jueves, 3 de noviembre de 2016





LOS 7 CUENTOS DEL VENEZOLANO 
JORGE OLAVARRÍA



Se acercó a José Luis Mendívil y a mí buscando información sobre el curso, las aulas y los catedráticos. Al concluir la conversación éramos ya buenos amigos. El joven venezolano se llamaba Jorge Olavarría de Tezanos Pinto y había llegado para estudiar Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. Esto ocurría hace 58 años.

Nos uniría algo más y fue nuestra vocación europeísta. Jorge acababa de graduarse  en el Collège d’Europe de Brujas y nosotros acudíamos regularmente a las sesiones de tarde que la Asociación Española de Cooperación Europea (AECE) celebraba en un piso de José Antonio 42 (la Gran Vía de siempre). Algún tiempo después Jorge cedería su vivienda para la celebración de un coctel en honor de M. Robert van Schendel cuyas visitas a España eran generalmente silenciadas por el Régimen, asistiendo el embajador de Francia, algunas personalidades franco-europeas y españolas, y en cuya preparación actuamos.

La amistad de Jorge con José Luis Mendívil se afirmaba en lo político mientras la mía se orientaba a lo literario porque ambos escribíamos. Jorge tenía claveteado un gran plano en la pared frente a su escritorio con esquemas argumentales, nombres de personajes y otros pormenores que servían para desarrollar los cuentos de su futuro libro. Le interesaban las opiniones, sobre todo de los venezolanos que vivían en nuestra capital. En el Preámbulo de los 7 Cuentos escribió: “Las contadas personas a las cuales les he mostrado los manuscritos, en busca de opiniones críticas, me han expresado, todas, la misma objeción: son demasiado duros y algo ‘injustos’. Me aferro a creer lo contrario y llegaría a afirmar que son demasiado suaves con la realidad Venezolana y Caraqueña”.

Jorge era pasión y creía que los libros todavía impactaban en la conciencia de políticos y ciudadanos, efecto que había dejado de ser real. Creía que el arte aún tenía esa misión.  Se empecinaba en escribir porque le enervaba la visión que se tenía de Hispanoamérica y de su país en particular.

En el Preámbulo explicaba que la visión típica y exótica que europeos y norteamericanos tenían de hispanos y venezolanos era falsa porque ambos conceptos enmascaraban “las injusticias sociales, la miseria, el hambre”, tanto si se admiraba a los del lugar rasgueando descalzos sus guitarras a la luz de la luna como si se observaba la apariencia de los pescaderos margariteños con camisetas Made in USA, sombreros Made in Italy y botines Made in Texas.

Afirmaba que las leyes no servían a los ciudadanos en Venezuela: “Los intereses creados, la torpeza, los prejuicios y las enormes diferencias económicas y culturales han impedido que la legislación llegue a una interpretación honrada y cabal de la verdadera realidad de la Venezuela campesina y suburbana”. El relato …Anote allí señol… es el de un viejo que se considera ‘letrao’ y quiere registrar la muerte de un hijo natural suyo –que no de otro-- porque ya hubo lío con la herencia de su propio padre al no haber registrado los hijos que tenía vivos o muertos.

Olavarría anteponía a algunos de sus cuentos –preocupado porque se entendieran bien—párrafos o unas páginas de denuncia social sostenidas por la historia o estadísticas demoledoras que apoyaban su labor creativa y anunciaban al periodista, escritor y político en que se transformaría pronto. Por ejemplo, se refiere a Diego Losada --cuando entró en el valle de los indios caracas en el siglo XVI--  para decir que el conquistador  jamás habría imaginado que la topografía del lugar sería la de los Cerros y las Colinas que representan las dos Caracas tan dramáticamente diferentes: en Las Colinas se hacen las leyes y se reparte la riqueza mientras en  los Cerros se sufren esas leyes y sólo se obtienen las migajas del aludido reparto.

Venezuela no era un país rico aseguraba Jorge. En los aledaños de 1960 unos 750.000 venezolanos ingresaban entre 11 y 15 bolívares al mes (unos 4$ USA). Con anterioridad a 1950 las estadísticas revelaban que el 52% de las casas tenían piso de tierra, el 59% carecía de servicio sanitario y el 71% no disponía de cubo de la basura. Más de un 50% de la población estaba por debajo de los 21 años creciendo a un 3% anual. En 1958 se calculaba que del 1.300.000 niños que tenían entre 7 y 14 años, medio millón dejaría de asistir a la escuela al año siguiente por no haber suficientes escuelas, suponiéndose que en 1960, fecha de la publicación del libro, las cifras serían mayores.

Lo anterior subyace en el cuento titulado intencionadamente Carnaval. Las dos ‘Venezuelas’ están representadas en dos bailes, El baile de las colinas y El baile de los de abajo. Cada uno tiene su ‘reina’  y sus personajes característicos. Sonia impera en el primero disfrazada de rusa ucraniana con sobrero de astracán; a su padre se le describe como hombre “marcando un paso digno de ser acompasado por un trombón” y a su novio se le bautiza con el nombre de Perucho Oropendiente. Sonia está escandaliza porque al paso de su carroza los de abajo  lanzaron algunas piedras.

El personaje de Rosa concita cuanto sucede en El baile de los de abajo acompañada de otra figura que transita entre los dos bailes, un Luis Pedernales cercano, aunque no lo suficiente, al protagonista típico de la novela social. Cuando ambos entran en el citado baile se dice: “Una vez adentro, un ambiente de sexo, un vaho de hormonas, una música de sensualidad les rebota en sus cuerpos recién salidos del frescor de la noche”. El sexo domina la acción como si fuera el único magma vital que personifica a los de debajo de la misma forma que el parecer y la mentira restallan en el baile de las Colinas. No hay lirismo descriptivo alguno: “La multitud se mueve como un inmenso pastel humanos”. Es el carnaval venezolano de la ciudad muerta para Luis o de la ciudad dormida para Rosa que concluye el miércoles de ceniza.

Recordando que la población crecía a un ritmo del 3%, Olavarría añadía que 32.000 de los 163.000 niños abandonados vivían en Caracas, subrayaba que el gobierno dedicaba cuarenta y dos millones de bolívares --de un presupuesto de seis mil millones-- al alivio de los menores de 14 años cuando constituían el 43% de la población. Asociado a este panorama infantil estaba el de los viejos cuyas cifras podían ser peores. Por eso escribió El hueso filosofal, donde  un perro añoso que deambula por las calles “ya no gruñe. Sólo enseña los dientes”, no tiene mayor ventaja que la de ‘saber esperar’, pero se defiende mejor en la vida que la pobre mendiga de la que se compadece.

Nuestro autor pensaba que “El hombre  de la llamada ‘clase media’ lucha la batalla más absurda de nuestra sociedad: tiene que ganar sueldo de obrero y sobrellevar apariencia de patrono”.  Esa clase media sólo se diferenciaba de la nueva –que integraban los obreros especializados mayormente-- por el nivel cultural y porque no habían seguido estudios universitarios. Si se llamaba a la clase media la espina dorsal de muchos países por serlo tanto del capitalismo como de la democracia, en ningún sitio lo era tanto como en Venezuela donde el 65% de la población estaba formado por hijos ilegítimos, mientras la gente del cuello blanco “representa el orden familiar óptimo”, pero también es “la espina dorsal del servilismo, de la mediocridad, del odio, de  la burguesía intolerante, de la vulgaridad, de la decadencia y, en general, de la marcha difícil y dolorosa de un pueblo que busca angustiosamente su destino sin conocer ni su camino ni las piernas con que andarlo"

En El Talco y la Seda, Jacinto concluye su trabajo de conductor de autobuses y se dirige a casa dispuesto a parar los pies a su suegra por criticar su costumbre de ir al comedor en bata de seda. Efectivamente, al poco de llegar va al cuarto de baño donde se ducha, adecenta,  perfuma dejando atrás la mugre obtenida en su jornada laboral, hasta que ya vestido con la famosa bata y contemplándose en el espejo dice para sí: “Parezco un lord”. Gustándose, deja el propósito que tenía para el día siguiente.

En la breve segunda parte del libro incluye Tres cuentos de muy adentro, entre surrealistas y enigmáticos, que son  Los ruidos, Medusa y El niño ciego. Se distinguen de los anteriores por mantener significados sociales diluidos en una línea simbólica, sobresaliendo en el primero de ellos la figura de Vidente Libertador quien abre toda puerta cerrada que encuentra, porque, ha sido considerado loco y encerrado en el manicomio, perseguido y encerrado en la cárcel… 

La población de Venezuela era de 7.996.896 millones de habitantes en 1960 llegando hoy a los 31.335.113 según el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas; las mujeres forman el 49’8% de la población. La tasa de crecimiento que, según  la misma fuente, era del 3,8% en 1960 – algo superior al 3,1% que daba Olavarría- es del 1,4% en la actualidad.

La fuga de cerebros que se está produciendo en la universidad venezolana, por ejemplo, de 700 profesores de la U. Central y 400 en la U. Simón Bolívar desde 2011 no se debe sólo a cuestiones de dinero, sino a la escasa consideración que se muestra a su oficio. Por el Venoscopio (que se puede consultar en Google) sabemos que  711.982 personas constituían el personal docente del curso 2010/2011, pero la cifra bajaba a 470.598 un año después sin que se den cifras de años posteriores. 

En la memoria “Escolaridad e Inversión Educativa en Venezuela al 2015” de Luis Bravo Jáuregui (que también se puede leer en Google) destaca sobre la inversión pública en educación “una tendencia al achicamiento de la inversión que hace el Estado venezolano en la educación de los venezolanos reales. Lo cual abona la tesis de que más que una “educación para todos de calidad” según reza la propaganda oficial, se está desarrollando una gestión y política pública educativa más próxima a la “pobre educación para pobres” que denuncian los sectores críticos de la presente administración educativa.” (p.68) Una cosa son los propósitos y otra las realidades; el Sr. Bravo apostilla en sus conclusiones que la pretensión real de su Memoria es “mostrar las limitaciones de esa buena intención y las incapacidades para hacerla buena en los hechos”.

Hay diferencias entre los que sucedía en la Venezuela de 1960 y la actualidad, pero ¿son tantas? Creemos que los Siete Cuentos de Jorge Olavarría de ninguna manera deben quedar como marginales a sus libros y artículos históricos o políticos, sino que por su valía deberían ser reeditados incluso con mayor dignidad de la que luce en aquella vieja edición impresa en Madrid en 1960.
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lunes, 24 de octubre de 2016

Los cuentos bilingües de Christopher


 Christopher Diego en “La Mancha”


Para Christopher Diego en su 4º cumpleaños
Del yayo Javier Martínez Palacio

Apenas dormido, Christopher sintió como si el sueño mismo le transportara a una llanura esteparia. Concluía octubre, hacía frío y, si había otro signo de vida, lo daba el aire haciendo correr ovillos de ramas y hojas secas que iban y venían en direcciones sin sentido. 

Christopher no estaba asustado; miraba a su alrededor. Nada por aquí, nada por allá, hasta que divisó a su espalda y en la lejanía, la extraña figura de un hombre que llevaba una pesada armadura medieval sin casco e iba sobre un caballo muy flaco que apenas podía caminar; a su lado marchaba un feliz campesino gordinflón, sobre un rocín cuyas alforjas rebosaban. Observó que los viajeros se arrimaban a unos peñascos y desmontaban --el hombre de la armadura no sin gran dificultad--, sin duda para descansar y reponerse.

Visto lo visto, Christopher ni lo pensó, y decidió correr y aproximarse. Cuando los alcanzó, el caballero acababa de quitarse la coraza y le miraba con sorpresa.

--¿De dónde vienes y adónde vas, pequeño? –interrogó con voz grave.

-- De Carolina del Norte - respondió Christopher.

-- Tierra ignorada en los libros de caballería, ¿Dónde queda?

-- Pues no lo sé, porque vengo de un sueño y ando perdido –respondió el niño

--¿Cómo Amadís? ¿Tienes algo en común con Amadís de Gaula?- indagó el caballero.

-- Soy hijo de Elizabeth y Ricardo.

--¡Notable dinastía! – aseguró el caballero mientras inclinaba la cabeza con respeto --. Ricardo fue un rey esforzado al que llamaban Corazón de León y Elizabeth una reina bellísima que estuvo por encima del bien y del mal. No tengo la menor duda; tu linaje debe de ser próximo al de Amadís, o bien, al de Palmerín de Inglaterra cuando menos.

--Me confunde, señor; mis padres, Elizabeth y Ricardo, así como yo, somos de Carolina del Norte –y estiró un brazo a su izquierda-, por allá lejos, muy lejos, un país del que, sobre todo, se ven las alturas por ser tierra de montañas.

El gordinflón se hizo notar; mientras le acercaba un tajo de queso y un pedazo de pan --viandas que había sacado de una de las alforjas que transportaba el rucio-- le dijo:

-– Jovencito, este caballero es Don Alonso, yo me llamo Sanchico y soy su escudero; para mí, tú serás el Nano.

Christopher comió con apetito, pero con un ojo fijo en la extraña apariencia del caballero de cara larga y estrechísima donde las guías del bigote, finas como lanzas, apuntaban rectas en direcciones opuestas. Se preguntó si estaría en buena compañía o si, por el contrario, estaría a merced de unos malandrines come-niños que, si llegaba a dormirse, no tardarían en rajarle y sacarle las entrañas. Apartó sus pensamientos y preguntó por preguntar y hacer conversación:

--¿Y qué hacéis por aquí?

-- Buscamos el Yelmo de Mambrino.

-- ¿El yelmo de quién...? – casi gritó Christopher.

--Mambrino era un rey moro –respondió Sanchico—que tenía un yelmo de oro que le hacía invulnerable a todo y que le arrebató Reinaldo de Montalbán en combate a muerte.

--Mi armadura, que era de mi bisabuelo –añadió Don Alonso- vale poco sin yelmo para proteger la cabeza y el rostro. El yelmo represente la vergüenza del caballero y con la espada le protege de todo mal de hombre o bestia, de la enfermedad o del hambre, por eso arrebaté el yelmo de Mambrino a un barbero facineroso que lo tenía robado, pero lo perdí... — y el caballero entró en un mutismo absoluto que ni Sanchico ni Christopher osaron perturbar, hasta que el Nano, pensándolo mucho, dijo:

--Pues yo te puedo prestar el mío si es que tienes pensado entrar en combate.

--¿Que tú, pequeño hombre de treinta y ocho pulgadas, tienes un yelmo? -- preguntó el caballero admirado. Y Christopher abrió su mochila y rebuscó hasta encontrarlo y se lo ofreció. El caballero lo asió admirándose de su calor dorado, aunque al palparlo puso cara de mucha extrañeza y preguntó:

-- Este yelmo no parece tener mucha consistencia. ¿Es de juguete? ¿De qué material está hecho?

--De plástico --respondió Christopher-, pero es muy fuerte y redondo en la parte del casco; parece poco resistente porque es moldeable y ajustable, pero cuando lo llevo y saco mi espada aterrorizo incluso a mis padres.

--¿Tan así?-. Interrogó Sanchico arrascándose detrás de una oreja.

--¡Oh, seguro! -respondió el niño-. Mi espada está hecha del mismo material y es recta y dura para castigar sin matar.

Christopher también la sacó de la mochila. Sus compañeros la contemplaron y después la probaron dando mandobles al viento. Luego trataron en vano de pinchar el suelo, pero Don Alonso sonrió al notar que se hundía fácilmente en el queso que Sanchico tenía a su vera con gran disgusto suyo. Después Don Alonso preguntó al Nano:

--¿Cómo te llamas?

--Christopher Diego.

--¿De dónde dijiste que vienes?

--De Carolina del Norte.

--Pues desde ahora te llamarás Christopher Diego de Las Carolinas y te armaré caballero en este mismo momento porque, no habiendo capilla por estos parajes, te excuso de velar las armas. Hinca una rodilla – el Nano así lo hizo y el caballero pronunció unos palabras muy raras; luego golpeó suavemente con la palma de su espada en los hombros, la espalda y la cabeza de Christopher para concluir advirtiendo--. Si quieres ser un gran caballero tendrás que conseguir el pañuelo de una dama que te lo regalará sólo después de haberla hecho un gran servicio.

--No se preocupe, Don Alonso –-dijo Christopher--. Mientras consigo el pañuelo rodearé mi cuello con un collar de luz. - Y sacándolo de la mochila se lo puso admirando a sus compañeros, bien que la iluminación pistacho brillante hizo que caballero y escudero se echaran para atrás mientras Don Alonso susurraba a su escudero que el Mago Frestón podría haber embrujado al joven hidalgo de Las Carolinas.

Estaban en estas cuando Don Alonso se apartó de humanos y víveres, y poniendo su mano derecha sobre las cejas para que el sol no le deslumbrara, afirmándose en las puntas de los pies, miró a lontananza. Vislumbró lo que parecía una comitiva gracias al polvo que levantaba aunque la distancia le impedía distinguir bien. Insatisfecho, se colocó la coraza, cogió el yelmo y la espada de Christopher, su lanza, y montó en su jamelgo el cual inició una especie de trote que se volvió galope en un santiamén para regresar al paso más pronto que tarde segundos después. 

El polvo que levantaban le hacía desaparecer a los ojos de Christopher y de Sanchico quienes se subieron precipitadamente al rucio y marcharon en pos mientras Sanchico gritaba con toda la potencia de sus pulmones:

--¡Mirad bien, mi Señor! ¡No acometáis una de esas aventuras que os tienen más bien desbaratado que compuesto!

A medida que se aproximaba, Don Alonso vio unas carretas a cuyo alrededor danzaban unas máscaras aterradoras, enanos que parecían demonios colorados con colas del color del fuego, sibilas viejas y jorobadas de aspecto monstruoso, zombis que llevaban la cabeza en sus manos con unas velas metidas en su interior iluminándolas.

Había también esqueletos que bufaban fuego y dejaban un rastro humeante y esqueletos encapuchados que portaban guadañas cuyas cuchillas en forma de arco de gran radio hendían el aire intimidando y atemorizando. Bailaban una danza extrañísima y entonaban una canción ululante.

--¡Deteneos! – gritó Don Alonso colocando su lanza en posición amenazadora - ¡Y dadme la razón del tropel!

Las máscaras se detuvieron sorprendidas y turbadas por la aparición del caballero y se arrimaron unas a otras componiendo un cuadro fantasmal del que sobresalió una voz joven de mujer:

--Mi Señor, ensayamos la Danza de la Muerte que representaremos en la primera aldea que encontremos.

--¿Y qué os proponéis con ella? —interrogó el caballero.

--Divertir a los aldeanos y que nos den pitanza y cobijo.

--¿Divertir llevándoles miedo?

--Con nuestras representaciones le gente se ríe, mi Señor, no hacemos mal a nadie sino divertir con nuestras máscaras y atuendos. Sacamos a bailar a las autoridades del lugar, al cura y a los labradores, y también a los alguaciles, a ricos y pobres para recordarles que los goces del mundo tienen su fin y hay que morir.

Estaba Don Alonso enfureciéndose y a punto de entrar a saco en la reunión cuando Christopher y Sanchico llegaron a su altura y el primero, divertido por cuanto veía, se puso a gritar con gran alegría:

--¡Halloween! ¡Halloween! ¡Halloween!

--¿Pero qué gritas? – preguntó Don Alonso.

--¡Es Halloween! ¡Una costumbre muy parecida que, en la tierra de donde vengo, celebramos la víspera del Día de Todos los Santos! También le llamamos la noche de las brujas –prosiguió Christopher--. Niños y niñas nos disfrazamos de duendes, fantasmas o demonios, llamamos en las casas de nuestros vecinos diciendo trick or treat que quiere decir truco o trato, o dulce o travesura, porque si no nos dan golosinas o dinero se supone que no aceptan el trato y algo malo les va a ocurrir, por ejemplo, les tiramos huevos u otras cosas contra la puerta o las ventanas de su casa.

--¡Qué bueno! ¡Qué idea tan simpática! –gritó la mujer que había hablado con anterioridad mientras las máscaras se movían cuchicheando entre ellas y moviendo sus cabezas dando muestras de agrado.

Al observar que la actitud de la comitiva no era afrentosa, Don Alonso se aplacó, puso la lanza en reposo y dijo:

--Proseguir vuestra aventura que la nuestra es encontrar el Yelmo de Mambrino.

Los comediantes agradecieron la buena disposición del caballero, le desearon suerte y antes de emprender camino, la joven que había hablado con anterioridad, se quitó un pañuelo del cuello y se lo entregó a Christopher diciendo:

--Muchas gracias pequeño amigo por dar una nuevo significado a nuestra danza que, de seguro, alborozará a los aldeanos como nunca antes.

Christopher contestó mientras se quitaba el collar de luz y se anudaba el pañuelo al cuello:

--Señora, no dudéis en llamarme si tenéis algún nuevo problema en vuestro viaje.

Y se despidieron todos con gran cortesía. Luego Don Alonso, Sanchico y Christopher regresaron al pedregal donde habían dejado las alforjas, comieron y se echaron a dormir.



A la mañana siguiente, mientras Christopher refería a sus padres el sueño que había tenido, se sorprendía al descubrir el pañuelo que la muchacha le había regalado junto a su yelmo, la coraza y su espada.
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Los cuentos bilingües de Christopher


 Christopher Diego en “La Mancha”


Para Christopher Diego en su 4º cumpleaños
Del yayo Javier Martínez Palacio

Apenas dormido, Christopher sintió como si el sueño mismo le transportara a una llanura esteparia. Concluía octubre, hacía frío y, si había otro signo de vida, lo daba el aire haciendo correr ovillos de ramas y hojas secas que iban y venían en direcciones sin sentido. 

Christopher no estaba asustado; miraba a su alrededor. Nada por aquí, nada por allá, hasta que divisó a su espalda y en la lejanía, la extraña figura de un hombre que llevaba una pesada armadura medieval sin casco e iba sobre un caballo muy flaco que apenas podía caminar; a su lado marchaba un feliz campesino gordinflón, sobre un rocín cuyas alforjas rebosaban. Observó que los viajeros se arrimaban a unos peñascos y desmontaban --el hombre de la armadura no sin gran dificultad--, sin duda para descansar y reponerse.

Visto lo visto, Christopher ni lo pensó, y decidió correr y aproximarse. Cuando los alcanzó, el caballero acababa de quitarse la coraza y le miraba con sorpresa.

--¿De dónde vienes y adónde vas, pequeño? –interrogó con voz grave.

-- De Carolina del Norte - respondió Christopher.

-- Tierra ignorada en los libros de caballería, ¿Dónde queda?

-- Pues no lo sé, porque vengo de un sueño y ando perdido –respondió el niño

--¿Cómo Amadís? ¿Tienes algo en común con Amadís de Gaula?- indagó el caballero.

-- Soy hijo de Elizabeth y Ricardo.

--¡Notable dinastía! – aseguró el caballero mientras inclinaba la cabeza con respeto --. Ricardo fue un rey esforzado al que llamaban Corazón de León y Elizabeth una reina bellísima que estuvo por encima del bien y del mal. No tengo la menor duda; tu linaje debe de ser próximo al de Amadís, o bien, al de Palmerín de Inglaterra cuando menos.

--Me confunde, señor; mis padres, Elizabeth y Ricardo, así como yo, somos de Carolina del Norte –y estiró un brazo a su izquierda-, por allá lejos, muy lejos, un país del que, sobre todo, se ven las alturas por ser tierra de montañas.

El gordinflón se hizo notar; mientras le acercaba un tajo de queso y un pedazo de pan --viandas que había sacado de una de las alforjas que transportaba el rucio-- le dijo:

-– Jovencito, este caballero es Don Alonso, yo me llamo Sanchico y soy su escudero; para mí, tú serás el Nano.

Christopher comió con apetito, pero con un ojo fijo en la extraña apariencia del caballero de cara larga y estrechísima donde las guías del bigote, finas como lanzas, apuntaban rectas en direcciones opuestas. Se preguntó si estaría en buena compañía o si, por el contrario, estaría a merced de unos malandrines come-niños que, si llegaba a dormirse, no tardarían en rajarle y sacarle las entrañas. Apartó sus pensamientos y preguntó por preguntar y hacer conversación:

--¿Y qué hacéis por aquí?

-- Buscamos el Yelmo de Mambrino.

-- ¿El yelmo de quién...? – casi gritó Christopher.

--Mambrino era un rey moro –respondió Sanchico—que tenía un yelmo de oro que le hacía invulnerable a todo y que le arrebató Reinaldo de Montalbán en combate a muerte.

--Mi armadura, que era de mi bisabuelo –añadió Don Alonso- vale poco sin yelmo para proteger la cabeza y el rostro. El yelmo represente la vergüenza del caballero y con la espada le protege de todo mal de hombre o bestia, de la enfermedad o del hambre, por eso arrebaté el yelmo de Mambrino a un barbero facineroso que lo tenía robado, pero lo perdí... — y el caballero entró en un mutismo absoluto que ni Sanchico ni Christopher osaron perturbar, hasta que el Nano, pensándolo mucho, dijo:

--Pues yo te puedo prestar el mío si es que tienes pensado entrar en combate.

--¿Que tú, pequeño hombre de treinta y ocho pulgadas, tienes un yelmo? -- preguntó el caballero admirado. Y Christopher abrió su mochila y rebuscó hasta encontrarlo y se lo ofreció. El caballero lo asió admirándose de su calor dorado, aunque al palparlo puso cara de mucha extrañeza y preguntó:

-- Este yelmo no parece tener mucha consistencia. ¿Es de juguete? ¿De qué material está hecho?

--De plástico --respondió Christopher-, pero es muy fuerte y redondo en la parte del casco; parece poco resistente porque es moldeable y ajustable, pero cuando lo llevo y saco mi espada aterrorizo incluso a mis padres.

--¿Tan así?-. Interrogó Sanchico arrascándose detrás de una oreja.

--¡Oh, seguro! -respondió el niño-. Mi espada está hecha del mismo material y es recta y dura para castigar sin matar.

Christopher también la sacó de la mochila. Sus compañeros la contemplaron y después la probaron dando mandobles al viento. Luego trataron en vano de pinchar el suelo, pero Don Alonso sonrió al notar que se hundía fácilmente en el queso que Sanchico tenía a su vera con gran disgusto suyo. Después Don Alonso preguntó al Nano:

--¿Cómo te llamas?

--Christopher Diego.

--¿De dónde dijiste que vienes?

--De Carolina del Norte.

--Pues desde ahora te llamarás Christopher Diego de Las Carolinas y te armaré caballero en este mismo momento porque, no habiendo capilla por estos parajes, te excuso de velar las armas. Hinca una rodilla – el Nano así lo hizo y el caballero pronunció unos palabras muy raras; luego golpeó suavemente con la palma de su espada en los hombros, la espalda y la cabeza de Christopher para concluir advirtiendo--. Si quieres ser un gran caballero tendrás que conseguir el pañuelo de una dama que te lo regalará sólo después de haberla hecho un gran servicio.

--No se preocupe, Don Alonso –-dijo Christopher--. Mientras consigo el pañuelo rodearé mi cuello con un collar de luz. - Y sacándolo de la mochila se lo puso admirando a sus compañeros, bien que la iluminación pistacho brillante hizo que caballero y escudero se echaran para atrás mientras Don Alonso susurraba a su escudero que el Mago Frestón podría haber embrujado al joven hidalgo de Las Carolinas.

Estaban en estas cuando Don Alonso se apartó de humanos y víveres, y poniendo su mano derecha sobre las cejas para que el sol no le deslumbrara, afirmándose en las puntas de los pies, miró a lontananza. Vislumbró lo que parecía una comitiva gracias al polvo que levantaba aunque la distancia le impedía distinguir bien. Insatisfecho, se colocó la coraza, cogió el yelmo y la espada de Christopher, su lanza, y montó en su jamelgo el cual inició una especie de trote que se volvió galope en un santiamén para regresar al paso más pronto que tarde segundos después. 

El polvo que levantaban le hacía desaparecer a los ojos de Christopher y de Sanchico quienes se subieron precipitadamente al rucio y marcharon en pos mientras Sanchico gritaba con toda la potencia de sus pulmones:

--¡Mirad bien, mi Señor! ¡No acometáis una de esas aventuras que os tienen más bien desbaratado que compuesto!

A medida que se aproximaba, Don Alonso vio unas carretas a cuyo alrededor danzaban unas máscaras aterradoras, enanos que parecían demonios colorados con colas del color del fuego, sibilas viejas y jorobadas de aspecto monstruoso, zombis que llevaban la cabeza en sus manos con unas velas metidas en su interior iluminándolas.

Había también esqueletos que bufaban fuego y dejaban un rastro humeante y esqueletos encapuchados que portaban guadañas cuyas cuchillas en forma de arco de gran radio hendían el aire intimidando y atemorizando. Bailaban una danza extrañísima y entonaban una canción ululante.

--¡Deteneos! – gritó Don Alonso colocando su lanza en posición amenazadora - ¡Y dadme la razón del tropel!

Las máscaras se detuvieron sorprendidas y turbadas por la aparición del caballero y se arrimaron unas a otras componiendo un cuadro fantasmal del que sobresalió una voz joven de mujer:

--Mi Señor, ensayamos la Danza de la Muerte que representaremos en la primera aldea que encontremos.

--¿Y qué os proponéis con ella? —interrogó el caballero.

--Divertir a los aldeanos y que nos den pitanza y cobijo.

--¿Divertir llevándoles miedo?

--Con nuestras representaciones le gente se ríe, mi Señor, no hacemos mal a nadie sino divertir con nuestras máscaras y atuendos. Sacamos a bailar a las autoridades del lugar, al cura y a los labradores, y también a los alguaciles, a ricos y pobres para recordarles que los goces del mundo tienen su fin y hay que morir.

Estaba Don Alonso enfureciéndose y a punto de entrar a saco en la reunión cuando Christopher y Sanchico llegaron a su altura y el primero, divertido por cuanto veía, se puso a gritar con gran alegría:

--¡Halloween! ¡Halloween! ¡Halloween!

--¿Pero qué gritas? – preguntó Don Alonso.

--¡Es Halloween! ¡Una costumbre muy parecida que, en la tierra de donde vengo, celebramos la víspera del Día de Todos los Santos! También le llamamos la noche de las brujas –prosiguió Christopher--. Niños y niñas nos disfrazamos de duendes, fantasmas o demonios, llamamos en las casas de nuestros vecinos diciendo trick or treat que quiere decir truco o trato, o dulce o travesura, porque si no nos dan golosinas o dinero se supone que no aceptan el trato y algo malo les va a ocurrir, por ejemplo, les tiramos huevos u otras cosas contra la puerta o las ventanas de su casa.

--¡Qué bueno! ¡Qué idea tan simpática! –gritó la mujer que había hablado con anterioridad mientras las máscaras se movían cuchicheando entre ellas y moviendo sus cabezas dando muestras de agrado.

Al observar que la actitud de la comitiva no era afrentosa, Don Alonso se aplacó, puso la lanza en reposo y dijo:

--Proseguir vuestra aventura que la nuestra es encontrar el Yelmo de Mambrino.

Los comediantes agradecieron la buena disposición del caballero, le desearon suerte y antes de emprender camino, la joven que había hablado con anterioridad, se quitó un pañuelo del cuello y se lo entregó a Christopher diciendo:

--Muchas gracias pequeño amigo por dar una nuevo significado a nuestra danza que, de seguro, alborozará a los aldeanos como nunca antes.

Christopher contestó mientras se quitaba el collar de luz y se anudaba el pañuelo al cuello:

--Señora, no dudéis en llamarme si tenéis algún nuevo problema en vuestro viaje.

Y se despidieron todos con gran cortesía. Luego Don Alonso, Sanchico y Christopher regresaron al pedregal donde habían dejado las alforjas, comieron y se echaron a dormir.




A la mañana siguiente, mientras Christopher refería a sus padres el sueño que había tenido, se sorprendía al descubrir el pañuelo que la muchacha le había regalado junto a su yelmo, la coraza y su espada.
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ristopher´s bilingual stories


Christopher Diego in “La Mancha”


For Christopher Diego on his fourth birthday
Text by Javier Martínez Palacio
Translation by Betty Jean Curtis Inselmann


Just asleep, Christopher felt as if sleep itself were transporting him to an immense plain. October was almost at an end, it was cold and the only sign of life, if any, was provided by the wind chasing tumbleweeds, empty balls of dry leaves and branches, in all directions without rime or reason.

Christopher was not frightened; he glanced around. Nothing over here, nothing over there, until behind him, at a distance, he sighted the strange figure of a man wearing a heavy medieval suit of armor without a helmet, riding a very skinny horse which could barely trot; beside him was a stout peasant, happily mounted on a donkey with bulging saddlebags. He watched the travelers move close to a large boulder and dismount – the man in the suit of armor with great difficulty – no doubt to rest and recuperate.

Seeing this, Christopher did not hesitate, and he decided to run and get closer. When he reached them, the knight had just taken off his breastplate and was looking at him in amazement.

“Where do you come from and where are you going, little one?”, he questioned him in a solemn voice.

“From North Carolina”, responded Christopher.

“A land unheard of in the books of chivalry.” Where is it located?”

“Well, I don’t know because I come from a dream and I am a little lost,” responded the little boy.

“Like Amadís? Do you have something in common with Amadís de Gaula?” inquired the knight.

“I am the son of Elizabeth and Ricardo”.

“An outstanding dynasty!”, assured the knight as he bowed his head in respect.

“Richard was a brave king called Richard the Lion-hearted and Elizabeth a most beautiful queen who was above good and evil. I haven’t the slightest doubt; your lineage must be similar to that of Amadís, or at least that of Palmerín of England”.

“You are mistaken, sir, my parents, Elizabeth and Ricardo, as well as myself, are from North Carolina” – and he stretched an arm to his left – “way over there, very far away, a country whose high peaks are especially visible because it is a land of mountains”.

The stout peasant made his presence known; while he offered him a slice of cheese and a piece of bread, food --which he had taken out of one of the saddlebags the donkey transported-- he said to him:

“Young man, this gentleman is Don Alonso, my name is Sanchico and I am his squire; for me, you will be Nano.”

Christopher ate heartily, but with one eye fixed on the strange appearance of the knight with the extremely long, narrow face where the tips of his mustache, thin as fine lances, pointed straight out in opposite directions. He wondered if he was in good company or if, on the contrary, he was at the mercy of evil child-eaters who, if he should fall asleep, would waste no time in cutting him open and removing his intestines. He put aside these thoughts and inquired for the sake of asking and making conversation:

“And what are you doing here?”

“We are looking for Mambrino’s Helmet.”

“Whose helmet…?” Christopher almost shouted.

“Mambrino was a Moorish king”, responded Sanchico, “ who had a helmet of gold that protected him from all danger and Reinaldo de Montalbán snatched it away from him in a fight to the death”.

“My suit of armor, which belonged to my great grandfather”, added don Alonso, “is worth very little without a helmet to protect the head and face. The helmet represents the dignity of the knight and together with his sword protects him from all evil, be it from man or beast, from sickness or from hunger, which is why I snatched Mambrino’s helmet from a wicked barber who had stolen it, but I lost it…” and the knight fell into absolute silence which neither Sanchico nor Christopher dared disturb, until Nano, after a great deal of thought, said:

“Well, I can lend you mine if you plan to enter into combat.”

“Do you, small man of thirty eight inches, have a helmet?”, asked the knight in amazement. Whereon Christopher opened his backpack and searched around until he found the helmet and offered it to him. The knight grasped it admiring its golden color, although upon testing it he made a strange face and asked:

“This helmet doesn’t seem to be very solid. Is it a toy? What is it made of?”

“Plastic”, responded Christopher, “but it is very strong and the crown is rounded; it doesn’t seem very firm because it is flexible and adjustable, but when I wear it and take out my sword it terrorizes even my parents.”

“Is that so?”, questioned Sanchico scratching behind his ear.

“Oh, absolutely!”, responded the boy. My sword is made of the same material and it is straight and hard in order to punish without killing.”

Christopher also took it out of his backpack. His companions looked at it and then they tested it, holding it with both hands, and slashing the air; they tried in vain to sink it in the ground, but Don Alonso smiled when he noticed that it sank easily into the cheese that Sanchico had beside him, much to his annoyance. Later Don Alonso asked Nano:

“What is your name?”

“Christopher Diego.”

“Where did you say you come from?”

“From North Carolina.”

“Well, as of now you will be Christopher Diego from the Carolinas and I dub you knight from this very moment because, there being no chapel in this place, I excuse you from keeping watch over your weapons. Place one knee on the ground” – Nano did as he was told and the knight pronounced some very strange words; then he tapped Christopher softly on the shoulders, back and head with the side of his sword to finish by advising him. “If you want to be a great knight you will have to obtain a lady’s scarf who will give it to you only after performing a great service for her.”

“Do not worry, Don Alonso,” said Christopher. I will wear a necklace made of light around my neck until I get the scarf.

 And taking it from his backpack he put it around his neck to the amazement of his companions, although the bright pistachio light made the knight and his squire step back. Don Alonso whispered to his squire that the Wizard Frestón might have bewitched the young hidalgo from the Carolinas.


This was happening when Don Alonso moved away from humans and provisions, and placing his right hand over his eyebrows so that the sun would not blind him, standing on tip toe, he looked far off in the distance. He caught a glimpse of what seemed to be a procession because of the dust which it raised, although the distance made it difficult to distinguish clearly.

Dissatisfied, he put on his breastplate, took Christopher’s helmet and sword, his lance and mounted his wretched nag which broke into a kind of trot that instantly became a gallop only to return to a trot sooner than later, in mere seconds. The dust which they kicked up made them disappear to the eyes of Christopher and Sanchico who hastily climbed on the donkey and took off in pursuit, while Sanchico shouted out at the top of his lungs.

“Be careful my Lord! Do not undertake one of those adventures which leave you more battered than before you started.”

As he approached them, Don Alonso saw some long narrow wagons and some terrifying masks dancing around them, midgets who looked like red devils with tails the color of fire, monstrous, old, hunchbacked sibyls, zombies carrying their heads in their hands with candles inside illuminating them.

There were also skeletons that spurted fire leaving a smoky trail and hooded skeletons who carried scythes whose enormous blades in the shape of an arc split the air intimidating and terrorizing. They were dancing a very strange dance and singing a song which resembled the howling of the wind.

“Stop!”, shouted don Alonso placing his lance in a menacing position. “Now explain what this commotion is all about!”

The masks stopped, surprised and bewildered by the appearance of the knight and they clustered together forming a ghostly scene from which the voice of a young woman stood out above the rest:

“My Lord, we are rehearsing the Dance of Death which we will perform in the first small village we come to.”

“And what is your purpose in doing so?”

“To entertain the people of the village in return for food and shelter.”

“Amuse them by scaring them?”

“People laugh at our performances, my Lord, we harm no one, but instead we amuse with our masks and costumes. We invite all of the local authorities to dance, the priest and all of the farmers, as well as the sheriff, both the rich and the poor to remind them that the pleasures in this life come to an end and we must die.”

Don Alonso was becoming enraged and about to attack the group when Christopher and Sanchico reached his side and the first, amused by what he saw, began shouting happily:

“Halloween! Halloween! Halloween!”

“But what are you shouting?”, asked Don Alonso

“It’s Halloween! A very similar tradition which, in the land I come from, we celebrate the eve of All Saints Day! We also call it the night of the witches,” continued Christopher. “Boys and girls disguise themselves as goblins, ghosts or devils, and knock at the neighbor’s door calling out “trick or treat” which means sweets or mischief, because if they don’t offer us sweets or money, it is understood that they don’t want to cooperate and something unpleasant will happen to them; for example, we throw eggs or other things at the door or windows of their house.”

“Very good! What a great idea!,” shouted the woman who had spoken before while the masks milled around whispering to one another and nodding their heads in agreement.

Observing that the attitude of the group was not aggressive, don Alonso calmed down, placed his lance at rest and said:

“Proceed with your adventure, ours is to find Mambrino’s helmet.”

The actors were grateful for the kind disposition of the knight , they wished them luck and before undertaking their journey, the young woman who had spoken earlier, removed a scarf from her neck and handed it to Christopher saying:

“Many thanks little friend, for giving a new meaning to our dance which will surely delight the villagers as never before.”

Christopher answered while he removed the necklace of light and tied the scarf around his neck:
“Madam, do not hesitate to call me if should you have any further problems on your trip.”

And so they all said goodbye with great courtesy. Then Don Alonso, Sanchico and Christopher returned to the rocky ground where they had left the saddlebags, they ate and lay down to sleep.


The next morning, while Christopher was telling his parents about his dream, he was surprised to find the scarf the girl had given him next to his helmet, breastplate and sword.

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