UN TORERO LLAMADO EL DIVINO
Es la historia de Manuel, un carácter ingenuo que transitaba por la vida sin apenas rozar a los semejantes y sin necesidad de comprender cuanto ocurría en su entorno. Si acaso, le bastaba con discernir el bien del mal procurando lo primero y espantándose del otro como del hocico del cerdo.
Manuel era, pues, un hombre despreocupado, sin curiosidad por las vicisitudes de la vida. Y tenía reducido el horizonte de sus deseos; le bastaba con rezar y perfeccionarse en el arte del toreo.
Sin embargo, nadie podía asegurar que Manuel fuese un aficionado auténtico de los toros. En el pueblo le repetían que tuviese cuidado y le recordaban que su padre y su abuelo cayeron en la arena, pero Manuel achacaba la muerte de los suyos a pecados de vanidad, el vicio maestro, la creencia absoluta en las habilidades propias, algo que él no tenía.
Le gustaba rezar oraciones sencillas y al torear las inventadas por su abuela materna para que Dios le protegiera. Con ellas entraba en el ruedo y con ellas salía dando gracias al Creador, ajeno al entusiasmo de los aficionados, a sus palabras zalameras y al ondear de pañuelos.
Fue caer don Judas por la plaza del pueblo para que la vida de Manuel mudase. Se fijó en la serenidad del muchacho, su elegancia al realizar las suertes, la manía de persignarse después de sortear un peligro y antes de entrar a matar a volapié según costumbre. Estudió al muchacho y escuchó cuanto la gente decía: que era pastor de ovejas y no pasaba de novillero en plazas modestas sin picadores porque era tímido y le daba vértigo subir al cartel de los grandes.
Don Judas se fue del pueblo convencido de que Manuel se estaba desperdiciando con tanto rezo y tanto pueblo. Casi lo tenía olvidado cuando una mañana de domingo fue al rastro madrileño y al hurgar en uno de los puestos dio con una tau y se le ocurrió preguntar al vendedor si sabía para qué servía. Le contestó que era un símbolo; como cruz cristiana, la Tau fue signo de elección y de protección por parte de Dios para San Francisco. El feriante hurgó entre sus trastos hasta dar con una cruz griega, pequeñita, y dijo al mostrársela: “Y aquí tiene la cruz griega, símbolo de la fe cristiana desde los tiempos de Constantino II “El Grande”, de cuando el Imperio romano andaba partido en dos y sus respectivos emperadores, Constantino y Majencio, batallaban por controlarlo. Constantino tuvo un sueño antes de la batalla de Puente Milvio. Se le apareció Jesucristo para decirle: “In hoc signo vinces” (Con este signo vencerás). Constantino mandó poner la cruz en los estandartes y escudos y ganó la batalla. Esta cruz representa…”
Pero don Judas Puñoenrostro le paró ahí porque ni le interesaba las simbologías ni tenía tiempo que perder. Compró las cruces y dos días después regresó al pueblo de Manuel para ofrecerse como apoderado: lograría su alternativa, que toreara en las plazas más importantes, los aficionados le respaldarían y la prensa daría fe de sus éxitos.
Pero don Judas Puñoenrostro le paró ahí porque ni le interesaba las simbologías ni tenía tiempo que perder. Compró las cruces y dos días después regresó al pueblo de Manuel para ofrecerse como apoderado: lograría su alternativa, que toreara en las plazas más importantes, los aficionados le respaldarían y la prensa daría fe de sus éxitos.
La vanidad, según sabemos, no anidaba en los sentimientos de Manuel, pero aceptó cuando don Judas puso frente a él las cruces adquiridas en Madrid y le dijo: “Esta la llevarás cosida en la chaquetilla para tu custodia y esta la alzaré yo, con el Señor protegiéndote, para señalarte el momento en que debes entrar a matar. Siempre estarás amparado por Jesucristo y reivindicarás el bien contra el mal.”
Don Judas sacó a Manuel de pastorear ovejas convirtiéndole en un torero de leyenda. Le solucionaba cualquier problema o sobresalto, le mimaba como si de un hijo se tratase. Con el tiempo se esforzó en olvidar su auténtica pretensión: hacer el gran negocio de su vida. Sin embargo, llegó el momento en que surgieron temores hacia su propia obra.
Porque siendo hombre común, pero inteligente, a don Judas le confundía la inocencia ignorante de su discípulo y temía los imponderables que podían surgir cuando a la gente le dio por hablar delmilagro. Comenzó a desconfiar de haber puesto la cruz de plata en la chaquetilla del torero ignorando que ya Manuel se planteaba el dilema de si toreaba o hacía milagros.
Habían comenzado a llamarle El Divino. No se podía torear mejor. Los entendidos proclamaban que esculpía el toreo en cada pase que en sus manos había un museo de arte con el percal, la muleta y la espada, pero también corría la especie de que la cruz que portaba protegía a Manuel de que le cogiesen los toros. Se hablaba del milagro por los pueblos, las ciudades, la Capital. Las revistas y los periódicos, incluso extranjeros, dedicaban crónicas al tema. Los comerciantes vendían cruces semejantes a las que portaba el torero; la gente las compraba y prendía en sus vestidos. Le rodeaban. Le admiraban. Le imitaban. Todos le llamabanmaestro.
Y sin embargo, Manuel se sentía confundido. Le querían mucho, pero cuando le saludaban o le abrazaban, Manuel veía en los rostros muecas horribles que le originaban desazón. Le parecía que vivía rodeado de muñecos tenebrosos que olían a sudor, a perfume, a vino y simulaban una alegríafalsa. Las sensaciones que exhalaban le asfixiaban. Incluso cuando iba a dormir, sentía como si aquellos muñecos viniesen a cerrarle los ojos pronunciando gritos grotescos.
Para huir del ambiente y de esas sensaciones advirtió que no podía refugiarse en los libros religiosos que le compraba don Judas. La duda surgió sola, pensando en el milagro que corría en boca de la gente.
Como siempre que debía torear, comió tempranoy de prisa para escabullirse de quienes curioseaban a través de los ventanales del comedor de la fonda. Le era igual que se tratase de amigos, de los convecinos que en su día le animaron y le dieron cobijo, protección y de comer. Sentía la necesidad de estar a solas. Salió del comedor.
Cuando entró en la habitación se recostó, no sin echar una mirada sobre la cruz de la chaquetilla que colgaba en el respaldo de la silla contigua a la cama. Enseguida aparecieron las ideas que precipitaban su pensamiento como las moscas revoloteaban sobre su cuerpo inquieto y sudoroso. ¿Sería verdad que era absolutamente imposible que le cogiesen los toros? Y miraba de nuevo hacia la chaquetilla como pidiendo respuesta a su pregunta… Se imaginó rezando la oración que don Judas le hacía recitar antes de ir hacia el toro. Después veía al toro esconder la testuz al vuelo de la capa o irse dócilmente tras el engaño sangriento de la muleta…
Manuel caviló, por primera vez, que jamás había sentido la ira del toro, ni su aliento, ni había mezclado su sangre con la suya. ¿Sería verdad que algo extraordinario le hacía torear sin riesgo, diferente a los de su profesión? Y, pensando en la leyenda que se forjaba a su alrededor, se dijo que no era torero sino un ser asido por la suerte. Sintió ganas de llorar, miró hacia donde estaba la cruz con despego y solo, angustiado, pedía razón a Dios.
Cruzó las calles del pueblo que se bendecía con la hora de la siesta. Al cruzar la Plaza Mayor no prestó atención a los domingueros alegres que le saludaron, tampoco al perro vagabundo que se aproximaba gimiendo a la pared en sombra, ni a los gorriones que se bañaban en la arena. La visión de los rayos del sol alcanzando la cruz que coronaba la iglesia parroquial le sorprendió un instante.
Llegó a los pastos cercanos al río y sólo cuando, cerca de un olivar, divisó las ovejas y los corderos que pastoreó en otro tiempo, detuvo la marcha. Buscó a Jesús y le encontró sentado plácidamente a la sombra de un olivo. Se dirigió hacia él y, tras saludarle, preguntó:
--Jesús, ¿recuerdas mi primera tarde?
El pastorcillo le dedicó una mirada amplia de sus ojos azules. Luego preguntó:
--¿Cuándo te llamé cobardica porque eras el único que respetaba a los toros y parecía que les tenía miedo?
-- ¡Sí, hombre! Te hablo de aquella tarde. Estabas detrás de la barrera. La tienta. ¿Recuerdas que el becerro me cogió, que me revolcó? ¿Recuerdas que me hiciste un quite a cuerpo limpio?
--Sí, lo recuerdo.
Los ojos de Manuel se iluminaron y pregunto ansioso:
--Entonces, por favor y dime ¿llevaba alguna medalla o cruz como la que suelo llevar ahora? ¿La llevaba, Jesús?
El pastor no dudó al responder:
--Aquella tarde no llevabas nada, no; ¿no recuerdas que ibas con un traje campero prestado?
Manuel bajó la cabeza y los hombros. ¡Era verdad! ¡El milagro existía! ¡Llevaban razón los que hablaban! Sí; le cogió el toro cuando dio el primer pase, al airear la capa. Estaba claro que, sin la cruz, él no servía para nada. Todo era un invento de don Judas. Se sintió estúpido. Nadie lo podía comprender. Ni siquiera Jesús, ¿o Jesús sí?
Jesús miraba preocupado hacia su amigo. Nunca le había visto con tal zozobra. Algo raro sucedía, pero no sabía cómo ayudarle aun deseándolo. Entonces Jesús sospechó que podía tratarse de lo que decía la gente y musitó con gravedad:
--Yo creo que sí te pueden coger los toros.
Manuel se avivó y preguntó:
--Pero, ¿por qué lo crees, Jesús, por qué lo crees?
--Porque algún día te puedes equivocar, te puedes distraer.
Y Manuel, impulsado por una extraño esperanza, exclamó:
--¡Ojalá tengas razón! Me puedo distraer. ¿Lo crees realmente? Eres el único que piensa así. Yo… también. Hace calor. ¡Es horrible!... Sí que lo hace. Distraerse… ¿Es posible?
Jesús observó que su corderillo predilecto escapaba inseguro hacia la parte del río donde nacía el turbillón. Igual tenía sed. El recental, frágil, metió sus patas y el curso del agua lo hizo tambalearse. Jesús, rápido, silbó a los perros que aceleraron hacia él. El corderillo tuvo miedo; movió la cabeza de lado a lado como si pidiera ayuda. Los perros hicieron por morderlo y saltó y corrió como loco de vuelta al rebaño. El peligro había pasado. Los perros quedaron ladrando junto al agua.
Jesús se acercó y dijo a su amigo:
--¿Sabes? El único sitio donde no te podrán coger los toros es en el cielo.
*
Manuel sintió el peso abrasador del sol; podía haber cogido una insolación pese a haber permanecido a la sombra de los olivos. Al verle pasar de rergreso a la fonda, uno de los paisanos que continuaban en la Plaza Mayor le gritó: “¡Suerte, vista y al toro!” Fue como un trallazo que le produjo una impresión extraña.
De nuevo en el cuarto se recostó y tomó el libro que le confortaba en los momentos de angustia. Leyó palabra a palabra: “Enójate contra ti mismo y no permitas que arraigue en ti la soberbia; muéstrate tan sumiso y pequeño que cualquiera pueda ponerse sobre ti y pisarte como el lodo de las plazas”.
Los ojos le brillaban. Le molestaba la luz del sol que entraba por la ventana. Le pareció sentir que algo se desprendía de sus cabellos, que corría por la mejilla y huía por la almohada. Era como una mancha minúscula. Le pareció que subía por el respaldo de la silla próxima, se encaramaba a la chaquetilla de su traje de luces y se ocultaba hacia donde estaba la cruz. Manuel dejó caer la cabeza y, con la visión revuelta, creyó ver una araña pequeña que llevaba en el abdomen una serie de puntos moteados amarillentos de los cuales cinco o seis de los más grandes formaban otra cruz. Manuel se desvaneció en el sueño.
Don Judas entró alborotado dando voces. Venía de charlar con algunos aficionados. Le despertó. Le increpó porque no se daba cuenta de la hora. Pidió ayuda a la cuadrilla y le vistieron. Y después, corriendo cuanto podían entre la muchedumbre ansiosa, llegaron a la plaza.
Le extrañó que Manuel no hubiese pronunciado palabras alguna. Por eso don Judas preguntó: “¿Es que tienes miedo?”. Manuel negó con la cabeza y don Judas se tranquilizó.
Estaba por salir el primer toro de la tarde. Todavía tras la barrera, Don Judas se acercó a Manuel y le pasó un brazo por los hombros.
--¡Ea! Reza conmigo para que Dios te ayude. –Y siseó-- ·”Santo Dios, Creador del Infinito, destructor del mal que atormenta a los hombres, ayúdame a vencerlo aquí si está representado en los toros.” Pero Manuel no le acompañaba y ante el sorprendido apoderado dijo:
--Don Judas; esto se ha terminado. --Después, con serenidad desprendió la cruz de la chaquetilla y se la dio. -- Devuélvamela al final de la corrida; ahora que se haga la voluntad de Dios.
Don Judas le vio irse hacia la arena y sintió un escalofrío.
Era tarde de toros y la gente se agitaba en la plaza. El griterío a veces se acompasaba, otras parecía el de los hombres cuando discuten en la tertulia o el de las mujeres arremolinando sus mantillas. Las buenas y las malas impresiones escapaban en el humo del tabaco o el zarandeo de los abanicos. Acontecía lo de siempre cada domingo en las plazas de toros, la masa sumida en el calor, angustiándose cuando el toro acaricia la faja del torero o puntea cerca del pecho, feliz al concluir la tanda de naturales con un gran pase de pecho…
Manuel ya no pensaba en la cruz. Embebido en la faena, dibujaba cuanto se esperaba de su arte y la gente se lo premiaba con ovaciones.
El toro, firme sobre el rectángulo de sus patas, el cabezón abajo, le contemplaba. Manuel levantó el brazo y permaneció quieto, segundos como siglos, perfilándose. Volvió el rostro y, para asegurarse, vio a don Judas agitando la tau inquietamente; al mirar de nuevo al frente vio saltar de su chaquetilla una araña que corría hacia la mano que sujetaba la espada.
Fue un choque brutal. Un golpe en el pecho. Le arrastraban. Se oían gritos de pánico. Se veía como una sombra escapando bajo las pezuñas del toro. Por primera vez Manuel sentía el aliento del toro en la mejilla, las sangres mezcladas. El toro rodó cercano al torero.
Don Judas, cuando le vio en brazos de las asistencias, allí donde estaba, tras la barrera, metió la tau en un bolsillo mientras corría un sudor frío por sus manos y se le resistían las palabras.
Jesús logró acercarse a la mesa de operaciones aprovechando el trasiego de la puerta. Muy cerca, el apoderado, rodeado de periodistas, comentaba la noticia. Todos querían saber como si no hubiesen visto… Y don Judas, por fin, hablaba.
Jesús miraba el pecho desnudo de Manuel. Las manos crispadas entrelazando la cruz griega. La sonrisa del triunfo helada, sorprendida. Y Jesús, llorando, rozándole con sus manos, decía con palabras que eran susurros:
--Te lo dije Manuel, los toros no podrán cogerte en el cielo.
NB.:
El Divino fue uno de los relatos finalistas en el concurso de cuentos que hizo el Diario Regional de Valladolid en colaboración con la Caja de Ahorros de Salamanca en 1962. Su publicación fue ilustrada por la pintora Carmen Dosal. El texto fue completamente reescrito y modificado cincuenta y cuatro años después y de nuevo en el 2018 .
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