jueves, 9 de diciembre de 2010


DICIEMBRE EN MADRID

Hace muchos años publique en LA NOCHE -- por entonces ”Único diario de la tarde en Galicia” – historias que llevaban por título general Historias de mi ciudad. La primera se tituló “Diciembre, lluvias y café” y decía, más o menos:

“¿Cómo será este diciembre en Santiago?” Me preguntaba ayer un gallego viejo, melancólico, cansado de trotar por el mundo. Hacía sesenta años que no aparecía por su tierra. Llegó a Madrid muy joven, en diciembre de mil novecientos y… No recordaba el año con exactitud. Quería ser escritor. Traía los libros de Rosalía bajo el brazo. Después de publicar algunos artículos en periódicos menores de la capital, se fue a América, como tantos y tantos paisanos. Estuvo en China y dio más vueltas por el mundo. Volvió hace unos meses cansado y derrotado. Me dijo que conoció a Valle–Inclán en Méjico y que habían discutido mucho. Le volvió a encontrar en Argentina donde casi se pegaron. “Nunca tuve suerte con mis hermanos de raza. Ahora me echó Fidel, que también es gallego”, decía.

Y repetía: “¿Cómo será este diciembre en Santiago?”. Le contesté que sería parecido al de Madrid, aunque la lluvia aquí no tiene el sabor de Compostela y, además, fastidia. “Jamás me salen bien las cosas. No puedo ir. Parecerá extraño, pero es que vivo contra el tiempo. Fíjese que hay comunicaciones, pero nada… siempre sucede algo que me impide volver a mi país. ¡Y estas Navidades…!” Pensé frívolamente que no tenía dinero y acabaría pidiéndome alguno para el viaje.

El hombre miraba continuamente hacia la puerta del café. Dijo que esperaba a un amigo. Le pregunté muchas cosas sobre aquel diciembre de mil novecientos y tantos…, pero empezó a responderme distraído. No comprendía su actitud puesto que él me había abordado diciendo que me conocía –quizás por ser asiduo del local—y me había invitado a tomar café; sin embargo, ahora no quería hablarme o me contestaba con desgana.

Pensé en lo absurdo de la situación aunque no me sentía violento. Lo lógico hubiera sido agradecer el café y haber salido del local. Pero era justamente lo último que estaba dispuesto a hacer. Al fin y al cabo, ¿no era curioso cuanto me sucedía? Estaba al lado de un hombre que había viajado por todo el mundo, pero no podía recorrer la distancia entre Madrid y Santiago porque se lo impedían las circunstancias o Dios sabe qué historias. Pensé, también, que quizás me había invitado para entretener la espera de su amigo. Juro que mi imaginación trabajaba a destajo. ¿Me pediría dinero? ¿Se habría confundido conmigo y, con escasa diplomacia, daba pie para que me marchara? ¿Sería uno de esos ancianos de tuercas flojas que pululan por los cafés madrileños?

Le dije que era escritor y contestó con ironía que ya lo sabía, De pronto me confesó: “Conocí a Baroja y a Unamuno. Cuando era panadero, Baroja me regaló pan alguna vez; nunca supo hacerse con el negocio. También conocí a Juan Ramón apenas llegado a Madrid; vivía de síncope en síncope” dijo extrañamente.

Me interesé por su apellido, pero no quiso dármelo y respondió solamente: “Nunca escribí libros. Esto le sucede a muchos escritores.” Cada vez me parecía más enigmático y mi curiosidad iba a más.

Fue entonces cuando la puerta del café se abrió dando paso a un hombre también mayor. Era bajo, cojeaba y llevaba una boina estrecha calada hasta las orejas. Iba tan mal vestido que así distraía de la fealdad del rostro. Andaba como quebrándose por una de sus rodillas. Se acercó a mi acompañante y se abrazaron. Luego me lo presentó: “Aquí un gallego que nunca estuvo en América, que no sabe leer ni escribir, que un día salió de Vigo soplando en su flauta de viento, con su carrito y su tarazana para mover la piedra redonda de esmeril y fue afilando cuchillos, navajas, espadas y cacerolas hasta la China. Hace veinte años que no nos veíamos. La última vez debió ser en Macao… y no importa que, cuanto estoy diciendo, le sirva para escribir alguna de esas historias que publica en LA NOCHE. Es como un encuentro para la eternidad; en esto mi amigo y yo estaremos de acuerdo”. Y acto seguido se despidieron de mí.

Disculparán que no sepa contar lo que sentí entonces, pues ni tengo imaginación ni había escrito historia alguna para el periódico que habían citado. Quedé chafado, estado en el que pasas de ser vidente y percibes las cosas que suceden a tu alrededor de modo más nítido, entre ellas que, si bien estaba invitado, tuve que pagar los cafés. Salí. Pensé en la lluvia, en la radioactividad sin saber la razón, en diciembre, en las distancias por tren. Después, en un quiosco, compré dos números atrasados de la revista Índice.

Como si la imaginación me hubiese inundado –de idiotismo, entiéndase-- regresé al lugar del crimen, digo al café. Pedí el servicio – tal como hacían los escritores de antaño antes de trasladar al papel los frutos de su imaginación. Tenía que escribir algo, mis confesiones, lo que fuese… “De eso no tenemos, señor”. La realidad cruel me devolvió el conocimiento. Empecé a ojear las revistas que había comprado y de pronto sentí la necesidad de imaginar aquel diciembre de mil novecientos y…

Baroja estaría mirando las cuentas de los repartidores en el despacho de su panadería. De vez en cuando se tomaría un respiro para repasar algún diálogo de La casa de Aitzgorri. De pronto miraría si llovía. Unamuno empezaría una de sus cartas a Candamo confiándole que Juan Ramón “nunca sabe lo que dice, balbucea y tararea como los loros, imitando lo que ha oído”. Después, gustoso de pasear por la calle de Alcalá, repetiría al acompañante de turno que en Vidas sombrías de don Pío se nota la influencia de Poe y Dostoiewsky. El acompañante aprovecharía el primer silencio del maestro para añadir que Baroja afirmaba que se había olvidado la influencia de Dickens.

¡Mundo fabuloso de los diciembres madrileños! pero, ¿y mi amigo, el viejo escritor gallego? ¿No le debo escribir ésto? ¿Fue ayer, hoy..? ¿Cómo se llamaría? ¿Qué escribió?

Pedí la cuenta y el camarero me dijo: “Señor, cuando usted se fue volvieron sus amigos; me refiero a los dos señores con lo que estuvo antes. Me dijeron que usted les pagaría las dos copas de coñac que se tomaron a cuenta de la historia que de seguro escribiría. Usted sabrá a qué se referían.”
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