viernes, 3 de octubre de 2014



PÍO  BAROJA:  LA  FARSA  
“EL  HORROROSO  CRIMEN  DE  PAÑARANDA  DEL  CAMPO”


Baroja había estrenado Adiós a la bohemia y Arlequín, mancebo de botica en el teatrillo de cámara ‘El Mirlo Blanco’ (1) que la familia estableció en la calle Mendizábal 34 de Madrid. El novelista no era, pues, neófito en el campo del sainete o de la farsa cuando escribió  El horroroso crimen de Peñaranda del Campo en 1926 (2), obrilla que, al parecer, saltaría Al Hollywood madrileño (1927), película vanguardista de Nemesio M. Sobrevila --hoy desaparecida-- en la que intervino Ricardo Baroja como actor. En esos tiempos la gente debatía sobre la pena de muerte, tema que Baroja conocía bien desde el día lejano en el que presenció un ajusticiamiento en la plaza pública según relata en sus Memorias.

Luis Gargallo (3) recuerda que, por entonces, la legislación vigente sobre el crimen correspondía al Código Penal de 1870 que castigaba el asesinato y el robo como actos “que atentaban contra el sistema social liberal, basado en el concepto de ciudadano y propiedad privada” y que, si sumaban  alevosía y/o reincidencia, conducían al garrote en la plaza pública.

Tal manera de ejecutar se debatía desde antes de proclamarse las Juntas Revolucionarias de 1868, en las propuestas de diversos  diputados y llegó a causar la dimisión de Nicolás Salmerón, efímero Presidente de la Iª República, por negarse a firmar una sentencia de muerte en 1873.

Los crímenes que merecían la pena de muerte generalmente se calificaban de horrorosos y los reos eran conducidos al garrote tras ser puestos en capilla, tradición medieval para el arrepentimiento de los desmanes y ponerse a bien con Dios. Los indultos libraban de la ejecución, pero no de la pena de cárcel impuesta por los jueces en sus sentencias. La cuestión se alivió ligeramente cuando el médico D. Ángel Pulido presentó un estudio que aportaba razonamientos notables contra la pena capital en 1900, logrando que se proclamara la llamada “Ley Pulido” que, al menos, abolió la ejecución de los reos en los espacios públicos.

Crímenes como el del cura Galeote (en abril de 1886) o el más famoso de la calle Fuencarral de Madrid (de julio de 1888) contados por Galdós en la prensa bonaerense generaron controversias y llamaron la atención de los hispanoamericanos. Baroja también conocía esos sucesos así como los horrendos crímenes que ocurrieron en Peñaranda desde 1889, actos criminales que entrañaban un desprecio significativo de la vida humana.

En febrero de 1889, obreros de un taller de jergas mataron a la dueña con un destral y apuñalaron a su criada de 17 años degollándola después para robar sólo tres talegos que estaban en una arqueta cuando disponían de otros bienes a la vista; fueron juzgados y ajusticiados.  En julio de 1890 un guarda de monte fue asesinado con  una piedra que le destrozó la cabeza y se empleó una hoz para ocasionarle una herida profunda en el cuello; venganza de un vecino denunciado por el guarda cuyo juicio se iba a celebrar el mismo día del crimen; le ayudó una partida de obreros que recogía algarrobas en la proximidad; dos de los criminales serían condenados a garrote por ser reincidentes y el Consejo de Ministros indultó a los otros dos. Sobre estos y otro  crímenes hay información abundante en el libro Peñaranda en el punto de mira (4) de Fernando Ullán Fernández.

Los crímenes ocurridos en Peñaranda también conmovieron a la nación y dejaron algún rastro en la farsa barojiana, por ejemplo, cuando el magistrado Don Severo comenta  que sólo había un  garrote para dos penados –como sucedió con los condenados a muerte del telar de jergas-- o cuando el mismo Don Severo pregunta el Director de la cárcel si tiene otro preso que agarrotar y  aquel responde: “Teníamos a un parricida, pero le han  indultado”, clemencia otorgada a los asesinos del guarda de monte que no eran reincidentes.

El horroroso crimen de Peñaranda del Campo,es un poco cuadro de género un tanto harapiento, gólfico y castellano” dice Baroja en la dedicatoria a una dama. Añade que  en el texto “hay mucha acción y poca psicología” advirtiendo que no cree “en la psicología literaria ni en la otra. Me parece que la explicación de la psiquis más complicada cabe en un papel de fumar y aún sobra sitio”.

La crítica ha hurgado en la farsa que comentamos, pero como alega Gutiérrez Carbajo (5), lo más adecuado sería  admitir que el propósito de Baroja fue escribir exactamente una farsa que comienza burlándose del propio autor --“Pepito Rubores, el pequeño, calvo y de los lentes, y no los otros”--, sin pretensión de dar lección alguna “con mi pequeña farsa villanesca”, algo que Baroja subraya cuando hablando del Autor manifiesta con ironía apuntando a Ortega: “Quizá algunos estetas refinados nos reprochen cierta intención social. ¡Qué se le va a hacer! No hemos llegado en Peñaranda a la deshumanización del arte“.

La farsa nació en Francia a finales de la Edad Media. El diccionario de la R.A.E. la define como  “pieza cómica, breve por lo común, y sin más objeto que hacer reír” y también como “enredo, trama o tramoya para aparentar o engañar”. Las farsas son obras que inflan la realidad de una cuestión social sirviéndose de personajes estrafalarios, estrambóticos o grotescos que provocan la risa. Otros opinan que las farsas son obras teatrales con estructura y trama basada en situaciones y personajes extravagantes, manteniendo un margen de credibilidad. La ironía será una de las armas principales de los autores junto al expresionismo grotesco y el sarcasmo; las imágenes animalizadoras también se utilizarán como elemento caracterizador destacado.

Si la clave principal  de la farsa es la representación de un engaño con visos de verosimilitud, la de Baroja escenifica el tema de la pena de muerte mediante una situación absurda actuada por personajes desprovistos de psique, pero definidos por la singularidad de su nombre o apelativo, la caracterización de su habla o lo grotesco de sus acciones.  Iremos de bromas a veras, pero riendo.

El espectáculo se abre un día de mercado en la plaza de Peñaranda y los personajes primeros en aparecer son un vendedor de específicos, un mercader de baratijas, El Tuerto y su cartel de feria, además de unos estudiantes que se preguntan si el citado cartel es cubista o expresionista dejándolo en mamarrachista aunque, en opinión de quien lo identifica: “Debe ser del terrible crimen de este pueblo”.

La contraposición de la farsa, verdad / engaño, se entabla inicialmente entre el romance de El Tuerto –burla del romance de ciego tradicional de las ferias- y el coro de estudiantes y  personajes de la plaza que contradicen cuanto escuchan. El Tuerto exalta la muerte de una doncella, Sinforosa Peláez López, a quien “jamás se le conoció / ni querido ni cortejo” mientras los demás ponen tales afirmaciones en solfa.

El criminal se llama El Canelo --‘hacer el canelo’ significa ‘hacer el primo’--, un tipo “marchoso y jaranero” que forzó a la moza antes de matarla aunque la Sinforosa “era una sargentona más fuerte que un mozo de cuerda”.  El Tuerto revela en su canto  que El Canelo  clava una navaja en el cuello de la moza, la desangra, descuartiza “y hasta muerde de un pedazo / y dice que sabe a cerdo”, pero  el coro asegura que en todo caso “sabría a vaca por lo tetona que era”, a “chotuno” o a “zorruno” según las diversas personas. Recuérdese lo dicho sobre las imágenes animalizadoras.

Fantasía y realidad, ser y parecer tejen la farsa cuando El Tuerto admite que El Canelo  mató porque la moza tuvo enredos con consecuencias: “Tres hijos. Cuatro abortos y dos fetos” y desde el coro se reconoce “que echó un chico a la Inclusa es verdad”. El Tuerto finaliza la trova diciendo que terminó el proceso y el tribunal condenó a garrote vil, sentencia confirmada por el Supremo y que El Canelo pronto entrará en capilla.

Cuando aparece El Tío Pamplinas pensamos que honrará el mote y cuanto diga tendrá poca entidad. Pues no; viene a desmentir lo visto y dicho. Vocifera que el Canelo no es un criminal sino un “guillao”, un “pipi”, un “niño litri”, un “chalao”  que ha imitado lo mismo que ha visto en las películas, “un chico bonito, y la suerte con las mujeres le ha perdido”. Asegura que no mató a  la Sinforosa porque “andaba tirada”. Y el Cuadro Primero de esta farsa concluye con los vendedores haciendo elogio de sus mercancías y El Tuerto de sus coplas, pero dejando entre bromas y veras el daguerrotipo de una doncella que no lo es y de un criminal que tampoco.

El Cuadro Segundo emerge en un espacio engañador. Preside la capilla de la cárcel de Peñaranda un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús desde un testero entre dos rejas que tiene búcaros con flores de papel a los lados, una  mesa que hace de altar con cuatro velas en candelabros de hoja de lata, y donde el Director de la cárcel está preocupado por un tema profesional: si las velas durarán las dieciocho horas reglamentarias que el reo puede estar en capilla. La farsa, mirando por hacer reír, desacraliza y se  burla de cualquier concepto superior así como de los representantes del poder.

La farsa acentúa el rasgo singular de cada personaje, sea el nombre, el carácter o algún aspecto del mismo. El Duque de la Matinada evoca a personajes de Valle Inclán, acaso a este mismo autor, pues, si Valle ceceaba, el Marqués  es “Alto, con barba en abanico, pronunciando la r como g a lo parisiense”.  Preside a los hermanos de la Paz y la Caridad que vienen a acompañar al reo así como el conde del Cerro Triste, el Marqués del Lirio Virgen y Don Severo Prats, magistrado de la Audiencia Territorial caracterizado por el nombre y la observación del personaje Martínez: “¡Vaya un gachó con cara de perro de presa!”.

Duque y marqués aseguran que  el crimen es un caso de antropofagia y que las gentes del pueblo “dan poco valor a la vida. Son brutales, materialistas, energuménicos”. El Canelo es un ejemplo cuando asegura que está dispuesto a comer de todo si está regado con vino de la Rioja, café y copa de Anís del Mono: “Creo que a un reo de muerte no hay que privarle de nada”. Cuando le presentan la foto de su víctima, dice: “Estaba gorda “la andoba” cuando se hizo esta fotografía. Hecha una cerda. Verdaderamente para comérsela”.

Después  se ridiculiza la grandilocuencia abundante en las disputas sobre el tema de la pena de muerte mediante la discusión de  dos personajes: el Doctor Cándido –trasunto probable del histórico doctor Pulido-- decidido a revolver cielo y tierra para impedir la salvajada del ajusticiamiento porque el criminal –para él-- no es sino un perturbado esquizofrénico o quizá paranoico, y el magistrado Don Severo para quien la justicia significa ajusticiar.  Cuando El Tío Lezna –el verdugo de profesión-- entra en escena, Don Severo proclama que el verdugo es el pivote de la sociedad, pero el ejecutor piensa que  es un oficio cruel y bajo, y afirma que Don Severo sería mejor verdugo que él.

La disputa en pro o en contra de la pena de muerte se desbarata cuando el Duque lee --con su pronunciación peculiar-- las cartas de varias mujeres que protestan por la situación del reo y El Canelo solicita una guitarra para “ver si recuerdo unos tientos  que cantaba el Mochuelo”, negándosela el director al parecerle blasfemo hacerlo en una capilla.

Pero la hilaridad máxima se produce al escenificarse lo sorprendente, por ejemplo, cuando se oye cantar el villancico “¡Ande, ande, ande / la marimorena…” y no la salve que, tradicionalmente, los demás presos cantarían al reo en capilla antes de su ajusticiamiento, o bien, cuando El Canelo dicta últimas voluntades pidiendo que digan a su madre que no le gustan las cáscaras de tomate y que si las ha comido era por no llevarle la contraria, añadiendo que tampoco le agradaban los pepinos por ser un alimento eruptivo…

La Marquesa tiene el papel de deshacer el engaño. Asegura que El Canelo es inocente porque la Sinforosaera una mujer como un castillo. Si ella le da dos coscorrones le tumba” y añade que  su administrador –que está en Lisboa-- le asegura que La Sinforosa vive. Otro motivo de su intervención es que “su  doncella era la novia del Canelo y ahora se pasa el día llorando”.

El final de toda farsa desenmascara a los personajes. El Canelo asegura que “quería que me mataran porque está uno de sobra en el mundo y porque ella (Milagros, la criada de La Marquesa) no le hacía caso”. La víctima que nunca entró en escena salvo en boca de los demás, Sinforosa, “Está sana,  buena, gorda y tiene gran éxito entre los portugueses”. Así las cosas, el fotógrafo que vino para hacer una foto del reo en capilla la hace de los presentes.

El Cuadro Tercero, se sitúa en la plaza de Peñaranda del Campo, al mediodía, con movimiento de paseantes y un chico que vocea “La voz de Peñaranda”, el periódico real que informó de los crímenes auténticos ocurridos en el lugar. El verdugo y el falso criminal comentan su situación con tristeza: dejaron de ser socialmente relevantes y, como ya no son nadie, deciden suicidarse comiendo “una raja de bacalao, un pedazo de pan y un vasazo de peleón, que dicen que es veneno, y ¡adentro! ¡A morir!”.

El epílogo es teatro dentro del teatro. En el casino de Peñaranda se juzga la farsa recién representada. Don Zenón pide a Don Severo qué opine sobre la función y el magistrado la considera detestable: “No comprendo cómo ese Pepito Rubores, que no es tonto, ha podido escribir eso”. Y Don Severo le apoya aludiendo al teatro del dramaturgo social de la época: “Y aún una tendencia democrática a lo Dicenta, estaría, en parte, bien, razonándola; pero aquí no se trata de tendencias democráticas. Aquí no se trata más que de arrastrar por el cieno a los prestigios de la sociedad”. Luego  se queja de los escritores zarrapastrosos que no tienen principios y que, como apostilla el Ballenilla, “no saben distinguir un pirriquio de un espondeo”…


NOTAS.:

1.- Carmen Baroja y Nessi, Recuerdos de una mujer de la Generación del 98, Tusquets, Barcelona, 1998, pp. 82/88. Silvia Aguiar Baixauli mejora la documentación sobre El Mirlo Blanco ofrecida por la hermana de Baroja en su tesis doctoral La obra literaria de Ricardo Baroja, pp. 210 y ss., que se puede leer en Google.

2.- Pío Baroja, El horroroso crimen de Peñaranda del Campos y otras historias, Rafael Caro Raggio, editor, Madrid, 1926.

3.- Luis Gargallo Vaamonde, “La pena de muerte en Ciudad Real” (1902-1932), Universidad  de Castilla-La Mancha. Se puede leer en Google.

4.- Fernando Ullán Hernández, Peñaranda en el punto de mira, Colección Bernardino Sánchez, Centro de Desarrollo Sociocultural, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, s/f..- Se puede leer en Google.

5.-Francisco Gutiérrez Carbajo, “Representación del teatro cómico de Pío Baroja: El horroroso crimen de Peñaranda del Campo”, Anales de Literatura Española, (Universidad de Alicante), nº 19, 2007, pp.-101/114. Se puede leer en Google.

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