ENTRE
SEPTIEMBRE Y OCTUBRE
NOTA
“Entre septiembre y octubre” transcurre en paralelo al homenaje dedicado
al general Franco por sus 35 años al
frente del Estado que tuvo lugar el 1 de
octubre de 1971 frente al Palacio de Oriente. Se centra en torno a una familia
burguesa de Madrid y a un español que vive en el extranjero. Sobre todo se
historian años de juventud de la
generación nacida al concluir la Guerra Civil, la misma que el Sr. Carrero
Blanco quiso sacrificar y, sin embargo,
protagonizaría la transición. Eliminé vivencias puntuales como la presencia de algunos
jóvenes universitarios en la AECE (Asociación Española de Cooperación Europea)
y las acciones que facilitaron la integración entre los alumnos la Facultad de Derecho de un personaje que
después sería importantísimo para nuestra democracia. La historia también refleja
las frustraciones de aquella juventud. Las primeras páginas, intencionadamente casposas, son tan testimoniales como el desarrollo y
el final. “Entre septiembre y octubre”
se escribió en el año 1971 y refleja
modos, costumbres malas y buenas, el lenguaje y aspectos de esa época.
Era una novela larga que mi desmedida afición a corregir ha dejado en su mitad quedando en historia completa.
ÍNDICE
Capítulo
1. pág.01 Capítulo 4, pág.19 Capítulo 7, pág.48
Capítulo 2. pág.05 Capítulo 5, pág.26 Capítulo 8, pág.58
Capítulo 2. pág.05 Capítulo 5, pág.26 Capítulo 8, pág.58
Capítulo
3, pág.11 Capítulo 6, pág.39 Capítulo 9, pág.62
Capt. 1º
--Niña, trae el postre.
Marcela se levantó de la
mesa y fue a la cocina en busca de las manzanas asadas. Las colocó en los
platillos de postre y éstos en la bandeja. Luego llevó las manos a sus sienes y
las frotó con suavidad. Le dolía la cabeza y estaba aturdida, no tanto por aquella
interminable conversación acerca de Carmela como por la impresión recibida esa
misma tarde. Se acercó a la ventana y miró furtivamente
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a través del patio
hacia el cuarto de enfrente. Había una luz encendida y se oía la música de un
gramófono. Marcela creyó ver el bulto de una persona y se ocultó
apresuradamente. En eso oyó la voz de su madre:
--¡Niña! ¿Es que te las
estás comiendo?
Marcela recogió la bandeja y
regresó al comedor; sirvió a cada uno y tomó asiento junto a su hermana, quien
se precipitó a devorar la manzana mientras su madre hablaba de Antonio, de la
boda próxima, de la fiesta del día siguiente.
--Te repito, Carmelita, que
la boda debe festejarse de otra manera; en eso estamos de acuerdo sus padres y
nosotros. Las moditas nuevas están bien en las películas, pero hija, eso de
casarse a las siete de la mañana, de corto, sin más celebración posterior que
un desayuno para familiares y amigos contados, en mis tiempos y en los de hoy,
huele a boda de penalti. El padre de Antonio es un abogado famoso y tu padre un
industrial solvente y conocido; las dos familias tenemos muchas relaciones y
hay que cumplir, porque si no, ¿piensas en lo que dirá la gente?
--Sí, mamá -contestó Carmela-,
pero Antonio lo quiere así y, ¡pásmate!, dice que, de lo contrario, no hay boda-.
Carmela concluyó la frase dando un golpecito con la cucharilla en su platillo
del postre.
--¿Has oído, Luisito?
-preguntó la señora justo cuando el cónyuge peleaba con el corazón de la
manzana tratando de afanar carne donde no la había-. ¿Has oído el ultimátum?
¡Virgen María! Perdona, Carmelita, pero tu novio es un pendejo.
--Un mentecato -apostilló
don Luis mientras escupía algunas pepitas en su cucharilla.
--¿Dejaréis a Antonio en
paz? - avisó Marcela.
El padre, pleiteando con las
gotas de almíbar que se resistían a ser arrebañadas, comentó:
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--Está visto que si queremos
verte con la alianza...
--... y no vistiendo santos,
tocan a callar. Me sé la copla, maridito, pero la música no me gusta.
Doña Aurora había hecho el
comentario al tuntún, pero a juzgar por las miradas criticonas del marido y de
Carmela, había metido la pata. Todos permanecían callados. Marcela había
empalidecido, aunque tratando de no darse por aludida, preguntó:
--¿Os gustaron las manzanas?
--¡Riquísimas! ¡Riquísimas!
Ese almíbar... ¡delicioso! - exclamó el padre.
--¡Asas bomba! - añadió
Carmela.
--Muy buenas, aunque, si
hubieran sido manzanas del Soto, habrían quedado mejor. ¡Claro, que de eso tú
no tienes la culpa! - enmendó la madre.
--Me alegro, y ahora
perdonad, me duele la cabeza y quiero ir a la cama. Carmela, ¿te importará
recoger por mi esta noche?
--De ningún modo, hermanita;
que descanses y te alivies.
Marcela besó a todos y
cuando hubo abandonado el comedor, don Luis exclamó:
- ¡Mujer, mira que te pasas
a veces!
--Pues culpa tuya -respondió
ella-. Me diste pie con la copla famosa de esta casa. Además -prosiguió-,
Marcela está picada con la boda de Carmelita.
-- ¡Tonterías, mamá! -soltó
Carmela censurando a su madre-. Debes cuidar lo que dices porque hieres cuando
menos viene a cuento.
--La chica tiene razón -dijo
don Luis-. Te pasas la vida zapicando sin ton ni son lo que amargaría a
cualquiera que no tuviese el aguante de Marcela. Bastante desgracia la de no
tener novio para recordárselo constantemente.
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Doña Autora no aceptaba el
proceso al que estaba siendo sometida:
--Venga, dejaros de
pamplinas y, en cuanto a ti, Carmela, como me pierdas el respeto otra vez, te
atizo un soplamocos-. Repuesta su autoridad, sacó un nuevo tema de
conversación-. ¿Sabéis que ha vuelto Claudio?
--¿El chico de al lado? -preguntó
don Luis interesadísimo.
--El mismo.
--¿El que andaba por
América? -interrogó Carmela.
--El mismo. Creo que es
profesor o algo así.
--O sea, que no es ingeniero
como su padre - puntualizó don Luis.
--Pues lo menos hace diez
años que no viene por Madrid – comentó Carmela.
--Por ahí, por ahí -asintió
la madre-. Llegó esta tarde; le vi desde el balcón. Tiene un coche que provoca,
inmenso, aunque debe estar de paso porque apenas subió equipaje.
- -El piso de al lado es la
fonda de esa familia –arguyó el marido.
Carmela escuchaba
atentamente la conversación de sus padres y, cuando pudo, dijo:
--Quiero recordar que
Claudio fue uno de los grandes amigos de Marcela.
--Sí que eran amigos, ¡pero
de eso hace cantidad de tiempo y esas cosas se pasan! –exclamó doña Aurora
quedándose pensativa-. Claro que ahora me explico lo silenciosa que estuvo esta
tarde.
--Pues no veo la relación de
una cosa con la otra -dijo el marido.
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--Ni yo – se sumó Carmela.
--Porque sois ciegos.
Doña Aurora no quiso
argumentar. Bastaba con que ella viese claro. Hablaron de cosas intrascendentes
por un rato. De pronto llegó de la calle el ruido de un motor potente, un coche
poniéndose en marcha. Instintivamente, doña Aurora se levantó y fue hacia la ventana;
corrió el visillo y miró con avidez. Luego llamó a los suyos:
--¡Mirad! ¡Mirad! --Padre e
hija corrieron a su lado. Un coche americano empezaba a deslizarse por la calle
Narváez--. Menuda vida llevará ese con el dinero que tiene - apostilló doña Aurora
mientras tintineaban las once de la noche en el reloj del comedor.
Capt. 2º
Marcela escuchó el reloj. El
dolor de cabeza remitía, pero no conciliaba el sueño. Las voces del comedor
habían llegado débiles, aunque lo suficiente para confirmar sus sospechas: Claudio
estaba en Madrid y no sabía si alegrarse o sentirlo.
Temía a los recuerdos, los
del verano sobre todo y, en particular, el de la tarde aciaga del guateque en
casa de Polita. A los amigos comunes se les había metido entre ceja y ceja que
Claudio y ella se hicieran novios antes de que él marchara a América y
convinieron que ningún chico la sacaría a bailar ni dejarían que Claudio se
arrimara a otra chica. Sólo le hablarían de Marcela, de lo estupenda que era,
de lo guapa que estaba.
¡Guapa! Marcela sonrió en la
oscuridad de su cuarto. Guapa no lo fue nunca. Tenía, sí, una hermosa melena
castaña y unos ojos almendrados enormes; era muy delgada y su piel la envidiaba
incluso Carmela, pero nada más. Ahí estaban sus manos, deformes por aquella
tontería de jugar al baloncesto en el colegio durante los años en que hasta las
monjas fomentaban el espíritu deportivo. Disimular aquellas manos suponía un
calvario cuando salía, salvo en invierno porque podía enguantarlas.
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La figura andante de Marcela
era peculiar: estiraba mucho las puntas de los pies al caminar, los brazos
cruzados sobre el pecho, el jersey grande que, sin ella pretenderlo, reforzaba
su aire deportivo. Tampoco se enorgullecía de las piernas pese a la opinión
contraria de Carmela; eran delgadas, pero el deporte había restado el aire
femenino. Sin embargo, gustaba. Lo adivinaba en las miradas disimuladas de los
chicos. Algunas amigas eran más bonitas que ella, pero Claudio decía que no
tenían duende. Marcela era atlética y no necesitaba enfajarse ni disimular
grasas que no tenía; su carne era tersa y los músculos sostenían con cierta
gracia sus miembros y hacían airoso el pecho breve. Sin embargo, Claudio no se
declaró en el guateque de Polita y marchó a Bilbao y después a América. Todo
quedó en el aire, como tantas cosas.
Marcela se matriculó en
Filosofía y Letras por apremio de su madre. Parecía la carrera más femenina y
más propicia, según la señora, para pescar marido. "Pero no vayas a
pescarlo en Filo porque allí no hay más que muertos de hambre. Un ingeniero
naval sería la bomba. ¡Con lo que me gusta la mar!". Y Marcela, que había
perdido voluntad y se había vuelto indecisa desde la marcha de Claudio, por no
contrariar, se matriculó en Filo. Poco atraída hacia el estudio, prefirió
frecuentar el bar de su Facultad al que acudía una copiosa turba de estudiantes
desocupados, especialmente de Derecho. Sin embargo, los navales no asomaban o
Marcela no era el lince que los divisara.
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Entre los estudiantes de
Derecho y los de Filosofía había polémicas continuas. Aquellos, tenían un
complejo de superioridad que manifestaban en su forma altanera y engolada de
hablar, en los ademanes y en el vaivén de sus inevitables corbatas; los otros,
con frecuencia maestros que ambicionaban mejorar de tarima, vestían como podían
y se atrincheraban en una pedantería latina tediosa e impertinente. Entre
diatriba y diatriba, algunos intimaron y formaron una pandilla que hacía
tertulia casi perenne en el bar de Filosofía. Marcela, dejándose llevar por su
amiga Polita, se agregó para matar el tiempo, aunque la distracción no le salió
gratis, porque los de Derecho habían establecido la norma de pagar las
consumiciones a la catalana y, habida cuenta de la penuria económica de los
filólogos, cuyo peculio pillaba el rigor mortis con excesiva frecuencia, las
chicas de Filo tenían que socorrerles con la misma excesiva frecuencia.
Marcela fue iniciándose así
en la vida. No llego a fumar Peninsulares,
pero abandonó las sodas por el vino, escuchó un montón de chistes y de rumores
políticos. Bailó en los guateques y pasó sofocones a gusto y a disgusto.
Asistió a sesiones de jazz y a las representaciones del Teatro Español
Universitario. Pasó alguna Nochevieja en el apartamento de mozos
hispanoamericanos donde las doce campanadas producían estampidas de besos y
promesas de felicidad que no se cumplieron. En junio se aprobaban las
asignaturas más fáciles y en septiembre las difíciles; alguna se arrastraba
como un mal dolor de cabeza.
En la pandilla destacaba
Joaquín, un chico alto, no mal parecido, muy seguro de sí; destacaba por ideas
que no eran precisamente las comunes de la pandilla. Joaquín defendía la
jerarquía del clero, la milicia, y la diferencia de clases; decía que España
estaba configurada así desde su nacimiento y destruir esa estructura traería el
caos. Su héroe era Donoso Cortés y sabía páginas enteras de su obra de
memoria. Cuando los amigos se le echaban encima, Joaquín recitaba alguna página
de Donoso sin importarle la hilaridad que provocaba. Como Marcela jamás le
censuraba, la consideró aliada y la puso bajo su protección, aunque Polita
advertía:
--No te fíes. Nunca te
comerás una rosca con un muchacho así.
--Hay mujer, tu siempre
pensando en lo mismo - contestaba Marcela.
--Hija, que una es avanzada.
Imagínate vivir con un hombre que ya tiene el futuro cuadrado, porque él lo ha
dicho –e imitaba la voz de Claudio: “Cuando termine la carrera entraré en el
bufete de mi padre que, como bien sabes, es uno de los tres o cuatro abogados
más prestigiosos de Madrid. Luego a la política, a hacer España” –Volvía a
recuperar el tono de su voz - Mira, chica; un plasta, que te lo digo yo, un
plasta.
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--No creas; piensa
especializarse en materias fiscales. Dice que los Planes de Desarrollo
producirán un estirón en la industria que beneficiará la especialización de la
abogacía; el chico piensa.
--No seas ilusa; con sus
ideas y la preeminencia actual de las mismas, lo de Joaquín atufa a pestilla
nacional gloriosa.
Con sus credenciales,
Joaquín tardó lo mínimo en franquear la puerta de los Marco. Doña Aurora estaba
impresionadísima con los fundamentos cristianos y la finura del joven, quien
siempre, al entrar, besaba su mano.
--Lo que tiene Joaquín es un
empacho de normativismo agudo -avisaba Polita-. Si no andas lista te convertirá
en posesión suya.
Además de las lecciones
histórico-político-religiosas con las que entretenía los paseos de la muchacha,
empezó a entrometerse en sus asuntos personales y llegó a pedir lo impensable.
Un día Polita, nada más verla, se tapó la cara con las manos:
--¡Pero qué te ha hecho ese
infame!
--Me pidió que me cortase el
pelo porque a él le gusta así.
--¡Narices!
--Bueno, para que estuvieses
menos provocativa.
--¡Pero si era de lo más
femenino que había en ti! ¿Y tu madre? ¿Qué ha dicho tu madre?
--Que debía complacerle.
--¡La otra inquisidora! Te
han hecho el auto de fe y sólo falta que te corran por las calles y te
emplumen.
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Marcela no respondió. Le
angustiaba recordar el momento en que los copos de su hermosa cabellera caían
al suelo del cuarto de baño. La madre daba unos tijeretazos formidables
animados por un solo pensamiento: la satisfacción que el novio se llevaría al
verla así.
--¡Pero si no es tu novio! -
gritaba Polita.
--Ya, pero mi madre cree que
lo es.
--Hija, si yo tuviera una
madre como la tuya, ya me habría dado de baja.
--Polita, no te pases.
La tiranía de Joaquín se
hizo más intensa a medida que se acercaban al final de la carrera. Le exigía
mejores notas, ficalizaba sus gastos, sus salidas... la obligó a deshacerse de
algunas amistades femeninas que consideraba perniciosas, e intentó alejarla de
una Polita que se reía de sus manías y compadecía a Marcela en público. Cuando
Marcela concluyó las etapas del camino de perfección trazado por el muchacho, se
hicieron novios formales. Entonces los dos se alejaron de la pandilla porque
Joaquín dixit: "un noviazgo ni crece ni madura en compañía de
muchos", frase chusca que alguno apuntó e hizo célebre en la ciudad
universitaria.
Marcela se veía menos con
Polita, pero hablaban por teléfono y Polita notó que a su amiga le había
cambiado el tono.
--¡Oh, bailar! Nunca me
lleva a bailar.
--No me digas que te lleva a
las novenas.
--Pues mira, sí; hemos ido a
Medinaceli y tiene planeada una caminata a San Nicolás; también vamos a los
museos.
--¿Qué museos?
--La casa de Lope de Vega,
el Museo Sorolla...
--Y seguro que a ver los
santos del Prado.
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--Exacto.
--Oye, ¿y es rumboso?
--Los domingos por la mañana
tomamos el vermut con patatas fritas en la calle Serrano; por la tarde nada,
porque ya sabes que es socio del Madrid y va al partido.
--Chica, menos mal que lo
tomas con resignación.
--A ver.
Así concluyeron los años de
Marcela en la universidad, trabajándose una ironía que la defendía de un vivir
monótono que moldeaba un carácter gris, apacible, pero carente de iniciativa en
la apariencia. En casa o al lado de Joaquín suprimía las emociones, los deseos,
los caprichos, pero cuando estaba a solas evocaba imágenes de su antigua
libertad y por las noches siempre se le aparecía Claudio, unas veces parecido,
otras inventado, y daba rienda suelta a las urgencias de su juventud. Las
mañanas que se levantaba ojerosa y luego se encontraba con Joaquín, con su plan
de costumbre, le odiaba; y todavía más las tardes de primavera cuando paseaban
por los pinares cercanos a la Facultad y en vez de comerse a besos como las
parejas que deambulaban por allí, él se ponía a criticarlas y anatemizarlas.
Marcela, entonces, ansiaba la llegada del verano, los únicos meses en que se
libraba de él.
Joaquín cumplió sus sueños,
entró en el bufete de su padre y Marcela pasó a verle menos, aunque eso sí,
estaba más galante y menos normativista; además, iba hecho un príncipe. Al
parecer, el trabajo le pulía. Doña Aurora iba adquiriendo el ajuar y planeaba
secretamente la boda. Mientras tanto, Marcela, se aburría; pasaba el día en
casa entregada a tareas domésticas y la lectura de revistas insípidas.
Pretendió sacar provecho de su flamante licenciatura trabajando en un colegio.
Joaquín, sorprendentemente, aprobó la idea, pero doña Aurora se opuso; le
parecía de mal tono que su hija trabajara.
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Poco a poco Joaquín llamaba
y venía menos por casa. Pretextaba una cantidad de trabajo enorme, viajes,
exigencias del bufete. Finalmente tuvo la valentía de confesar la verdad; se
había enamorado de una compañera del bufete que además era baronesa y él quería
que Marcela le desempeñara la palabra. Ella tuvo un pronto de ira por el tiempo
perdido, pero no se apenó; al contrario, sintió la copiosa alegría de la
libertad de nuevo lograda.
La ruptura del noviazgo
sentó fatal a Doña Aurora. Culpó a su hija de floja para medírselas con el
cabestro -Joaquín pasó a la posteridad con ese título en casa de los Marco- y
de inepta para defender sus derechos.
--Incluso pudiste ir a los
tribunales si hubieses querido, ¡a ver!
Capt. 3º
Por entonces Carmela cumplía
los diecisiete años. Era una muchacha preciosa, alegre y extrovertida. Doña
Aurora juró que no repetiría el fracaso de la mayor y, prohibiéndole el camino
de la universidad, odiada ya para siempre, la lanzó a cazar marido con la
determinación de una madre terca asistida por el dinero copioso de un padre que
no quería problemas. La hizo socia de los mejores clubes, la obligó a
frecuentar las cafeterías de moda, la exhibió como una porcelana finísima sólo
asequible al mejor postor. Carmela se dejaba mangonear; en principio porque lo
pasaba chipén y, después, porque aun tomando a guasa el empecinamiento de su
madre, intuía que nada inconveniente saldría de aquella cacería organizada.
La pieza se cobró, dicha sea
la verdad, de manera poco espectacular. Ocurrió en una boda a la que los Marco
fueron por compromiso. Por allí circulaba aquel ingeniero colocado
envidiablemente en la Comisión de Energía Nuclear y con un futuro tan
prometedor que hasta se iría becado a los Estados Unidos. Restando una verruga
sobre el labio superior que, doña Aurora pensó, desaparecería bajo la
discreción de un bigote, era apuesto y sobrado en lo principal, tenía mucha
pasta y, además, hijo único. “¡Ni de tómbola, Carmela!", que dijo su
madre.
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Carmela y Antonio se
gustaron y quisieron al tolondrón, y doña Aurora, lagarta baqueteada en las
encrucijadas de la vida, se conchabó con los Antúnez, padres del novio, para
que la boda se celebrase antes de la marcha del muchacho a los Estados Unidos
donde, según las revistas y el comentario alarmante del propio don Luis, había
unas rubias pistonudas.
--Como para marear al más templado
-asentía doña Aurora.
Lo penoso era aquella
pamplina de la hora, pues propinaba al bodorrio los síntomas de un casamiento
de penalti. Se pasaría si por ello había que pasar, pero las lenguas, pensó
doña Aurora, ¿quién aquietaría a las lenguas?
Con el noviazgo de su
hermana, Marcela quedó desplazada en la casa, situación que le permitía vivir
pasando casi desapercibida. Por de pronto volvió a buscar trabajo. Su madre ya
no se oponía y hasta fomentaba la idea porque un salario permitiría a la chica
atender sus necesidades dejando a los padres correr con los enormes gastos que
Carmela originaba.
Enseñar resultaba casi
imposible y tampoco quería encerrarse en el negocio de su padre por mucho que
él insistiera. Gracias a su amiga Polita, relaciones públicas en la editorial
de un pariente, logró un puesto de correctora de pruebas, oficio más a tono con
sus estudios que el de vender aspiradoras. También le agradaba estar cerca de
la única amiga de colegio y de carrera que Joaquín le había dejado.
Paulatinamente recobraba la
vitalidad. Se llevaba bien con los compañeros de trabajo, algo más
sofisticados, aunque menos pedantes y vanidosos que los de la universidad, al
menos en apariencia. Sentía, sobre todo, la satisfacción de trabajar, de ser
útil. El sueldo, además, le procuraba una independencia que jamás había
conocido y, al no ser una carga en casa, podía ir y venir sin que le pidiesen
demasiadas explicaciones.
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Una tarde al salir del
trabajo entró con Polita en una cafetería.
-¿Sabes? Estoy ahorrando
para dejar la casa de Narváez.
--¿Vas a dejar a tus padres?
¡No me digas!
--Lo tengo bien pensado.
Estoy depositando la mayor parte de lo que gano en una cuenta de ahorros. Sólo
gasto en ir al cine y poco más porque de libros, como comprenderás, estoy hasta
las cejas, y ya sabes que no tengo la obsesión de los trapos como mi hermana.
Y lo intentaba. Se dejaba
aturdir por las luces psicodélicas y la ginebra y los discos y las voces y el
humo que se adueñaban del piso de Polita, pero si bailaba, cambiaba de pareja
enseguida a excepción de los días en que, extrañas sensaciones, urdían en su
cuerpo y estaba más dispuesta a dejarse abrazar y sentirse cariñosa. Cuando
ocurría, no tendría que coger el autobús para regresar a casa; siempre algún
muchacho se brindaba a escoltarla en taxi o en su coche.
Uno de los compañeros de
trabajo, José Antonio, estaba al tanto de las variaciones en el carácter de
Marcela; el joven oficiaba de gran macho cabrío en las fiestas de Polita:
--Las chicas se pirran por
mí en razón a dos méritos que ninguno de vosotros tenéis: una piececita
estrenada con éxito en un café-teatro y que soy así de guapo –. Y los amigos
reían…
Se dedicaba a todas y más o
menos todas le correspondían, pero se estrellaba con Marcela, lo que provocaba
las ironías de sus amigos hiriendo su orgullo.
--Os juro que esa niñata
remilgada caerá en mis brazos y luego la hundiré en el pozo de mi listín de
teléfonos - prometía.
Llegó el verano de 1971.
Marcela aún no tenía derecho al mes de vacaciones, pero Polita lo arregló con
su pariente y pudo disfrutar de unos días de permiso. Carmela y sus padres
estaban en la Costa Brava, veraneando cerca de la familia de Antonio; la
invitaron, pero Marcela prefirió ir con Polita y un grupo de amigos a Fuengirola.
Con ellos iba José Antonio.
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Alquilaron dos
apartamientos, uno para las chicas y otro para los chicos. Pasaban el día en la
playa, bañándose, jugando, bebiendo cervezas, leyendo un sinfín de revistas,
organizando bailes, o haciendo excursiones a los bellísimos pueblos cercanos. A
medida que unos y otros intimaban y aumentaban las pulsaciones de los corazones
surgían esos amores que entretenían como nada las vacaciones estivales.
El yodo del mar, el
ejercicio y la vida al aire libre, hermoseaban a Marcela cuya figura atlética
destacaba sobre la de sus amigas. Nadie como ella a la hora de jugar al
balonvolea, el bádminton o de zambullirse en el agua. No se preocupaba ya de
sus manos. Los tiempos de Claudio estaban lejos y su melena flotaba en la brisa
y agraciaba sus movimientos mortificando los deseos de José Antonio, que la
sitiaba con empeñado sigilo a fin de no perder el interés de las otras chicas,
gallo de su corral.
José Antonio, conchabado con
sus amigos, había urdido un plan de conquista. Una tarde propuso jugar a las
parejas. Se trataba, según explico, de un juego importado de Londres en
exclusiva para la Costa del Sol, algo escabrosillo, pero divertidísimo y
destinado a superar el subdesarrollo mental de la juventud española. Polita,
que estaba algo enfurruñada con José Antonio, dijo despectiva:
--Será alguna de tus
cochinadas.
--Polita, no seas
malpensada; juro que te gustará, ¡vamos! A ti, la que más de todas.
--No me fío de un tipo como
tú.
--Ni yo de una chaparrita
tan requetebién como tú - respondió dándole un azotillo que enfureció a la
chica.
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--¿Serás asqueroso? ¿No ves
que estoy en traje de baño?
--¡A ese hábito de clausura
le llamas… traje de baño? -dijo él al tiempo de bloquear las manos de ella,
atraerla hacia él y darle un sonoro beso en la frente.
Los demás sabían que Polita
estaba, muy a su pesar, coladita por José Antonio. Una de las amigas terció:
--Venga, venga; basta de
discutir y aclara eso del juego de las parejas.
--Si me dejan, chica.
Aseguro que se trata de un juego pistonudo. Veréis; aquí andamos emparejados
casi todos, pero nadie apalabrado, al menos que yo sepa - José Antonio miró
intencionadamente a Polita.
--Vamos, que aquí nadie es
novio de nadie -aclaró un chico muy alto y delgadísimo al que llamaban Manzanedo.
--Elemental, poeta,
elemental –Hubo risas-. Puede ocurrir, por ejemplo, que a Polita le guste
Manzanedo...
--¿Qué a mí me guste ése? -Polita
miraba espantada para el chico pariente lejanillo de Don Quijote mientras los demás
se desternillaban de risa.
--Como decía, podría ocurrir
que a Polita le gustase Manzanedo, pero podría suceder que si Polita cierra los
ojos y alguien le besa en los labios, entendámonos, casta o platónicamente,
entonces tenga la revelación de que gusta a otros y el besucón le puede gustar
a ella, ¿estamos?
--¡Estamos! - coreó la
mayoría muy animada.
--Ahora bien; imaginaros que
a Polita no le besa un chico, sino todos los varones que estamos aquí.
--¡Mira que eres asqueroso,
José Antonio! ¡Déjame en paz o te acordarás de mí, porque ya está bien! ¿No?
--Un momento, Polita, que
luego me lo agradecerás. ¡Sigo! Estamos imaginando
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que a Polita no la besa un
chico sino cuantos estamos aquí por turno, y estamos imaginando que esta
monada, esta preciosidad de chavala, tiene los ojos cerrados y va recibiendo
ósculos en sus labios. Ella va contando... uno... dos... tres... cuatro...
cinco... seis... siete... ocho... ¡se acabaron los besos, fin de la película!
Entonces Polita, siempre con los ojos cerrados, dice: "Me gusta el número
tres", porque ella es pitagorista, ¿verdad? Y el Caballero Nº Tres coge a
la gallina ciega y la lleva a donde quiera ¡por media hora solamente! Y durante
ese tiempo Polita tiene que tener los ojos cerrados a no ser que, besito a
besito, adivine la identidad del caballero, lo que puede ocurrir en un minuto.
¡Ojo! Las reglas de oro son, por ahora, que la chica no puede hablar nada, ni
una palabra ni quitarse la venda ni hacer por burlarla.
--¿Y palpar? ¿Se puede
palpar? -preguntó Manzanedo provocando el pitorreo de los demás.
--Sobre eso no hay nada
escrito siempre que se haga con consideración- dijo José Antonio de manera casi
inaudible para proseguir-. Cuando Polita crea estar segura y pronuncie el
nombre de su acompañante, si acierta, dispondrá de él por otra media horita y,
durante ese tiempo, le mandará cuanto se le antoje excepto el suicidio, el
asesinato o marchar de Fuengirola; pero si no acierta, el Caballero tomará la mano de su gallina ciega y la traerá aquí,
desapareciendo a continuación sin dejar rastro.
--¡Es un juego bárbaro,
pistonudo! -gritó Manzanedo en el colmo del entusiasmo.
--Necesitamos un juez -dijo
José Antonio-, ¿algún voluntario?
Contra pronóstico lo hubo.
Perucho, precisamente el jefe de Marcela, director de la Colección Libros de
Misterio; se ofreció porque era alérgico y solía estornudar con frecuencia, y
ello le delataría. Inmediatamente José Antonio hizo concesiones:
--Por supuesto; todas las
chicas serán besadas por el juez al partir y al regresar. Recordar que es un
juego de damas y caballeros, por eso recomiendo a los segundos que se laven la
boca, sobre todo si han comido cebolla o ajoaceite, se afeiten quienes se lo
ahorraron esta mañana, disimular los granos, que no quede rastro de identidad.
¿Se hace o no se hace?
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Se aprobó casi por aclamación,
aunque las chicas más cohibidas habían puesto reparos y hubo que hacer más
concesiones: la investigación sobre el galán se abrevió a quince minutos, si
bien, el periodo de castigo seguía en media hora; se prohibió ir más allá del
beso bajo pena de severísimas sanciones tales como la de sufrir represalias con
puntazos de alfiler, pagar una cena después de un manteo con chapuzón marino a
la luz de la luna y posterior ducha de agua fría en la playa, más otras
inconveniencias que también alcanzarían a las chicas si burlaban la venda.
Sorteado el orden por el que
las damas entrarían en el juego y comenzado el besuqueo y las elecciones,
fueron saliendo parejas entre las risas contenidas y disimuladas de los que
aguardaban turno. Polita eligió al autor del beso número tres creyendo que José
Antonio le había insinuado una contraseña durante la explicación del juego,
pero el galán resultó ser Manzanedo. José Antonio lo había amañado todo;
elegido o no, a él le correspondería Marcela.
Se dejó guiar. Subían y supuso
que caminaban por algún lugar de los acantilados. Sentía la mano áspera y
velluda de José Antonio, pero no decía nada; una curiosidad extraña la
sobreponía a un nerviosismo incipiente. De pronto sintió que se paraban y él la
hacía retroceder hasta que sintió su espalda contra la frialdad de algo como un
muro. Notó el aliento que se acercaba y la sensación excitante de una lengua
que exploraba en sus labios. Después el cuerpo de José Antonio basculó hacia
ella. Sintió miedo y pronunció su nombre.
--Chica; acertaste -dijo él
con mal disimulado disgusto-. Ahora mandas tú.
17
Marcela se quitó la venda.
Miró los cabellos alborotados, los labios todavía húmedos y la sombra de
aquellos ojos como dos carbones quemando su piel. Su mirada se fue enturbiando
a medida que él se aproximaba de nuevo y sus manos se alargaban y la atraían,
mientras su boca cubría la suya. Marcela intentaba controlar las sensaciones
que él despertaba al acariciar su cuerpo y desnudarla, pero no podía. Su fuego
la penetraba y empezó a restregarse contra él entreabriendo las piernas, pero
justo cuando su placer era más intenso, José Antonio se apartó y le dijo:
--Chica, tú eres virgen y yo
no quiero esa responsabilidad.
Sonreía cínicamente.
Marcela, cuyos labios temblaban, ocultó el rostro y empezó a llorar
nerviosamente.
--Déjame -apenas pudo decir.
--No seas necia. Te hago un
favor.
--¡Déjame! ¡Vete! -gritó
ella.
José Antonio, viendo que el
llanto de Marcela arreciaba, meneó los hombros y se alejó hacia la playa. Al
poco vio a Manzanedo dando saltos. Rompió a reír y le comentó:
--¡No me digas que Polita te
descubrió!
--¿Con lo largo y flaco que
soy? Lo tenía fácil. No veas como está contigo; estoy pagando por ti; me ha
mandado recorrer tres cuartos de playa dando saltos de rana. Y tú, ¿qué tal?
--Bien, bien; ocurrió lo
previsto, pero Marcela me caló enseguida y me dio libertad para que no la
molestase.
--Pues Polita ha dicho que
mañana repetimos el juego, pero al revés; nosotros con la venda.
--Esa lagarta busca
venganza.
A la mañana siguiente
Marcela marchó de Fuengirola sin despedirse de nadie. Tampoco regresaría al
trabajo; no quería tropezarse con José Antonio. Sentía una vergüenza inmensa,
pero también la incómoda sensación de un fracaso muy distinto al que tuvo con
Claudio.
18
Sus padres no habían
regresado de la Costa Brava todavía. Se entretenía en cualquier cosa con tal de
olvidar. Iba al cine, leía novelas de Hemingway, cuyas heroínas admiraba.
Los suyos llegaron a
primeros de septiembre. Lo habían pasado muy bien. Nadie dio importancia al
hecho de que Marcela se hubiese quedado sin trabajo; tampoco se interesaron por
su escapada a Fuengirola. De hecho, ni le preguntaron si se había divertido. Su
gente sólo estaba entregada a la boda de Carmela que se celebraría enseguida.
Otra novedad era que la interina, olfateando la acumulación del trabajo, dejó
de venir. Paulatinamente Marcela vio aumentadas sus obligaciones caseras. A
veces, oía unos golpecitos en la puerta de su cuarto; eran las siete de la
mañana:
--Niña, por favor, ¿puedes
ayudarme con el desayuno? Papá tiene que salir temprano y yo tengo hora en la
peluquería.
Llamadas como ésa se fueron
haciendo frecuentes.
Capt. 4º
El Ford se desliza por la
calle Narváez con majestad perezosa. Con un Ford se pueden hacer muchas cosas y
si es un LTD, más, pero si no te acompaña un amigo a las once de la noche…
"Debería llamar a Ramón y liberarle; igual se está metiendo un kilo del Castán".
Con un Ford LTD se pueden
hacer muchas cosas, por ejemplo, quitar las ganas de torear coches a los
alegres peatones nocturnos; es mucha boca la de un Ford. Lo mejor es que
aplastas el machismo enano de los 600, la presunción chata de los 850 Súper, la
pedorrera de los 1430 y le quitas al Dodge las pretensiones que ha echado en España.
Con un Ford, y a las once y
cinco de la noche, sólo puedes hacer una cosa, pasear los recuerdos. Lo demás
es hacer el lelo y gastar gasolina. ¡Menuda boca la del Ford! “Torzamos por Sainz
de Baranda. Mario y yo entreteníamos una nena por aquí. ¡Qué mentirosa
era!".
19
Una lástima lo de los
amigos. No resisten el batacazo de los treinta. Se los traga la vida, el
bufete, la mujer, los críos, la suegra. Y peor si viven en provincias. “¡El
Chema! Nadie podía sacarle de los futbolines o de los billares. Con estudiar
quince días tenía bastante; disfrutaba de una mina de fósforo puro en su cerebro.
Y ahora, ni un 600...”
El Ford LTD va por libre,
como debe ir un coche del que no hay que presumir porque presume él solo. Sube
por Menéndez Pelayo, cruza O'Donnell; le detiene el semáforo. “¿No estaba por
aquí una cafetería que se llamaba Pelayo?".
Y Chema en Barcelona.
"De mí no cuento nada, ni si he triunfado, ni de lo otro, porque los
amigos, cuando no estáis delante y andáis aburridos, lo suponéis todo y os
inventáis a uno". Chema estaba hecho un globito y exhibía un bigote
partido como dos plumas de sombrero tirolés. Por la noche subió al Ford y le
entró la llantina. Le iba mal, se había casado con una guarra, tenía cinco
hijos y era representante de una fábrica de jabones; estaba harto de peinar
España de aquí para allá. Chema no sirve ya para casi nada. Según él, ha
perdido el centro de la verticalidad. Despedía un halo nada espectacular a
cerebro muerto, pero aceptó diez mil pesetas.
El Ford dobla por Goya,
tuerce por no sabe la calle, pero entra majestuoso en la calle de Alcalá.
Tampoco ha sabido nada de
Ángel. Menudo futbolista; menuda manera de darle al balón. A los curas se les
caía la baba diciendo: "Este chico llegará a la Primera División",
porque los curas querían que todos los chicos del Colegio fuéramos de Primera
División, ministros, financieros, deportistas o gentes de puro. Cuando nuestros
padres iban al cole buscando plaza para nosotros, eran conducidos por el
Hermano Alonso al pasillo donde se exponían las orlas de las distintas
20
promociones y el hermano, golpeando con un puntero sobre los cristales,
recitaba su letanía: “Éste ingeniero de caminos y jefe de la Junta de Aguas de
Madrid….; el eminente psiquiatra Molinero…; Juanjo Méndez, el conocido actor…;
aquí Tomás Alba, el amo de la SER; Pepe Linaje, Magistrado y Presidente de la
Territorial de Madrid…” A los padres se les caía la baba admirando los frutos
dorados de un colegio tan prometedor que algún día sus vástagos podrían elegir
carrera con un muestrario por delante.
"Este chico llega a la
Primera División", pero Ángel no llegó. Dejó aquella novia que le esperaba
a la salida del colegio o fue abandonado por ella. Estudió para perito agrónomo
hasta que un día conoció a una californiana que se lo llevó al supermercado de
su padre. Y los sábados de todos los inviernos, Ángel comentará con su suegro
las jugadas más impresionantes del American Football y se pondrá nerviosísimo
cuando el eterno George Blanda del Oakland Raiders, se disponga a salvar a su
escuadra con uno de sus patadones infalibles al balón ovoide en los últimos
segundos del partido.
El Ford LTD se arquea por la
Puerta de Alcalá cortejado por una multitud de chiquicoches que transportan a
las ansiosas pandillas de la noche, como diría Chema.
Ramón es otra cosa. Seguro
que tiene aplazado el casquetazo de los treinta. Ramón prepara su oposición a
Registros con una fidelidad platónica. El día que la saque, si llega ese día,
se tirará a la bartola. Cierto que se daba otra alternativa, la de robar un
cuadro del Museo del Prado, y justificaba: "Chico, lo difícil es hacer el
primer millón". Ramón vive un futuro de paseos en góndola por Venecia,
excursiones a los Fiord, atardeceres con geishas en Tokio, noches en el Lido de
París, y reclusiones místicas en su adorada Galicia. Mientras tanto guarda
fidelidad a los Registros y hace lo que puede en la vida.
Atravesar La Cibeles con un
Ford es un hecho importante si triunfas en la sociedad de consumo, pero Claudio
conduce sumido en otros pensamientos cuando rebasa la tarta nupcial del Palacio
de Comunicaciones. Piensa en la
21
fotografía que, alrededor de 1959, le envió
Ramón. Esa misma Cibeles en cuyas aguas brincaba y chapoteaba una pandilla de indios haciendo lo propio bajo un cartel
que decía: "El movimiento se demuestra andando". Había escrito con
entusiasmo en el respaldo de la fotografía: "Febrero. Paso del Ecuador de
Derecho. Entramos en Sepu y besamos a
las dependientas. Logramos que un guardia de la porra nos dejara el casco y,
cuando quiso darse cuenta, se lo habíamos llenado de vino. Nos bañamos y meamos
en la fuente de La Cibeles. Carlos López Flaño, vestido de Napoleón y montando
en su caballo, cruzó el arco principal de la Puerta de Alcalá. Según la
costumbre cruzamos el Ecuador en el estanque del Retiro”. La última promoción
de Derecho que, celebrando el Paso del Ecuador, atravesó las calles principales
y algunos monumentos de Madrid. Hazañas heroicas de una juventud que, viajaba
en el coche de San Fernando o haciendo el
Pepe en los tranvías, que daba los menos posibles palos al agua. A partir
de 1960 vino el estirón en los estudiantes, en los edificios, en los millones...
en todo y en casi nada.
El coche de Claudio se mete
por Infantas y dobla a la izquierda en no sabe qué calle. Va de memoria y estaciona
con dificultad. "¡Esto no es un 600 sino un submarino!" que dijo un
Chema impresionado en Barcelona.
Claudio soslaya las miradas
de tres o cuatro busconas. "No tienen gazuza éstas -que también decía el
Chema en Barcelona-, una gazuza mortal de necesidad".
Busca el pequeño bar de los
pinchos de jamón. Cuando estaban en Preu y había pelas se citaban en él y
empezaban una peregrinación que ganaría el jubileo en la calle Barbieri y la
indulgencia plenaria en la calle San Marcos.
Claudio se admira. Es como
si un mago hubiese ensanchado las paredes, añadido metros al mostrador,
cambiado el menaje y multiplicado los camareros; del pasado sólo quedan los
pinchos de jamón. En la barra hay un movimiento
22
de ola cantábrica. No tarda en
averiguar que el negocio ya no son los pinchos, sino los platos combinados.
"Pepito de ternera o lomo, huevo frito y patatas fritas: 30 pesetas".
Claudio se siente hechizado. Abandona la idea del pincho de jamón y pide un combinado
y media jarrita de vino que le sirven enseguida. El pepito está bien; el filete
no es como para indigestar, pero la carne es blanca y sabe bien; el huevo es
pequeño, pero hace la vez; las patatas se tragan sin complicaciones; el vinillo
es lo más flojo, pero lo normal es que el vinillo sea flojo en Madrid. Con el
último bocado llega la pregunta eficaz del camarero: “¿Hace un postrecito?
Pruebe el arroz con leche, especialidad de la casa". Y por quince pesetas
te ponen un buen plato arroz con leche. De pronto le golpean unos
remordimientos absurdos; los apacigua pidiendo un pincho de jamón y un chato de
vino ante la perplejidad del camarero. Cuando abona la cuenta tiene la
sensación de haber caído en una trampa. No son las cuatro pesetas del chato y
las tantas del pincho y las treinta del combinado y las equis de la jarrita y
las quince del arroz, sino setenta en números bien redondos, más la propina.
"Con setenta pesetas hacíamos diabluras aquí. Bueno, al fin y al cabo,
poco más de un dólar". Y Claudio sale a la calle para continuar la peregrinación
del pasado en solitario.
Sube por Barbieri. No es que
la gente abunde en las aceras; es que las aceras son pequeñas y no te puedes
salir; los retrovisores de los coches las invaden y casi tienes que aplastarte
contra las paredes.
Se acerca a Las Meigas y
evoca las tacitas de ribeiro con las que Chema se ponía morado. Entra y pide
una. En el local sólo hay un par de hombres y un matrimonio. La mujer tiene una
criatura en los brazos. El camarero, que es calvo, le pregunta a la señora el
tiempo del bebé y, al saberlo, comenta con escepticismo: "Este en dos
meses ha echado más pelo que yo en cincuenta
23
años", Los dos hombres ríen
la salida del camarero. Uno tiene pinta de cantaor y el otro podría trabajar de
extra en las películas. El cantaor también tiene un nene de dos meses,
"Así es como más me gustan". El extra comenta: "Es majo
sí". Luego da unos golpecitos en el hombro del padre de la criatura y le
dice: "Deberían llevarlo a casa. Se va a enfriar". El extra se lleva
los dedos a la nariz; el otro entiende, sonríe y pide la cuenta.
Claudio bebe el ribeiro con
parsimonia, se diría con una lentitud oriental. Es lo propio de quien está solo
y se ha liado a dar vueltas por el mundo. Es lo malo de tener los ojos a
revoltijo sobre el escaparate de la vida. También es culpa del dinero. Cuando
lo tienes, todo da igual. "Ahora me apetecería comerme una sardina, pero
es igual". Sin embargo, en Bilbao no era igual. Su padre se las hacía
comer con tripas y todo, hasta que le fue indiferente.
Más arriba de Las Meigas
está El Tablao. Va a entrar, pero recuerda que la pandilla jamás lo hizo porque
nunca tenían el dinero suficiente. Cruza la calle, camina algo, y se mete en La
vendimia Jerezana. "Lo de siempre, Palo Cortado y pescaditos". El
camarero le mira con curiosidad, “¿Lo de siempre?" y se queda dudando
porque no recuerda al cliente. Claudio echa una ojeada al salón; siguen ahí los
taburetes retacos, las cubas donde los clientes ponían los vinos, pero en el
local sólo están el camarero y un limpia que parece fuera de servicio. El camarero
trae la media botella de Palo Cortado y los pescaditos. Claudio se arrepiente
al ver la ración, pero empieza a comer y a trasegar. El limpia enciende un
Celtas y le dice:
--Vaya amigo, se va a poner
usted bueno.
--¿Le hace? - invita
Claudio.
--¡Ca! Esos peces los tengo
yo en la guinda de la garganta. Vamos, mi cena de a diario. Yo en cuanto me
fume el cigarro y me enderece la copa, a casa a dormir.
--Parece que esta calle ha
perdido ambiente, ¿no?
--Lo suyo, ¡toma!
-puntualiza el limpia-. Ahora todo guizque se recoge temprano. ¡Culpa de la
televisión! Dicen que si la gente trabaja más y se levanta más temprano. Pa mí,
culpa de la televisión.
--También está todo más
caro.
24
--Psche. Es que cambian los
gustos de tronar la pasta y se ha perdido el de la conversación. No vienen más
que puntos, gente extranjera y algún despistado, ¡digo!, mejorando lo presente.
Es el Desarrollo. Años atrás, ¡no había feria en esta calle, digo, si parecía
un colmado! Ahora, ná; por la atardecida si acaso. -El limpia guiña un ojo y
pregunta-. ¿De jarana?
--Algo por el estilo.
--Pues como no vaya al
Tablao. Hoy los jóvenes se meten en las discotecas y en los cafés-teatro, o se
van a Barajas y por esos caminos. Por aquí ya ha visto el ganao que anda suelto. ¿Es de afuera el señor?
--Como de Madrid; pasa que
he vivido varios años en el extranjero.
--Habrá encontrado cambiado
la Capital, ¿eh?
--Mucho, sí; no parece la
misma.
--Ni en fotografía. Menudo
convento de gentes y de coches nos ha salido, y el desmoche de los edificios
viejos. ¿Lo ha visto?
--Sí, ya me di cuenta.
--Esto no hay quien lo pare.
Tó el mundo se viene a Madrid y los de Madrid tendremos que irnos fuera.
El limpia se ríe. Después
tira la colilla, apura la copa, saca unas monedas del bolsillo y paga. Luego
poniéndose serio, distante, se despide del camarero y le espeta a Claudio:
--Abur; que le vaya bien.
--Adiós, adiós.
Claudio ya no puede ni con
los pescaditos ni con el Palo Cortado que calienta el estómago y la cabeza,
pero se mezcla mal con otros vinos. "No me vayan a dar bascas". Paga
y se va.
Le da por recordar a Mario y
aquella preciosa cordobesita que se parecía a la Cardinale y decía que
estudiaba corte y confección. Una hora tratando de ligarla
25
hasta que se le
escaparon varios jolines y algún no seas
saborío por su boquita preciosa. Mario, que era un experto, dijo que nada
de corte y confección, una marmota fina a más no poder. “¡Este Palo cortado! Lo
que debo hacer es llamar a Ramón y tomarnos un trago largo. Seguro que le doy
la sorpresa porque… ¡la noche es joven!,
decíamos entonces."
Capt. 5º
(Este capítulo lo dedico a mi
amigo Luis Aller; parte de cuanto decía en sus cartas le convirtieron en
coautor del mismo)
La Gran Vía está atiborrada
y continuamente llegan autobuses de línea repletos de gente que canta o
curiosea el movimiento de las aceras. Abunda la boina y el blusón negro, las
camisas azules y las busconas que picotean el suelo con sus tacones de aguja.
La noche va cerrándose; una brisa fresquita llega de la sierra, pero no afecta
aún al ambiente de fiesta. También hay mirones y algunos comentan entre sí:
--Los isidros no pierden
oportunidad de darse una vuelta por los madriles.
--A pan bobo, ¡usted dirá!
--Me gustaría saber dónde
dormirán esta noche.
--El que no se acomode con
una fulana o no pueda pagarse una pensión, seguro que en el Parque del Moro.
--Ya, ya...
--Fíjese, ¡un autobús de
Mondoñedo!
--Recién vi otro de Gandía.
26
--De todas partes. La
manifestación de mañana promete. ¿Irá usted?
--Como está mandao.
Ramón espera en la puerta de
la cafetería Manila. Es un tipo alto, flaco y desgarbado, pero su perfil
resulta elegante y trasciende a nobleza. Al encontrarse con Claudio, se miran
un momento de frente y luego se abrazan.
--Vamos al piso de arriba
–propone Ramón-. Estaremos mejor.
Sube por delante, nervioso y
rápido. Claudio lo hace tranquilo, muy derecho y dice con ironía:
--Veo, Ramón, que conservas
ese aire de patricio romano del que alardeaste siempre.
--Por supuesto. Además no
olvides que soy un genio sin publicidad.
Se sientan en una de las
pocas mesas libres. El camarero acude enseguida y toma nota de las consumiciones.
Ramón se escandaliza.
--No te absuelvo de la
cochinada de beber Coca-Cola. Pudiste pedir leche.
--¿Y qué tienes contra la
Coca-Cola?
--No soy un entusiasta de la
leche, pero la tomaría siempre a falta de vino; Coca-Cola ni aunque me abriesen
en canal. Es el invento típico de los americanos; bebida de farmacopea. Aquí en
España, como sabes, los cursis la mezclan con alcoholes.
--Pero vamos, ¿nunca bebiste
un cuba libre?
--Bebidas políticas, ¡jamás!
Cada día siento menos simpatía hacia los licores sin perjuicio de tal o cual
libación excepcional. Lo que me emociona, enciende y subyuga es el vino, al que
suelo aplicar los adjetivos que el gran San Francisco, mi santo favorito,
dedicaba al agua.
--No me digas que no sales
del vino.
27
--Sólo ocasionalmente. Yo,
en la actualidad, estoy hecho un clásico de tomo y lomo. Jamás bebo tinto del
frasco de las tabernas. Aunque se resienta mi bolsillo, bebo siempre caldos
selectos, con etiqueta de origen, sabor a gloria celestial y hadas en el fondo
de la copa. Conozco el Madrid vinícola de punta a cabo; uno de mis saberes, no
te quepa la menor duda.
Callan al sentir la
presencia del camarero, que sirve con prontitud y se aleja. Los amigos brindan,
aunque Ramón muestra su repugnancia a chocar la copa de vino con el vaso de
Coca-Cola.
--Te perdono porque tienes
muchas cosas que contarme. Habla por ese pico.
--Sigo en Michigan, como
sabes.
--Ganarás mucho, cada vez
más.
--Bastante, aunque los
impuestos federales y estatales se llevan un pellizco.
--¡Quéjate!
--No me quejo, pero es así.
--¿Y qué haces en España?
--Disfruto de medio año
sabático, hasta finales de diciembre.
--Entonces llevas un
tiempecito en la patria. ¿Por qué no llamaste antes?
--Fui directamente de
Barajas a San Sebastián, con la familia y después a Barcelona. Llevo a cabo un
estudio para justificar la sabática. Por cierto que en Barcelona me topé con el
Chema.
--Enrique también, hará cosa
de un año, pero como si Chema le quisiera evitar. Le dijo tres o cuatro cosas
ininteligibles y le pidió dinero prestado. Enrique dijo que se lo daría por la
tarde, que le buscara en el hotel y ¡nunca más se supo! Enrique cree que está
pirado.
28
--No lo está. Tiene líos; la
mujer, cinco bocas que alimentar y un trabajo poco glorioso de representante de
una fábrica de jabones -aclaró Claudio.
--Distinto de hacer las
Américas, ¿no?
--Pues mira, sí.
--¡Quéjate!
--No me quejo.
--¿Y ese estudio que te
traes entre manos?
--De marketing; no creo que
te interese.
--¡Por supuesto! Esas cosas
de nombre obtuso me son tan inalcanzables como el tiro y la topografía en el
campamento de las milicias universitarias -afirmación que Ramón rubricó
vaciando la copa de vino de un sorbo.
--Los estudios de marketing
-–replicó Claudio-- son muy útiles, aunque apenas se practican en España. Con
ellos aconsejas al empresario que venda su producto de una manera distinta, se
lo ejemplificas y demuestras con estudios de mercado, diagramas, publicidad y
demás parafernalia; se asusta, cree que le pretendes timar y, además, tocarle
los cojones.
Ramón rio y volvió a llenar
su copa.
--¿Cuánto tiempo estarás por
Madrid?
--Dos días, a lo sumo tres;
he sabido que mañana, bueno, ya hoy, cierran a causa de la manifestación.
--Sólo de once de la mañana
a cuatro de la tarde, pero dime, ¿no piensas quedarte en España? Con la cábala
esa del marketing, el negocio familiar y lo bien que vivimos aquí, yo no me iría
así lo recomendara el Nuncio.
29
--Aquí no se vive bien, se
vegeta muy bien. Conoces mis ideas de sobra, gallego. Sin libertad no hay
futuro; cuando la tengamos, quizás logre una cátedra y me quede. Mientras
tanto, seguiré en Michigan.
--Temo por ti --aseguró
Ramón-- porque Estados Unidos corrompe a la gente. Todos los cerebros europeos
que emigran para allá se desbaratan; de América no retorna nada bueno.
--¿Estás de broma?
--Mis ideas acerca de USA
provienen, claro está, de la lectura. Tengo un libro de sociología de dos
americanos; se llaman algo así como McIver y un tal Page; el libro desalienta
por su pragmatismo desolador. Es un conjunto de páginas de estadística,
opiniones ajenas, conceptos aparentemente claros y bien trabados los unos con
los otros... pero sin dar una idea acerca de las cosas. En América no hay
espíritu científico y si sigues allí, perderás el que tienes.
--El rioja te vacila.
Ramón prosiguió como si no
le hubiera oído.
--La sociología de McIver es
curiosa; cuando habla de Europa lo hace lleno de respeto y de unción, pero
creyendo que somos la supervivencia de algo monstruoso y medieval, que la
verdad y la actualidad son cosas que se cuecen entre California y Washington y
que aquí, en Viena, Roma o París viven unos enanos bastante inteligentes, pero
llenos de maldad.
--Hombre –intervino
Claudio-, no te extrañe después de las dos guerras mundiales que nos montamos y
ellos tuvieron que solucionar.
--Puede que razones bien --concedió
Ramón-- y tengamos ideas parciales sobre ellos, pero a mí nadie me quita de la
cabeza que todo americano es un poco del Ku-Klus-Klan, que desprecia al negro,
al latino, al católico, al europeo y al
30
asiático. En mi opinión, nacer miembro
del Ku-Klus-Klan, anglosajón y tener bisabuelos irlandeses no te hace superior
nunca. Además, para los americanos Boston es algo así como nuestro Palacio Real
y los barrios latinos o negros de Nueva Orleans la equivalencia de las cuevas
granadinas.
--¿Ves? Ya encontraste parecidos,
aunque disparatados.
--Dirás equivalencias
topográficas, no vayamos ahora a comparar el jazz con el flamenco.
--De acuerdo, pero tu idea
de los americanos apesta a leyenda negra. No niego que haya tipos como los
descritos por ti, pero su relevancia es menor cada día. Las nuevas
generaciones, Ramón, crecen en comunidades donde el aire esté limpio y la
naturaleza no peligre, exploran los océanos y la luna; exigen que finalice la
desigualdad de los sexos; que el indio recupere sus territorios, el negro salga
del suburbio y el chicano tampoco sea un ciudadano de segunda clase; detestan
al hombre del traje gris y por eso visten como los pioneros, el pelo y la barba
pobladas, y ellas no se pintan...
--Ni se lavan y están todos
drogados, pero ¿qué me estás contando? Macho, tú estás mal. La Coca-Cola te ha
sentado mal. Mientras te recuperas voy a cambiar el agua al canario.
Claudio está asombrado de la
perorata que acaba de soltar. “¿Me estaré americanizando como insinúa Ramón? De
un tiempo a esta parte hablo más de lo que sucede en América que de las cosas
de España, pero hablando de estas cosas perdemos el tiempo como antiguamente,
discutiendo por discutir, exorcizando la cruda realidad, la que manda bajar de
las nubes para lograr el plato de lentejas de cada día.”
Ramón regresa con una
sonrisa amplia y frotándose las manos.
--¡Bueno, bueno, bueno...!
Esto es entrar en razones -da una palmada en el hombro de su amigo y le
felicita por haber pedido otra media botella de rioja y dos copas limpias--.
Ahora sí que brindaremos como es debido.
Más que brindar se desean suerte.
Luego, Claudio pregunta:
31
--Y a España, ¿cómo la ves?
--Como siempre. Los
españoles tenemos que adaptarnos al mundo y al tiempo en que vivimos. Y esto no
sé cómo, ni por dónde se puede hacer; pero hay que hacerlo. El gobierno vive
pertrechado en el inmovilismo. La oposición carece de calado ideológico y de programa;
se la tragan dinamiteros asturianos, vascos y catalanes folklóricos. Manda un
marxismo trasnochado, incrustado de vacuidad profesoral y el sempiterno
anarquismo que llevamos en las venas. El marxismo, aquí, entre la gente joven,
ha logrado interesar a casi todos y desquiciar mucho. Acá, Marx está más de
moda que en Rusia. Como los españoles no quieren trabajar ni estudiar, pues,
discuten de esas cosas y ves que se han vuelto marxistas, ¡asómbrate!, hasta
niños de Serrano, todos ellos vagos, alcohólicos y cuasi analfabetos, incapaces
por nacimiento de entender el marxismo o el capitalismo, dos cosas
absolutamente serias y respetables. Sobre el futuro, cualquier opinión es puro
acertijo; me parece, por lo que observo en la gente más seria y responsable, que
no se logrará nada firme ni estable. Carecemos de horizonte.
--También carecíamos de
horizonte en 1959 o 1960. ¿Recuerdas la conferencia que Rof Carballo dio en tu
Facultad de Derecho y me comentaste por carta?
--La España de los 70, sí. Vaticinaba que el país pasaría a depender
de nosotros, los que nacimos al concluir la guerra, justo en esta década.
--Todavía carecemos de
horizonte, pero podríamos hacer un montón de cosas, ¿no te parece?
--Me parece una situación
atractiva para los titanes, al menos para los hombres fuertes –afirmó Ramón--,
pero a Gómez Llorente le echaron para Salamanca, a Pascual le finaron antes que
al Che y, del Moro, ¿qué se sabe del Moro? ¿Volvió a Sevilla o sigue predicando
pegado a la guitarra de Javier Pradera? A nuestra edad uno no puede resignarse
al papel de espectador, pero a mí todo me da miedo.
32
Aparte razones egoístas e
íntimas, no tengo fuerzas para predicar en el desierto porque la actitud del
protagonismo histórico trasciende a manicomio. Será mejor que dejemos la política.
--Será mejor. Anda, háblame
de ti y de los amigos, del temible círculo de los juristas.
Ramón echó un trago largo y
con la mirada algo turbia recomenzó el discurso.
--Hoy por hoy, la mayor
parte del tiempo me la absorbe la preparación del programa de registros,
oposición que espero aprobar antes de un año. La profesión está francamente
bien; se trabaja poco, se gana bastante, es un oficio digno, muy de nuestra
época y tiene consideración social, aunque a mí esto último me importa un
bledo.
--Luego en un año,
registrador.
--Con todas las
recomendaciones que me procure hasta el examen, que serán varias, lo que yo
estudie y la bendición de la suerte, me independizaré de la familia que,
verdaderamente, compite con Job por lo que lleva esperando mi profesionalización.
--¡Tendrás cara!-- ambos
rieron.
--Mario y Enrique fueron los
primeros en casarse. Renuncio a contar el detalle de ambas solemnidades salvo
que a Mario le casó un monseñor que, a la hora de enfrentarse con los alimentos
benditos, el champán y la ginebra, dio todo un espectáculo. Monseñor trincaba
como Taras Bulba y ornó la liturgia postconciliar, ya de suya pintoresca, con
eructos imprevistos y bendiciones a destiempo. El caso es que Mario quedó
casado. En esta boda sólo Enriquillo hizo la competencia al monseñor; aparte de
zancadillear camareros, agredir a la gente y recibir un tortazo de no sé quién,
Enrique se portó bien. En su propia boda tuvo un comportamiento estricto. Se
casó en Zaragoza. Tuvimos la humorada de presentarnos en la estación en el
momento en que los esposos subían al tren y
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les regalamos una raqueta de tenis
comprada ad hoc, una raqueta que los recién casados no sabían dónde meter ni
para qué les iba a servir, porque jugar, lo que se dice jugar al tenis, a eso
no iban a jugar. Pepe Luis también se casó, en Valencia. Todos se casaron bien,
con muy buenas mujeres. Enseguida se metieron en sus casas a hacer méritos en
pro de la paternidad y, como es lógico, no tardó en haber moros por todas las
costas.
--¿Y qué sabes del bueno de
Antonio? ¿Acabó Derecho?
--No, hombre. Habrá estado
por Oviedo estos días, copiando o intentando copiar los exámenes de Derecho
Civil y recuperándose en las fiestas de San Mateo.
--Supongo que Mario continuará
ejerciendo la carrera.
--Supones bien. Está más
calvo, más patriarcal, más bonachón, más pesado y más lento que nunca. Arrastra
un abdomen prominente y balbucea extrañas frases jurídicas de contenido
cabalístico. Gana mucho dinero y se pasa el día cogiendo taxis porque tiene
varios empleos y anda de cabeza tratando de simultanearlos y compatibilizarlos
con la ginebra. Además, es padre. ¿Te lo imaginas?... Yo tampoco. Tiene un
despacho cuya finalidad no acabamos los amigos de comprender. Empezó con Alejo.
--Le recuerdo; otro buen
tipo.
--Alejo es inspector de
trabajo y su actividad actual consiste en llevar emigrantes a América. Los
emigrantes van en tercera y él en primera, todo pagado. En el barco se pasa la
mayor parte del día cerca de la piscina y en bañador; por la tarde se pone una
camiseta deportiva y el pantalón vaquero, agarra un paquete de Celtas y baja a
la bodega para ver cómo marcha su tropa. Los que van con la ilusión de hacer
las Américas, de maravilla, y los que vuelven, más o menos emocionados con el
regreso a la patria, tampoco ponen pegas.
--Caramba con Alejo.
--Un tío listísimo, pero
deja que eche un trago y te cuento una anécdota de cuando tenía el bufete con
Mario. -A Ramón le entra una risa floja que levanta la expectación de Claudio-.
No puede decirse que estuvieran esperando al primer
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cliente porque precisamente
sólo tuvieron uno. Un despido de obrero que insultó a su patrón. Se morían de
risa al contarlo. El juicio, según Alejo, echó por tierra las teorías de
Carnelutti. En la conciliación, el obrero, que era de armas tomar, se estrenó
llamando cabrón al abogado del empresario. Visto el panorama, el magistrado
exigió al obrero que dijera uno por uno los insultos que había proferido y
éste, ni corto ni perezoso, afirmó que no había derecho a lo que estaban
haciendo con él, porque al margen de mentarle la madre al patrón y de giñarse
de vez en cuando en su padre, sólo de vez en cuando, no había hecho nada de
particular. Vuelta a sulfurarse el patrono, a reírse el magistrado mientras
Alejo y Mario se echaban las manos a la cabeza. Era un caso perdido que ni el
abogado más zorro habría ganado, pero como debut no fue lo que se dice feliz. Menos
mal que habían desengañado al cliente de la posibilidad de recuperar el trabajo
y trataron de conseguirle una indemnización en vano; tampoco le cobraron nada
porque les indemnizó sobradamente el jocoso rato que pasaron con él.
--Y Enrique, ¿también
ejerce?
--Es el que más Derecho sabe
de nosotros, pero la semana pasada perdió cinco pleitos seguidos, uno por culpa
del abogado de la parte contraria, el otro porque se le pasaron los plazos y
los demás porque eran causas perdidas. No da una en los tribunales, pero
arregla lo que puede en las tabernas, donde reúne a demandados y ofendidos, les
emborracha, y cuando compadrean, Enriquillo saca papel del Estado y pluma y les
aviene sin más. Antes los bares hacían negocio con él y ahora él lo hace con
los bares. Distinto a Pepe Luis, que está de notario en uno de esos pueblos
trágicos y solitarios de España donde, al parecer, aún hay gente que testa. Los
que no testan se fueron a Alemania. Debe ser angustioso comprobar que no hay
negocios entre vivos, de comprar y vender y sólo se hacen cosas que trascienden
a cadáver. Claro que Pepe Luis no lo verá así porque al margen de los
testamentos dedicará sus ratos libres a sorprender bandos de codornices, a
pergeñar sonetos y elegías. Será feliz; poeta, notario, cazador y casado; creo
que tienen jabalíes por esas regiones.
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--¿Continúa escribiendo
poesías?
--Publicó un libro hace
poco, donde rima pajarillos y fuentes, y en el que hay un puñado de nanas
fabulosas; un libro de poeta puro como no hay dos en España.
--¿Y tú? ¿Continúas
escribiendo aquellas cosas pesimistas, blasfemas, tremendas e impublicables de
cuando éramos estudiantes?
--Amigo mío, sigues empeñado
en creer que tengo el alma avinagrada cuando realmente la tengo un tanto
cascabelera. Soy de las pocas personas que van quedando con el corazón limpio.
Esto no es un autoelogio; es, como comprendes, una autodefinición. Pues sí,
sigo escribiendo. De hecho concluí una novela tremenda, pero no tiene título.
Ni siquiera a Pepe Luis se le ocurrió uno satisfactorio. De los doce que yo
tenía, nuestros amigos rechazaban todos y se morían de risa con el que más me
gustaba, "El regodeo y las tinieblas". Comprendo que es inadmisible y
que mi obra no puede tener un título impersonal como ese, pero tampoco es para
tomarlo a pitorreo.
Se van apagando algunas
luces, señal de que hay que marchar. Claudio llama al camarero y pide la
cuenta, pero Ramón se empeña en abonarla. Los amigos salen a la calle, la
conversación rota por el frío y los reclamos para asistir a la manifestación.
Claudio sigue con dificultad los pasos largos y ligeros de su amigo; demasiado
vino; perdió la costumbre, mezcló y parece que no le está sentando.
--Mira que nos quieren los
isidros -dice Ramón-. Se plantan en Madrid al menor pretexto, como el del
pasquín que han pegado por todos los sitios: “¡Esta vez porque sí! Un día por toda una vida".
Bajan por Gran Vía y se
detienen en los escaparates de Sánchez Rubio. Mientras Claudio prende los
botones de su chaqueta, Ramón masculla:
36
--Vaya precios, ¡oh
Diógenes! El harapo resultará elegante pasado mañana.
Cruzan Alcalá. Claudio
compra tabaco a la viejita que, desde su puesto cercano al Banco de España, se
queja del frío y del viento que desciende por Alcalá y Gran Vía
perpendicularmente hacia ella.
--No hace tanto frío, abuela
-dice Claudio-. Es que se está usted quieta ahí. Debería marchar a casa.
--Hijo, ¿y mañana qué como?
--El negocio del día ya lo
habrá hecho.
--Eso quisiera, hijo; eso
quisiera.
Claudio deja una buena
propina y Ramón le susurra que por ahí se corre que esa mujer es Rosario La
Dinamitera. Los amigos cruzan a la acera de la iglesia de San José. Se meten
por Barquillo, recorren Infantas y no tardan en llegar al lugar donde quedó
estacionado el coche de Claudio. Al verlo, Ramón exclama:
--¡Menudo capitalista estás
hecho! Marchando a Blasco de Garay.
El Ford se pone en
movimiento y el paisaje urbano se llena de siluetas y de luces fugaces.
--Y mañana empieza octubre,
¡qué digo!, ya es octubre -se corrige Ramón.
--Sí; octubre.
--Preparando la oposición,
se me pasan los días olvidado. Me conservo como las momias.
Bajan del automóvil un tanto
tristes. Claudio enciende un cigarrillo. Ramón, sintiendo frío, flexiona los
hombros.
--Lástima de visita tan corta.
Lo digo porque les vieras.
--¿Tenéis alguna tertulia?
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--No; la vida familiar y el
haber llegado a la treintena impone ciertos alejamientos, aunque de vez en
cuando nos vemos todos, con menos pelo y menos ascuas en el corazón. Charlamos,
recordamos y tenemos el pensamiento evadido, puesto en las cosas cotidianas y
en otras horrendas como los pleitos y el fútbol que son la negación de la vida.
Yo también espero casarme cuando gane la oposición. Y espero, para ello,
ciertos detalles también horrendos que me arrebatan el pensamiento, mientras
vivo con mis amigos, mi familia, mi novia y mis libros, mis papeles…Vamos que
no vivo porque tengo que vivir; casi como Santa Teresa, macho.
Intercambian una sonrisa
cómplice. Claudio mira la punta de su cigarrillo y lo tira; luego clava los
ojos en los del amigo y dice:
--Depende de las gestiones
que debo hacer, pero si no es mañana, a la vuelta os veré. -Los dos amigos se
abrazan-. Hasta pronto.
--Cuando quieras y sé buen
chico.
Ramón desaparece en el
portal de su casa y Claudio entra en el automóvil, que pone en marcha con
desgana. Los recuerdos le asaltan, sobre todo el de una carta de su amigo que
le impresionó: “Nos vemos todos con
cierta frecuencia, pero el nuevo estado civil de la gente se nota. Cada uno se
cree un rebelde lleno de inquietudes, pero a la hora de la verdad resulta que
no hay más que burguesitos comodones, tristones y conformistas que sólo
trasnochan del bracete de su legítima. Hoy como ayer seguimos hablando de
política y exhibiendo ideas progresistas, mal digeridas de lecturas pobres y
periódicos severos, pero si ayer arreglábamos España alrededor de unos chatos
de vino, hoy lo hacemos vistiendo corbatas de seda, camisas limpias y tomando
copas de cincuenta duros. Todos educaremos a nuestras hijas en las Clarisas. Es
nauseabundo... pero somos buenos chicos y conservamos casi intacto el buen
humor. Menos mal".
"Menos mal" repite
Claudio para sí. De pronto siente un malestar creciente en el estómago. Detiene
el Ford, se tira rápidamente hacia el asiento de su derecha, abre la portezuela
y vomita contra el escalón de la acera. La mujer a la que había comprado tabaco
y se quejaba del frío contempla la escena moviendo la cabeza.
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Capt. 6º
Le despertaron los correteos
de doña Aurora entre el dormitorio, el cuarto de baño y la cocina. Mientras se
desperezaba oyó decir: “¡Virgen! ¡Las ocho y media y tengo hora para las nueve
en la peluquería!". D. Luis se levantó y subió la persiana; la luz inundó
el dormitorio.
--Luisito, la leche está
caliente; si no te importa, te preparas el desayuno. Las galletas y el nescafé
están en el aparador del comedor. Levantaría a Marcela, pero como anoche no se
sentía bien... ¡Tengo apuro! -La mujer le besó de refilón en las mejillas-.
¿Vas a la manifestación?
--Pues claro. A propósito,
¿dónde está la camisa azul?
--Huy, hijo; se te hubiera
ocurrido ayer que tenía asistenta y podía bajarla. Está en una caja marrón en
el maletero del cuarto de baño del servicio; también los correajes y lo demás.
¿Y por qué te la vas a poner?
--Mujer, ¿no es hoy un día
indicado?
--Allá tú, pero nuestro
vecino del principal izquierda, el que fue subsecretario de Hacienda, ya no la
lleva para nada.
--Pues yo, sí.
--¿Y también la corbata
negra?
--Claro.
--Vaya, el uniforme de gala
al completo, ¡digo yo!
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--Otra cosa. Si me encuentro
con algún camarada y sale lo de ir a comer, pues...
--Ya, ya, que no vienes. Haz
lo que te apetezca, pero avisa y recuerda que el cóctel en casa de los padres
de Antonio empieza a las seis y media y viven lejos, así que ojo con las copas,
que cuando os juntáis tres o cuatro...
--Mujer, a mis años.
--A tus años, mangas verdes;
como si no te conociera. En fin; todo sea por estos treinta y dos años de paz.
–Dª Aurora besó a su marido de nuevo-. ¡Me voy corriendo, no me pisen la vez,
que las hay listas! Oye, que las niñas cuando se levanten hagan el favor de
hacer las camas y arreglar la casa un poquito. Dile a Carmela que baje a la
mercería y compre las cintas que necesitamos para los vestidos. Adiós, adiós.
--Adiós, Aurora.
Después de desayunar entró
en el cuarto de baño. Se duchó tranquilamente. Luego de secarse y frotarse el
cuerpo con alcohol hizo algunos ejercicios de brazos y flexiones de piernas.
Lavó sus dientes con parsimonia, la misma que empleó con la rasuradora
eléctrica. Se aplicó el desodorante y,
alzando la mano derecha, dirigió el vaporizador de la colonia hacia el cuerpo y
lo apretó dibujando círculos y aspas. Cuando quedó satisfecho, se puso el batín
y fue en busca de la famosa camisa azul.
Una hora después salía a la
calle hecho un pincel. El día era espléndido. Los rostros de los transeúntes
reflejaban la alegría propia de las jornadas no laborables, aunque la de aquel
día lo fuera sólo en parte. Se vestía de fiesta, se caminaba despacio, los
niños asidos a las manos de los padres. Se veía a muchos flechas y scouts
presumiendo el uniforme, aunque las boinas flotaran ridículamente sobre sus
melenas desmandadas.
Todo el mundo parecía llevar
la misma dirección. Cuando don Luis entró
en la boca del metro de la Avenida de Felipe II sufrió la primera
contrariedad del día al toparse con una cola impresionante para adquirir los
billetes. Dudó si coger un taxi, pero se sintió invadido por un extraño
sentimiento gregario generado por la
ilusión, la tranquilidad, la sonrisa y el parloteo de los allí congregados.
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Los vagones del metro iban
atiborrados, pero ni al entrar ni al salir se producían los empujones ni los
malos modos de otros días. D. Luis sonreía sin saber por qué. Sonrió menos
cuando al bajarse en la estación de Opera tuvo que ascender por la empinadísima
escalera.
Conocía la plaza de memoria porque la oficina central
de su cadena de electrodomésticos estaba cerca del Real. Cada mañana, y él era
madrugador por costumbre, tropezaba al
salir del metro con la muchedumbre que venía de la calle Felipe V. Allí empezaban y terminaban ruta algunas
líneas de autobuses de los barrios nuevos y apartados. Luego,
la muchedumbre se bifurcaba hacia la calle Arenal o desaparecía en la
boca del metro -por la que acababa de salir- junto a los chiquillos y jóvenes
que se dirigían al Conservatorio.
En la plazuela arenosa de
Isabel II había siempre tipos inconfundibles: viejos mirones; lectores de
periódicos; zangolotinos que perdían el tiempo lanzando pelotas de papel u
objetos de plástico sobre la rejilla de la ventilación del metro y reían
alborotadamente cuando el aire saliente frenaba la caída de los objetos;
niñeras asediadas por los bigardos de la
Policía Militar, altos, achulados, empeñados en ligárselas y que, cuando las
chicas marchaban, se ungían de un poder cancerbero y atemorizaban a los soldados que venían de Campamento.
Los lunes por la tarde se
divertía más. Cruzaba el paso de cebra de la calle Arenal para contemplar, junto al pretil de la calle Escalinata, el
jubiloso follón que organizaban una pandilla de críos y el hombre que, desde la
ventana de un primer piso, preguntaba a
gritos si el Real Madrid había perdido el partido recién jugado. Los arrapiezos vociferaban las pifias de los
madridistas y comentaban jocosos los
goles encajados. El hombre parecía muy satisfecho con
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las noticias que le
daban, desaparecía un momento y reaparecía con un cartucho de monedas que
colocaba en hilera en el pretil de la ventana para luego golpearlas con el
pulgar, una por una, enfilándolas hacia la pequeña multitud.
Pero lo que llamaba más la
atención de don Luis cada día al atardecer, sobre las seis, eran las chicas tan
vestidas, serias, que esperaban junto a la boca del metro sin mirar el reloj
nunca. Raro, rarísimo que tanta mujer esperase cachazudamente al enemigo
íntimo, calificativo que el Padre Angulo aplicaba a los hombres modernos en los
sermones dominicales que, el Sr. Marco junto a su legítima, oía en la iglesia
de los Padres Sacramentinos.
Pero aquella mañana la Plaza
de Isabel II lucía distinta. Extraños y misteriosos altavoces situados en
incognoscibles alturas emitían himnos militares, pasodobles y canciones regionales
sobre una multitud apiñada que cegaba los pasos de las calles Felipe V, Carlos
III y otras afluentes de la Plaza de Oriente. D. Luis llegaba tarde para lograr
un sitio en primera línea, aunque los presentes habían improvisado un sistema
de mensajería mediante el cual, los
cegados por el ataúd neoclásico del Palacio de la Opera, se enteraban de cuanto
sucedía al frente de la manifestación: "Los árboles y los semáforos están
copados..." "Se han tenido que plegar algunas pancartas para que la
gente pueda ver..." "Girón y
Solís están en la primera fila..." De pronto se produjo un ruido
ensordecedor de vítores y aclamaciones; los altavoces enmudecieron. El eco,
como resaca de una ola devuelta por quienes bullían detrás de la Ópera, quedó
desbaratado por el silencio que se produjo automáticamente en los del frente
cuando una voz delgada prendió en los altavoces y fue en busca de los allí
congregados. La voz desaparecía de vez
en cuando entre explosiones de entusiasmo para renacer desde las ignotas
alturas.
D. Luis no podía reprimir la
emoción y se le humedecían los ojos. Allí había niños, jóvenes y viejos, aunque
la mayoría eran mujeres y hombres maduros como él. El antiguo entusiasmo
renacía, se recuperaba el ardor guerrero, los cuerpos crecían, la piel y los
músculos se estiraban, los pechos sobresalían, los estómagos se hundían…
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Las manos se alzaron y
estiraron con energía cuando el Himno se alzó majestuoso por los aires. Se
escucharon ovaciones y vivas. Alguien gritó: "¡Sale otra vez!".
Luego, todo se desmontó rápidamente. Parte de la marea humana se sepultó en el
metro y la otra parte enfiló por la calle Arenal hacia la Puerta del Sol. Había
un rumor colectivo, se sonreía y, sobre todo, se comentaba: "Está claro;
seguirá hasta el fin. ¡Qué hombre!"
El Sr. Marco se sentía rejuvenecer. Podía ir a la oficina y
aguardar allí hasta que la circulación despejase, pero deseó caminar junto a
todos. Buscó entre la multitud la presencia de algún viejo camarada; en
realidad, todos eran camaradas, guerreros, mujeres o hijos de guerreros. Él
también había sido un tío en la guerra. Se había jugado el tipo en el Alto de
los Leones. Su buena estrella no permitió más que una cicatriz cobrada al
saltar sobre la alambrada que protegía una ametralladora enemiga, máquina que
el camarada que le precedía había hecho
volar por los aires. Por supuesto que también lució la camisa azul en el
Alto de los Leones, pero no como aquellos muchachitos de Valladolid que sólo
iban a
sacarse la foto. Años terribles, pero se había luchado por las ideas con
gallardía inaudita. Ahora era distinto. Ya no había hombres de pelo en pecho
como los que saltaban sobre las trincheras, sino tipos como Antonio, mucho
alferecito de la I.P.S. y todas esas vainas, despotricando de la situación,
aunque ganando buenos duros a expensas de lo que hicieron los padres y gachós
como su futuro suegro.
Entró en una cervecería de la Puerta del Sol y pidió un
doble de cerveza. Tenía sed y bebió con avidez; repitió. Para el Sr. Marco la
vida era muy simple; todo consistía en situarse; por supuesto, cada uno de
acuerdo con sus luces y méritos. Lo demás, sencillísimo si se respetaba la
familia, el municipio y los sindicatos. Bueno, ¡éstos últimos le traían a él sin cuidado! Cierto que la
familia tenía sus latas. Ahí estaba Aurora. Cuando la conoció con aquel
uniforme de enfermera y
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aquel espíritu y ganas de vivir en perpetua vanguardia,
¡uf! A Aurora le sobraba amor al prójimo. Se daba como el pan caliente, que el
noviazgo tuvo que ser corto porque de lo contrario... Pero después, cuando
nació Marcela y los negocios empezaron a marchar, cambió. A pensar sólo en las hijas y en la casa y
dejó el hospital y se metió a sargento de criadas y a dilapidar los duros en
tonterías y en veraneos disparatados en la Costa Brava cuando aquello era un
lujo y lo que a él le gustaba era ir al pueblo.
Además, Aurora se había
ajamonado demasiado pronto, vamos, que había doblado las hechuras y perdido
aquella silueta y aquel desparpajo... bueno, seguía llamando al pan pan y al
vino vino, pero en plan severo, y cuando lo del servicio se puso fatal, con las
hijas ya crecidas, le entró un mando en la casa que no se diga, que nadie se
atrevía a rechistar, ni él mismo. Y con lo del mando vino lo otro de meterse en
la iglesia más de lo necesario, lo que trajo sus más y sus menos en la vida
matrimonial. Excusas a las que se resignaba
para no hacer las cosas peor. Un hombre es un hombre y más cuando se
mete para arriba de los cincuenta. Es más hombre, está como en el solsticio de
la vida. Cierto que hubiera pasado por todo si no hubiese tenido los cascos
calientes aquel día.
Sucedió como quien dice sin
comerlo ni beberlo. Había echado el cierre a la sucursal de su negocio en la
calle Fundadores y se metió en El Tiburón a tomar un vinito. Sabía perfectamente
que en esa calle habitaba un racimo de mujeres extraordinariamente guapas cada
una con un pisito pagado por algún fantasma que muchos conocían, pero no
ubicaban. Lo sabía porque también frecuentaban la taberna contigua a El Tiburón
y allí pasaban cosas muy raras, que lo contaba el propietario - con el que
discutía mucho porque Marcel había sido y seguía siendo un rojo descarado. Cuando entraba Chuchita Mendiola a pedir una
botella de vino verdaderamente venía a que los parroquianos le dijeran cosas,
la sobaran, que ella se dejaba, e incluso la muy cachonda decía: "Al que
suba conmigo y me acompañe, le frío un par de huevos con chorizo". Ya,
ya... ¡huevos con chorizo! ¡Si desfloró al mocito de los recados que tenía
Marcel, apenas trece años de chaval!
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Pero aquel día vio la bodega
tan llena y tanto cacareo en torno a Chuchita que se metió en El Tiburón. Allí
se estaba bien; los parroquianos parecían más tranquilos. También estaba
Maribel; sabido era que había despachado al comerciante de ultramarinos que la
tutelaba. Él mismo presenció la pelea definitiva. Maribel hecha un basilisco y
el viejo hecho una lágrima mientras Maribel le ponía de vuelta y media. Los que
estaban en contra mascullaban que la leona había ahorrado lo suficiente para
conseguir su independencia y largar al viejo. Los que estaban a favor susurraban que la pobre era una desgraciada
que había aguantado la situación por no pasar hambres y añadían que estaba
verdaderamente enamorada de un futbolista del Rayo que la despreciaba por la vida
que llevaba... En fin; ya se sabe cómo
es la gente y lo que lía. Pero desde que entró en El Tiburón notó que Maribel
le miraba con mucho interés y que le entraba un no sé qué, que no podía
resistir aquellos ojazos ni aquellas palomas que aleteaban dentro del escote.
Bebía su bebida favorita, la
Margarita, echando unas miraditas que lograron la merced de una sonrisa, luego
un cruce de piernas muy estudiado y,
después, la ocarina, porque el cuerpo soberano se alzó y vino a su lado.
¿Qué decir? Las fórmulas utilizadas en su juventud estaban apolilladas y
tampoco se sentía capaz de decir una litrada. Pero resultó fácil, porque
Maribel se puso a hablar del tiempo obligándole a recordar los pronósticos
leídos por la mañana en el Ya, y por ese hilo sutil, la conversación
prolongada, pudo invitarla a unas copichuelas. El encuentro de aquel día quedó
ahí. Pero hubo continuación, la charla más viva -hasta que se habló de lo caro
que se estaban poniendo los huevos- y,
como diera la casualidad de que al tener que irse también Maribel se iba, la
acompañó hasta el portal, donde hubo un apretón de manos delicioso. A la
tercera va la vencida, se suele decir, y así sucede casi siempre. En el tercer
encuentro notaron que las palabras rateaban, que estaban casi agotadas, que los
ojos se movían más que los labios. D. Luis sentía una ternura sofocante y
Maribel exhalaba aromas
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embriagadores. Ambos sintieron la necesidad perentoria
de aproximarse. Aquella tarde, don Luis mudo, don Luis ciego, se cogió de la
mano de Maribel, quien le sirvió de lazarillo hasta las oscuras profundidades
de un cine de barrio; fue arrastrado hacia dos esquinadas y angulosas butacas
donde intercambiaron caricias hasta darse un beso de fuego. Liado estaba don
Luis con las emociones que deparaba su aventura, pero no su lazarillo que,
invitándole a dejar el cine, le condujo por extraños y complejos laberintos
hasta dar en un lecho florido donde el
mudo y ciego perdió la razón.
D. Luis se bajó en la estación de Ventas y salió a la Plaza
de Roma. "Todos los caminos conducen a Roma” dijo tratando de hacerse la
andariega gracia. No sentía los pies muy firmes, pero sí gazuza en el estómago
y pesadez de cabeza. "Avisaré que no voy a comer", rumió entre
dientes. Caminó aprisa por el Paseo de Ronda y entró en el Bar Diamante,
siempre atestado. Introdujo la ficha en
el teléfono público y enseguida habló con Carmela. Que no iba a comer, que
estaba con unos amigos, que regresaría tarde y justo en ese momento, un
camarero bocazas gritando “¡Bote!"
y, de respuesta, el trallazo del “¡Gracias!" coreado por los colegas de la
barra... “¡Que es el bar del restaurante!... que la ficha se acaba, que no hace
falta que se ponga tu madre, que un beso e iré pronto...” ¡Hecho! Y se frotó
las manos. Luego miró el reloj: casi las dos.
Le apetecieron unos calamares y los acompañó de una cerveza; su
debilidad; cuando los comía recordaba el dibujo de Mingote en el que un existencialista se aproxima a un bar del
que sale un humillo a calamares fritos y dice: “Huelo, luego existo”. De pronto
le asalta la duda de si Maribel estará en casa. "¡Qué tontería!".
Recuerda que almuerza a las tres de la tarde cuando está sola; dice que así se
acompaña de los chicos del telediario. También mala suerte que la visita
coincida con el maldito cóctel porque lleva una semana sin verla. D. Luis se
encontró en la calle Fundadores junto a un portal de mármol blanco. Entró y,
como de costumbre, no utilizó el ascensor.
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Dª Aurora salió de la peluquería echando fu como el gato.
Estaba roja a causa de la maquinita de la permanente, pero también de ira.
Había llegado a las nueve en punto; mejor dicho, sobraban cinco minutos, ¡pero
le habían pisado la vez! No había posibilidad de peinarse en otra parte y el cóctel era aquella misma tarde; de todos
modos la atendieron a pesar de la manifestación, pero ella, lo que se dice
ella, a la peluquería de Jorge Juan no volvía, ni aunque se lo pidiesen de
rodillas. Después de tantos años, ¡hacerle una faena así!... Tan enorme que
apenas disfrutó de Ama, ni de Miss o Mundo Joven, con los chismes interesantes
que traían... Y ahora a ver si tenía tiempo para comprar las agujas de ternera
en la pastelería Anacar, porque igual no quedaban.
Dª Aurora llegó al cruce de
Jorge Juan con Narváez. Al punto estaba estacionado un Volkswagen y, dentro,
una chica llorando. La miró de reojo; seguro que algún disgusto con el novio,
alguna cochinada; una chica tan joven, con el pelo así de rapado y metida en un
coche de rico... problemas. Cambió la luz del semáforo y doña Aurora cruzó, siempre
alerta, porque no se fiaba de los conductores; a ver, a doña Herminia casi la
dejaron seca en un paso de cebra; le cascaron la cadera y no la mataron de
milagro. Y lo peor es que no pidió indemnización. Si hubiera sido ella... Están
podridos de dinero, pero mira que no reclamar nada al conductor del autobús...
Entró en Anacar y pidió
cuatro agujas. Barruntaba que Luisito igual no venía a comer porque ya se sabe
cómo aprovecha los acontecimientos patrióticos y las reuniones de negocios.
Pagó y salió de la pastelería. Estaba rendida de calor y le molestaban los
humos del tráfico. Notaba que de un tiempo a esta parte le escocían los ojos y
lo atribuía a la circulación. Que no se debe permitir. Tragas al día lo mismo
que si fumaras una cajetilla de tabaco.
Lo leyó Antonio en una revista americana, y así debía ser, porque... ¿de
cuándo acá ella tosía tanto? A ver, la maldita contaminación, que en la calle
Narváez está imposible: A diario se
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sacaba un dedo de carbonilla de la
barandilla del balcón. También maldita la suerte de vivir en un piso bajo.
Claro que, cuando lo alquilaron, poquito después de la guerra, la casa estaba
casi en las afueras y no presentaba los problemas de ahora. Entonces todo eran
ventajas; el piso estaba fresquito cuando empezaban los calores y, por el invierno, la calefacción llegaba muy
fuerte mientras se quejaban de lo contrario en los pisos de arriba; ahora se
quejan de que el agua les llega muy floja. A ver, con tantos
electrodomésticos...
Dª Aurora cruzó Duque de
Sexto con muchísimo cuidado. La idea de perecer bajo las ruedas de un coche le
ponía la carne de gallina, que ya le había pasado a doña Herminia, ¡mira que no
pedir la indemnización!... Duda si comprar fruta en Alfaro, pero desiste
pensando que el asunto de los supermercados se está poniendo de pena; con los
empaquetados y demás porras te inflan los precios, que la fruta está por las
nubes y dicen que se pudre en las huertas. “Estaban muy buenas las manzanas que
Marcela preparó ayer por la noche y eso que la pobre…. No lo trasluce, pero lo de Carmela tiene que
afectarla. Está ida. Ahora, lo que no aguanto es que se casen
a las siete de la mañana con todos los síntomas de una boda de penalti. No se
puede aguantar. A ver, ¿qué pensará la gente? Pensaría lo mismo que yo. Eso hay
que arreglarlo esta misma tarde.”
Capt. 7º
Carmela no podía aguantar
las ganas de contar el notición a su hermana y entró en el dormitorio, sorprendiéndose
al verla despierta.
--Chica, ¿pero no estabas
roque?
--Me despertaron las radios
del patio.
--Menudo guirigay. Imagínate
la Plaza de Oriente; hasta papá ha ido.
--¿Y mamá?
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--En la peluquería. Quiere
estar despampanante para el cóctel; sabes como es. Pero vengo a darte una buena
noticia. ¿Imaginas quién preguntó por ti? - Carmela se sentó en el borde de la
cama.
--Ni idea.
--Claudio, el chico de al
lado.
Marcela se ruborizó
ligeramente.
--¿Claudio?
--No permitió que te
despertara; dijo que vendría a buscarte a las siete de la tarde, si estás
disponible.
--Me hubieras avisado.
--¿Te habría gustado
recibirle oliendo a plumón, aturdida y sin arreglar?
--Tienes razón.
--Oye, está de fábula. ¡Cómo
viste! ¡Cómo habla! Unos ademanes… de actor de cine.
--Si te oye Antonio, te
pela.
--¿Antonio? - dijo Carmela
en tono burlón.
--¿Es que hablasteis mucho?
--Un poquito, pero de ti,
tonta; te conserva el cariño y la amistad.
--¿Y preguntó si tenía
novio?
--Pues, sí; lo preguntó.
--¿Y qué respondiste?
-Que lo tuviste y le
plantaste por botarate.
--¡Pero qué chismorreos son
esos?
49
--¡Anda ésta! Hay que darse
importancia, demostrar que una sabe tomar decisiones, que ya ha sido
promocionada, que no va de aprendiz por la vida.
--Pareces mamá.
--Mujer, se lo dije por tu
bien.
Marcela sonrió y se alzó
para dar un beso a su hermana.
--Eres muy buena; seguro que
has limpiado la casa y tampoco me despertaste para eso.
--¡Bah! Hice las camas y
pasé el paño a los muebles y rincones donde mamá se fija, ¿para qué más?
Ojalá... -Y se cortó antes de añadir lo que estaba pensando-. Me voy; tengo que
comprar unas cintas o me pela. ¡Va a ser un día!... La batalla entre mamá y
Antonio promete ser pistonuda.
--¿Y por qué quiere Antonio
casarse tan temprano?
--Te lo cuento si guardas el
secreto.
--Prometido.
--Los amigos le apostaron
que si era capaz de casarse a las siete de la mañana le regalaban dos billetes
de avión a los países escandinavos en clase preferente, ¡billetes abiertos!
¡Imagina que luna de miel! Antonio y yo ni lo pensamos. Además, ha sacado
dinero a su padre para bajar luego a Italia. ¡Y después a disfrutar de la beca
en América!
--Por eso pediste una
ayudita a papá, ¡mira si sois bandidos! - exclamó Marcela riéndose.
--La ocasión la pintan calva
y a vivir que son dos días; lo que importa es pasarlo bien. Si las cosas se
ponen a huevo, como dice Antonio, no hay nada como casarse a las siete de la
mañana.
--Caramba, y yo creía que
Antonio era un… -- Carmela no la dejó terminar.
50
--Hace el paripé. Se lo
advertí: "A mamá la saludas y le hablas siempre muy compuestito, tímido y
con mucha educación, o te da el olivo". Es un vivales, Marcela, que si me
dejo, la boda sale de penalti.
--¡Mujer, qué cosas dices!
--Mi situación no es la
tuya. No tengo carrera y mamá siempre creyó en la infalibilidad de los viejos
métodos para cazar novio, ¿recuerdas?, ser niña bien, de iglesia, modosita y
tal, cuando hoy sólo atrapas novio si le alborotas el gusanillo de la
entrepierna y, aun así, muchas veces tocata y fuga, que son otros tiempos,
Marcelita. ¡Y ahora a por las cintas, o me mata!
Marcela cerró los ojos y la
imagen de Claudio sustituyó a la de su hermana. Había pasado tiempo desde la
última vez. Instintivamente deslizó las piernas fuera de las sábanas; luego las
alzó, arqueándolas con delicadeza, moviendo sus tobillos mientras el camisón
blanco se escurría y, a la vez, sus manos se estiraban sobre los muslos
desnudos. Las radios del patio se oían con más estrépito que antes. Marcela
suspiró y continuó relajándose. Luego, saltó de la cama y miró por su ventana
hacia la del piso de enfrente a cuyos cristales no llegaba ni un rayo del sol
que andaba en los altos del día. La mañana debía ser hermosa. Lamentó no haber
madrugado. Fue al cuarto de baño. Decidió que se ducharía a la tarde y hundió
el rostro en las manos llenas de agua fría.
Llegaron sobre las dos menos
cuarto. Doña Aurora había encontrado a Carmela en el portal. La casa se puso en
revolución. Había que hacer un montón de cosas y preparar la comida. Hubo más
que palabras al ver que don Luis no llamaba. ¿Se echaría o no se echaría una
trucha más a la sartén? Al fin llamó; que había encontrado cuatro camaradas y
comería con ellos; estaría en casa sobre las cinco menos cuarto. Carmela
preguntó si hablaba desde un bar, por el bullicio. Respondió que estaban
tomando el aperitivo en el bar del restaurante y que no hacía falta que se
pusiese su madre porque no tenía más monedas y el teléfono
51
se iba a cortar.
"Caramba con papá. Mira que si se enchufa y monta la película en casa de
Antonio; tendría gracia". A doña Aurora no le hacía ninguna. “¿Te ha dicho
que a las cinco menos cuarto? ¡Será mandria!". Hizo un paréntesis y pidió
a Marcela que friese las truchas para evitar que Carmela y ella se atufaran con
el humazo; luego comentó:
--A ver si con cuatro camaradas
o con lo que yo me aviento.
--Pero si es un panoli;
quiero decir, un buenazo -rectificó Carmela ante la mirada irritada de su
madre.
Comieron en un periquete.
Mientras Marcela recogía la mesa y lavaba los platos, las otras dos mujeres
daban puntadas en el cuarto de estar, ponían cintas a sus trajes de ceremonia y
de vez en cuando se ahuecaban el pelo ensayando el rito de las tardes y noches
de fiesta. A las tres de la tarde, doña Aurora mandó poner la televisión.
Quería ver el telediario. Se trasladaron con sus vestidos, sus cintas y el
cesto de costura de nuevo al comedor. Doña Aurora remitió en su afanosa labor
para alzar los ojos hacia la pantalla y comentar:
--¡Qué hombre! La paz que
nos ha dado. Si no fuese por la peluquería hubiese ido con vuestro padre. Se lo
merece.
--A mí el que me chifla es
el joven; vaya facha - dijo Carmela.
--Fíjate en lo que ha dicho
-prosiguió la madre-. Todo atado y bien atado. Así se hacen las cosas y no como
por esos mundos de Dios que no salen de una revolución para entrar en otra. ¡Da
un miedo pensar en que falte!...
--¿Y por qué?- preguntó
Carmela.
--Porque en España se vive
como en ninguna parte. Aquí puedes andar por la calle y nadie se mete contigo y
hay religión y lo que debe haber.
52
--Pues Antonio dice que aquí
también hay gente que se muere de hambre, pero no está permitido comentarlo en
los periódicos - replicó Carmela sabiendo que mortificaría a su madre.
--¿Eh? ¿Morirse de hambre?
Los gandules, de los que hay muchos. Cuando la República sí que moría la gente
de hambre. Dímelo a mí. Y sólo había tiros por las calles. Ese Antonio de un
tiempo a esta parte me da que pensar, ¿no será comunista?
--Es broma, mamá -Carmela se
desternillaba de risa y añadió-, por picarte.
--Pues pica, pica, que te llevarás
un morrón de los buenos.
Marcela no estaba en la
conversación. Aunque miraba al televisor, su pensamiento estaba lejos de la
Plaza de Oriente; de hecho en el piso de al lado. ¿Estaría Claudio? Y cuando
apareciese, ¿qué se dirían? ¿Conversarían en casa? ¿Irían a una cafetería?
Siempre hicieron una buena pareja, pero mejor no recordar. Pasear y meterse en
una cafetería. La voz de su madre la sacó de su ensimismamiento.
--O sea que tú definitivamente
no vas al cóctel-cena.
--No, mamá; ya cumplí cuando
la petición de mano y estaba decidido que hoy no iría.
--Pues te lo pierdes; habrá
otros chicos, te relacionarías.
Carmela se echó a reír y
dijo:
--Pero mamá, ¿por qué la
pinchas ahora que tiene una cita con Claudio?
-- ¿Qué Claudio?
--El chico de al lado.
Dª Aurora suspendió la labor
y miró intrigadísima a sus hijas aguardando más información.
53
--Vino esta mañana
preguntando por mí. Yo estaba acostada y habló con Carmela.
--Y me dijo que a las siete
vendría a buscarla - añadió la hermana.
--¡Ah!, pues mira, un
detalle. Parece que no se ha olvidado de ti. Y por nosotros, ¿preguntó?
--Claro y me encargó
saludos.
--¿Qué planes tienes? -
preguntó la madre a Marcela.
--No sé. No he hablado con
él.
--¡Pues qué van a hacer! Dar
una vuelta y charlar de sus cosas - dijo Carmela.
--Lo malo es que si viene
por poco tiempo, dudo que sea un plan para ti, hija.
--No es un plan, mamá; es un
amigo al que hace mucho tiempo que no veo; tan sencillo como eso.
--¡Uy, hija! Ni que te
hubiese ofendido. Haz lo que quieras.
Y doña Aurora volvió los
ojos hacia la pantalla del televisor que mostraba una masa enardecida y un
balcón desde el que saludaban unas personas que luego hacían mutis.
A las cinco menos cuarto,
como un clavo, don Luis entró en el recibidor de su casa. Sus pasos no eran lo
firmes de a diario, pero procuraba mantenerse derecho con más pasión que de
costumbre. Venía pálido, ojeroso, pero entró en el comedor frotándose las
manos. Carmela le recibió con algazara, Marcela le dio un beso y doña Aurora le
inspeccionó mientras le llamaba marido fresco y descastado al detectar un
perfumillo sospechoso, pero no quiso sacar las cosas de quicio. Sabía que sus
palabras, como en otras ocasiones, se estrellarían contra la impoluta pechera
de un hombre que, aseguraba, sólo había cumplido deberes de patriota y de
fidelidad a la amistad.
54
Le preguntaron qué había
comido y se despachó con un menú nacional; mira por donde también se había
ventilado una trucha, pero a la navarra. De los amigos, resucitó al de siempre,
trasladó a Madrid a otros dos desde remotos puntos de España y el cuarto resultó
el amigo fraternal que nunca había existido, pero tenía muy bien inventado.
Sermoneó cariñosamente a tarabillas tan mal pensadas, pues, mientras sus amigos
planeaban una juerga de campeonato en la sobremesa, lo suyo fue mirar el reloj,
apurar la copichuela, pegar un brinco y venir a casa para cumplir con sus
deberes paterno-filiales con la mayor puntualidad. Rieron las hijas, la señora
se sintió satisfecha y todos, menos Marcela, pasaron a sus respectivos cuartos
a fin de engalanarse y rematar el día con un eco de sociedad de importantísima
trascendencia para sus vidas: asistir al cóctel en honor de don Pascual, padre
de Antonio, a quien habían otorgado una medalla distinguida al Mérito Civil.
El reloj, implacable, se
comía los cuartos de hora con una voracidad que producía espanto a doña Aurora.
El pasillo de la casa se convirtió en una pasarela donde la familia se exhibía
a la carrera, primero en bata y, al final, luciendo vestidos pretenciosos
llenos de floripondios.
A las seis menos cuarto
Marcela estaba en la puerta del piso recibiendo besos de despedida. Suspiró
aliviada y fue a su cuarto dejándose caer sobre la cama. “¿Tendré suerte esta
tarde? Suerte es una palabra que suena a mamá”, se reprochó. Pensamientos y
emociones se debatían adentro y no conseguía soslayar unos ni otras.
“Debo tenerla aquí”. Abrió
el cajón bajero de la mesita de noche y sacó un álbum de fotografías. Buscó una
de Claudio y, hallándola, trató de recordar los pormenores de aquella excursión
al Guadarrama. Desde luego estaba guapísimo. Se quedó pensativa. Después, cerró
el álbum, meneó la cabeza y contrajo nerviosamente su mano derecha. “¡Ha pasado
tanto tiempo que ya no somos los mismos!”. El reloj del comedor dio seis lentas
campanadas y Marcela saltó del lecho como impulsada por un resorte.
55
Se desnudó, dejando las
prendas descuidadamente sobre la cama. Después entró en el cuarto de baño para
ducharse. Mientras se ponía el gorro pensó que la tarde podía ser interesante.
El choque del agua, más fría de lo previsto, la estremeció y la obligó a
maniobrar en los grifos. El agua empezó a despedir un ligero vapor y a medida
que se calentaba empezó a sentirse bien. Sus manos, enjabonaban o aclaraban
cadenciosamente; al tocarse los senos notó que se estaba poniendo rematadamente
sensual.
La imagen del Claudio que
recordaba volvía a su mente. Había sido su primer amor, pero también una idea
obsesiva. Apenas recordaba rasgos de su carácter, pero sí la fuerza de aquel
primer beso y el calor de las contadas caricias que ella admitía, porque
entonces era una mojigata, una mojigata rematada. Marcela rebobinó sus
recuerdos a los chicos que le gustaron cuando era colegiala, aturdidos por las
emociones que ellos mismos se despertaban. Después llegaron los chicos mayores,
los que querían acostarse con ella, la perturbaban y le daban miedo. También
recordó el episodio con un adolescente la semana pasada en el cine. Apenas le
vio parte del rostro, pero sintió su aliento y su mano temblorosa y no fue
capaz de rechazarle y hasta le animó juntando su rodilla a la suya y abriendo
sus piernas para facilitar que sus inexpertas manos entraran por el hueco de la
minifalda. Casi de seguido le sorprendió con un beso antes de levantarse e irse
apurada.
Marcela salió de la ducha.
Caminó de puntillas hacia la alfombrita que su madre, por costumbre, alejaba
del baño para que no la ensuciaran. Contempló su cuerpo atlético y
proporcionado reflejado en el espejo del armarito. La pena eran sus manos y las
escondió impulsivamente en un rebozo de la toalla; la avergonzaron siempre. Se
consoló pensando que su rostro, si no era tan bello como el de Carmela, tenía
aquellos ojos grandes, almendrados... La melena se esparció al quitarse el
gorro de baño. Recordó cuando Claudio pretendía acariciarla y ella respondía
con estúpidos manotazos. Marcela hundió el cepillo en sus cabellos y lo movió
lenta y repetidamente; pensaba en peinados adorables hasta que tomó conciencia
de la hora y fue a vestirse.
56
Abrió el ropero sin idea de
qué ponerse. Por primera vez en muchos meses notó que su armario estaba
atiborrado y que la presión de los trajes entre sí había arrugado la mayoría.
Decidió probarse un niqui anaranjado y una falda de dibujos, pero la falda
estaba pasada de moda. Fue pasando perchas trabajosamente hasta que descubrió
uno de sus predilectos; simulaba un dos piezas, jersey amarillo y falda
escocesa, pero no hacía frío como para llevarlo. Tropezó luego con el traje
minifaldero de organza que llevó al cine cuando su aventura con el adolescente.
Buscaba y buscaba comprobando con tristeza que la mayoría de sus vestidos
estaban anticuados. Sintió ganas de llorar y no pudo reprimir un pensamiento de
ira hacia su madre por abandonarla en favor de Carmela. ¿Carmela? ¡Qué idea!
Tenían casi la misma estatura y no era la primera vez que usaba sus prendas.
Corrió al dormitorio
contiguo y al gigantesco armario que, al abrirse, desprendió una fragancia
agradable. Allí todo estaba ordenado, las sedas con las sedas, el popelín con
los popelines… los trajes según colores y gamas; sobresalía el marrón --todavía
de moda-- en una hilera de blusas, chaquetas, faldas y vestidos. Marcela miraba
asombrada; las perchas se deslizaban entre sus dedos mientras su imaginación
evocaba el milagro de la Cenicienta. Se probó un jersey fino, marrón, y una
minifalda del mismo color; creyó que el conjunto le sentaría, pero una vez
puesto observó que el jersey le hacía pliegues en el pecho “Carmela tiene más”,
se dijo. Probó después un traje sencillo, negro, pero carecía de gracia y
aparecían los pliegues del anterior. Miró su reloj; faltaba un cuarto de hora
como mucho. No había tiempo que perder; tenía que decidirse y apostó por el
jersey y la minifalda.
Regresó a su cuarto. Estaba
tan decidida que quiso resistir la tentación de mirarse en el espejo, pero lo
hizo. Le disgustó lo que vio. No podía apartar los ojos de aquellos muslos al
aire ni el recuerdo de la mano temblorosa del chico ni el pensamiento del reloj
acercándose a una hora que comenzaba a odiar. El
57
espejo le devolvía una imagen
de mujer vulgar, hasta sus cabellos parecían caer lacios sobre los hombros.
Cuando pensó que todo mejoraría si se ponía unas medias negras y una cinta del
mismo color en el pelo, sonó el timbre de la puerta. Marcela crispó los puños,
pero se quedó quieta, desesperadamente quieta. El timbre volvió a sonar
repetidamente. Escuchaba con lágrimas pugnando por salir. Luego no oyó nada.
Sintió una tristeza profunda. Se aproximó a la ventana de su cuarto y miró la
de enfrente, los cristales opacos, oscuros. Repentinamente se encendió una luz.
Claudio estaba allí. Se apartó de la ventana y, lentamente, se desvistió.
Estuvo un rato largo como inerte, sin reaccionar. Después se puso lo que su
madre llamaba el uniforme de Marcela, una falda gris y una blusa blanca. Luego,
se echó un púligan azul marino sobre los hombros.
Capt. 8º
Claudio entró en su piso. El
día estaba siendo de aúpa. Primero las visitas, esperas y dilaciones a fin de
conseguir la documentación necesaria para su estudio. Luego la comida con un
colega español que llegó al restaurante con casi media hora de retraso. Habían
convenido hablar sobre la traducción y publicación en España de un libro
norteamericano sobre marketing, otro de los motivos de la estancia de Claudio
en Madrid, pero el colega, una vez instalado en la mesa y disfrutando del
güisqui, los saladitos y demás pecadillos, inició un parloteo incontrolado
sobre lo desabrida que se mostraba la vida con él.
Constituía la cumbre de sus
mortificaciones lo difícil que resultaba circular por Madrid con su Morris
perla, adquisición reciente que, por si fuera poco, le estaba originando
algunos problemas con las chicas. ¡Oh, sí! Llegaba el consomé esparciendo
humillos de néctar jerezano cuando el ilustre profesor inició el relato de sus
amoríos con discípulas ansiosas de liberación y no concluyó hasta que el
rodaballo a las finas hierbas fue ultimado junto a un buen sorbo de Alella
Marfil Blanco.
58
Cuando un camarero con pinta
de Valentino jubilado sirvió el asado de cordero y el Marqués de Riscal, el
sátiro que apareaba ninfas en los aledaños de la universitaria y en el Morris
perla de tan difícil circulación como fácil estacionamiento, fue interrogado
por su compañero de mesa acerca de la traducción proyectada, pero lo hizo
justito cuando el guiso del cordero navegaba en grandiosos barquitos hacia la
boca bloqueando las habilidades lingüísticas del acreditado profesor. La
pregunta fue reiterada y, entonces, los dedos de este, gordezuelos, asidos al
tenedor, alzaron un corte del simbólico y pacífico animal hasta la guarida de
sus adiestrados caninos. Y sabido es que no se habla con la boca llena.
La actividad laboriosa del
comensal se apaciguó cuando el doble de Valentino dejó sobre la mesa dos copas
de helado italiano y la liberalidad provocativa del Dom Perignon burbujeó en
dos copas de cristal labrado. “¿Y del libro qué?” volvió Claudio a preguntar.
Del libro nada; no había tiempo; además, Claudio debería saber que el negocio
editorial del marketing no estaba en la traducción; consistía en leer unos
cuantos textos norteamericanos nunca vertidos al español, extraer los capítulos
y párrafos más notorios, barajarlos y refreírlos hasta que formasen un tratado
suficientemente consistente para que la crítica especializada pregonara las
excelencias de lo que no entendía, porque magro asunto si entendía; luego, a
venderse como rosquillas a los estudiantes.
Ese era el negocio, nunca el
de traducir a un norteamericano famoso que, por si fuera poco, percibiría
derechos de autor y tronaría el prestigio de los libros españoles sobre la
materia en circulación. "Hay que vivir y dejar vivir, Claudio"
sentenció. Añadió, sin que viniera a cuento, que la universidad estaba
imposible, llena de reformas laberínticas que premiaban poco la investigación,
resultando obligado dedicar la mayor parte del tiempo a permanecer en la
palestra para no ser marginado y, sobre todo, practicar las leyes del bien-me-arrimo, única forma de que
cayera la golosina de algún cargo que rentaría lo suyo antes del cese.
59
Cuando el Valentino de pega
sirvió el café y las copas de Napoleón, el ilustre profesor enumeró las tesis
que dirigía, habló de una conferencia que sus ayudantes le preparaban y
pronunciaría en el Círculo Catalán, de la comunicación para un congreso a
celebrar en Londres y del fastidio de las clases que no podía pasar a sus
auxiliares. Entre sorbito negro y sorbo imperial, preguntó a Claudio si cuando
regresara de América la próxima vez le podía traer una buena raqueta de tenis,
deporte que tenía recomendado para reducir su abdomen y Claudio, tras decir que
sí, sintiendo la cabeza como una jaula de grillos, miró el reloj, hizo que se
asombraba, habló de otra cita, forcejeó sobre el asunto trascendental de quién
había invitado a quién, pagó a satisfacción del Valentino en ruina, y dejó al
joven y no obstante célebre profesor haciendo vainas con las puntas de su
bigote.
Eran las siete cuando pulso
repetidamente el timbre del piso de Marcela sin obtener respuesta. "A lo
mejor Carmela se olvidó…" -pensó- "Debí telefonearla"...
"Igual tenía otro plan"... y también "O no quiere verme y deja
el mensaje de que entre nosotros dos no queda nada de nada” Tenía presente que
Marcela no había tenido noticias suyas desde su estancia en París, aunque
tampoco ella contestó a su única carta. Recordó su belleza, que estaban como
locos el uno por el otro, aunque a veces le hastiaba por aquella manía de darle
manotazos cuando se ponía estrecha. Pensó que Marcela hoy sería distinta,
físicamente y en el modo de pensar, que en España se puede pasar de la amistad
al amor, pero, al revés, resulta difícil.
Él también había cambiado.
Al comienzo de su estancia en América la imagen de Marcela se interponía cuando
se sentía atraído por otra mujer. Marcela y España eran un binomio
indestructible hasta que Ellen se enfadó un día y le gritó que aquel paisaje,
aquellas montañas y aquellos árboles no tenían que recordarle nada de España
porque eran americanos y tenían nombre inglés. "Deja de comparar. Son de
aquí y tienen belleza propia". Ella también.
60
Se repantingó en el sofá del
cuarto de estar. Fumaba un cigarrillo que dejaba un olor muy fuerte como a
cuerda quemada por toda la habitación, pero le hacía bien porque levantaba su
espíritu. Se oían las notas suaves de un Adagio de Albinoni. Tenía los ojos
fijos en la reproducción de un cuadro de S. D. Chavda que representaba a dos
campesinas hindúes de camino al mercado. Había mirado muchas veces el cuadro,
pero sólo en aquel preciso instante percibió que la campesina de color oliváceo
caminaba con esfuerzo porque la cesta que llevaba sobre la cabeza era mayor que
la de su compañera. Se sintió invadido de simpatía hacia aquella mujer que, a
pesar del esfuerzo, marchaba ágilmente, con el ojo izquierdo visado,
significando el diálogo con su amiga. Dio otra pifada al cigarrillo y exhaló el
humo con lentitud en dirección al cuadro; creyó ver que se enredaba en los
troncos de dos árboles y que entonces lucía más el perfil de la mujer bronceada
con su gran ojo blanco. Le pareció que Chavda había utilizado las ramas de los
árboles para dimensionar el cuerpo de aquella mujer tan esbelta, atlética,
joven, tan alta como el árbol, vertical como era el árbol que tenía al costado,
que aquellas ramitas y pájaros ausentes contrastaban con la mágica desnudez de
la mujer que no era casada. Abrió mucho los ojos porque tuvo la impresión de
que las dos campesinas seguían su camino fuera del cuadro y marchaban ahora por
la pared y el misterioso escenario se trasladaba con ellas, haciéndose
infinito. Se sentía bien, se sentía a gusto porque él se incorporaba y las
perseguía y se alejaban riendo, hasta que él se cansaba y ellas hacían
descender los cestos de la cabeza y le esperaban. El encanto se rompió de
improviso. El cigarrillo estaba aplastado en el cenicero y el vaso de güisqui
reposaba aún sin apurar. Restregó los ojos tratando de hacerse con la realidad.
Sonaba el timbre de la puerta.
61
Capt. 9º
No dejaban de mirarse, las
manos enlazadas. Por fin la hizo entrar y, al cerrar la puerta, Marcela se
aproximó ofreciendo sus labios. Claudio los tomó con suavidad para luego
oprimirlos mientras la abrazaba. Ella se estremeció. Sintió que no quería
separarse de su boca, de aquellos besos entrecortados, como desesperados.
Permanecieron así un buen rato hasta que después él la llevó al dormitorio. Se
desnudaron lentamente, sin dejar de mirarse y, abrazados de nuevo, se echaron
sobre la cama. Los muslos y las pelvis se aproximaron. Sintieron que piel y
músculos comunicaban. La boca de él se hundió en los pechos de ella, que besaba
sus cabellos mientras las manos favorecían sensaciones y encuentros que
terminaron sublimándoles. Agotados, se quedaron de espaldas mirando el techo de
la habitación. Después, Claudio dijo:
--Hace tanto… – dejó la
frase sin terminar.
--Lo deseaba.
--¿De verdad? --arriesgó a
preguntar al tiempo de besarla en un hombro.
--Sí; te deseé siempre.
--Pues cuando éramos novios
no habrías hecho el amor conmigo de seguro y, si lo hubiera intentado, me
habrías escaldado a manotazos.
--No sé. He olvidado muchas
cosas, pero nunca el ansia que me producía la proximidad de tu cuerpo aunque fingiera
rechazarte. – Él fue a hablar, pero Marcela le puso la mano en los labios y
continuó-. Pasa que no fuimos novios de verdad, por eso nunca contesté tu carta
de París. Creí que entre nosotros había sólo atracción, deseo, carnalidad...
aunque también hubiese camaradería.
Claudio no respondió.
Marcela se había incorporado y recogía sus prendas.
62
--¿Tomas una copa? -
preguntó él.
--Sí; gracias.
Mientras ella iba al cuarto
de baño, Claudio se vistió y fue a preparar las bebidas. Recordó que le
entusiasmaba el gimlet. Al rato, Marcela volvió sonriendo; parecía tan bella
como segura de sí misma. Claudio le pasó la bebida y alzo la suya haciendo un
gesto de brindis que ella devolvió.
Se sentaron en el sofá del
cuarto de estar. Marcela había imaginado la pieza muy distinta. Era sombría; en
particular la colección de búhos que llenaban una repisa. Le agradaba el cuadro
de las hindúes desnudas y la música que salía del gramófono.
--Es el Adagio en C Menor de
Albinoni, un amigo de Vivaldi –comentó él-. En América hace furor entre los
melómanos. Han descubierto el barroco.
Marcela, como por decir
algo, pidió que le contara cosas de su vida, pero se concentraba en mirarle y
apenas le escuchaba. Él contó que de Bilbao marchó a París porque su padre
quería que estudiase economía y perfeccionara el francés. Tomó a pecho lo
segundo más que lo primero y el barrio latino llegó a ser su segunda casa. Le
descubrieron y papá le mandó a Harvard, a completar su formación de economista
y mejorar su inglés. Después empezó a enseñar y ahora lo hacía en Michigan.
Acabó diciendo que había escrito algunas cosas y logrado una miaja de prestigio
aunque, por supuesto, se le ignoraba en España más allá del círculo
universitario.
Al concluir, Claudio
preguntó:
--Dime la verdad, ¿había
otro hombre cuando recibiste mi carta de París?
--Lo hubo después y mejor no
le hubiera conocido. Uno de esos chicos que conoces en la Facultad y tienen la
desfachatez de programarte la vida. Cuando terminó la carrera y empezó a ganar
dinero, me dejó por otra. –Marcela bajó la cabeza y continuó--. No comprendí a
tiempo que si existía la posibilidad de una
63
relación libre entre tú y yo
resultaba una idiotez sustituirla con ese noviazgo, pero la familia y la vida
social española no aprueban que las mujeres salgamos del guion, de la meta
mediocre programada a nuestra vida, la de llegar a un altar. Mirado al revés
tuve suerte porque me libré del tipo y quizás haya quedado para vestir santos,
pero soy libre. ¡Oye! Este gimlet está muy fuerte -dijo cambiando la conversación-.
No recordaba que se me subía.
Claudio bromeó:
--Pues iba a prepararte
otro.
--Ni lo pienses.
Tuvieron la impresión de que
habían agotado la conversación. Sus pensamientos estaban más en lo sucedido
entre ellos. Claudio preguntó:
--Mañana o pasado regreso a
Bilbao, pero volveré a Madrid. ¿Nos veremos de nuevo?
Ella le miró a los ojos y
después contestó:
--Si estoy, sí.
--¿Es que piensas irte?
--Si tengo la oportunidad de
dejar Madrid, me iré, pero si vuelves y estoy, si quieres verme…
Marcela se levantó e hizo el
gesto de que se debía irse. Él preguntó con la mirada algo que ella no quiso
responder. Se dieron un beso largo de despedida y Marcela cruzó el rellano de
la escalera.
Los autobuses que vinieron
de provincias ponen rumbo a Levante, Extremadura, Galicia, Andalucía y algunos
puntos de la provincia de Madrid. Sus viajeros miran por las ventanillas,
empinan la bota sin entusiasmo, repasan la historia de
64
dos días excitantes, o
dormitan. Un viejecillo ríe entre dientes alguna ocurrencia mientras apoya la
barbilla en el puño del bastón que sostiene derecho entre las piernas. El
conductor ajeno al pasaje, vigila el camino mientras las luciérnagas mecánicas
resbalan al costado izquierdo del autobús; de vez en cuando tiene el deseo de
encender un cigarrillo, pero crispa los labios y aprieta el acelerador.
Detrás, las calles de Madrid
van quedando vacías de peatones aunque el tráfico sigue intenso y multicolor.
Es la hora en que algunas puertas se abren despidiendo a los trasnochadores, la
misma en que otras se cierran para los que deciden ponerse a resguardo.
Antonio, después de algunas
maniobras complicadas estaciona el Seat 850. Los caballeros salen del automóvil
e inclinan hacia delante los respaldos de los asientos delanteros. Antonio
aguanta con firmeza la mano de Carmela, que sonríe, está alegre y, nada más
salir, se pone a cuchichear con él. Dª Aurora pone su mano muy alta, con una
dignidad que pierde cuando don Luis tira de ella de manera menos delicada, pero
la mujer no rechista porque está mirando de reojo a la pareja y diríase que
está disgustada, aunque lo disimula. Su marido se ha puesto a dar pasitos en
torno al Ford que ha dificultado el estacionamiento de Antonio; curiosea y hace
exclamaciones para sí solo.
--Bueno, Antonio -dice doña
Aurora-. Muchas gracias por traernos y haz el favor de reiterar a tus padres
nuestro agradecimiento por la invitación.
Antonio, que le estaba
diciendo a Carmela algo en secreto, se compone y responde muy educado:
--Nosotros somos los
agradecidos, señora; sin la presencia de ustedes... -A doña Aurora se le sube
el pavo sin querer.
--¡Qué tonterías, Antonio!
¡Qué tonterías! Bueno, ale, regresa a casa que te vas a enfriar.
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--¡Uy, mamá! --interviene
Carmela, molesta de que le avienten al novio-. Si hace un calor como para ir a
tomarse una copa.
--¿Después del Ruinart, una
copa? No, no. A casita, a casita. ¿Tienes la llave del portal, Luis?
--Pienso que sí.
--Pues ale.
El matrimonio se dirige al
portal e interpreta el último papelón del día. La mujer le había advertido al
marido en ocasión célebre, “conviene que los tortolitos se expansionen un
minuto mientras les damos la espalda”. Doña Aurora aguza el oído y detecta un
“¡Estás de chupete!" desconcertante que, tras analizar el conjunto de las
dos palabras, le parece una desvergüenza. Quien lo pasa mal es don Luis.
Hacerse el longuis le pone muy nervioso. Le disgusta que Antonio se tome
libertades con Carmela a sus espaldas, porque el condenado seguro que se las
toma. La llave aparece después de una busca tan febril como torpe por los
bolsillos.
--Vaya, al fin, vaya. –dice
avisando a los tortolitos para que finalicen el presumible beso locomotora.
Ahora pueden volverse y despedir a Antonio. Unos se meten en la boca negra del
portal y el joven, a buen paso, se dirige a su automóvil. Mientras don Luis
busca la luz de la escalera a ciegas, su mujer murmura, verdaderamente acongojada.
--Esto no puede ser, no hay
quien lo aguante. ¿Qué se ha creído Antonio? -y repite dirigiéndose a su hija-
¿Qué se ha creído?
--Pero mamá -replica
Carmela-. ¿No puedes dejar el asunto en paz? Te dije que Antonio jamás daría su
brazo a torcer. La boda se celebrará como él quiere, a fin de cuentas lo
sabemos las dos.
--¡A las siete de la mañana,
hija!
--Pues a las siete de la
mañana; no le des más vueltas. Sus padres, ya ves, se han hecho a la idea.
--¿Y qué quieres decir con
eso? ¿Es que tu padre y yo no contamos?
--Por supuesto que contáis,
faltaba más, pero se trata de casarse, ¿no, mamina? ¿No es lo que tú querías?
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--Hija, ¿qué me reprochas
que no te entiendo?
--Yo nada, mamucha. Quise
decir que al fin y al cabo nos casamos, y nos casamos nosotros, ¿no lo
entiendes?
--Vamos, vamos, que no son
horas de dar voces en la escalera - reprende don Luis.
Se callan. Suben apoyándose
en el pasamano hasta llegar al rellano del primer piso. Doña Aurora se acerca a
su puerta y suspira.
--A eso le llamáis casarse. ¿Os
habéis preguntado, siquiera una vez, qué dirá la gente? No; no os lo habéis
preguntado. Me vais a matar a disgustos.
Don Luis introduce la llave
en la cerradura. Al abrir se hace a un lado y cede el paso a las dos mujeres.
Luego entra y cierra la puerta despacio.
FIN
Año 1.971
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