lunes, 24 de octubre de 2016

Los cuentos bilingües de Christopher


 Christopher Diego en “La Mancha”


Para Christopher Diego en su 4º cumpleaños
Del yayo Javier Martínez Palacio

Apenas dormido, Christopher sintió como si el sueño mismo le transportara a una llanura esteparia. Concluía octubre, hacía frío y, si había otro signo de vida, lo daba el aire haciendo correr ovillos de ramas y hojas secas que iban y venían en direcciones sin sentido. 

Christopher no estaba asustado; miraba a su alrededor. Nada por aquí, nada por allá, hasta que divisó a su espalda y en la lejanía, la extraña figura de un hombre que llevaba una pesada armadura medieval sin casco e iba sobre un caballo muy flaco que apenas podía caminar; a su lado marchaba un feliz campesino gordinflón, sobre un rocín cuyas alforjas rebosaban. Observó que los viajeros se arrimaban a unos peñascos y desmontaban --el hombre de la armadura no sin gran dificultad--, sin duda para descansar y reponerse.

Visto lo visto, Christopher ni lo pensó, y decidió correr y aproximarse. Cuando los alcanzó, el caballero acababa de quitarse la coraza y le miraba con sorpresa.

--¿De dónde vienes y adónde vas, pequeño? –interrogó con voz grave.

-- De Carolina del Norte - respondió Christopher.

-- Tierra ignorada en los libros de caballería, ¿Dónde queda?

-- Pues no lo sé, porque vengo de un sueño y ando perdido –respondió el niño

--¿Cómo Amadís? ¿Tienes algo en común con Amadís de Gaula?- indagó el caballero.

-- Soy hijo de Elizabeth y Ricardo.

--¡Notable dinastía! – aseguró el caballero mientras inclinaba la cabeza con respeto --. Ricardo fue un rey esforzado al que llamaban Corazón de León y Elizabeth una reina bellísima que estuvo por encima del bien y del mal. No tengo la menor duda; tu linaje debe de ser próximo al de Amadís, o bien, al de Palmerín de Inglaterra cuando menos.

--Me confunde, señor; mis padres, Elizabeth y Ricardo, así como yo, somos de Carolina del Norte –y estiró un brazo a su izquierda-, por allá lejos, muy lejos, un país del que, sobre todo, se ven las alturas por ser tierra de montañas.

El gordinflón se hizo notar; mientras le acercaba un tajo de queso y un pedazo de pan --viandas que había sacado de una de las alforjas que transportaba el rucio-- le dijo:

-– Jovencito, este caballero es Don Alonso, yo me llamo Sanchico y soy su escudero; para mí, tú serás el Nano.

Christopher comió con apetito, pero con un ojo fijo en la extraña apariencia del caballero de cara larga y estrechísima donde las guías del bigote, finas como lanzas, apuntaban rectas en direcciones opuestas. Se preguntó si estaría en buena compañía o si, por el contrario, estaría a merced de unos malandrines come-niños que, si llegaba a dormirse, no tardarían en rajarle y sacarle las entrañas. Apartó sus pensamientos y preguntó por preguntar y hacer conversación:

--¿Y qué hacéis por aquí?

-- Buscamos el Yelmo de Mambrino.

-- ¿El yelmo de quién...? – casi gritó Christopher.

--Mambrino era un rey moro –respondió Sanchico—que tenía un yelmo de oro que le hacía invulnerable a todo y que le arrebató Reinaldo de Montalbán en combate a muerte.

--Mi armadura, que era de mi bisabuelo –añadió Don Alonso- vale poco sin yelmo para proteger la cabeza y el rostro. El yelmo represente la vergüenza del caballero y con la espada le protege de todo mal de hombre o bestia, de la enfermedad o del hambre, por eso arrebaté el yelmo de Mambrino a un barbero facineroso que lo tenía robado, pero lo perdí... — y el caballero entró en un mutismo absoluto que ni Sanchico ni Christopher osaron perturbar, hasta que el Nano, pensándolo mucho, dijo:

--Pues yo te puedo prestar el mío si es que tienes pensado entrar en combate.

--¿Que tú, pequeño hombre de treinta y ocho pulgadas, tienes un yelmo? -- preguntó el caballero admirado. Y Christopher abrió su mochila y rebuscó hasta encontrarlo y se lo ofreció. El caballero lo asió admirándose de su calor dorado, aunque al palparlo puso cara de mucha extrañeza y preguntó:

-- Este yelmo no parece tener mucha consistencia. ¿Es de juguete? ¿De qué material está hecho?

--De plástico --respondió Christopher-, pero es muy fuerte y redondo en la parte del casco; parece poco resistente porque es moldeable y ajustable, pero cuando lo llevo y saco mi espada aterrorizo incluso a mis padres.

--¿Tan así?-. Interrogó Sanchico arrascándose detrás de una oreja.

--¡Oh, seguro! -respondió el niño-. Mi espada está hecha del mismo material y es recta y dura para castigar sin matar.

Christopher también la sacó de la mochila. Sus compañeros la contemplaron y después la probaron dando mandobles al viento. Luego trataron en vano de pinchar el suelo, pero Don Alonso sonrió al notar que se hundía fácilmente en el queso que Sanchico tenía a su vera con gran disgusto suyo. Después Don Alonso preguntó al Nano:

--¿Cómo te llamas?

--Christopher Diego.

--¿De dónde dijiste que vienes?

--De Carolina del Norte.

--Pues desde ahora te llamarás Christopher Diego de Las Carolinas y te armaré caballero en este mismo momento porque, no habiendo capilla por estos parajes, te excuso de velar las armas. Hinca una rodilla – el Nano así lo hizo y el caballero pronunció unos palabras muy raras; luego golpeó suavemente con la palma de su espada en los hombros, la espalda y la cabeza de Christopher para concluir advirtiendo--. Si quieres ser un gran caballero tendrás que conseguir el pañuelo de una dama que te lo regalará sólo después de haberla hecho un gran servicio.

--No se preocupe, Don Alonso –-dijo Christopher--. Mientras consigo el pañuelo rodearé mi cuello con un collar de luz. - Y sacándolo de la mochila se lo puso admirando a sus compañeros, bien que la iluminación pistacho brillante hizo que caballero y escudero se echaran para atrás mientras Don Alonso susurraba a su escudero que el Mago Frestón podría haber embrujado al joven hidalgo de Las Carolinas.

Estaban en estas cuando Don Alonso se apartó de humanos y víveres, y poniendo su mano derecha sobre las cejas para que el sol no le deslumbrara, afirmándose en las puntas de los pies, miró a lontananza. Vislumbró lo que parecía una comitiva gracias al polvo que levantaba aunque la distancia le impedía distinguir bien. Insatisfecho, se colocó la coraza, cogió el yelmo y la espada de Christopher, su lanza, y montó en su jamelgo el cual inició una especie de trote que se volvió galope en un santiamén para regresar al paso más pronto que tarde segundos después. 

El polvo que levantaban le hacía desaparecer a los ojos de Christopher y de Sanchico quienes se subieron precipitadamente al rucio y marcharon en pos mientras Sanchico gritaba con toda la potencia de sus pulmones:

--¡Mirad bien, mi Señor! ¡No acometáis una de esas aventuras que os tienen más bien desbaratado que compuesto!

A medida que se aproximaba, Don Alonso vio unas carretas a cuyo alrededor danzaban unas máscaras aterradoras, enanos que parecían demonios colorados con colas del color del fuego, sibilas viejas y jorobadas de aspecto monstruoso, zombis que llevaban la cabeza en sus manos con unas velas metidas en su interior iluminándolas.

Había también esqueletos que bufaban fuego y dejaban un rastro humeante y esqueletos encapuchados que portaban guadañas cuyas cuchillas en forma de arco de gran radio hendían el aire intimidando y atemorizando. Bailaban una danza extrañísima y entonaban una canción ululante.

--¡Deteneos! – gritó Don Alonso colocando su lanza en posición amenazadora - ¡Y dadme la razón del tropel!

Las máscaras se detuvieron sorprendidas y turbadas por la aparición del caballero y se arrimaron unas a otras componiendo un cuadro fantasmal del que sobresalió una voz joven de mujer:

--Mi Señor, ensayamos la Danza de la Muerte que representaremos en la primera aldea que encontremos.

--¿Y qué os proponéis con ella? —interrogó el caballero.

--Divertir a los aldeanos y que nos den pitanza y cobijo.

--¿Divertir llevándoles miedo?

--Con nuestras representaciones le gente se ríe, mi Señor, no hacemos mal a nadie sino divertir con nuestras máscaras y atuendos. Sacamos a bailar a las autoridades del lugar, al cura y a los labradores, y también a los alguaciles, a ricos y pobres para recordarles que los goces del mundo tienen su fin y hay que morir.

Estaba Don Alonso enfureciéndose y a punto de entrar a saco en la reunión cuando Christopher y Sanchico llegaron a su altura y el primero, divertido por cuanto veía, se puso a gritar con gran alegría:

--¡Halloween! ¡Halloween! ¡Halloween!

--¿Pero qué gritas? – preguntó Don Alonso.

--¡Es Halloween! ¡Una costumbre muy parecida que, en la tierra de donde vengo, celebramos la víspera del Día de Todos los Santos! También le llamamos la noche de las brujas –prosiguió Christopher--. Niños y niñas nos disfrazamos de duendes, fantasmas o demonios, llamamos en las casas de nuestros vecinos diciendo trick or treat que quiere decir truco o trato, o dulce o travesura, porque si no nos dan golosinas o dinero se supone que no aceptan el trato y algo malo les va a ocurrir, por ejemplo, les tiramos huevos u otras cosas contra la puerta o las ventanas de su casa.

--¡Qué bueno! ¡Qué idea tan simpática! –gritó la mujer que había hablado con anterioridad mientras las máscaras se movían cuchicheando entre ellas y moviendo sus cabezas dando muestras de agrado.

Al observar que la actitud de la comitiva no era afrentosa, Don Alonso se aplacó, puso la lanza en reposo y dijo:

--Proseguir vuestra aventura que la nuestra es encontrar el Yelmo de Mambrino.

Los comediantes agradecieron la buena disposición del caballero, le desearon suerte y antes de emprender camino, la joven que había hablado con anterioridad, se quitó un pañuelo del cuello y se lo entregó a Christopher diciendo:

--Muchas gracias pequeño amigo por dar una nuevo significado a nuestra danza que, de seguro, alborozará a los aldeanos como nunca antes.

Christopher contestó mientras se quitaba el collar de luz y se anudaba el pañuelo al cuello:

--Señora, no dudéis en llamarme si tenéis algún nuevo problema en vuestro viaje.

Y se despidieron todos con gran cortesía. Luego Don Alonso, Sanchico y Christopher regresaron al pedregal donde habían dejado las alforjas, comieron y se echaron a dormir.



A la mañana siguiente, mientras Christopher refería a sus padres el sueño que había tenido, se sorprendía al descubrir el pañuelo que la muchacha le había regalado junto a su yelmo, la coraza y su espada.
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