HISTORIA DE MI PUEBLO (Cont.4)
LOS DOCTORES
A la memoria de Antonio Pereira
Mi pueblo tiene dos médicos, el forense D. Niceto Bustamante y D. Pedro Cabeza de Cabra, eminencia muy popular que sólo pone mal los vendajes mientras que el forense famosea como un verdadero manitas aplicando apósitos y gasas.
Cada tarde, D.
Niceto frecuenta la plaza mayor acompañado de su mujer e hijas que, por altas, son
conocidas como las torres del Bierzo.
Hay paisanos que se aproximan al forense llevando la mano vigorosamente a la
frente, haciendo el saludo militar, y D. Niceto responde elevando la suya al
sombrero de ala ancha, americanísimo, que le cubre. Durante la guerra fue
comandante cirujano en un tercio carlista y
echó fama de coser --mejor que las
heridas-- el Sagrado Corazón con el “¡Detente
bala!” que tantas vidas salvó durante la contienda. Mi abuelo, que tiene
mal diente para los carlistas, cuando le ve saludando comenta: “Ya está Bustamante pasando revista a su tropa”.
La fama del médico Cabeza de Cabra le ha proporcionado
muchísimos clientes, pero los apellidos han propiciado chirigotas de la mocería
como esta: “Cabra no es egabrense ni por
el monte anda huido / De Cabra no quiero el vendaje, pero sí la sangre que me
ha perdido”. D. Pedro conoce y en
ocasiones escucha resignado la cuchufleta y otras peores. Se desquita algunos
domingos, cuando los jugadores del Esparta de Villafranca o los de la
Ponferradina trincan a los Atenienses de Lebico y futbolistas golpeados e hinchas galardonados
durante alguna trifulca en las gradas, visitan
su consulta. Se dice que el doctor les cura con sal muera y vinagre y,
si se trata de un chichón, poniendo un
pataco[1]
de diez céntimos sobre el tolondro y
sometiendo la moneda a la presión máxima
de los dedos nada piadosos del doctor.
Las muertes se avisan en mi pueblo con lentos
redobles del campanón de la colegiata desde el fin de la
Guerra Civil, pero no cuando el cadáver aparece en tierras de labranza o en la
subida a Dragonte. Han sido y son muertes que se cuchichean, que muchas veces
ni pasan por las manos del forense. Nadie sabe si se registran, aunque dicen
que sí cuando se conoce el nombre y los apellidos del finado. Y no fue distinto
el día en que el Sargento Doblillos llegó a la casa del Dr. Bustamante con la
siguiente noticia:
--A la tía Avelina, la del alcalde de Pénez, le han
hecho una raja monumental en el cuello.
--Pero, ¿está consciente? - peguntó el forense.
--¡Quiá! Tiene la cabeza separada del cuerpo –
concretó el sargento.
El alcalde de Pénez --un poblacho contiguo a Pereje—era también el obrero que cuidaba la viña de mi abuelo. Cada mañana mi abuela le daba un capacho con la comida del día y dos botellas de vino que él devolvía vacías al anochecer, al regresar de la faena tras recorrer los siete kilómetros de vuelta que nos separan del viñedo.
El personaje se me agigantó tras el suceso de su tía y no porque aupara de tamaño, sino porque había jurado machacar al asesino, y hacen falta reaños para prometer tal cosa en estos tiempos de Franco.
El forense miraba a la tía Avelina con ternura. Recorría con ojos avizores el tronco y las piernas, pero el cuerpo no le decía nada, no le hablaba como su colega de Villafranca del Bierzo aseguraba que las víctimas de un asesinato suelen hacer. Entonces se percató de que el corazón de la mujer latía y no débilmente. Sabía de sobra que la función glucogénica y la uropoyética persisten en el hígado horas después de la muerte y que el corazón de los decapitados continúa latiendo un cierto tiempo, si bien, el de Avelina repicaba tan veloz como pico de gallina sobre un copo de maíz. Pelillos a la mar; el forense concluyó que las funciones nerviosa, respiratoria y circulatoria estaban anuladas sin la menor de las dudas, deduciéndose que la tía Avelina había muerto, aunque sin hablarle. Tal decidido, juntó la cabeza al cuello de la difunta con mucha delicadeza.
D. Pedro no era ajeno al método pericial y requirió las fotografías del lugar del crimen que el sargento Doblillos había puesto a disposición del forense. Se detuvo en una que delataba un mirar pasmado de la tía Avelina hacia un determinado lugar. En esa fotografía cabeza y cuerpo estaban en la misma disposición en la que fueron descubiertos y ¡oh sorpresa!, la mirada –advirtió D. Pedro-- se dirigía hacia alguien cuya presencia invisible delataba la huella que sobre el suelo dejó un calzado cuya forma y dimensiones se habían obtenido gracias a la fotografía métrica, ¿para qué indagar más?
--¿Averiguó algo Dr. Bustamante? – preguntó el sargento Doblillos.
--Mi colega y yo creemos que la mató un hombre cuyo calzado dejó una huella probatoria en esta fotografía.
--¡Apañados estamos! ¿El cuerpo no levanta sospechas? ¿No le dice nada?
Al alcalde pedáneo de Pénez no le fue posible machacar al pariente que unos meses después recibiría garrote vil, pero se consoló con la heredad de la Sra. Avelina y ya nunca más volvió a trabajar en la viña de mi abuelo.
El personaje se me agigantó tras el suceso de su tía y no porque aupara de tamaño, sino porque había jurado machacar al asesino, y hacen falta reaños para prometer tal cosa en estos tiempos de Franco.
Pero ¿quién había sido? Por de pronto, extendieron a
la desgraciada Avelina sobre una mesa de roble para que el forense la
examinara. La primera sorpresa que tuvo
el doctor fue que la extinta olía a espliego, fragancia disconforme con lo
escrito
acerca de los muertos en un libro de pastas azules sobre la práctica forense de
su catedrático de Oviedo: “cadáver es una
persona muerta que huele mal”. No; Avelina olía a espliego y eso no se
podía discutir.
No es lo corriente, pero quiso estar seguro del
diagnóstico, así que D. Niceto llamó
a
consulta a D. Pedro y el médico generalista también recorrió aquel cuerpo con
ojos atentos, centímetro a centímetro, sin descubrir nada al pronto.
--Mi colega y yo creemos que la mató un hombre cuyo calzado dejó una huella probatoria en esta fotografía.
--¡Apañados estamos! ¿El cuerpo no levanta sospechas? ¿No le dice nada?
--Como mucho, que la pobre ni se enteró. ¡Un hachazo
limpio!
El sargento no quiso buscar zapatos que podían estar
en el fondo del río Burbia y resolvió el enigma a su manera. A las seis de la
tarde y cuando las campanas volvían a doblar, se reunió
con los ocho hombres de Pénez –habiendo excluido al alcalde por ser autoridad— que mandó traer
en cuerda de presos y los llevó a un pradillo situado a espaldas de la colegiata. Les puso en círculo
y tras unas reflexiones acerca de la finada y el momento de su muerte preguntó
si alguien quería confesar la autoría. Nadie habló ni chistó y Doblillos, la
sangre subida a la cabeza, empezó a
repartir bofetones a dos manos y de carrillo en carrillo con la destreza de un pelotari. Iniciaba una de las tandas cuando
Rafaelillo, el sobrino joven de la tía Avelina, se hincó de rodillas y rojo de
vergüenza gritó el “¡Yo he sido!”
revelador. Lo había hecho para heredar a la tía tras descubrir que era el único
pariente de sangre y no el alcalde, tan sólo un sobrino político.
Aquélla tarde el Dr. Bustamente pasó revista a una
tropa arracimaba a su alrededor en la plaza; todo el
mundo quería conocer los detalles del suceso. El Dr. Cabeza de Cabra, a
petición de su colega se encargó a su
manera de arreglar a la muerta para el velatorio.
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[1] Pataco:.Moneda
cobriza, grande y muy delgada de diez
céntimos que aún circulaba en aquellos años por el Bierzo. Había otra más
pequeña de cinco céntimos. Con un pataco
se compraba pequeños y deliciosos caramelos de malvavisco --envueltos en papelines con grabados de
escenas del Quijote-- en la antigüa y
magnífica confitería Ledo de la Plaza de Villafranca
del Bierzo.
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