viernes, 15 de mayo de 2015



William C. Faulkner,  El Rebelde


Fue un sudista obstinado, de formación autodidacta como  casi todos sus compañeros de la generación perdida, pero se convirtió en el más grande de los novelistas norteamericanos del siglo XX e influyó en casi todas las literaturas.

Acertó Gonzalo Torrente Ballester cuando definió a Faulkner “como el último gigante de una literatura tendente al gigantismo.” Ni siquiera Hemingway y, en menor grado, Caldwell o Steinbeck se le aproximaron; sólo un Dos Passos joven compitió como innovador en el uso de las técnicas narrativas al describir y descubrirnos una sociedad tan pluriversa como la norteamericana de entonces. Ningún otro del Grupo de los 5 grandes conseguiría alcanzar la profundidad de una obra donde se confunden los elementos de la tragedia griega, la introspección dostoievskiana y la narrativa fotográfica que descubrió James Joyce.

Descendiente de una familia sudista de rancio abolengo arruinada por la Guerra de Secesión, Faulkner tuvo que ingeniárselas para que, viviendo prácticamente en la calle, cercado por las necesidades que ahogan al hombre cuando el hambre aprieta, su ingenio llevara al papel el rigor de vivir  cada día con la moral –que no el dinero-   de un  caballero del sur a  pesar de que “la voz de la conciencia y del honor es muy débil cuando gritan las tripas” como escribió Diderot. En todos sus actos obraría como un confederado para quien el honor y la afrenta son irreconciliables, la soledad altiva, el orgullo  y la filosofía de la tierra teñida de un cierto fatalismo, serían postulados de su modo de vivir.

Pero Faulkner (1897/1962) también era esencialmente norteamericano. Sintió el instinto pionero, emprendedor, le atrajo la aventura, defendió la ley de la frontera abierta, sentimientos que formaron su carácter.  Las mujeres de su familia le enseñaron a leer antes de que fuera a la escuela y cultivaron su percepción visual de las cosas. Y los hombres allegados y algunos residentes de la pequeña localidad de Oxford --donde vivió con intermitencias casi toda su vida-- le narraron viejas historias de la Guerra Civil y de su propia familia que  despertaron su interés y formaron su espíritu sudista. Faulkner  tuvo un bisabuelo famoso, William Clark Falkner,  héroe de aquella guerra;  se le llamaba el viejo coronel, el mismo que muchos años después resucitaría con otras identidades y apellidos  en escritores famosos de aquí y de allá que se convertirían en brillantes  discípulos de Faulkner; hablamos  del mismo coronel que Faulkner llamó John Sartoris en su novela Sartoris (1929).

No tuvo suerte con sus escritos primerizos  fueran poemas o cuentos. Tiene 21 años cuando decidió cambiar el apellido original de Falkner a Faulkner. Cuatro  años después vivía en Nueva Orleans trabajando de reportero. En esa ciudad conocería a Sherwood Anderson y, como ya comenté al hablar de este escritor,  Anderson influiría en encontrarle editor para su primera novela, La paga de los soldados (1926).

El sudista Faulkner tenía un espíritu confederado.  Fiel a la ideología de sus mayores – tan bien descrita en Los invictos (1940) —se negó a alistarse en los ejércitos de los EE.UU para combatir en la Gran Guerra—una ocasión que nadie debe perderse diría uno de sus personajes--, haciéndolo en la Royal Flying Corps de Canadá. Siendo teniente reservista su avión sería derribado dos veces sobre Francia.  Y él, profundamente decepcionado por los resultados de su aventura, en vez de quedarse en París –donde un Hemingway repartidor de leche y periodista dejaba de escribir artículos para seguir el consejo de Gertrude Stein e iniciarse en “el duro y difícil  aprendizaje del oficio de escritor”—volvía a su tierra, al Sur, transformándose en un honrado agricultor que escribía historias. De su aventura bélica no salieron leyendas como las de su bisabuelo, pero sí escribió dos novelas, La paga de los soldados y Pylon (1935)  tejidas con sus experiencias de aviador. En ellas se ve al escritor esforzándose por sacar a la luz un fantasma que le ronda el cerebro, una vida aventurera sin alegrías, donde  el triunfo es menor que los lamentos del estómago, el ansia se diluye en la necesidad de un bocadillo o de una borrachera, vida que discurre entre la necesidad biológica y el logro que se busca y no aparece.

Si Faulkner resultó un aventurero fracasado, la literatura de su país  ganó mucho con ello. En el retiro de su granja, su imaginación fue centrándose hasta crear un escenario magnífico donde viviría la mayoría de sus criaturas, Yoknapatawpha County. En  ese condado imaginario  discurriría la acción de sus mejores obras, testimonio de una rebelión histórica contra el tiempo y la sociedad que le agobiaban.

El Sur, hemos dicho, era todo para él, pero sus gentes no eran las mismas de los tiempos de sus mayores. Quedaba poco orgullo, menos lealtad, menos sentido del honor; demasiada ruina en las fachadas y en las personas. Faulkner sabía que las tierras de Misisipi estaban pobladas por una legión de desheredados, viciosos, criaturas sórdidas, calcomanías de hombres y mujeres que, sin embargo, llevaban apellidos ilustres. No podía cerrar los ojos a la realidad y decidió recoger en sus novelas a aquellos pobres blancos con delirios de grandeza que nada tenían que ver con los pobres blancos de otras tierras al norte. Relató sus historias sin piedad por aquella obligación de sinceridad impuesta a sí mismo y posiblemente amargado al ver lo que había quedado de la noble tradición sudista.

Sólo los negros, los fieles negros, merecieron su compasión; con su celo y su guardia vigilante se habían convertido en los pilares que evitaban el derrumbamiento absoluto de aquellas haciendas en ruinas  y sus moradores. A ellos les dedicaría una de sus grandes obras, ¡Absalón Absalón! (1936).

Rebelde contra el tiempo. Jean Paul Sartre ha estudiado profundamente esa faceta de la literatura faulkneriana. El tiempo es la peor de las fatalidades que acongoja al hombre. Existe una estrecha trabazón entre tiempo y destino. Lo podemos observar leyendo esa farsa dramática titulada Mientras agonizo (1930). La madre, Addie Bundren,  ha decidido ser enterrada en Jefferson. Y una vez colocado el féretro en un carro la extraña caravana se pone en marcha.  La familia quiere cumplir el deseo de la difunta. Nada ni nadie podrá detenerlos, ni la crecida de un río, ni un incendio, ni la sociedad con sus costumbres. El cadáver hiede, pero todos continúan en la empresa. No hay prisa, a pesar de que crecen deseos íntimos en el ánimo de los acompañantes, en alguno por acortar el viaje. En esa obra y a pesar de sus  quince narradores, lo previsto habrá de cumplirse.

Y también lo observamos en una obra anterior, El ruido y la furia (1929) --que relata la decadencia y destrucción de un linaje del Sur--, cuando Quentin Compson III estrella su reloj antes de suicidarse. Se trata del tiempo unido a las necesidades del quehacer social que coarta la libertad de nuestros espíritus, nos encadena, hasta colocar nuestra dignidad en algo que está en todas las cosas menos en nosotros  mismos. De ahí una de las  frases últimas y sobrecogedoras de Faulkner: “La única pregunta es esta: ¿cuándo seremos destruidos?

Rebelde contra la sociedad, contra los productos de una vida mecanizada, estandarizada. En una ocasión Faulkner dijo que el norteamericano “sólo ama su automóvil” -- aunque hoy pueda decirse lo mismo de los europeos. Tenía aprendida la frase famosa de Emerson: “La sociedad en todas partes conspira contra la virilidad de cada uno de sus miembros” y, en contraposición, la otra de que “todo hombre verdadero es una causa, un país y una época”. Sabía que la sociedad de su tiempo –como la de hoy-- no es otra cosa que una inteligencia generadora de leyes de coexistencia siempre a costa de  la moral intrínseca del hombre porque, de lo  contrario, nos avasallaría el miedo a perecer.


Durante la mayor parte de su vida, William C. Faulkner fue poco leído en los Estados Unidos, si acaso en las universidades. La obtención del Premio Nobel de 1949  proyecto su fama de la misma forma que hoy también reconocemos su labor como guionista de películas (el único trabajo que le proporcionó algún dinero)  tales como Vivimos hoy, El sueño eterno o El largo y cálido verano al margen de  las películas sobre  algunas de sus novelas.  Lo importante es que  gracias a su rebeldía y a la de personas como él se mantiene el  relevo entre quienes portan la antorcha que representa la defensa de la dignidad del ser humano.

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