal estado--,
convencía a su mujer de que no era apto para comer, pero ella defendía que muy frito y con zumo de limón
valía.
A Liana le incomodó saber que los padres de don
Eugenio tuvieron dos criadas, cocinera y niñera, y que un día su madre armó un
escándalo al descubrir un huevo vacío a
causa de un pinchazo de alfiler en uno de los polos. La niñera dijo que se lo
habían dado así en la huevaría; la madre culpaba indistintamente a una u otra
sirvienta. Don Eugenio contó que miraba el huevo que parecía de paloma y pensó
que la niñera se lo había bebido y lo pensaba sólo porque era a quien más acusaba su madre.
La cena iba tomando cuerpo; una buena ensalada
catalana con puntas de espárragos y un buen puñado de aceitunas, más el plato
preferido de Daniel: ternerita en su jugo. Liana se aseguró de que la botella
de vino rosado estaba en el lugar apropiado de la nevera y, cocinando, continuó
cavilando sobre la charla de tarde con el director.
Eso de que don Eugenio tuviese dos criadas le
continuaba impactando, aunque él lo justificara diciendo que el sueldo de su
padre apenas llegaba a final de mes y por eso hacía de administrador de una
parienta riquísima a quien llamaba Doña Celestina. Y todavía le impresionó más
cuando comentó que en una ocasión acompañó a su padre a un pueblo llamado
Valdilecha en el cadillac de la señora conducido por un chófer uniformado. Su papá le presentó al juez de paz como un
hombre muy sabio; el juez, metía en el maletero del coche bidones de aceite y
explicaba la leyenda de que Valdilecha quería decir Valle de la leche, el lugar donde pastaban las vacas que abastecían
a la corte de Carlos I. Mentar al emperador se llevaba mucho en aquellos
tiempos en que el Régimen se glorificaba hablando de la España imperial. Don Eugenio concluyó así el relato del viaje: “...los policías de tráfico siempre nos
daban preferencia y las parejas de guardias civiles se cuadraban al cruzarse
con el cadillac en la carretera. Debían cavilar que viajaba algún pez gordísimo
en nuestro coche. ¿Cómo iban a pensar que el cadillac iba cargado de aceite de
estraperlo?”
Liana no quiere seguir recordando. Apaga el gas,
tapa la sartén, se lava las manos y vuelve al cuarto de estar. Daniel puede
aparecer. Son las nueve y veintiún minutos de la noche y enciende el televisor.
Pulsa el botón del Canal 21 de la televisión local. Las noticias han empezado.
El locutor está hablando de un crimen. No entiende bien lo que dice. De súbito,
lleva las manos muy estiradas a ambas mejillas mientras aprieta los labios y
sus ojos se llenan de lágrimas "...en
la pelea, el joven conocido por El Pito se hizo con un cuchillo de cocina y lo
clavó en el pecho de su hermanastro interesándole partes vitales. La madre
asistió a la disputa sin poder impedirla. Como se ha dicho, el suceso se
originó en una discusión sobre quién de los dos bebería un botellín de cerveza
fría que había en la nevera de la casa. Los vecinos aseguran que los jóvenes se
querían muchísimo y eran inseparables. El agresor, una vez consciente de lo
sucedido, sufrió un ataque de nervios y fue internado en la Residencia “Verge
de La Cinta”. Fuentes judiciales opinan que un posible motivo del crimen sería
que ambos estuvieran enamorados de la misma chica."
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