William C. Faulkner, El Rebelde
Fue un sudista obstinado, de formación autodidacta como casi todos sus compañeros de la
generación perdida, pero se convirtió en el más grande de los novelistas
norteamericanos del siglo XX e influyó en casi todas las literaturas.
Acertó Gonzalo Torrente Ballester cuando definió a Faulkner “como el último gigante de una literatura
tendente al gigantismo.” Ni siquiera Hemingway y, en menor grado, Caldwell o Steinbeck se le aproximaron; sólo
un Dos Passos joven compitió como innovador en el uso de las técnicas
narrativas al describir y descubrirnos
una sociedad tan pluriversa como la norteamericana de entonces. Ningún otro del Grupo de los 5 grandes conseguiría alcanzar
la profundidad de una obra donde se confunden los elementos de la tragedia
griega, la introspección dostoievskiana y la narrativa fotográfica que
descubrió James Joyce.
Descendiente de una familia sudista de rancio abolengo arruinada
por la Guerra de Secesión, Faulkner tuvo que ingeniárselas para que, viviendo
prácticamente en la calle, cercado por las necesidades que ahogan al hombre
cuando el hambre aprieta, su ingenio llevara al papel el rigor de vivir cada día con la moral –que no el dinero- de un
caballero del sur a pesar de que
“la voz de la conciencia y del honor es
muy débil cuando gritan las tripas” como escribió Diderot. En todos sus
actos obraría como un confederado
para quien el honor y la afrenta son irreconciliables, la soledad altiva, el orgullo y la filosofía de la tierra teñida de un
cierto fatalismo, serían postulados de su modo de vivir.
Pero Faulkner (1897/1962) también era esencialmente
norteamericano. Sintió el instinto pionero, emprendedor, le atrajo la aventura,
defendió la ley de la frontera abierta, sentimientos que formaron su carácter. Las mujeres de su familia le enseñaron a leer
antes de que fuera a la escuela y cultivaron su percepción visual de las cosas.
Y los hombres allegados y algunos residentes de la pequeña localidad de Oxford --donde
vivió con intermitencias casi toda su vida-- le narraron viejas historias de la
Guerra Civil y de su propia familia que despertaron
su interés y formaron su espíritu sudista. Faulkner tuvo un bisabuelo famoso, William Clark
Falkner, héroe de aquella guerra; se le llamaba el viejo coronel, el mismo que muchos años después resucitaría con
otras identidades y apellidos en
escritores famosos de aquí y de allá que se convertirían en brillantes discípulos de Faulkner; hablamos del mismo coronel que Faulkner llamó John Sartoris
en su novela Sartoris (1929).
No tuvo suerte con sus escritos primerizos fueran poemas o cuentos. Tiene 21 años cuando
decidió cambiar el apellido original de Falkner a Faulkner. Cuatro años después vivía en Nueva Orleans trabajando
de reportero. En esa ciudad conocería a Sherwood Anderson y, como ya comenté al hablar de este escritor,
Anderson influiría en encontrarle editor para su primera novela, La paga de los soldados (1926).
El sudista Faulkner tenía un espíritu confederado. Fiel a la ideología de sus mayores – tan bien
descrita en Los invictos (1940) —se
negó a alistarse en los ejércitos de los EE.UU para combatir en la Gran Guerra—una ocasión que nadie debe perderse diría uno de sus personajes--,
haciéndolo en la Royal Flying Corps de Canadá. Siendo teniente reservista su avión
sería derribado dos veces sobre Francia.
Y él, profundamente decepcionado por los resultados de su aventura, en
vez de quedarse en París –donde un Hemingway repartidor de leche y periodista
dejaba de escribir artículos para seguir el consejo de Gertrude Stein e
iniciarse en “el duro y difícil aprendizaje del oficio de escritor”—volvía
a su tierra, al Sur, transformándose en un honrado agricultor que escribía historias.
De su aventura bélica no salieron leyendas como las de su bisabuelo, pero sí
escribió dos novelas, La paga de los
soldados y Pylon (1935) tejidas con sus experiencias de aviador. En
ellas se ve al escritor esforzándose por sacar a la luz un fantasma que le
ronda el cerebro, una vida aventurera sin alegrías, donde el triunfo es menor que los lamentos del
estómago, el ansia se diluye en la necesidad de un bocadillo o de una
borrachera, vida que discurre entre la necesidad biológica y el logro que se
busca y no aparece.
Si Faulkner resultó un aventurero fracasado, la literatura de
su país ganó mucho con ello. En el
retiro de su granja, su imaginación fue centrándose hasta crear un escenario
magnífico donde viviría la mayoría de sus criaturas, Yoknapatawpha County. En ese condado imaginario discurriría la acción de sus mejores obras,
testimonio de una rebelión histórica contra el tiempo y la sociedad que le
agobiaban.
El Sur, hemos dicho, era todo para él, pero sus gentes no eran
las mismas de los tiempos de sus mayores. Quedaba poco orgullo, menos lealtad,
menos sentido del honor; demasiada ruina en las fachadas y en las personas. Faulkner
sabía que las tierras de Misisipi estaban pobladas por una legión de
desheredados, viciosos, criaturas sórdidas, calcomanías de hombres y mujeres
que, sin embargo, llevaban apellidos ilustres. No podía cerrar los ojos a la
realidad y decidió recoger en sus novelas
a aquellos pobres blancos con
delirios de grandeza que nada tenían que ver con los pobres blancos de otras
tierras al norte. Relató sus historias sin piedad por aquella obligación de
sinceridad impuesta a sí mismo y posiblemente amargado al ver lo que había
quedado de la noble tradición sudista.
Sólo los negros, los fieles negros, merecieron su compasión;
con su celo y su guardia vigilante se habían convertido en los pilares que
evitaban el derrumbamiento absoluto de aquellas haciendas en ruinas y sus moradores. A ellos les dedicaría una de sus grandes obras, ¡Absalón Absalón! (1936).
Rebelde contra el tiempo. Jean Paul Sartre ha estudiado
profundamente esa faceta de la literatura faulkneriana. El tiempo es la peor de
las fatalidades que acongoja al hombre. Existe una estrecha trabazón entre
tiempo y destino. Lo podemos observar leyendo esa farsa dramática titulada Mientras agonizo (1930). La madre, Addie
Bundren, ha decidido ser enterrada en
Jefferson. Y una vez colocado el féretro en un carro la extraña caravana se
pone en marcha. La familia quiere
cumplir el deseo de la difunta. Nada ni nadie podrá detenerlos, ni la crecida
de un río, ni un incendio, ni la sociedad con sus costumbres. El cadáver hiede,
pero todos continúan en la empresa. No hay prisa, a pesar de que crecen deseos
íntimos en el ánimo de los acompañantes, en alguno por acortar el viaje. En esa
obra y a pesar de sus quince narradores,
lo previsto habrá de cumplirse.
Y también lo observamos en una obra anterior, El ruido y la furia (1929) --que relata
la decadencia y destrucción de un linaje del Sur--, cuando Quentin Compson III estrella
su reloj antes de suicidarse. Se trata del tiempo unido a las necesidades del
quehacer social que coarta la libertad de nuestros espíritus, nos encadena,
hasta colocar nuestra dignidad en algo que está en todas las cosas menos en
nosotros mismos. De ahí una de las frases últimas y sobrecogedoras de Faulkner:
“La única pregunta es esta: ¿cuándo
seremos destruidos?”
Rebelde contra la sociedad, contra los productos de una vida
mecanizada, estandarizada. En una ocasión Faulkner dijo que el norteamericano “sólo ama su automóvil” -- aunque hoy
pueda decirse lo mismo de los europeos. Tenía aprendida la frase famosa de
Emerson: “La sociedad en todas partes
conspira contra la virilidad de cada uno de sus miembros” y, en
contraposición, la otra de que “todo
hombre verdadero es una causa, un país y una época”. Sabía que la sociedad
de su tiempo –como la de hoy-- no es otra cosa que una inteligencia generadora
de leyes de coexistencia siempre a costa de
la moral intrínseca del hombre porque, de lo contrario, nos avasallaría el miedo a
perecer.
Durante la mayor parte de su vida, William C. Faulkner fue poco
leído en los Estados Unidos, si acaso en las universidades. La obtención del
Premio Nobel de 1949 proyecto su fama de
la misma forma que hoy también reconocemos su labor como guionista de películas
(el único trabajo que le proporcionó algún dinero) tales como Vivimos hoy, El sueño eterno
o El largo y cálido verano al margen
de las películas sobre algunas de sus novelas. Lo importante es que gracias a su rebeldía y a la de personas como
él se mantiene el relevo entre quienes
portan la antorcha que representa la defensa de la dignidad del ser humano.
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