EL PARAÍSO DE RAMIRO
Sobre las cuatro de la madrugada Ramiro despertó, se acomodó los lentes y, conforme a los ritos de pasados insomnios, se disponía a continuar la lectura del Diario de un seductor de Kierkegaard cuando oyó un suspiro muy cerca. Había olvidado la presencia de Herta, aquella sombra arqueada en su mismo lecho.
Se sonrojó. Dejó el libro tímidamente en la mesilla. Levantó el rebozo de las sábanas y deslizó los ojos sobre la mujer que dormía a su lado. Se sonrojó más al sentir el placer íntimo de explorar sin ser contemplado. Contó seis lunares caprichosamente distribuidos por aquella espalda hermosa.
Tuvo la temeridad de alzar el rebozo aún más y su mirada penetró como un rayo acoplándose a las suaves, atrayentes angulosidades de la muchacha hasta alcanzar sus tobillos. Herta, como si hubiera recibido el flujo de una descarga, se estremeció un poco.
Ramiro empezó a respirar con dificultad. La humedad que despedía aquel cuerpo le desasosegaba. Sintió que crecían motitas de sudor sobre su labio superior, en las sienes, en sus manos. Ramiro alzó el rebozo todavía más y, echándose a su izquierda sigilosamente, vislumbró nuevos horizontes a los que apenas llegaba la lamparilla de noche.
Recordó una tarde de agosto, siendo adolescente. La jovencísima muchacha de la casa de sus padres dejo de planchar, vino a su lado y bisbiseó a su oído: “¿Sabes que tengo un huerto en mi cuerpo?” Y mientras él aguardaba sensaciones reveladoras, ella levantó la falda del uniforme y se lo enseñó. Ahora veía montañas en el cuerpo de Herta, adivinaba las grutas que exploró tiempo atrás y aquella pradera que le invitaba a ser recorrida con inocente libertad hasta el hontanar del agua callada donde llenaba el cántaro de su corazón.
Ramiro tenía el dedo anular de su mano izquierda peregrinando por el aire entre los seis lunares cuando se detuvo. Herta se daba la vuelta y le sonreía desde la veladura del sueño. Ahora la tenía frente a frente y sólo cabía mirar.
Herta le quitó el libro, los lentes, y los puso cuidadosamente sobre la mesilla. Luego alisó la almohada para que él hundiera la cabeza con comodidad. Ramiro escuchó algunas palabras que no entendió. Sus ojos miopes se fueron abotargando.
Tardó muy poco en llegar al borde del bosque. Se entretuvo mirando las aves que revoloteaban en la altura y a las pequeñas criaturas de pies ardientes que jugaban entre los árboles.
Ramiro reposaba antes de adentrarse en busca del paraíso en el bosque. Observó que tres tórtolas descendían y posaban en la rama de un nogal mirándole. Una llevaba un lirio blanco en el pico, la otra un jazmín que movía con delicadeza, y la tercera una rosa roja.
Ramiro admiraba conmovido la belleza del cuadro cuando sintió un rumor a su espalda. Provenía de una columna de hombres que se aproximaban llevando un hacha al hombro. Reconoció con disgusto a los seres que de tiempo en tiempo talaban algunos de los árboles que embellecían el bosque.
Cuando llegaron a su altura, uno de ellos se aproximó. Viendo a Ramiro entristecido y, como si adivinara el motivo de su malestar, le tranquilizó: “El bosque nos lo da todo. Cobijo y sombra cuando la necesitamos. Comemos sus frutos. Sus ramas alimentan el fuego que nos abriga en los inviernos y nos proporcionan armas para nuestra defensa. Con los pocos árboles que talamos hacemos vallas para proteger nuestros huertos y los que permanecen sirven para ocultarnos cuando los funcionarios y soldados del rey nos persiguen para que paguemos nuevos tributos. Pero tenemos que hacer esa tala para mirar al cielo y leer sus señales divinas. Incluso ver al Supremo si es posible porque le necesitamos”.
Ramiro había escuchado atentamente. Luego se atrevió a decir: “¿Acaso no sirve esta maravillosa pradera donde estamos y desde la que podéis ver al Supremo si Él quiere veros o dejarse ver? ¿Por qué motivo razonable taláis el bosque cada poco tiempo?”
Aquellos seres se miraron entre si y no supieron responderle. Entonces Ramiro vio una yegua que pastaba en las proximidades. Corrió hacia ella, montó y partió aprisa adentrándose en el espacio luminoso de la pradera. Cabalgaba solo, pero no seguía la senda de los solitarios. Olía a lirios, jazmines, y rosas y le hubiera gustado que se convirtieran en miel y probarla. Ramiro tenia los sentidos tan embriagados que reconoció al paraíso en aquella pradera, el mismo paraíso del que provenían los taladores, aunque ignoraban de dónde venían.
Fue entonces cuando Herta dejó en sus labios un beso largo, tierno y húmedo. Ramiro abrió los ojos y susurró: «Tu talle, como la palmera; tus pechos, como los racimos» y Herta, que conocía bien el Cantar de los cantares, musitó conmovida: «Como un manzano entre árboles silvestres es mi amado entre los jóvenes. A su sombra deseada me senté y su fruto fue dulce a mi paladar».
.
1 comentario:
Estimado Javier,
Le escribo de parte del Servicio de Documentación de Radio Nacional de España en Madrid. Nos interesaría contactar con usted a propósito de Modesto Vázquez pues estamos preparando un programa en el que sería importante contar con datos sobre la vida de este misionero. Mi dirreción de correo electrónico es ismael.alonso@rtve.es
Por favor, escríbame lo antes que pueda.
Le envío mi agradecimiento de antemano.
Publicar un comentario