miércoles, 9 de mayo de 2012


RIÑA DE GATOS de EDUARDO MENDOZA



Puede que Eduardo Mendoza exclamara al concluir la novela Riña de gatos. Madrid 1936(i) algo así como “¡Menuda la que he armado!”. No se le ocurre a cualquier novelista mezclar la visita de un inglés experto en obras de arte para autentificar un cuadro que pudiera ser de Velázquez, rodearle de entes de ficción y figuras históricas desde Niceto Alcalá Zamora al general Franco, y situar la acción en el Madrid de marzo de 1936.

Para el proyecto, Mendoza contaba con su pericia para urdir tramas obsequiando al lector con una o dos sorpresas en cada uno de los numerosos capítulos, además, adobando la prosa con su facilidad para transitar entre la ironía y la parodia de continuo. Novela mitad policial, mitad folletinesca, abunda en enredos rocambolescos que prometen un entretenimiento creciente y seguro.

Sin embargo, la novela quedó en muy buena para unos, buena para otros y en entremés o broma para los demás. ¿Existió la tentación de escribir un best-seller ligero? ¿Fue escrita para ganar el Premio Planeta 2010? ¿Para entretener al público fiel a sus entregas mientras aborda novelas más importantes?

Empecemos diciendo que el arranque de la novela con la llegada de un inglés a España tiene antecedentes. José-Carlos Mainer en su artículo Un cuadro de Goya (Eduardo Mendoza, 1936) comentó que el novelista catalán quizá no tuvo en cuenta “que en 1942 Wenceslao Fernández Flórez nos dio su agria y sectaria visión de la Guerra Civil en una narración, La novela número 13, donde un detective inglés, estólido y egoísta, busca inútilmente un caballo de carreras perdido en la retaguardia de la España republicana(ii). Esto de los ingleses paseando por la piel de toro con cualquier pretexto no es precisamente nuevo, ni Anthony Whitelands será el último en deambular por nuestra geografía.

El cuadro de posible autoría velazqueña se convierte en el porqué de la trama, el objeto del deseo de algunos, el pretexto de momentos narrativos dedicados al arte, el asunto de una posible venta para comprar armas y así financiar una conspiración antirrepublicana, el pretexto de las idas y venidas de los personajes hasta que el Deus ex machina se presenta y consuma la acción.

Mainer razonó bien al decir que la novela es eco del cartón para tapiz o, mejor, la pintura atribuida a Goya, aunque los gatos que transitan por la novela son muchos y la mayoría parecen pelones, de porcelana o llenos de serrín. Me explicaré. Por un lado están los personajes inventados que pertenecen al entorno de Whitelands, un segundo grupo en torno al Duque propietario del cuadro suma personajes de la historia real de los días retratados, otros son lo que llamaríamos extras porque asoman y desaparecen.

Unos y otros bullen por un Madrid presto a celebrar una primavera espléndida aunque sus noches se iluminen con el fuego de las pistolas. Los personajes no se despistan de la trama y las circunstancias narrativas les determinan. Son más o menos de una pieza exceptuando a Whitelands y pocos más. En mucho se parecen a los gatos de Goya; se ven sus siluetas recortadas contra el blanco nuboso del cielo en magnífica actitud desafiante, pero los rasgos característicos de su anatomía no se distinguen bien.

También los personajes se enreden en escenas donde se les supone activos, pero no se les ve; por ejemplo, en los escasos encuentros amorosos. Se dice que Paquita está enamorada de José Antonio Primo de Rivera, pero se entrega a Tony Whitelands, momento despachado en dos líneas; páginas después, varios párrafos embrollan los motivos de esa entrega ya-está del chiste japonés. Paquita se enamora y desenamora y planta la duda de si es de porcelana o de serrín como su hermana Lilí. Para mayor confusión, Tony parece del gremio de los casanovas, pero anda casi siempre mal vestido, le enciman los sobresaltos y pasa más tiempo de copas, en cogitaciones varias o recuperándose de algunas palizas físicas o morales, que despejando dudas sobre el famoso cuadro.

Los personajes que podríamos llamar históricos, como era fácil de suponer, carecen de interioridad. El Napoleón de la realidad nada tiene que ver con el de las novelas. En el episodio Gerona de Galdós, Napoleón es una rata que cae en la jaula-España; la imagen animalizadora representa la idea que los españoles del momento tenían de él. Nada impide que Mola, Franco, José Antonio y Queipo de Llano transiten por la novela de Mendoza e incluso protagonicen alguno de los pasajes más hilarantes del libro. A diferencia del Napoleón galdosiano, los históricos de Riña de gatos representan la idea juglar que de ellos ha corrido entre los españoles después de la transición. En la derecha como en la izquierda de esa época se crearon estereotipos respecto de los protagonistas de la Guerra Civil y Mendoza escogió sus preferidos dulcificándolos como personajes grotescos. Sucede con los generales ante citados y con Alcalá Zamora en su encuentro con Maruja, la mujer del Duque; se le presenta como un presidente que da por concluida la etapa de la actividad política y no como la víctima que fue de una destitución(iii). El diálogo con Marujín es de pitorreo y provoca risa a lo menos.

Tampoco los personajes republicanos o de izquierdas escapan del tratamiento irónico. El jefe de la policía se llama Gumersindo Marranón y su ayudante, Coscolluela, se convierte en bufón de Franco en una de las escenas más desternillante del libro (Capt. 29). No falta un espía ruso de quien se habla, pero al que vemos poco. Aparece en una escena breve decidiendo la muerte de Whitelands que debe ejecutar Higinio Zamora Zamorano, un comunista conocido del inglés que, sin embargo, se convierte en su Pimpinela al favorecer su fuga en una escena posterior disparatada. Lo que Higinio ampara realmente es el porvenir de una puta que quería encasquetar a Tony con bebé y todo. Los diplomáticos ingleses son de cliché. El trabajo caracterizador pudo ser otro, pero los personajes quizá se crearon para solaz de un determinado público y la novela encogió en mi criterio.

La peripecia del inglés tira de nosotros página tras página sorteando las opiniones críticas que se nos ocurren en el tránsito. Mendoza, desde luego, acomoda la acción a su gusto; transita con ella por un Madrid a veces tierno, a veces convulso. Su pluma resulta algo ligera en ocasiones. Se atasca en otras al perorar sobre el arte o comentar la situación política entorpeciendo la frescura de algunos diálogos que resultan ajenos a los personajes y demasiado largos. Pero también arte y política realzan otros pasajes y la descripción ambiental resplandece casi siempre. Hablamos de una novela que puede leerse de un tirón aunque no figure entre las mejores del autor.

Quizás pedimos por demás a Mendoza porque anhelamos la lectura de una gran novela sobre la Guerra Civil, pero nuestro escritor posiblemente quiso escribir una novela amable en clave de humor y nosotros nos empeñamos en leer otra novela.
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NOTAS.:

i.- Eduardo Mendoza, Riña de gatos. Madrid 1936, Planeta, Barcelona, 2010.
ii.- Ver EL País, 20 de noviembre de 2010.
iii.- Joaquín Tomás Villarroya es autor de un libro La destitución de Alcalá Zamora, CEU, Valencia, 1988, que historia el episodio que resultó una obra maestra de la intriga política

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