Los cuentos bilingües de Christopher
EL TREN ARCO IRIS
Para Christopher Diego
en su tercer cumpleaños
Christopher
se había portado muy bien todo el día. Había ido al colegio sin rechistar, no
había empujado a nadie, ni gritado, había comido y cenado estupendamente sin dejar un guisante ni una
mota de zanahoria en el plato, y tampoco había roto nada ni protestado cuando
mamá le dijo:
--Es hora de dormir. Hay
que ir a la cama.
Cogió la manta de cuadros
blancos y verdes con la leyenda de El Zorro que Ita tejió para él cuando era muy pequeñín, dio a papá el libro que
le gustaba para que se lo leyera antes de dormir y se tumbó en la cama sin
rezongar.
Después de que mamá le
besara y abrazara, papá, sentado en la silla de siempre a su lado, empezó a
leer del libro naranja que tenía franjas verdes y granates en la portada. Christopher no entendía la mayoría de las
palabras, aunque se parecían a las que el Yayo de España decía cuando le
visitaron; lo bueno era que, dichas por
papá y por la noche, le acurrucaban y disponían a dormir.
Tenía los ojos cerrados
cuando la lectura dejó de oírse en la noche cerrada. Sin embargo, su
imaginación no tardó en despertarse, le obligó a izarse y le llevó a una
pradera maravillosa, llena de abedules y robles envueltos en una ligera capa de
niebla donde brillaba el ir y venir de
las libélulas.
En la pradera había un
camino estrecho que torcía a la izquierda. Christopher lo recorrió aprisa; a él
siempre le gustaba correr, y llegó a lo que parecía el andén de una estación colmada de niñas y
niños de su edad, que hablaban y daban
brincos de expectación, mirando hacia una lucecita lejana que parecía venir
hacia ellos a gran velocidad.
--¡Ya viene! ¡Ya viene! –decían unos-- Sííííííííííííííí...
– exclamaban otros mientras un hombrecillo de aspecto simpático se acercó a
Christopher.
--Y tú jovencito, ¿vendrás
con nosotros? – Christopher calló la respuesta al observar que el punto lejano
cobraba el aspecto de la máquina de un tren; entonces preguntó a su vez:
--¿Es el Polar Express?
-- No jovencito –respondió
el hombre que parecía un gnomo por mucho que lo disimulara -. Es el Tren Arco Iris al que sólo suben los niños que se portaron bien durante
el día de ayer. Así que estás aquí porque fuiste un chico excelente y, como premio, pasarás unos
ratos magníficos con nosotros.
El tren era larguísimo
porque los vagones eran minúsculos y sólo cabían cuatro niños por unidad; se
movían como góndolas al deslizarse sobre las vías y parecían estar hechos de
cartón o de papel secante; además, cada uno era de un color distinto por lo
que, el conjunto, sí parecía un arco
iris.
El hombrecito de la
estación se puso un gorro, sacó una bandera y gritó:
--¡Todos a bordo!
Subieron y, de inmediato,
el tren se deslizó suavemente por la pradera de abedules y robles mientras
adquiría velocidad.
Los
compañeros de Christopher eran Eva, una niña rubia de largas coletas y ojos
verdes que iluminaban sus mejillas de nácar; Julián, un chico alto y delgado
que parecía muy fuerte y quizás poco hablador; y Rafael, bajo, regordete y
simpaticón, que sí parecía locuaz.
En seguida hicieron migas
y se pusieron a jugar a las adivinanzas. Rafael preguntó a Christopher:
--Un gallo pone un huevo
en un tejado, ¿de qué lado cae? --Y como ninguno de ellos sabía la respuesta,
Rafael, muy alborozado, descubrió: -- De ninguno. Los gallos no ponen huevos.
Entonces Christopher
preguntó a Rafael:
--Dime, ¿por qué los
perros llevan los huesos en la boca? - Y como Rafael no supiera contestar, le
sorprendió riéndose a carcajadas-. Pues porque los perros no tienen bolsillos.
Mientras reían, Eva dijo
que era su turno y lanzó su acertijo:
--Pequeña como una pera,
alumbra la casa entera.
Rápido como un rayo Julián
contestó:
--La bombilla. -- La niña
sonrió diciendo:
--Os lo puse fácil.
Entonces Julián dijo que era
el turno de su adivinanza:
--Sube llena y baja fría.
Si no te das prisa, la sopa se enfría.-- Sus tres amigos respondieron a la vez:
--¡La cuchara!
No
tardaron en llegar a una estación de color verde, hecho que los niños acogieron
con exclamaciones de júbilo. Bajaron del tren y corrieron hacia el recinto de un enorme parque infantil.
Christopher localizó y
condujo a sus amigos a la estructura que más le gustaba; se escalaba por un
panel de barrotes, seguías por un puente con suelo de madera y otro de cuerdas, ambos con tejado, y al final te deslizabas por un larguísimo
tobogán. Estuvieron un buen rato subiendo, corriendo y deslizándose.
También fueron a los
columpios, hicieron el caballito en los
juegos de muelle, compartieron los balancines, jugaron al escondite en las
cabañas de troncos y hasta subieron por
una escalera vertical.
Tomándose un respiro,
Rafael se acercó a un contenedor donde había cantidad de bolas de cristal
coloreadas y preguntó a sus amigos si querían jugar a las canicas. Dijeron que
sí aunque no sabían y Rafael extrajo del contenedor diez bolas para cada uno y
luego dijo:
--Es un juego muy
sencillo. Lo primero que vamos a hacer es un hoyo en la tierra de unos 10
centímetros de diámetro y cinco de profundidad al que llamaremos guá. Luego trazaremos una línea a unos
cinco metros distantes del hoyo.
Una vez hecho el hoyo y
trazada la línea, Rafael prosiguió:
--
Ahora tenemos que sortear el orden de los tiradores. Pondremos una canica entre
los dedos de una mano y la impulsaremos con el pulgar desde el guá hasta
la
Se veía que Rafael tenía
práctica porque su bola quedó casi pegada a la famosa línea. En segunda
posición quedó Eva, Christopher en tercera y Julián el último. Entonces Rafael
comentó:
--Ahora voy a disparar mi
bola por primera vez hacia una de las
vuestras; si la golpeo tendré derecho a tirar una segunda vez y si vuelvo a dar
a otra canica y la distancia entre esta
y la mía es superior a mi pie, podré tirar una tercera, una cuarta y, a la
quinta vez, podré disparar directamente al hoyo y, si mi bola, entra en el guá
ganaré la partida y vuestras bolas. Es decir, tengo cinco disparos para ganar,
pero si fallo uno, el turno pasará a Eva y así sucesivamente.
--¡Muy complicado! --
grito Christopher, pero Rafael le replicó:
-- Tú observa y verás qué
el juego es fácil.
Rafael, Eva y Julián
dispararon sus bolas y quedó claro que el regordete se las sabía todas y nadie
podría con él. Pero al tercer juego, ¡oh
sorpresa!, Christopher resultó un tirador
de primera y ganó las canicas de sus compañeros, no una, sino varias veces.
Se lo estaban pasando de miedo cuando la máquina
del tren emitió un pitido muy sonoro y los niños regresaron a sus vagones muy felices.
Christopher,
ya sentado y dando palmaditas de alegría, preguntó a Eva:
-- Y ahora, ¿adónde vamos?
Eva respondió:
--No te lo podemos decir.
El gnomo de la estación nos advirtió que
es la primera vez que viajas y todo debe resultarte divertidamente nuevo para
que te sigas portando bien en casa y vengas más días a disfrutar del Tren del Arco Iris.
Julián añadió:
--De hecho tampoco
conocemos el itinerario porque el tren sigue rumbos insospechados y la estación
que has visto por primera vez a lo mejor no la ves si vuelves, pero llegarás a
una distinta con nuevas atracciones.
El tren volvió a detenerse
y Christopher se sorprendió al ver que todos corrían en medio de una gran
algarabía hacia lo que parecía un velódromo. Ya cerca de la pista, Julián le
dijo que podía coger cualquier bicicleta que le gustara. Christopher torció el
gesto al observar que ninguna tenía las rueditas que ayudan a no caerse y, además, parecían de carreras, pero Julián le animó:
--No te preocupes. Nunca
te caerás de una de estas bicicletas aunque te subas a la más grande.
Christopher subió
preocupado a una bicicleta bicolor que tenía muchas velocidades, pero en
seguida observó que iba sola, que podía echar carreras a sus amiguitos y a veces sobrepasarles --si se dejaban--, siguiendo una ruta en la que eran jaleados
por un público sorprendente de duendes y hadas que les animaban.
Los
amigos se dieron cuenta que habían ido lejos de la estación y que la máquina no
tardaría en silbar, llamándoles. Entonces dejaron las bicis y Julián echó a
correr como si tuviera alas en los pies hasta desaparecer en la lejanía.
Eva cogió a Christopher de la mano y fueron
hacia un bosquecillo que tenía un gran claro en el medio y dijo:
--Ahora vamos a correr
aventuras entre los árboles.
Se acercaron a un roble
gigante y, junto a Rafael, ascendieron por una escalera de madera a la copa del tronco. Christopher observó que había unas cuerdas
tendidas entre el roble al que estaban subidos y otro bastante distante en cuya
copa, ¡nueva sorpresa!, estaba Julián. Eva le dijo:
--. No te preocupes,
Christopher. Irás como volando gracias a esta tirolina que te llevará hasta donde está nuestro amigo. No temas a la
velocidad porque Julián la controlará mediante un descensor.
Mientras Eva hablaba,
Rafael puso un casco naranja en la
cabeza de Christopher así como un equipamiento en el que destacaba un arnés que
unió mediante una cinta a la polea que le deslizaría entre las cuerdas. Luego
le empujó y Christopher tuvo la sensación de que efectivamente volaba mientras
los vencejos también surcaban el espacio no muy lejos de su cabeza y algunas
mariposas monarca llenaban el aire dibujando bellísimas danzas. Llegó feliz y
con el corazón palpitando hasta donde le esperaba su amigo quien le liberó del
arnés que le asía a la polea y le
felicitó por su valentía dándole palmaditas en la espalda.
Tampoco tardaron en llegar
Eva y Rafael que le preguntaron si estaba cansado. No sólo no lo estaba sino
que, si por él fuera, volvería al
comienzo de la tirolina y bajaría de nuevo otra y más veces, pero le indicaron
que deberían estar atentos al tren.
Caminaron
hacia una caseta próxima a la estación. Tenía un letrero muy grande que decía
Caramelos y bombones. Había grandes sacos con caramelos de todas clases...
gomosos, aromantes de frutas, en forma líquida o pastosa y hasta en polvo. Los
había de violeta, piruletas y
chupa-chups... Rafael le dijo que cogiera tres cucuruchos y metiera los
caramelos que le gustaran más. Christopher se llevó una enorme sorpresa al ver
que los caramelos caían como en un pozo
sin fondo. Entonces Eva dijo:
-- Ahora iremos a la
izquierda y terminaremos de llenar los cucuruchos con chocolatinas...
Christopher se quedó
extasiado ante la nueva exhibición de
dulces. Sus manos se afanaban entre monedas de chocolate, napolitanas, bombones
de trufa blanca, de naranja, macadamia y tiramisú y descubrieron las veintidós
Perlas del Océano de Guylian, entre
ellas llamaron su atención las estrellitas y los caballitos de mar, las
conchas...
Terminaban de llenar sus
cucuruchos y de meterlos en unas bolsas de tela que lucían la inscripción Tren
Arco Iris cuando este silbó tres veces y la máquina arrojó al aire tres
penachos de humo.
Corrieron hacia el andén y
subieron a su vagón desplomándose en los asientos mientras los dedos se
deslizaban perezosamente en las bolsas que acababan de llenar. Enseguida se durmieron,
cansadísimos como estaban. El tren rodaba aprisa entre dos hileras de viejos
nogales que le flanqueaban y proporcionaban una sensación de paz.
Christopher
estaba profundamente dormido cuando su papá le acarició suavemente las mejillas
y le dijo
--¡Nano! ¿Dormiste bien?
¿Soñaste con los angelitos?
Y mamá le besaba en las
manos y también le decía
--¿Quieres desayunar? Hay
que ir al colegio.
Los párpados de
Christopher se despegaron despacio y sus ojos miraron lentamente a su alrededor.
Sonrió de ver a sus padres
junto a él, pero no tardó en comprobar que estaba en su habitación y pensó
que lo del Tren Arco Iris sólo había sido un sueño.
Se incorporó para besar a
sus padres y, justo al echarles los
brazos al cuello, observó que la bolsa de tela del Tren Arco Iris colgaba del brazo de una silla. Se levantó
rápidamente y fue hacia ella; metió la mano y comprobó que allí estaban los
caramelos y los chocolatinas...
Y
tal como lo escribo, sucedió, así que...
colorín
colorao
este
cuento se ha acabao.
29
de abril de 2008 (Redacción original)
Texto
del Yayo Javier Martínez Palacio
Versión en Inglés de Ita Betty J. Curtis Inselmann
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