viernes, 9 de noviembre de 2012




      HISTORIA DE MI PUEBLO (Cont.4)



LOS  DOCTORES
A la memoria de Antonio Pereira



Mi pueblo tiene dos médicos, el forense D. Niceto Bustamante y D. Pedro Cabeza de Cabra, eminencia muy popular que sólo pone mal los vendajes mientras que el forense famosea como un verdadero manitas aplicando apósitos y gasas.


Cada tarde,  D. Niceto frecuenta la plaza mayor acompañado de su mujer e hijas que, por altas, son conocidas como las torres del Bierzo. Hay paisanos que se aproximan al forense llevando la mano vigorosamente a la frente, haciendo el saludo militar, y D. Niceto responde elevando la suya al sombrero de ala ancha, americanísimo, que le cubre. Durante la guerra fue comandante cirujano en un tercio carlista y  echó  fama de coser --mejor que las heridas-- el Sagrado Corazón con el “¡Detente bala!” que tantas vidas salvó durante la contienda. Mi abuelo, que tiene mal diente para los carlistas, cuando le ve saludando comenta: “Ya está Bustamante pasando revista a su  tropa”.

La fama del médico Cabeza de Cabra le ha proporcionado muchísimos clientes, pero los apellidos han propiciado chirigotas de la mocería como esta: “Cabra no es egabrense ni por el monte anda huido / De Cabra no quiero el vendaje, pero sí la sangre que me ha perdido”. D. Pedro conoce  y en ocasiones escucha resignado la cuchufleta y otras peores. Se desquita algunos domingos, cuando los jugadores del Esparta de Villafranca o los de la Ponferradina trincan a los Atenienses de Lebico y futbolistas golpeados e  hinchas galardonados durante alguna trifulca en las gradas, visitan  su consulta. Se dice que el doctor les cura con sal muera y vinagre y, si se trata  de un chichón, poniendo un pataco[1] de diez céntimos sobre el tolondro  y sometiendo la moneda  a la presión máxima de los dedos nada piadosos del doctor.

Las muertes se avisan en mi pueblo con lentos redobles del campanón de la colegiata desde el fin de la Guerra Civil, pero no cuando el cadáver aparece en tierras de labranza o en la subida a Dragonte. Han sido y son muertes que se cuchichean, que muchas veces ni pasan por las manos del forense. Nadie sabe si se registran, aunque dicen que sí cuando se conoce el nombre y los apellidos del finado. Y no fue distinto el día en que el Sargento Doblillos llegó a la casa del Dr. Bustamante con la siguiente noticia:

--A la tía Avelina, la del alcalde de Pénez, le han hecho una raja monumental en el cuello.

--Pero, ¿está consciente? - peguntó el forense.

--¡Quiá! Tiene la cabeza separada del cuerpo – concretó el sargento.

El alcalde de Pénez --un poblacho contiguo a Pereje—era también el obrero que cuidaba la viña de mi abuelo. Cada mañana mi abuela le daba un capacho con la comida del día y dos botellas de vino que él devolvía vacías al anochecer, al regresar de la faena tras recorrer los siete kilómetros de vuelta que nos separan del viñedo.

El personaje se me agigantó tras el suceso de su tía y no porque aupara de tamaño, sino porque había jurado machacar al asesino, y hacen falta reaños para prometer tal cosa en estos tiempos de Franco.


Pero ¿quién había sido? Por de pronto, extendieron a la desgraciada Avelina sobre una mesa de roble para que el forense la examinara. La primera sorpresa  que tuvo el doctor fue que la extinta olía a espliego, fragancia disconforme con lo escrito acerca de los muertos en un libro de pastas azules sobre la práctica forense de su catedrático de Oviedo: “cadáver es una persona muerta que huele mal”. No; Avelina olía a espliego y eso no se podía discutir.

El forense miraba a la tía Avelina con ternura. Recorría con ojos avizores el tronco y las piernas, pero el cuerpo no le decía nada, no le hablaba como su colega de Villafranca del Bierzo aseguraba que las víctimas de un asesinato suelen hacer. Entonces se percató de que el corazón de la mujer latía y no débilmente. Sabía de sobra que la función glucogénica y la uropoyética persisten en el hígado horas después de la muerte y que el corazón de los decapitados continúa latiendo un cierto tiempo, si bien, el de Avelina repicaba tan veloz como pico de gallina sobre un copo de maíz. Pelillos a la mar; el forense concluyó que las funciones nerviosa, respiratoria y circulatoria estaban anuladas sin la menor de las dudas, deduciéndose que la tía Avelina había muerto, aunque sin hablarle. Tal decidido, juntó la cabeza al cuello de la difunta con mucha delicadeza.

No es lo corriente, pero quiso estar seguro del diagnóstico, así que D. Niceto  llamó a consulta a D. Pedro y el médico generalista también recorrió aquel cuerpo con ojos atentos, centímetro a centímetro, sin descubrir nada al pronto.

D. Pedro no era ajeno al método pericial y requirió las fotografías del lugar del crimen que el sargento Doblillos había puesto a disposición del forense. Se detuvo en una que delataba un mirar pasmado de la tía Avelina hacia un determinado lugar. En esa fotografía cabeza y cuerpo estaban en la misma disposición en la que fueron descubiertos y ¡oh sorpresa!, la mirada –advirtió D. Pedro-- se dirigía hacia alguien cuya presencia invisible delataba la huella que sobre el suelo dejó un calzado cuya forma y dimensiones se habían obtenido gracias a la fotografía métrica, ¿para qué indagar más?

--¿Averiguó algo Dr. Bustamante? – preguntó el sargento Doblillos.

--Mi colega y yo creemos que la mató un hombre cuyo calzado dejó una huella probatoria en esta fotografía.

--¡Apañados estamos! ¿El cuerpo no levanta sospechas? ¿No le dice nada?


--Como mucho, que la pobre ni se enteró. ¡Un hachazo limpio!

El sargento no quiso buscar zapatos que podían estar en el fondo del río Burbia y resolvió el enigma a su manera. A las seis de la tarde y cuando las campanas volvían a doblar, se reunió con los ocho hombres de Pénez –habiendo excluido  al alcalde por ser autoridad— que mandó traer en cuerda de presos y los llevó a un pradillo situado a  espaldas de la colegiata. Les puso en círculo y tras unas reflexiones acerca de la finada y el momento de su muerte preguntó si alguien quería confesar la autoría. Nadie habló ni chistó y Doblillos, la sangre subida a la cabeza,  empezó a repartir bofetones a dos manos y de carrillo en carrillo con  la destreza de un  pelotari. Iniciaba una de las tandas cuando Rafaelillo, el sobrino joven de la tía Avelina, se hincó de rodillas y rojo de vergüenza gritó el “¡Yo he sido!” revelador. Lo había hecho para heredar a la tía tras descubrir que era el único pariente de sangre y no el alcalde, tan sólo un sobrino político.

Aquélla tarde el Dr. Bustamente pasó revista a una tropa arracimaba a su alrededor en la plaza; todo el mundo quería conocer los detalles del suceso. El Dr. Cabeza de Cabra, a petición de su colega  se encargó a su manera de arreglar a la muerta para el velatorio.

Al alcalde pedáneo de Pénez no le fue posible machacar al pariente que unos meses después recibiría garrote vil, pero se consoló con la heredad de la Sra. Avelina y ya nunca más volvió a trabajar en la viña de mi abuelo.

___________________________


[1] Pataco:.Moneda cobriza, grande  y muy delgada de diez céntimos que aún circulaba en aquellos años por el Bierzo. Había otra más pequeña de cinco céntimos. Con un  pataco se compraba pequeños y deliciosos caramelos de malvavisco  --envueltos en papelines con grabados de escenas del Quijote--  en la antigüa y magnífica  confitería Ledo de la Plaza  de Villafranca del Bierzo.

No hay comentarios: