PÍO BAROJA: LA FARSA
“EL HORROROSO CRIMEN DE
PAÑARANDA DEL CAMPO”
Baroja
había estrenado Adiós a la bohemia y Arlequín, mancebo de botica en el
teatrillo de cámara ‘El Mirlo Blanco’
(1) que la familia estableció en la
calle Mendizábal 34 de Madrid. El
novelista no era, pues, neófito en el campo del sainete o de la farsa cuando
escribió El horroroso crimen de Peñaranda del Campo en 1926 (2), obrilla que, al parecer, saltaría Al Hollywood madrileño (1927), película vanguardista de Nemesio M. Sobrevila --hoy desaparecida-- en la que
intervino Ricardo Baroja como actor. En esos tiempos la gente debatía sobre la
pena de muerte, tema que Baroja conocía bien desde el día lejano en el que presenció
un ajusticiamiento en la plaza pública según relata en sus Memorias.
Luis
Gargallo (3) recuerda que, por
entonces, la legislación vigente sobre el crimen correspondía al Código Penal
de 1870 que castigaba el asesinato y el robo como actos “que atentaban contra el sistema social liberal, basado en el concepto
de ciudadano y propiedad privada” y que, si
sumaban alevosía y/o reincidencia,
conducían al garrote en la plaza pública.
Tal
manera de ejecutar se debatía desde antes de proclamarse las Juntas Revolucionarias
de 1868, en las propuestas de diversos diputados y llegó a causar la dimisión de
Nicolás Salmerón, efímero Presidente de la Iª República, por negarse a firmar
una sentencia de muerte en 1873.
Los crímenes que merecían la pena de muerte generalmente
se calificaban de horrorosos y los
reos eran conducidos al garrote tras ser puestos en capilla, tradición medieval
para el arrepentimiento de los desmanes y ponerse a bien con Dios. Los indultos
libraban de la ejecución, pero no de la pena de cárcel impuesta por los jueces en sus sentencias. La
cuestión se alivió ligeramente cuando el médico D. Ángel Pulido presentó un
estudio que aportaba razonamientos notables contra la pena capital en 1900,
logrando que se proclamara la llamada “Ley
Pulido” que, al menos, abolió la ejecución de los reos en los espacios
públicos.
Crímenes
como el del cura Galeote (en abril de 1886) o el más famoso de la calle
Fuencarral de Madrid (de julio de 1888) contados por Galdós en la prensa
bonaerense generaron controversias y llamaron la atención de los
hispanoamericanos. Baroja también conocía esos sucesos así como los horrendos crímenes que ocurrieron en Peñaranda
desde 1889, actos criminales que entrañaban un desprecio
significativo de la vida humana.
En febrero
de 1889, obreros de un taller de jergas mataron a la dueña con un destral y apuñalaron
a su criada de 17 años degollándola después para robar sólo tres talegos que
estaban en una arqueta cuando disponían de otros bienes a la vista; fueron
juzgados y ajusticiados. En julio de
1890 un guarda de monte fue asesinado con una piedra que le destrozó la cabeza y se
empleó una hoz para ocasionarle una herida profunda en el cuello; venganza de
un vecino denunciado por el guarda cuyo juicio se iba a celebrar el mismo día
del crimen; le ayudó una partida de obreros que recogía algarrobas en la
proximidad; dos de los criminales serían condenados a garrote por ser
reincidentes y el Consejo de Ministros indultó a los otros dos. Sobre estos y
otro crímenes hay información abundante en
el libro Peñaranda en el punto de mira (4) de Fernando Ullán Fernández.
Los crímenes
ocurridos en Peñaranda también conmovieron a la nación y dejaron algún rastro
en la farsa barojiana, por ejemplo, cuando el magistrado Don Severo comenta que sólo
había un garrote para dos penados –como sucedió
con los condenados a muerte del telar de jergas-- o cuando el mismo Don Severo pregunta el Director de la
cárcel si tiene otro preso que agarrotar y aquel responde: “Teníamos a un parricida, pero le han
indultado”, clemencia otorgada a los asesinos del guarda de monte que
no eran reincidentes.
El
horroroso crimen de Peñaranda del Campo,
“es un poco cuadro de género un tanto
harapiento, gólfico y castellano” dice Baroja en la dedicatoria a una dama.
Añade que en el texto “hay mucha acción y poca psicología” advirtiendo
que no cree “en la psicología literaria
ni en la otra. Me parece que la
explicación de la psiquis más complicada cabe en un papel de fumar y aún sobra
sitio”.
La
crítica ha hurgado en la farsa que comentamos, pero como alega Gutiérrez
Carbajo (5), lo más adecuado sería admitir que el propósito de Baroja fue escribir exactamente una farsa que comienza
burlándose del propio autor --“Pepito
Rubores, el pequeño, calvo y de los lentes, y no los otros”--, sin
pretensión de dar lección alguna “con mi
pequeña farsa villanesca”, algo que Baroja subraya cuando hablando del Autor manifiesta con ironía apuntando a
Ortega: “Quizá algunos estetas refinados
nos reprochen cierta intención social. ¡Qué se le va a hacer! No hemos llegado
en Peñaranda a la deshumanización del arte“.
La farsa nació en Francia a finales de la Edad Media. El diccionario
de la R.A.E. la define como “pieza cómica, breve por lo común, y sin más
objeto que hacer reír” y también como “enredo,
trama o tramoya para aparentar o engañar”. Las farsas son obras que inflan
la realidad de una cuestión social sirviéndose de personajes estrafalarios,
estrambóticos o grotescos que provocan la risa. Otros opinan que las farsas son
obras teatrales con estructura y trama basada
en situaciones y personajes extravagantes, manteniendo un margen de
credibilidad. La ironía será una de
las armas principales de los autores junto al expresionismo grotesco y el sarcasmo;
las imágenes animalizadoras también se utilizarán como elemento caracterizador
destacado.
Si la
clave principal de la farsa es la
representación de un engaño con visos de verosimilitud, la de Baroja escenifica
el tema de la pena de muerte mediante una situación absurda actuada por
personajes desprovistos de psique, pero definidos por la singularidad de su
nombre o apelativo, la caracterización de su habla o lo grotesco de sus acciones.
Iremos de bromas a veras, pero riendo.
El
espectáculo se abre un día de mercado en la plaza de Peñaranda y los personajes primeros en aparecer son un vendedor de
específicos, un mercader de baratijas, El
Tuerto y su cartel de feria, además de unos estudiantes que se preguntan si
el citado cartel es cubista o
expresionista dejándolo en mamarrachista
aunque, en opinión de quien lo identifica: “Debe
ser del terrible crimen de este pueblo”.
La
contraposición de la farsa, verdad /
engaño, se entabla inicialmente entre el
romance de El Tuerto –burla del romance de ciego tradicional de las ferias- y el coro de estudiantes y personajes de la plaza que contradicen cuanto
escuchan. El Tuerto exalta la muerte
de una doncella, Sinforosa Peláez
López, a quien “jamás se le conoció / ni querido ni cortejo” mientras los demás
ponen tales afirmaciones en solfa.
El
criminal se llama El Canelo --‘hacer
el canelo’ significa ‘hacer el primo’--, un tipo “marchoso y jaranero” que forzó a la moza antes de matarla aunque la
Sinforosa “era una sargentona más fuerte
que un mozo de cuerda”. El Tuerto revela en su canto que El
Canelo clava una navaja en el cuello
de la moza, la desangra, descuartiza “y
hasta muerde de un pedazo / y dice que sabe a cerdo”, pero el coro asegura que en todo caso “sabría a vaca por lo tetona que era”, a
“chotuno” o a “zorruno” según las diversas personas. Recuérdese lo dicho sobre las
imágenes animalizadoras.
Fantasía
y realidad, ser y parecer tejen la farsa cuando El Tuerto admite que El
Canelo mató porque la moza tuvo enredos
con consecuencias: “Tres hijos. Cuatro
abortos y dos fetos” y desde el coro se reconoce “que echó un chico a la Inclusa es verdad”. El Tuerto finaliza la trova diciendo que terminó el proceso y el
tribunal condenó a garrote vil, sentencia confirmada por el Supremo y que El Canelo pronto entrará en capilla.
Cuando
aparece El Tío Pamplinas pensamos que
honrará el mote y cuanto diga tendrá poca entidad. Pues no; viene a desmentir
lo visto y dicho. Vocifera que el Canelo no es un criminal sino un “guillao”,
un “pipi”, un “niño litri”, un “chalao” que ha imitado lo mismo que ha visto en las
películas, “un chico bonito, y la suerte
con las mujeres le ha perdido”. Asegura que no mató a la Sinforosa porque “andaba tirada”. Y el Cuadro Primero de esta farsa concluye con los vendedores
haciendo elogio de sus mercancías y El Tuerto
de sus coplas, pero dejando entre bromas y veras el daguerrotipo de una doncella
que no lo es y de un criminal que tampoco.
El
Cuadro Segundo emerge en un espacio engañador. Preside la capilla de la cárcel
de Peñaranda un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús desde un testero entre dos
rejas que tiene búcaros con flores de papel a
los lados, una mesa que hace de altar
con cuatro velas en candelabros de hoja de lata, y donde el Director de la
cárcel está preocupado por un tema profesional:
si las velas durarán las dieciocho horas reglamentarias que el reo puede estar en
capilla. La farsa, mirando por hacer reír, desacraliza y se burla de cualquier concepto superior así como de
los representantes del poder.
La
farsa acentúa el rasgo singular de cada personaje, sea el nombre, el carácter o
algún aspecto del mismo. El Duque de la Matinada
evoca a personajes de Valle Inclán, acaso a este mismo autor, pues, si Valle
ceceaba, el Marqués es “Alto, con barba en abanico, pronunciando la
r como g a lo parisiense”. Preside a
los hermanos de la Paz y la Caridad que vienen a acompañar al reo así como el conde del Cerro Triste, el Marqués del Lirio Virgen y Don Severo Prats, magistrado de la
Audiencia Territorial caracterizado por el nombre y la observación del
personaje Martínez: “¡Vaya un gachó con cara de perro de presa!”.
Duque
y marqués aseguran que el crimen es un
caso de antropofagia y que las gentes del pueblo “dan poco valor a la vida. Son brutales, materialistas, energuménicos”.
El Canelo es un ejemplo cuando
asegura que está dispuesto a comer de todo si está regado con vino de la Rioja,
café y copa de Anís del Mono: “Creo que a
un reo de muerte no hay que privarle de nada”. Cuando le presentan la foto
de su víctima, dice: “Estaba gorda “la andoba”
cuando se hizo esta fotografía. Hecha una cerda. Verdaderamente para comérsela”.
Después
se ridiculiza la grandilocuencia abundante
en las disputas sobre el tema de la pena
de muerte mediante la discusión de dos
personajes: el Doctor Cándido –trasunto probable del histórico doctor Pulido-- decidido a revolver
cielo y tierra para impedir la salvajada del ajusticiamiento porque el criminal
–para él-- no es sino un perturbado esquizofrénico o quizá paranoico, y el
magistrado Don Severo para quien la justicia
significa ajusticiar. Cuando El Tío Lezna –el verdugo de
profesión-- entra en escena, Don Severo proclama que el verdugo es el
pivote de la sociedad, pero el ejecutor piensa que es un oficio cruel y bajo, y afirma que Don Severo sería mejor verdugo que él.
La
disputa en pro o en contra de la pena de muerte se desbarata cuando el Duque lee --con su pronunciación peculiar--
las cartas de varias mujeres que protestan por la situación del reo y El Canelo solicita una guitarra para “ver si recuerdo unos tientos que cantaba el Mochuelo”, negándosela el
director al parecerle blasfemo hacerlo en una capilla.
Pero
la hilaridad máxima se produce al escenificarse lo sorprendente, por ejemplo, cuando
se oye cantar el villancico “¡Ande, ande,
ande / la marimorena…” y no la salve que, tradicionalmente, los demás presos
cantarían al reo en capilla antes de su ajusticiamiento, o bien, cuando El Canelo dicta últimas voluntades
pidiendo que digan a su madre que no le gustan las cáscaras de tomate y que si
las ha comido era por no llevarle la contraria, añadiendo que tampoco le
agradaban los pepinos por ser un alimento eruptivo…
La Marquesa tiene el papel de deshacer el engaño. Asegura que El Canelo es inocente porque la Sinforosa “era una mujer como un castillo. Si ella le da dos coscorrones le tumba”
y añade que su administrador –que está
en Lisboa-- le asegura que La Sinforosa
vive. Otro motivo de su intervención es que “su doncella era la novia del
Canelo y ahora se pasa el día llorando”.
El
final de toda farsa desenmascara a los personajes. El Canelo asegura que “quería que me mataran porque está uno de
sobra en el mundo y porque ella (Milagros, la criada de La Marquesa) no le hacía caso”. La víctima que nunca entró en escena salvo en
boca de los demás, Sinforosa, “Está
sana, buena, gorda y tiene gran éxito
entre los portugueses”. Así las cosas, el fotógrafo que vino para hacer una
foto del reo en capilla la hace de los presentes.
El
Cuadro Tercero, se sitúa en la plaza de Peñaranda del Campo, al mediodía, con
movimiento de paseantes y un chico que vocea “La voz de Peñaranda”, el periódico real que informó de los crímenes
auténticos ocurridos en el lugar. El verdugo y el falso criminal comentan su situación con tristeza: dejaron de ser socialmente
relevantes y, como ya no son nadie, deciden suicidarse
comiendo “una raja de bacalao, un pedazo
de pan y un vasazo de peleón, que dicen que es veneno, y ¡adentro! ¡A morir!”.
El
epílogo es teatro dentro del teatro. En el casino de Peñaranda se juzga la farsa
recién representada. Don Zenón pide a
Don Severo qué opine sobre la función
y el magistrado la considera detestable: “No
comprendo cómo ese Pepito Rubores, que no es tonto, ha podido escribir eso”.
Y Don Severo le apoya aludiendo al
teatro del dramaturgo social de la época: “Y
aún una tendencia democrática a lo Dicenta, estaría, en parte, bien,
razonándola; pero aquí no se trata de tendencias democráticas. Aquí no se trata
más que de arrastrar por el cieno a los prestigios de la sociedad”. Luego se queja de los escritores zarrapastrosos que
no tienen principios y que, como apostilla el Ballenilla, “no saben
distinguir un pirriquio de un espondeo”…
NOTAS.:
1.-
Carmen Baroja y Nessi, Recuerdos de una
mujer de la Generación del 98, Tusquets, Barcelona, 1998, pp. 82/88. Silvia
Aguiar Baixauli mejora la documentación sobre El Mirlo Blanco ofrecida por la hermana de Baroja en su tesis
doctoral La obra literaria de Ricardo
Baroja, pp. 210 y ss., que se puede leer en Google.
2.-
Pío Baroja, El horroroso crimen de
Peñaranda del Campos y otras historias, Rafael Caro Raggio, editor, Madrid,
1926.
3.-
Luis Gargallo Vaamonde, “La pena de
muerte en Ciudad Real” (1902-1932), Universidad de Castilla-La Mancha. Se puede leer en Google.
4.-
Fernando Ullán Hernández, Peñaranda en el
punto de mira, Colección Bernardino Sánchez, Centro de Desarrollo
Sociocultural, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, s/f..- Se puede leer en Google.
5.-Francisco
Gutiérrez Carbajo, “Representación del teatro cómico de Pío Baroja: El
horroroso crimen de Peñaranda del Campo”, Anales
de Literatura Española, (Universidad de Alicante), nº 19, 2007,
pp.-101/114. Se puede leer en Google.
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