CAMILO JOSÉ CELA EN AUSTIN, TEXAS[i]
En la primavera
de 1964 Camilo Jose Cela llegó a Austin invitado por la Universidad de Texas.
Le esperaban Ricardo Gullón, Ramón Martínez López y Miguel Enguídanos entre otros
amigos. Quiso reponerse de las excitaciones del vuelo en la cafetería del
aeropuerto; Cela hablaba poco si no tenía delante un
café aunque fuese chirle. Contó que habían aterrizado imprevistamente en Waco
y, sin que el avión detuviera los motores y contra todas las leyes de la
aviación, las azafatas abrieron una de las compuertas de salida permitiendo que
una pasajera bellísima de atuendo tejano saltara sobre un caballo montándole a
horcajadas mientras el nutrido y vociferante grupo que la esperaba disparaba
sus revólveres al aire. Se trataba, ni más ni menos, del recibiendo local a Miss Texas. Cela no se había percatado de
la compañía de aquella viajera, pero esas cosas pasaban viajando en los bimotores lentos, pero estruendosos y apestando
a gasolina de la Trans Texas Airways,
la compañía que, entre nosotros bromeábamos como Azar del Aire. No sabríamos decir si lo sucedido ocurrió o fue un
invento del escritor.
En Austin, Cela
debía celebrar una reunión con los estudiantes graduados y pronunciar una
conferencia. La reunión tuvo lugar en Batts Hall, el edificio del Departamento
de lenguas Románicas también llamado de los
murciélagos porque solíamos usar chaqueta y corbata, prendas inusitadas
para el calor de Texas. Cela no se sintió a gusto ante aquella elite de los graduados
tan serios y pertrechados de preguntas sofisticadas, pues, asumían que la
literatura no guardaba secretos para un escritor de la grandeza del gallego. Un
incidente ilustrará del calibre de las
preguntas y cómo Cela se defendió del
acoso. La señora Zimic, nieta del laureado poeta Robert Frost, le preguntó a
Cela qué pensaba de la influencia de Simone de Beauvoir en Jean Paul Sartre a
lo que Cela, a ceño fruncido y desafiante, contestó: “Señora, yo no me meto en
cuestiones personales”.
A Cela le iba ir
de romería por los cafés, la tertulia amistosa, los paseos breves por el campus
universitario o por Guadalupe Street y sólo la visita a la casa-museo de O
‘Henry –que en un principio quiso evitar-- pareció ensimismarle. Lo demás no parecía
interesarle; prefería el paisaje humano y su fauna.
Justo en aquellos
días se celebraba alguna de las numerosas fiestas nacionales de Argentina. Una profesora
brasileña muy femenina que tendía a celebrarlo todo, organizó un cóctel para
conmemorarla. A Cela le estomagaba que se le considerara invitado de honor,
departir a pie firme con un martini o una margarita en las manos y beberla a
sorbitos mientras se hablaba de las bondades del tiempo y simplezas semejantes;
pensaba que la función sería otra de festejarse genuinamente al país de los
gauchos. Así que el descubrir el jardín de la casa, un velador y unas cuantas
silla alrededor, arrastró a los pocos jóvenes que allí estábamos y montó lo que
bautizó como El orfeón de la Asunción, lamentando que el ron y no
el vino inspirase el repertorio.
Mientras en el
interior de la casa la conversa seguía de etiqueta y el gramófono enlazaba
nostalgias del pericón con las chichipendeiras o la bossa-nova, los del jardín íbamos
de Santurce a Extremadura pasando por Asturias sin movernos de las sillas bajo
uno de esos maravillosos ocasos de Texas. Durante un rato dejamos el cante e
hicimos charla. A un compañero se le ocurrió preguntar a Cela sobre el
tremendismo. Si no fuese porque estábamos de copas habría contestado muy
molesto, pero Cela se limitó a decir que era un invento de los sacristanes de
la crítica. Recordó una fiesta bien distinta a la nuestra en Barcelona, “de esas donde no se celebra nada y casi
terminan en orgía”, dijo. Tenía sentada sobre sus rodillas a una
cincuentena ligerita de ropa quien, en medio de vaivenes de lirio marchito, le
espetó: “Hoy hace catorce años que mi
único hijo se mató en un accidente de automóvil”. Y entonces Cela preguntó
a mi compañero: “¿Cómo cuento yo eso en
una novela? ¿Y me pregunta sobre el tremendismo? Hay que echar agua a la vida para hacer literatura”
Decidimos no ponernos serios y regresar al orfeón
cantando el picante kyrie que le
habían enseñado en Venezuela cuando fue para escribir el encargo de La catira ”…con
el kyrie, que kirie que kirie / con
el kirie que kirie eleison / si me
das con el dóminus vobis / yo te doy con el dominus tecum…”. Como si fuera
una llamada de trompeta, los de la
fiesta vinieron en tropel al jardín con la intención de sumarse al jolgorio,
pero fue entonces cuando Cela dio por terminado su papel en la fiesta.
De la conferencia
no recuerdo casi nada. Alguna alusión a un abad trabucaire y excomulgador,
alguna incursión escatológica por la intrahistoria de España. Lo que si
recuerdo es su tono de voz, impresionante, su famosa ceja enguadañándose sobre
la montura de las gafas y a aquellas
señoras encopetadas y estupefactas que se iban hundiendo en sus asientos como
si estuviesen frente al mismo diablo u horrorizadas escuchando las trompetería
pregonera del Juicio Final. El actor estuvo maravilloso y la ovación de gala.
Era el Cela que querían ver, el tremendo Cela ejerciendo de español.
Pero al entrar en
el avión de vuelta, Cela ya no era tan impotente. Dijo que se sentía como un
niño asustado. Y Miguel Enguídanos se encargó de que las azafatas le tomaran a
su cuidado. Abandonaba Texas y volaría al Este, de universidad en universidad, continuando un viaje que empezó en Madrid, cuando su
esposa le llevó las alforjas y un
bocadillo al avión de Iberia, un viaje
que contaría a su manera en Papeles de
Son Armadans.
Pasó un tiempo. Varias
universidades norteamericanas solicitarían el Nobel para Cela y, entre sus
razones, alegaban “el protagonismo del
hombre en una obra donde el individuo lucha contra un entorno hostil o indiferente”
y también “que Camilo José Cela ha
definido la novela como la sombra del hombre”. Es muy posible que los
americanos le entendieran mejor o más atinadamente que nosotros. Otro tanto sucedió
antes con Juan Ramón Jiménez.
NOTA.:
[i] Actualización de
mi artículo “Una estancia de Camilo José Cela en Tejas”, Diario Español de Tarragona, Año XLIV, nº 13.219, 24 de febrero de
1982, pág. 24.
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