CUADERNOS DE MARCELA, II
El Centro de la UNED
Nota.-
Los primeros Centros de
la UNED estaban situados en edificios emblemáticos no siempre acondicionados o
en colegios de niños donde ni las aulas ni el mobiliario se adecuaban para ofrecer tutorías a estudiantes adultos. El
Centro de Tortosa residió durante casi diez años en un edificio histórico
cedido por el Obispado de Tortosa --con permiso de Roma-- por un duro simbólico anual que nunca fue abonado.
Julio, 1975
Comí temprano porque Eugenio
quería enseñarme el Centro con detalle.
A las cuatro de la tarde, bajo un sol inclemente, atravesamos el portalón de entrada que exhibe
el escudo de las cuatro barras, la cruz de San Jorge y las cuatro cabezas sobresaliendo
en la cocción de una perola. “Parece
mentira que después de tantos siglos
sigan ahí, hirviendo”, comentó
un
Eugenio entre irónico y disgustado.
Subimos por una escalera amplia
que da a un patio exterior bastante grande --donde los antiguos alumnos hacían
el recreo--y por donde se entra al
edificio llamado de Santiago y San Matías, construido para la instrucción de los hijos
de moros y judíos conversos. A mediados del siglo XVI, el Estudi allí
establecido alcanzó rango universitario y otorgó los títulos de Doctor en
Teología y Maestro en Artes y Filosofía, “bien
que esos títulos –afirmó Eugenio-- no se reconocieron hasta que Felipe IV
convirtió el lugar en Universidad Real. No está claro si
para ello se necesitaba una bula papal que, al parecer, llegó
cuando Felipe V ya había trasladado el
Estudi a Cervera. Después, este edificio
fue de todo, cuartel, cárcel, y en los últimos años colegio de primera
enseñanza bajo en nombre de “Colegio de San Luis”, que es el nombre con el que
se le conoce actualmente en Tortosa”.
Entramos en el edificio atravesando una portalada de tres cuerpos. El
primero asentado sobre dos columnas corintias con pedestal sobre el que resplandece
el escudo imperial del águila bicéfala sostenido por dos cariátides, por
encima, las estatuas de los patronos,
Santiago y San Matías y sobre ellos el Ángel Custodio, patrón de la ciudad. Me
impresionó el relieve primoroso del escudo;, Eugenio me comentó de pasada: “En el museo hay un sello con el mismo escudo
imperial. Se utiliza para lacrar los sobres que
enviamos a Madrid con los exámenes de nuestros alumnos.”
El patio interior del Colegio
de San Luis es cuadrado y hay un bello pozo octogonal en el centro, pero lo que
llama la atención son las galerías que se superponen disminuyendo en altura y
protegidas desde arriba por una visera de madera artesonada.
Sobre los capiteles del patio
hay rostros esculpidos de judíos y moriscos, probables artífices del monumento,
algunos tan llenos de vida que parecen mirarte y sonreír; su vivacidad deja en
segundo plano las representaciones de los cuatro evangelistas del Tetramorfos
situadas en los ángulos interiores de la primera galería.
La gloria de este conjunto italianizante
está en el friso que separa las dos primeras plantas, donde resplandecen los bustos mayestáticos de los reyes y
reinas de la Corona de Aragón, desde el
Conde Berenguer IV a Felipe IV. “Fíjate
en el protocolo –comentó Eugenio-, el
rey a la izquierda, la reina a la derecha y, en medio, los escudos partidos con
esta disposición: las cuatro barras de la Corona aragonesa siempre al lado del
rey y del lado de la reina sus armas exceptuadas las de las reinas María de
Montpellier, Margarita y Mariana de Austria, mujeres de Pedro I El Católico,
Felipe III y Felipe IV, cuyas armas quedaron sin esculpir; sin embargo, mira para
allí donde está Leonor de Inglaterra –y me indicó el lugar--, la que no pudo casar con Alfonso II El
Liberal que murió antes de la boda, Leonor
luce armas y corona y es que los ingleses, ya por entonces, dejaban sus leones sueltos por toda parte”.
Una lápida que completa el
friso exhibe una leyenda en latín dedicada a
Berenguer IV cuyo laudo final me hizo reír: “Delante de tu nombre, todavía el turco tiembla, Ramón”. El tono
menor de la galería del tercer piso con sus arcos rebajados sostenidos por
pequeñas columnas toscanas armoniza la grandiosidad del conjunto.
Subimos al primer piso por una
escalera amplísima de escalones desgastados. Eugenio me guió hasta el Aula
Mayor, “hoy singular Museo de Ciencias
Naturales”, dijo. Mi curiosidad murió al entrar, pues la polilla, el polvo
y los sudarios de tela de araña dan un
aire de ultratumba a la fauna disecada ahí congregada.
En el centro de la estancia hay
una hilera de mesas donde se apilan ejemplares de periódicos. “Aquí tienes
la gran hemeroteca del Centro –comentó Eugenio--, como ves, bien protegida por las alimañas. A lo largo de un año se compraron
y amontonaron aquí los periódicos de Madrid, Barcelona, Zaragoza, Teruel,
Castellón y Tarragona, provincias sobre
las que el Centro hoy tiene jurisdicción, pero nadie los lee porque se
necesitan buenos bíceps para hurgar en
esos montones y, además, igual se te aparece Boris Karloff detrás de esa águila tuerta y tienes el susto de tu vida”. La mención del actor me provocó un escalofrío, pero me
eché a reír pese a que Eugenio continuaba hablando muy serio: “Mira la pared debajo del ventanal. ¿Ves que
se está abriendo? – Divisé las palmeras del patio exterior por el hueco
formado en la pared-. No sólo la pared;
también el suelo de este museo tan original
se está hundiendo por el peso de la prensa. Cuando visitemos la planta baja te
enseñaré las vigas que sostienen este piso; están flechadas de mala manera.”
Al salir del museo de los
horrores, Eugenio pidió que me asomara al exterior de la galería y mirase hacia el Aula 1 situada frente a nosotros en la planta del
patio. “Eso que se llama Aula 1 no es
tal. Es el lugar donde las limpiadoras y el Sr. Conserje dejan
la basura; un muladar con alumnos
singulares que ahora estarán almorzando y no tardarán en salir”. Le
pregunté si me tomaba el pelo porque sólo veía los haces luminosos del sol
cayendo como luces de pista sobre las
losetas contiguas al portalón del aula; de pronto, por la gran abertura bajo
su puerta salieron dos ratas enormes caminando lentas, arrastrando sus colas
repugnantes y lacias hasta ubicarse bajo los rayos del sol donde empezaron a
atusarse. La escena me produjo tal asco que incluso recriminé a Eugenio sacudiendo su espalda con suavidad.
Caminamos unos metros por el
claustro hacia la Sala de Profesores, contigua al Aula Mayor, una estancia
amplísima, desigual, en cuyo centro hay unidas ocho o diez mesas de buenas
proporciones con sillas alrededor para
unas treinta personas; vi también un
tresillo que imitaba el estilo castellano y
una hilera de archivadores situados contra la pared próxima a la
entrada. Eugenio abrió uno y dijo. “Cada
cajón pertenece a un profesor y en él
depositamos las circulares, su correo y
los cuadernillos de pruebas a distancia que deben corregir”. Pregunté a Eugenio si las vigas que
sustentaban el suelo también estaban flechadas y movió hombros y brazos haciendo un gesto de duda; luego dijo:
“Aquí
se celebran los claustros, pero no sé si algún día nos iremos abajo”.
Siguiendo por la galería nos aproximamos
a una puerta de cristal que rebasamos para entrar en un hall diminuto
que daba a tres puertas. Eugenio abrió
la de la derecha y me dijo “Antiguamente había
celdas en casi toda esta planta del edificio. Ahora este hall abre paso a un aula
y dos despachos, y éste es el tuyo”. El mío
resulta ser un cuarto pequeño de techo
altísimo. El terrazo fue blanco alguna vez. La verdad es que no me
entusiasmaron ni la mesa metálica, ni el
armario de colegio, ni la mesita sobre la que reposa una Olympia
portátil, y menos aún mi silla, forrada
de tela que fue roja y ahora blanquea
por el polvo de la tiza y porque tiene unas
ruedas metálicas bastante ruidosas; dos sillas a juego de aspecto parecido
completan el mobiliario. “No tengo nada mejor para ti –Eugenio comentó-. Menos mi despacho y el de Jordi, todo es igual. Lo siento”.
Repliqué que no importaba y, disimulando, elogié el ventanal que se abría a mi
espalda sobre lo que parecía un huerto. Eugenio sonrió: “Por las tardes mantén la ventana cerrada. La fábrica del gas está cerca
y algunos días, cuando sueltan los
sobrantes, aquí no se puede
respirar; te parecerá estar como en otro Auschwitz”.
El tercer piso también estuvo
destinado a celdas y ahora acoge, sobre todo, dos aulas enormes con puertas de
madera intermedias para dividirlas si
conviene; hay otras estancias donde da
miedo pisar porque el suelo trasluce y podrías espiar o caer en la Sala de Profesores.
También está el apartamento donde vivía el primer director y la biblioteca que
es como una buhardilla, con las vigas elevándose hasta el límite del tejado,
alegre por la luminosidad que proporcionan varios ventanales en cuyas repisas
hay macetas con flores, pero con un
fortísimo olor a ajo. “Hay casi más
sillas que libros –ironizó Eugenio--.
Bueno, suman ciento treinta, eso sí, ordenaditos- El olor se debe a que la
bibliotecaria, doña Amalia, consume varias cabezas de ajo al día. Entre la
penicilina que dan los libros y los ajos se propone vivir muchísimo.”
Terminada la visita fuimos a su
despacho y le pregunté por el mensaje que me había querido transmitir. “Muy sencillo –respondió--.Aquí como en muchas partes, todo es
apariencia. Para los patronos estamos en un edifico regio, pero la luz corre peligrosamente a 112 vatios por hilos
de cobre envueltos en seda mugrienta.
Apenas disponemos de cinco aulas verdaderas
y otras dos grandes con separaciones de madera incapaces de aislar las
voces de profesores y alumnos.
Tampoco sabes qué se caerá primero, si
la biblioteca, el Aula Mayor o la Sala
de Profesores, aunque Jordi jura y perjura que la pieza que está peor es
justamente la Secretaría. Dentro de pocos días los inquilinos de la Sala de
Profesores estarán contra mí y contra ti, el Delegado de Alumnos pedirá
nuestras cabezas, y los Patronos más renuentes tendrán las malas noticias que esperan para cerrar el Centro. Tenemos
que hacer las cosas muy bien para sobrevivir
e imponernos a esas circunstancias ”.
Quedamos en silencio hasta que escuchamos las llaves del Sr. Salvador abriendo
la portalada de entrada al patio.
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