BLASCO IBÁÑEZ:
La
barraca[i] es
una novela que ayuda a conocer la España rural de finales del s. XIX en los
comienzos de la Restauración. Por entonces,
una mayoría de personas trabajaba o arrendaba tierras de otros para sustentar a
sus familias, situación que derivaba del atraso agrario de la nación, pues, los propietarios –en su mayoría pertenecientes
a la burguesía financiera y terrateniente-- ni arriesgaban ni tenían interés en
el cultivo eficaz de sus tierras. [ii]
La sociedad agrícola valenciana
se dividía –de manera parecida a otras regiones de España-- en dos clases: la
de los arrendadores, sencillamente identificados en la figura del amo, y los pescadores de la Albufera
o del Mediterráneo, los huertanos, y los que trabajaban en los servicios y los artesanos pobres. Nada quebraba el muro que dividía ambas clases que
otros definían con sutileza y brevedad como el mundo de los señores educados en
castellano y el de los analfabetos que hablaban valenciano.
En La barraca los amos están representados por don Salvador, sus
herederos o la señora cuyas tierras arrendaba Pimentó. Viven en los barrios
nobles de la ciudad y acuden al campo para subrayar su condición de
propietarios, exigir lo suyo y disponer de vidas y haciendas según sus
intereses. Don Salvador avisa a Barret que no consentía su empeño en cultivar
tierras más extensas que sus fuerzas, “Y
como le habían hecho proposiciones de nuevo arrendamiento, avisaba a Barret de
que dejase los campos cuanto antes.”(p.27)
Mientras fue útil, el aparcero dispuso de las tierras, al dejar de serlo tiene
que salir. Los huertanos procurarán que nadie viva y trabaje los campos que fueron de Barret, pero los herederos del
amo los rentarán por casi nada a un foráneo, Batiste, con el propósito de
doblegar la resistencia de los huertanos.
La huerta es el espacio de
los de abajo; tiene apariencia de paraíso debido al sudor de los trabajadores
que, sin embargo, viven en barracas miserables; sí las barracas tienen un mirar,
es gracias a la disposición de las mujeres y de algunas flores. El huertano es
un proletario más entre las gentes que acuden a la ciudad a ganar el sustento: “Animábanse los caminos con filas de puntos negros y movibles, como
rosario de hormigas, marchando a la ciudad.” (p. 11/12) También
viven en barrios marginados o, como Rosario, en el prostíbulo; de alguna manera
siempre al servicio del rico.
Blasco Ibáñez, como antes Pérez
Galdós, había observado que cada clase --incluida la más insignificante-- se
jerarquiza y unos individuos marginan a otros en cada una. La familia de
Batiste será marginada por haber rentado las tierras de Barret: “Los vecinos burlábanse de ellos con una
ironía que delataba su sorda irritación. ¡Vaya una familia! Eran gitanos como
los que duermen debajo de los puentes.” (p.41) Al no ser originaria de la
huerta, la familia de Batiste se convierte en el enemigo a batir cuando debía
estimarse como una igual en la lucha por la vida.
Las clases superiores
tienen instituciones como la justicia y la Guardia Civil para mantener reducidas a las inferiores: “Los dueños de las
tierras pidieron protección hasta en los papeles públicos. Y parejas de la
Guardia Civil fueron a recorrer la huerta, a apostarse en los caminos, a
sorprender gestos y conversaciones, siempre sin éxito.”
(p. 37)
Cuando el anteriormente dócil Barret sabe que el juzgado procederá en su contra
embargando cuanto tiene en la barraca para el pago de sus deudas y echarle de
sus tierras, se convertirá en la figura de El
Libertador: “agarró la vieja escopeta
que tenía siempre cargada detrás de la puerta, y echándosela a la cara plantóse
bajo el emparrado, dispuesto a meterle dos balas al primero de aquellos
bandidos de la ley que pusiera el pie en sus campos”(p.
28) El
arma le será arrebatada por Pimentó y las mujeres de la casa, pero Barret segará
la vida del amo blandiendo la simbólica hoz del abuelo y, aunque será indultado,
“salió de la cárcel hecho una momia y fue
conducido al presidio de Ceuta, para morir allá a los pocos años” mientras
su familia “desapareció como un puñado de
paja en el viento” (p. 35).
El tema de la
educación también juega un papel en la
vida de los huertanos.[iii]
Don Joaquín es un maestro oficioso;
desempeña el papel por voluntad propia y como una manera, diríamos pícara, de
ganarse el sustento. Nadie le expulsa porque el Estado, interesado en la
formación de las clases superiores, se despreocupa de las inferiores. Por eso la
escuela es una barraca vieja, sin apenas luz, con paredes de dudosa blancura: “unos cuantos bancos, tres carteles de
abecedario mugrientos, rotos por las puntas (…) Libros, apenas si se veían tres
en la escuela; una misma cartilla servía para todos. ¿Para qué más?...Allí
imperaba el método moruno: canto y repetición, hasta meter las cosas con un
continuo martilleo en las duras cabezas.” (p. 77)
Las ideas no se desplomarán sobre las cabezas de los discípulos, pero sí una
caña larga correctiva.
Don Joaquín llena el vacío
del Estado; en realidad no puede educar porque ni sabe enseñar ni es capaz de
inspirar amor al estudio. Su esfuerzo no sirve para reducir el analfabetismo
dominante del huertano y, en consecuencia, el huertano que no sabe leer desconocerá
sus derechos. Lo refleja Barret cuando manifiesta miedo hacia los papeles del
juzgado, a los oficios, la letra impresa. Por el contrario ese miedo no lo
tienen sus iguales al Tribunal de las Aguas: “La ausencia de papel sellado y del escribano aterrador era lo que más
gustaba a unas gentes acostumbradas a mirar con miedo supersticioso el arte de
escribir, por lo mismo que lo desconocen” (p. 50), porque es un tribunal que se conduce en valenciano
y sólo por medio de la palabra aunque Batiste lo estime como el monstruo de las siete cabezas (p.53).
Privados de la educación,
viviendo como en una colonia al servicio del amo, la sociedad de la huerta revela su primitivismo. Sus mejores armas defensivas son la violencia contra el
amo opresor y la solidaridad al estilo de Fuenteovejuna. Cuando Pimentó está a
punto de ser preso por una agresión, “todo el distrito desfiló ante el juez
afirmando la inocencia de Pimentó” (p. 36). Se
dice que las tierras de Barret “eran el
talismán que mantenía íntimamente unidos a los huertanos”
(p. 37)
y que Rosario estaba muy agradecida porque habían impedido que otros entrasen a
trabajarlas.
Cierta solidaridad aparente funciona cuando muere Pascualet, el Obispillo, pero sólo puede estimarse como auténtica y sin doblez en el caso de Pepeta, que le amortaja; el resto de los huertanos visita la casa de Batiste impulsados por un sentimiento de culpa, nunca porque la familia del muerto pertenezca al clan: “Algo se había enfriado el afecto que mostraron todos los vecinos al enterrar al pequeño. Según se amortiguaba el recuerdo de aquella desgracia, la gente parecía arrepentirse de su impulso de ternura, y se acordaba otra vez de la catástrofe del tío Barret y la llegada de los intrusos.”(p. 115)
Cierta solidaridad aparente funciona cuando muere Pascualet, el Obispillo, pero sólo puede estimarse como auténtica y sin doblez en el caso de Pepeta, que le amortaja; el resto de los huertanos visita la casa de Batiste impulsados por un sentimiento de culpa, nunca porque la familia del muerto pertenezca al clan: “Algo se había enfriado el afecto que mostraron todos los vecinos al enterrar al pequeño. Según se amortiguaba el recuerdo de aquella desgracia, la gente parecía arrepentirse de su impulso de ternura, y se acordaba otra vez de la catástrofe del tío Barret y la llegada de los intrusos.”(p. 115)
El primitivismo que aflora
en la malevolencia de Pimentó o en las palabras sibilinas del Tío Tomba también
se manifiesta en la manera que el huertano tiene de matar el tiempo libre. Su
ocio ni es creador ni reparador; su espacio es la taberna de Copa, “la cueva de la fiera”, “la rojiza boca que despedía el estrépito de
la borrachera y la brutalidad.” (p. 64) La
taberna engendra el machismo de los vagos, los matones y
los borrachines, valentones que pasan el tiempo chismorreando,
jugando a los naipes, bebiendo aguardiente y metiendo miedo a las jóvenes que
transitan por el camino al atardecer; sin embargo, la sociedad de la huerta
estima
su fuerza y brutalidad y les convierte en ídolos cuyos atributos no son las
virtudes, sino la arrogancia, el menosprecio del trabajo, el buen ojo con la
escopeta y la lengua viciosa. En la Copa se desencadenará la tragedia que
conduce a la muerte de Pimentó y al fracaso de Batiste, obligado a irse a otro
lugar para ganarse la vida.
La mujer vive escondida en
los pliegues de esa sociedad conociendo que su posición es inferior a la del
hombre. Su destino es el trabajo parecido al de la mula de carga. En el primer
capítulo de la novela avistamos a Pepeta muy de madrugada recorriendo las
calles de la ciudad para vender hortalizas
y después la leche de la vaca Rocha mientras Pimentó permanece arrebujado en el
camón de su barraca. Pepeta es joven,
pero su belleza marchita a causa del trabajo y no es feliz. (pp.
13/21)
La mujer arrastra el destino de su hombre, pero si a él le es dado –cuando
menos- el derecho a protestar, la mujer
está obligada a estar siempre ante los hombres con los ojos bajos. De hecho, no
depende de un hombre en concreto, sino de todos, como Rosario a quien los demás
han desposeído de su identidad transformándola en Elisa, la prostituta.
En La barraca todo combina conforme a los esquemas naturalistas del
determinismo, sobre todo, la presión que el medio ejerce sobre el ser humano,
condicionandole. A modo de conclusión podemos decir que coincidimos con quienes
piensan que el Blasco de las primeras novelas también fue un escritor de origen naturalista. En La barraca
puso de relieve que el ser humano privado de bienestar y de posibilidades desde la cuna se afana inútilmente
en escapar de los condicionantes de una
religión que no le consuela, de un Estado que ni le enseña ni protege sus derechos, de una sociedad que le condena a vivir
reducido y dependiente.
La
barraca narra la vida de unos campesinos de la huerta
valenciana, pero su regionalismo innegable no impide la proyección universal
que ese espacio y personajes adquieren,
convertido uno y otros en una alegoría formidable de la lucha por la vida, tema
del 98, modernismo al que la novela también se emparenta, y jamás reducida al
costumbrismo regional que algunos han pretendido.
La barraca es un testimonio
del vivir, pero seríamos injustos con Blasco Ibáñez valorándola sólo desde una perspectiva
social. El escritor hurgó en la entraña misma del ser humano y, a través de imágenes
literarias, sí de raíz naturalista, pero de modulación impresionista, ofreció una dimensión sincera y sobrecogedora
del homo homini lupus de Plauto, “el hombre es el lobo del hombre”, al que Thomas Hobbes se apuntó siglos después.
NOTAS:
[i] Vicente Blasco Ibáñez, La Barraca, con ‘Notas de un ensayo de Federico de Onís’, más unas
palabras ‘Al lector’ del autor escritas en Menton (Alpes Marítimos) en
1925. Las Américas Publishing Company,
New York s/f.
[ii]
Vicente Blasco Ibáñez dijo en el artículo Alma
Valenciana: “no hay provincia
española que tenga tantos propietarios como Valencia. La agricultura esta
subdividida hasta lo infinito. Cada labriego es dueño del pedazo de suelo que
cultiva. Unos son propietarios por la ley: los mas tienen la tierra en
arrendamiento, transmitiéndose su posesión por herencia, dentro de la familia,
desde hace siglos, sin que el verdadero dueño que reside en la ciudad ose
intervenir en estas donaciones ni aumentar el arriendo que aún se cuenta por
libras y sueldos como en tiempos de los reyes de Aragón. La escopeta, compañera
inseparable del huertano desde que entra en la pubertad, y el fraternal y
enérgico apoyo que se prestan todos los trabajadores de la vega, son los
sostenes de este derecho tradicional del que extraje la trama de mi novela La
Barraca.” Vicente Blasco Ibáñez, “Alma
Valenciana” en Alma Española, Año
IIº, nº 11, 17 de enero de 1904,
pp.10-12. Este artículo se puede leer en Google.
[iii]
Juan Oleza, en una muy interesante
conferencia de noviembre de 1998, dijo: “La barraca atestigua la barbarie de unos labradores ignorantes, entre los que un
miserable maestro rural trata de inculcar rudimentos de cultura - “¡Pobre
gente - exclama - ¿Qué culpa tienen si nacieron para vivir como bestias y nadie
les saca de su condición?” - y atestigua
sobre todo la lucha de clases entre aparceros y rentistas, hasta aquí el lado
sociológico del determinismo del medio, pero sobre esas tierras malditas pesa
también una especie de fatalidad telúrica, que emana de la tierra misma, del
clima, de la violencia salvaje de los hijos de la huerta, que aspiran desde
niños con delicia el humo de la pólvora, que “sienten un completo desprecio por
la vida de un semejante”, y que tienen un pasado reciente de guerras
encarnizadas y hechos sanguinarios, como evoca complacido el tío Tomba.“
Juan Oleza, “Novelas mandan. Blasco Ibáñez y la musa realista de la modernidad.”
Debats. València. 1999. Nº 64-65.
95-111. El texto se puede leer íntegro en Google.
En 1981 Miguel Delibes publicaría Los
santos inocentes, excelente novela que también se llevaría al cine tres
años después reflejando temas paralelos a los de La Barraca aunque más actuales y situados en una hacienda extremeña
en los años 60 del siglo pasado.
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