Los
cuentos bilingües de Christopher
Christopher Diego en “La Mancha”
Para Christopher Diego en su 4º cumpleaños
Del yayo Javier Martínez Palacio
Apenas dormido, Christopher
sintió como si el sueño mismo le transportara a una llanura esteparia. Concluía
octubre, hacía frío y, si había otro signo de vida, lo daba el aire haciendo
correr ovillos de ramas y hojas secas que iban y venían en direcciones sin
sentido.
Christopher no estaba asustado;
miraba a su alrededor. Nada por aquí, nada por allá, hasta que divisó a su
espalda y en la lejanía, la extraña figura de un hombre que llevaba una pesada
armadura medieval sin casco e iba sobre un caballo muy flaco que apenas podía
caminar; a su lado marchaba un feliz campesino gordinflón, sobre un rocín cuyas
alforjas rebosaban. Observó que los viajeros se arrimaban a unos peñascos y
desmontaban --el hombre de la armadura no sin gran dificultad--, sin duda para
descansar y reponerse.
Visto lo visto, Christopher ni lo
pensó, y decidió correr y aproximarse. Cuando los alcanzó, el caballero acababa
de quitarse la coraza y le miraba con sorpresa.
--¿De dónde vienes y adónde vas,
pequeño? –interrogó con voz grave.
-- De Carolina del Norte -
respondió Christopher.
-- Tierra ignorada en los libros
de caballería, ¿Dónde queda?
-- Pues no lo sé, porque vengo de
un sueño y ando perdido –respondió el niño
--¿Cómo Amadís? ¿Tienes algo en
común con Amadís de Gaula?- indagó el caballero.
-- Soy hijo de Elizabeth y
Ricardo.
--¡Notable dinastía! – aseguró el
caballero mientras inclinaba la cabeza con respeto --. Ricardo fue un rey
esforzado al que llamaban Corazón de León y Elizabeth una reina bellísima que
estuvo por encima del bien y del mal. No tengo la menor duda; tu linaje debe de
ser próximo al de Amadís, o bien, al de Palmerín de Inglaterra cuando menos.
--Me confunde, señor; mis padres,
Elizabeth y Ricardo, así como yo, somos de Carolina del Norte –y estiró un
brazo a su izquierda-, por allá lejos, muy lejos, un país del que, sobre todo,
se ven las alturas por ser tierra de montañas.
El gordinflón se hizo notar;
mientras le acercaba un tajo de queso y un pedazo de pan --viandas que había
sacado de una de las alforjas que transportaba el rucio-- le dijo:
-– Jovencito, este caballero es
Don Alonso, yo me llamo Sanchico y soy su escudero; para mí, tú serás el Nano.
Christopher comió con apetito,
pero con un ojo fijo en la extraña apariencia del caballero de cara larga y
estrechísima donde las guías del bigote, finas como lanzas, apuntaban rectas en
direcciones opuestas. Se preguntó si estaría en buena compañía o si, por el
contrario, estaría a merced de unos malandrines come-niños que, si llegaba a
dormirse, no tardarían en rajarle y sacarle las entrañas. Apartó sus pensamientos
y preguntó por preguntar y hacer conversación:
--¿Y qué hacéis por aquí?
-- Buscamos el Yelmo de Mambrino.
-- ¿El yelmo de quién...? – casi
gritó Christopher.
--Mambrino era un rey moro
–respondió Sanchico—que tenía un yelmo de oro que le hacía invulnerable a todo
y que le arrebató Reinaldo de Montalbán en combate a muerte.
--Mi armadura, que era de mi
bisabuelo –añadió Don Alonso- vale poco sin yelmo para proteger la cabeza y el
rostro. El yelmo represente la vergüenza del caballero y con la espada le
protege de todo mal de hombre o bestia, de la enfermedad o del hambre, por eso
arrebaté el yelmo de Mambrino a un barbero facineroso que lo tenía robado, pero
lo perdí... — y el caballero entró en un mutismo absoluto que ni Sanchico ni
Christopher osaron perturbar, hasta que el Nano, pensándolo mucho, dijo:
--Pues yo te puedo prestar el mío
si es que tienes pensado entrar en combate.
--¿Que tú, pequeño hombre de
treinta y ocho pulgadas, tienes un yelmo? -- preguntó el caballero admirado. Y
Christopher abrió su mochila y rebuscó hasta encontrarlo y se lo ofreció. El
caballero lo asió admirándose de su calor dorado, aunque al palparlo puso cara
de mucha extrañeza y preguntó:
-- Este yelmo no parece tener
mucha consistencia. ¿Es de juguete? ¿De qué material está hecho?
--De plástico --respondió
Christopher-, pero es muy fuerte y redondo en la parte del casco; parece poco
resistente porque es moldeable y ajustable, pero cuando lo llevo y saco mi
espada aterrorizo incluso a mis padres.
--¿Tan así?-. Interrogó Sanchico
arrascándose detrás de una oreja.
--¡Oh, seguro! -respondió el
niño-. Mi espada está hecha del mismo material y es recta y dura para castigar
sin matar.
Christopher también la sacó de la
mochila. Sus compañeros la contemplaron y después la probaron dando mandobles
al viento. Luego trataron en vano de pinchar el suelo, pero Don Alonso sonrió
al notar que se hundía fácilmente en el queso que Sanchico tenía a su vera con
gran disgusto suyo. Después Don Alonso preguntó al Nano:
--¿Cómo te llamas?
--Christopher Diego.
--¿De dónde dijiste que vienes?
--De Carolina del Norte.
--Pues desde ahora te llamarás
Christopher Diego de Las Carolinas y te armaré caballero en este mismo momento
porque, no habiendo capilla por estos parajes, te excuso de velar las armas.
Hinca una rodilla – el Nano así lo hizo y el caballero pronunció unos palabras
muy raras; luego golpeó suavemente con la palma de su espada en los hombros, la
espalda y la cabeza de Christopher para concluir advirtiendo--. Si quieres ser
un gran caballero tendrás que conseguir el pañuelo de una dama que te lo
regalará sólo después de haberla hecho un gran servicio.
--No se preocupe, Don Alonso
–-dijo Christopher--. Mientras consigo el pañuelo rodearé mi cuello con un
collar de luz. - Y sacándolo de la mochila se lo puso admirando a sus
compañeros, bien que la iluminación pistacho brillante hizo que caballero y
escudero se echaran para atrás mientras Don Alonso susurraba a su escudero que
el Mago Frestón podría haber embrujado al joven hidalgo de Las Carolinas.
Estaban en estas cuando Don
Alonso se apartó de humanos y víveres, y poniendo su mano derecha sobre las
cejas para que el sol no le deslumbrara, afirmándose en las puntas de los pies,
miró a lontananza. Vislumbró lo que parecía una comitiva gracias al polvo que
levantaba aunque la distancia le impedía distinguir bien. Insatisfecho, se
colocó la coraza, cogió el yelmo y la espada de Christopher, su lanza, y montó
en su jamelgo el cual inició una especie de trote que se volvió galope en un
santiamén para regresar al paso más pronto que tarde segundos después.
El polvo
que levantaban le hacía desaparecer a los ojos de Christopher y de Sanchico
quienes se subieron precipitadamente al rucio y marcharon en pos mientras
Sanchico gritaba con toda la potencia de sus pulmones:
--¡Mirad bien, mi Señor! ¡No
acometáis una de esas aventuras que os tienen más bien desbaratado que
compuesto!
A medida que se aproximaba, Don
Alonso vio unas carretas a cuyo alrededor danzaban unas máscaras aterradoras,
enanos que parecían demonios colorados con colas del color del fuego, sibilas
viejas y jorobadas de aspecto monstruoso, zombis que llevaban la cabeza en sus
manos con unas velas metidas en su interior iluminándolas.
Había también esqueletos que
bufaban fuego y dejaban un rastro humeante y esqueletos encapuchados que
portaban guadañas cuyas cuchillas en forma de arco de gran radio hendían el
aire intimidando y atemorizando. Bailaban una danza extrañísima y entonaban una
canción ululante.
--¡Deteneos! – gritó Don Alonso
colocando su lanza en posición amenazadora - ¡Y dadme la razón del tropel!
Las máscaras se detuvieron
sorprendidas y turbadas por la aparición del caballero y se arrimaron unas a
otras componiendo un cuadro fantasmal del que sobresalió una voz joven de
mujer:
--Mi Señor, ensayamos la Danza de
la Muerte que representaremos en la primera aldea que encontremos.
--¿Y qué os proponéis con ella?
—interrogó el caballero.
--Divertir a los aldeanos y que
nos den pitanza y cobijo.
--¿Divertir llevándoles miedo?
--Con nuestras representaciones
le gente se ríe, mi Señor, no hacemos mal a nadie sino divertir con nuestras
máscaras y atuendos. Sacamos a bailar a las autoridades del lugar, al cura y a
los labradores, y también a los alguaciles, a ricos y pobres para recordarles
que los goces del mundo tienen su fin y hay que morir.
Estaba Don Alonso enfureciéndose
y a punto de entrar a saco en la reunión cuando Christopher y Sanchico llegaron
a su altura y el primero, divertido por cuanto veía, se puso a gritar con gran
alegría:
--¡Halloween! ¡Halloween!
¡Halloween!
--¿Pero qué gritas? – preguntó
Don Alonso.
--¡Es Halloween! ¡Una costumbre
muy parecida que, en la tierra de donde vengo, celebramos la víspera del Día de
Todos los Santos! También le llamamos la noche de las brujas –prosiguió
Christopher--. Niños y niñas nos disfrazamos de duendes, fantasmas o demonios,
llamamos en las casas de nuestros vecinos diciendo trick or treat que quiere
decir truco o trato, o dulce o travesura, porque si no nos dan golosinas o
dinero se supone que no aceptan el trato y algo malo les va a ocurrir, por
ejemplo, les tiramos huevos u otras cosas contra la puerta o las ventanas de su
casa.
--¡Qué bueno! ¡Qué idea tan
simpática! –gritó la mujer que había hablado con anterioridad mientras las
máscaras se movían cuchicheando entre ellas y moviendo sus cabezas dando muestras
de agrado.
Al observar que la actitud de la
comitiva no era afrentosa, Don Alonso se aplacó, puso la lanza en reposo y
dijo:
--Proseguir vuestra aventura que
la nuestra es encontrar el Yelmo de Mambrino.
Los comediantes agradecieron la
buena disposición del caballero, le desearon suerte y antes de emprender
camino, la joven que había hablado con anterioridad, se quitó un pañuelo del
cuello y se lo entregó a Christopher diciendo:
--Muchas gracias pequeño amigo
por dar una nuevo significado a nuestra danza que, de seguro, alborozará a los
aldeanos como nunca antes.
Christopher contestó mientras se
quitaba el collar de luz y se anudaba el pañuelo al cuello:
--Señora, no dudéis en llamarme
si tenéis algún nuevo problema en vuestro viaje.
Y se despidieron todos con gran
cortesía. Luego Don Alonso, Sanchico y Christopher regresaron al pedregal donde
habían dejado las alforjas, comieron y se echaron a dormir.
A la mañana siguiente, mientras
Christopher refería a sus padres el sueño que había tenido, se sorprendía al
descubrir el pañuelo que la muchacha le había regalado junto a su yelmo, la
coraza y su espada.
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