HISTORIA DE MI PUEBLO ( y Cont. 5)
El
violinista
Yendo hacia el río, muchas veces me
detengo a escuchar una música extraña que sale de una casita situada cerca de
la fuente de Larpeira. En la mañana industrial, entre los golpes de martillo y
el desgañitarse de la fragua, el violín fantasma es una brisa nueva que se extiende
por la vega y suceden milagros porque escuchándola he creído ver las flores marchitas recobrar su hermosura y a
los peces del río transformarse en alondras.
Conozco al violinista. Parece un hombre abstraído,
tranquilo y serio a la vez, pero nadie todavía pudo averiguar de dónde procede
ni quien es. En el pueblo dicen que fue seminarista, que se salió por amores, pero todavía anda a golpes con la vocación. Como es rubio y
apenas suele hablar, haciéndolo en un tono extraño, hay quien supone que es
extranjero, que vino de Rusia o de Alemania cuando la Guerra Civil. Eso sí, puedes
ver al violinista por las tardes actuando en la orquesta de la Pista.
Algunas veces se abre la puerta de su casa y,
entonces, un perro negro, viejo, triste, sale con el hocico a un palmo del
suelo y los ojos perdidos, tumbándose a la entrada. En otras asoma una niña que
se sienta al lado del perro con un cuento en las manos. La niña es rubia
también. A ninguna otra mujer se ha visto en la casa.
Un domingo, muy temprano–antes de empezar la misa—
le
vi rezar fervorosamente ante una imagen de la Virgen, la virgen de cabellos
dorados que preside la capilla próxima al portón de la colegiata. Dicen que un
día de tormenta, en el que la piedra estuvo
a punto de echar a perder la vendimia,
se le vio delante de la misma Virgen
interpretando con su violín una pieza extraña y maravillosa; algunos aseguran
que le vieron llorar. Poco después la tormenta cesaba, pero
nadie se atrevió a hablar de milagro. El arcipreste recordaba que el violinista trabajaba en un
local de diversión y que su música podía servir para cometer muchos pecados.
Eso se lo dijo el arcipreste a muy pocas personas.
Hace unos días, al atardecer, fui a pasear por el
camino largo que se pierde hacia Ribadeo. Le encontré donde no suele llegar la
gente. Estaba sentado a la orilla del río, muy cerca de la carretera. Tenía los
pies en el agua. Fumaba en una pipa negra. En la mano derecha tenía una caña de
pescar y leía en lo que me pareció una biblia que sostenía con su izquierda. Le
saludé al paso y él me respondió con esa voz extraña que tiene: “Dios le guarde”.
Los
borrachos
Aquí hubo siempre apóstoles de Baco
y cada generación tuvo al menos su rey. Ya dije que Lebico es tierra de vinos. Voy a hablar de los
últimos dos borrachos más populares.
Pistón
era un hombre bondadoso. Se llamaba Pistón
como su perro. Nunca conoció a sus padres ni se le recuerda por otro nombre.
¿Beber? Empezó por un desaire. Quería ir a África, a la guerra, pero tenía los
pies planos y le faltaba el dedo meñique en uno. Pistón fue rechazado y desesperó; pensó
que ya nada heroico haría en la vida y trasladó su desventura al vino.
Sus hazañas más famosas
acontecieron cuando sus borracheras alcanzaban un grado superlativo. Se
acercaba al puente sobre el Burbia rodeado de curiosos, se sentaba donde la
barandilla estaba rota, sobre el abismo, y lanzando los brazos
al aire y balanceando los pies, empezaba a gritar: “¡Que se va el patito al agua!... ¡Que no se va!... ¡Qué se va el
patito al agua!... ¡Que no se va!...” Y así alborotaba un rato hasta que
llegaban los alguaciles y por las malas y a empujones, lo llevaban a dormir en los calabozos del ayuntamiento.
Nunca ocurrió que el patito cayera al río; Pistón tenía una
habilidad rara para mantenerse en el puente. Murió viejo, del delirium trémens
que agarró celebrando que se había escapado del asilo donde mi abuelo --por entonces
alcalde-- había mandado internarle.
***
Cristobín era un hombre bueno, sentimental, borracho
nacido en mil novecientos veinte. Tenía algo de poeta y, en resolución,
temerario, pues, juró amor eterno a una
tal Enriqueta que tenía dinero, dote y una especie de hostal para forasteros
donde la había conocido.
Enriqueta y Cristobín paseaban sus amores por el
campo. Él le llevaba lilas y le recitaba poemas tan tiernos que, al día
siguiente, andaban en boca de las señoritas casaderas del pueblo amigas de Enriqueta,
aunque algunos versos fueran inconvenientes.
Mas sucedió que un gallego, cliente del hostal y
resabido en amores, desenamoró y enamoró a Enriqueta sin mayor esfuerzo que
echarle flores y hacerle arrumacos durante una pequeña ausencia de Cristobín, quien a su regreso, haciéndose
idea de lo ocurrido y sintiéndose más pobre y abandonado que nunca, se dio a la
bebida.
Cuentan que muchas noches iba bajo la ventana del
dormitorio de Enriqueta –que tan bien conocía—y allí improvisaba romances sobre
los amores extraviados.
Cristobín trabajaba en la casa de unos señores de la Bayona gallega. Cuidaba su
huerta, de los animales del cobertizo y los del corral. Dormía en el pajar sin importarle
los piojos.
Sucedió una noche de diciembre, esa noche tan fría
como la Noche Vieja suele ser en Lebico. Cristobín murió medio enterrado en la
nieve, helado y a la puerta del hostal de
Enriqueta. Por la mañana le encontraron con una expresión que sería del
todo serena si no fuera por una mueca
pícara en los labios. A su lado encontraron escritos, casi medio borrados,
estos versos:
Dejo mis carnes muertas
a la tierra
y mis pulgas a Enriqueta
El
Tonto
Se llama Antón. Desconozco el motivo de llamarle así,
mas, parecido llaman a casi todos los tontos de pueblo que he
conocido; quizás porque San Antón es el Patrón de los animales y en los pueblos
tratan a los tontos como animales.
Pero Antón, el de
Lebico, no parece ningún animal. Es un hombre dulce y cariñoso que gusta de estar
con los chiquillos y con los perros. Acostumbra a llevar las manos que parecen sarmientos
en las caderas. Tiene los pies torcidos. Los ojos desviados. Apunta una
calvicie prematura, porque Antón es joven. Pero su tez anacarada, su pelo claro
y sus ojos azules le dan ese aspecto de tonto dulce y bondadoso. Antón no es
como esos tontos de Castilla, malévolos, airados, que te escupen, te insultan y
te tiran piedras entre carcajadas insanas. Antón camina silenciosamente,
saluda, porque en este pueblo hasta los tontos saludan.
Alguna vez he oído que
los niños le gritan; “¡María Dolores!”
Y él, con su voz algo agallegada, responde; “¡Un boleiro!..” Los niños le quieren y juegan con él.
Dicen que le va a salir
un rival en un muchacho que no quedó bien de una trepanación y va camino de
hacerse tonto perdido y luego loco. Pero Antón es el verdadero rey; es el tonto
bueno, con personalidad. Yo quiero mucho a Antón y le saludo. Él lo hace
siempre. Creo que más que tonto es un ángel. Cuando le veo pasar por las
calles, solitario, me entra una pena muy grande de su desgracia; pero también
pienso que no es desgraciado y es querido, lo cual sería muy bello que nos
ocurriese siempre a nosotros.
--¡María Dolores!…
--¡Un boleiro!...
--¡María Dolores!…
--¡Un boleiro!...
--Un boleiro… un
boleiro…
“¡Un boleiro!” repite mientras su voz
va derritiéndose en la lejanía y
el ocaso amortece en las paredes milenarias.
FIN de la SELECCN. de HISTORIA DE MI PUEBLO