Aspectos de la novelística de
Francisco Ayala[i]
“Si, como me parece indudable, los géneros
tradicionales han perdido significación, y algunos han sido abandonados por
completo (¿a quién se le ocurriría hoy ponerse a escribir una epopeya?), su
decadencia indica que esos dispositivos técnicos en que consiste no
corresponden ya, o sólo en medida muy
escasa, al estilo de nuestra época, y no sirven para darle expresión
adecuada”.
¿Qué le induce
al escritor Pinedo, protagonista de Muertes
de perro (1958) a escribir la
crónica de la dictadura de Bocanegra como no sea una inmortalidad que Ayala
dibuja lentamente desde la ironía y la parodia? Acostumbrado al espectáculo
diario “donde la bestia humana ruge”,
realidad más cruda que la peculiar de las novelas o de las películas, y
pensando que los sucesos a relatar despertarán la admiración de las
generaciones, el protagonista Pinedo se aplica a “a preparar” su relato con el desengaño de la pura verdad:
“Instalado siempre en mi sillón de
ruedas, testigo de tanto y cruel desorden, aquí estoy, en medio del torbellino,
sin que hasta el momento nadie me haya molestado.”
“De mí, ¿quién va a ocuparse? Y hasta me sobra el
tiempo y el sosiego para observar, inquirir, enterarme, averiguarlo todo, e
incluso para hacer acopio de documentos; sí, juntar los papeles sobre cuyo
valor fundamental habrá de fundarse luego la historia de este turbulento
periodo”
“vivimos
al día, sin recuerdo del pasado ni preocupación del porvenir, entregados a un
fatalismo que nos lleva, en lo individual como en lo colectivo, de la abulia al
frenesí, para recaer de nuevo en el
letargo tras cada convulsión. Eso quizás por suponerse que nada de lo que
ocurra o pueda ocurrir tiene entidad real”.
“Hay un pasaje, un largo, interminable pasaje, en el
que González Lobo parece perdido en la maraña de la Corte. Describe con
encarnizado rigor su recorrer el dédalo de pasillos y antesalas, donde la
esperanza se pierde y se le ven las vueltas al tiempo; se ensaña en consignar
cada una de sus gestiones, sin pasar por alto una sola pisada.”
“Una interpretación del mundo centrada sobre esa
cuestión cardinal acerca de qué sea el hombre, de dónde venimos y adónde vamos;
la pregunta que oscuramente o con lucidez nos estamos haciendo cada cual desde
el fondo de su conciencia, mientras la vida nos dura.”
El escritor, en el
novelar de Francisco Ayala
La generación de Francisco Ayala (1906-2009) vivió
la juventud entre notables crisis, las secuelas de la Iª Gran Guerra y las convulsas realidades
sociales y políticas hasta el tajo de la Guerra Civil española. La crisis
influía seriamente en la literatura y particularmente en la novela porque los
géneros literarios son elásticos y modifican
sus estructuras --cuando no desaparecen—siempre en busca de una modernidad. Pero
si en tiempos de crisis el ciudadano no encuentra la vieja seguridad, tampoco la
tendrá el protagonista que le imita en la novela. ¡Oh, el personaje! Incluso el
novelista encuentra difícil modelar un arquetipo porque el ciudadano en que se
fija ni induce a la ejemplaridad ni a la repulsión. El personaje en crisis sólo
es imagen de nuestra propia inseguridad, del vacío que sufre una sociedad que
ni se reconoce ni sabe adónde se dirige. Francisco Ayala escribió --ya en su
madurez—en el libro Experiencia e invención (1960):
“Si, como me parece indudable, los géneros
tradicionales han perdido significación, y algunos han sido abandonados por
completo (¿a quién se le ocurriría hoy ponerse a escribir una epopeya?), su
decadencia indica que esos dispositivos técnicos en que consiste no
corresponden ya, o sólo en medida muy
escasa, al estilo de nuestra época, y no sirven para darle expresión
adecuada”.
En tiempos de juventud, a Francisco Ayala como a la mayoría
de los escritores de su generación les iba la experimentación, los ismos; el
estilismo del tiempo se imponía a todo su quehacer artístico incluida la
creación novelística. Respecto a Ayala lo
testimonian sus libros El boxeador y un
ángel (1929) y Cazador en el alba
(1930). Pero cuando escribió El hechizado
(1944) y tenía 38 años, su novelar había encontrado el norte centrándose en la
figura del escritor, o en sus variantes como el narrador, el relator, el memorialista,
el aficionado a escribir o el autor de autobiografía. No se trataba del caso de
Miguel de Unamuno quien, demostrado por Ricardo Gullón en su libro Autobiografías de Unamuno (1964),
trasladaba sus múltiples yos a los personajes de novela con ánimo de perdurar
en ellos después de su propia muerte.
Ayala eligió la figura del escritor porque
representa al creador y, a través de
ella, mostraría la miseria social valiéndose de procedimientos literarios tales
como la historia, la crónica de sucesos
y la autobiografía.
¿Qué le induce
al escritor Pinedo, protagonista de Muertes
de perro (1958) a escribir la
crónica de la dictadura de Bocanegra como no sea una inmortalidad que Ayala
dibuja lentamente desde la ironía y la parodia? Acostumbrado al espectáculo
diario “donde la bestia humana ruge”,
realidad más cruda que la peculiar de las novelas o de las películas, y
pensando que los sucesos a relatar despertarán la admiración de las
generaciones, el protagonista Pinedo se aplica a “a preparar” su relato con el desengaño de la pura verdad:
“Instalado siempre en mi sillón de
ruedas, testigo de tanto y cruel desorden, aquí estoy, en medio del torbellino,
sin que hasta el momento nadie me haya molestado.”
Y piensa que
si no le ocurre nada, se le posibilita asistir al final de la historia y podrá
contarlo (“porque esto ha de tener un
final, y será menester que alguien lo cuente”). Pinedo se llama vástago de
una familia de escribidores y, por tanto, se cree con el mejor derecho para
continuar “la sedentaria tarea” de contar los despropósitos de
los otros mortales. Conoce también la inmunidad que le proporciona estar
impedido en un sillón de ruedas:
“De mí, ¿quién va a ocuparse? Y hasta me sobra el
tiempo y el sosiego para observar, inquirir, enterarme, averiguarlo todo, e
incluso para hacer acopio de documentos; sí, juntar los papeles sobre cuyo
valor fundamental habrá de fundarse luego la historia de este turbulento
periodo”
En el fondo,
cronista de cualquier tiempo, quiere un puesto en la gloria:
“¿quién le dice
que no haya de ser mi nombre, el nombre de Luis Pinedo, del insignificante
Pinedito, el que se haga ilustre, a fin de cuentas, por encima de todas las
cabezas, con el sólo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido
estos documentos cuya importancia nadie reconoce ahora y en los que nadie repara?...
Silenciosamente los recojo yo mientras
tanto para redactar en su día la crónica de los sucesos actuales”.
Ni el afán
de verdad histórica ni el escribir para
solazarse ilusionan tanto a este mesiánico hijo de la sociedad como propagar desde
su ser tullido y enfermo la podre de sus congéneres. En uno de esos momentos de
reflexión extra-subjetiva manifiesta que existe otra poderosa razón para escribir:
“vivimos
al día, sin recuerdo del pasado ni preocupación del porvenir, entregados a un
fatalismo que nos lleva, en lo individual como en lo colectivo, de la abulia al
frenesí, para recaer de nuevo en el
letargo tras cada convulsión. Eso quizás por suponerse que nada de lo que
ocurra o pueda ocurrir tiene entidad real”.
Antes de proseguir, subrayo que una constante
de los personajes de Ayala es vivir de recuerdos y que ese transportarse al
pasado no sólo explica la naturaleza irreal de los sucesos narrados en presente
por quienes viven a expensas de remembranzas, sino también una sociedad
trasnochada donde el individuo no puede reverdecer viejas energías.
En El fondo del vaso (1962) el protagonista
Lino Ruiz resulta menos cínico que Pinedo; dice escribir para pasar el rato,
pero varían los sentimientos que mueven su pluma. Al comenzar escribe para
reivindicar al desaparecido Bocanegra; después porque un amigo --interesado en
que abandone los anteriores propósitos-- le adula como artista y, finalmente, cuando es un verdadero escritor, porque tiene
conciencia de su propia ruina moral y física. La novela está muy bien estructurada.
Sus tres partes responden con lógica feliz a la trayectoria espiritual del protagonista.
La primera buceará en su idiosincrasia; en la segunda –ahí nace el “escritor-artista” retratará a calco la
circunstancia que le rodea; en la tercera la realidad se impone al ensueño para
terminar fundiéndose en él. Y Lino, resulta despojado de la libertad y de
cuanto le es querido. Siendo verdad que había empezado a escribir para
entretenerse, exclama: “No hay remedio:
esta vida es una comedia de equivocaciones, una tragedia, una tragicomedia”,
en mi opinión, coincidiendo con la visión del mundo del autor.
Las obras anteriores de Francisco Ayala, sin
ser tan complicadas, ofrecen un panorama variado en la manera de presentar al
personaje, predominando la tendencia
autobiográfica. El carácter de cada personaje-escritor será evaluado por los
lectores tras leer los comentarios de los sucesivos cronistas que surgen en el relato, y los gestos o indicaciones
repartidos por el novelista a lo largo del texto.
Nuestro novelista relevó la dualidad clásica
entre héroe y antihéroe, cada vez
menos viable en la buena novela moderna, por un juego de tres personajes: uno es el propio autor-Ayala dirigiendo la trama e introduciéndose
de manera subrepticia en los otros personajes cuando le conviene; el segundo es
el relator que pertenece a la
tipología de los entes vacíos que se exorcizan introduciéndose en los secretos
de otras vidas, usufructuándolas como es el caso de Pinedo; el tercer personaje
es el verdadero cronista de la ficción, el
glosador verbal o documental de
acontecimientos directamente vividos por él, primer intérprete de la realidad,
del sufrimiento moral, del suceso novelesco, pareciendo el otro autor de la novela – un ejemplo nítido
de glosa verbal también puede verse en la novelita El mensaje. La presencia de los tres autores permitía que Ayala manejara
el tiempo novelesco desde tres puntos vista que, además, le hacían trasmutable.
Si El fondo del vaso superó la técnica de
creación ya expuesta al ostentar Lino Ruiz la doble condición de relator y
glosador, será en la narración El hechizado –incluida en Los usurpadores (1949)-- donde hallamos
otro ejemplo magnífico. Ayala describe intencionadamente el desmoronamiento de
la máquina imperial de España acentuando los rasgos animalizadores de los
personajes. Hay un glosador que,
intrigado por aquel periodo, encuentra el manuscrito donde el indio González
Lobo relata la aventura de cómo fue pretendiente en la corte de Carlos IIº. El relator llama modestamente noticia a su propio escrito y,
refiriéndose al que llama “notable
manuscrito” del indio aclara: “No se
trata del borrador de un memorial, ni cosa semejante; no parece destinado a
fundar o apoyar petición alguna. Diríase más bien que es un relato del
desengaño de sus pretensiones” (simplemente las de ver al rey, al soporte y
cabeza de lo que parecía ser un imperio fastuoso).
El
procedimiento utilizado por Ayala al componer El hechizado es
sencillamente prodigioso. Entendemos al relator viéndole escribir, reflexionar,
exasperarse, intrigarse, admirarse con el relato de González Lobo; de éste
captamos toda su sensibilidad y los diversos planos del carácter –posiblemente,
semejante al del ciudadano español de entonces, ya más paciente y meditabundo
que hombre de acción--, y de Ayala, el poder de persuasión sobre la
inteligencia del lector:
“Hay un pasaje, un largo, interminable pasaje, en el
que González Lobo parece perdido en la maraña de la Corte. Describe con
encarnizado rigor su recorrer el dédalo de pasillos y antesalas, donde la
esperanza se pierde y se le ven las vueltas al tiempo; se ensaña en consignar
cada una de sus gestiones, sin pasar por alto una sola pisada.”
Podemos imaginar la angustia del comentarista
al no captar el verdadero alcance de la descripción del indio –en verdad
víctima del engaño artístico preparado por la coalición Ayala-G.Lobo—y el
quinto sentido de Ayala para presentarnos la máquina administrativa de aquel
imperio, donde los hombres, perdidas las viejas energías, son absorbidos por la
inmensa araña de la burocracia. Todo ello proporcionando giros imprevistos al
concepto de autonomía del personaje.
Ayala, que más bien parecía el escribano de sus
escribanos, sólo dictaba una ley a sus entes de ficción: que coadyuvaran a
explorar cuanto puede saberse acerca de la existencia del hombre:
“Una interpretación del mundo centrada sobre esa
cuestión cardinal acerca de qué sea el hombre, de dónde venimos y adónde vamos;
la pregunta que oscuramente o con lucidez nos estamos haciendo cada cual desde
el fondo de su conciencia, mientras la vida nos dura.”
[i] Este
trabajo y el del próximo mes, ponen al
día el ensayo “Tres aspectos en la novelística de Francisco Ayala que publiqué
hace ya mucho tiempo en Cuadernos
Hispanoamericanos, Septiembre de 1965, Núm, 189.
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