domingo, 9 de diciembre de 2012



JEROME K. JEROME
Tres hombres en una barca 
(Por no hablar del perro)

Debió darle un aire o sufrió un ataque de patriotismo; tenía cincuenta y seis años cuando Jerome se empeñó en alistarse como combatiente en la Iª Guerra Mundial. El rechazo del ejército británico no le achicó y se ofreció a los franceses como conductor voluntario de ambulancias motorizadas. Le aceptaron y las condujo en las proximidades de Verdún alcanzando, parece, el grado de capitán. Sin embargo, la experiencia bélica y la muerte de una hijastra en 1921 abatieron su entusiasmo vitalista y seis años después, estando  de vacaciones con su mujer e hijo, falleció a causa de una hemorragia cerebral.

Jerome Klapka Jerome (1859 - 1927) quedó huérfano de padre y madre a la edad de quince años. Para sobrevivir, recogía el carbón  que dejaban las máquinas a ambos lados de las vías del tren. Después se mal empleó en las oficinas de un ferrocarril. Pretendió salir de su miseria convirtiéndose en actor de teatro. Hastiado de las candilejas entró en el mundo del periodismo sin éxito. Se hizo maestro y después de tanto ir de aquí para allá, se acomodó  de  oficinista en un despacho de abogados.

En 1885 publicó las memorias de sus años de farándula que repercutieron en un pequeño éxito al apreciarse el humor de sus páginas. En 1888 se casó con Ettie nueve días después de que ella se divorciara de su primer marido.  Celebraron  la luna de miel recorriendo el Támesis en un pequeño vapor. Este viaje y los numerosos realizados con sus grandes amigos, George Wingrave y Karl  Hentschel, le proporcionan la idea de escribir Tres hombres en una barca (Por no hablar del perro)[i] o Three Men in a Boat (To Say Nothing of the Dog).

La novela relata la aventura de Jerome junto a un fox-terrier de nombre Montmorency --utilizado para remarcar el humor de determinadas escenas-- y dos personajes más, George y Harris, caricaturas de los amigos del autor citados anteriormente. Reunidos los tres varones en petit comité determinan que padecen un exceso de trabajo y deciden tomarse una pequeña vacación recorriendo el Támesis río arriba, desde Kingston a Oxford en una  barca de cuatro remos. Se trataba del recreo favorito de muchísimos ingleses pasada la mitad del siglo XIX; en 1888 --año en que la novela se redacta-- había 8.000 embarcaciones registradas para navegar por el Támesis, aumentando al año siguiente en un cincuenta por cien.

El libro se ideó como guía turística, pero se convirtió en una novela que abrevaba en dos fuentes principales: la historia inglesa --evocada a veces  con fantasía— de los lugares que visitan los protagonistas (por ejemplo, la isla donde se supone que Juan sin Tierra firmó la Carta Magna o el lugar donde se batalló con vikingos o daneses) y las historias, rumores y chistes locales que se cultivaban en las  conversaciones de los remeros o entre las gentes que vivían a orillas del Támesis, y que Jerome encaja en la narración o atribuye a los protagonistas. 

Se dice que el humor británico es fino, pero te provoca la risa después, por ejemplo,  el tiempo que tarda la pluma de una alondra en caer al suelo desde la rama del árbol donde posa, otros la aplazan a una jornada, sin perjuicio de quienes la posponen a tres…

Jerome fue un escritor de la época victoriana tardía y su escritura jocosa fue criticada como vulgar y calificada como ajena a cualquier  temática social. Sin embargo, Jerome era un escritor posterior a Dickens y tan moderno como sus amigos H.G. Wells, Bernad Shaw o Sir Arthur Conan Doyle. Adicto al gracejo directo escribía con ligereza apuntando fino. Al lector le resulta fácil extraer conclusiones leyendo sus obras. 

La ironía adornaba cuanto escribía fuesen ensayos, dramas, novelas y  en sus revistas.  Sus analogías e hipérboles sobresalían para hacer una  crítica soterrada de la sociedad victoriana que vivió. Su tempo narrativo se distanciaba del típico del siglo XIX; de otra forma no habría podido ensamblar multitud de historias como, por ejemplo, hace en la novela que comentamos.

Los protagonistas de Tres hombres en una barca parecen de época, pero resultan universales. Siendo vagos, perezosos, nada mañosos y hasta cínicos, se proyectan como antiheroes, un tipo de protagonista igualmente moderno.

El humor británico cultiva la ironía más que el sarcasmo, el relato gris más que el verde o el marrón que tanto gusta en nuestro país. Podemos leer Tres hombres en una barca sonriendo de principio a fin, por ejemplo,  cuando los protagonistas  pretenden depositar en el bote más equipaje del posible o cuando montan su tienda en medio de un temporal; ver al tío Podger pretendiendo  colgar un cuadro, cuando se narra el viaje en tren de un queso maloliente, o se cuenta  la historia de una trucha metida en una caja de cristal cuya pesca se atribuyen varios pescadores…

Reímos cuando aparece el viejo encargado de un cementerio obsesionado con enseñar tumbas y cráneos,  al describirse la obsesiva  busca de un abrelatas para abrir una lata de piña… o cuando Harris dice que está exhausto porque ha batallado con un cisne, bien que avanzado el relato, el número de cisnes llega a treinta y dos, todo para disimular su ebriedad, y nos desternillamos cuando los personajes están a punto de ahogarse posando para una fotografía.

El humor de Jerome es parecido al que brilla desde Chesterton a Bernad Shaw, o en  películas tan deliciosas como El quinteto de la muerte (The Ladykillers). En Tres hombres en una barca hay páginas de evocación trágica como las relativas a la muchacha suicida, pero las emociones y las risas superan de tal modo que casi se nos escabulle la desproporción que existe en la estructura de la novela: el autor dedica un tercio del libro a  meter los personajes  en la barca, dos  a relatar las aventuras del viaje, pero despacha  el regreso de los personajes  en alrededor de diez páginas.

Los libros de ficción que zurcen historias resisten el paso del tiempo magníficamente. La novela de Jerome tuvo tal éxito  que vendió más de doscientos mil ejemplares en Inglaterra entre 1889 y 1909, alcanzando el millón en los Estados Unidos –mayormente en ediciones pirata que no reportaron un céntimo al autor-, y se convirtió en libro de texto para aprender inglés en los colegios de Alemania,  la India, Pakistán, y en Rusia. Su popularidad llega hasta  hoy.  En el año 2003,  The Guardian y la revista Esquire situaron la novela entre las mejores y más divertidas de todos los tiempos.

Mientras la novela se ha editado ininterrumpidamente en numerosos países,   en España resulta bastante ignorada aunque se puede hallar en  La Casa del Libro y leerse en inglés gratuitamente en la Web del Project Gutemberg en estas mismas páginas de Google.

Tres hombres en una barca (Por no hablar del perro) se llevó al cine  tres veces en Inglaterra y se hizo una versión libre en Alemania. La BBC y la televisión rusa realizaron versiones musicales. También llegó a los audiolibros.  Los lectores que accedan a You Tube disfrutarán de algunas de las versiones en vídeo, aunque ninguna experiencia mejor que la de leer la novela.
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[i] Jerome K. Jerome, Tres hombres en una barca, Colección Rumbos, Traducción de Miguel Sáenz de Heredia revisada por Juan M. San Miguel autor del prólogo y de las notas, Miñón S.A., Valladolid, 1986
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sábado, 24 de noviembre de 2012


       HISTORIA DE MI PUEBLO ( y Cont. 5)

El violinista

Yendo hacia el río, muchas veces me detengo a escuchar una música extraña que sale de una casita situada cerca de la fuente de Larpeira. En la mañana industrial, entre los golpes de martillo y el desgañitarse de la fragua, el violín fantasma es una brisa nueva que se extiende por la vega y suceden milagros porque escuchándola he creído ver  las flores marchitas recobrar su hermosura y a los peces del río transformarse en alondras.

Conozco al violinista. Parece un hombre abstraído, tranquilo y serio a la vez, pero nadie todavía pudo averiguar de dónde procede ni quien es. En el pueblo dicen que fue seminarista,  que se salió por amores,  pero todavía anda  a golpes con la vocación. Como es rubio y apenas suele hablar, haciéndolo en un tono extraño, hay quien supone que es extranjero, que vino de Rusia o de Alemania cuando la Guerra Civil. Eso sí, puedes ver al violinista por las tardes actuando en la orquesta de la Pista.

Algunas veces se abre la puerta de su casa y, entonces, un perro negro, viejo, triste, sale con el hocico a un palmo del suelo y los ojos perdidos, tumbándose a la entrada. En otras asoma una niña que se sienta al lado del perro con un cuento en las manos. La niña es rubia también. A ninguna otra mujer se ha visto en la casa.

Un domingo, muy temprano–antes de empezar la misa— le vi rezar fervorosamente ante una imagen de la Virgen, la virgen de cabellos dorados que preside la capilla próxima al portón de la colegiata. Dicen que un día de tormenta,  en el que la piedra estuvo a punto de echar a perder la vendimia,  se le vio  delante de la misma Virgen interpretando con su violín una pieza extraña y maravillosa; algunos aseguran que le vieron llorar. Poco después la tormenta cesaba, pero nadie se atrevió a hablar de milagro. El arcipreste  recordaba que el violinista trabajaba en un local de diversión y que su música podía servir para cometer muchos pecados. Eso se lo dijo el arcipreste a muy pocas personas.

Hace unos días, al atardecer, fui a pasear por el camino largo que se pierde hacia Ribadeo. Le encontré donde no suele llegar la gente. Estaba sentado a la orilla del río, muy cerca de la carretera. Tenía los pies en el agua. Fumaba en una pipa negra. En la mano derecha tenía una caña de pescar y leía en lo que me pareció una biblia que sostenía con su izquierda. Le saludé al paso y él me respondió con esa voz extraña que tiene: “Dios le guarde”.


Los borrachos

Aquí hubo siempre apóstoles de Baco y cada generación tuvo al menos su rey. Ya dije que Lebico es tierra de vinos. Voy a hablar de los últimos dos borrachos más populares.

Pistón era un hombre bondadoso. Se llamaba Pistón como su perro. Nunca conoció a sus padres ni se le recuerda por otro nombre. ¿Beber? Empezó por un desaire. Quería ir a África, a la guerra, pero tenía los pies planos y le faltaba el dedo meñique en uno. Pistón fue rechazado y desesperó; pensó que ya nada heroico haría en la vida y trasladó su desventura al vino.

Sus hazañas más famosas acontecieron cuando sus borracheras alcanzaban un grado superlativo. Se acercaba al puente sobre el Burbia rodeado de curiosos, se sentaba donde la barandilla estaba rota, sobre el abismo, y lanzando los brazos al aire y balanceando los pies, empezaba a gritar: “¡Que se va el patito al agua!... ¡Que no se va!... ¡Qué se va el patito al agua!... ¡Que no se va!...” Y así alborotaba un rato hasta que llegaban los alguaciles y por las malas y a empujones, lo llevaban a dormir en  los calabozos del ayuntamiento.

Nunca ocurrió que el patito cayera al río; Pistón tenía una habilidad rara para mantenerse en el puente. Murió viejo, del delirium trémens que agarró celebrando que se había escapado del asilo donde mi abuelo --por entonces alcalde-- había mandado internarle.

***

 Cristobín era un hombre bueno, sentimental, borracho nacido en mil novecientos veinte. Tenía algo de poeta y, en resolución, temerario, pues,  juró amor eterno a una tal Enriqueta que tenía dinero, dote y una especie de hostal para forasteros donde la había conocido.

Enriqueta y Cristobín paseaban sus amores por el campo. Él le llevaba lilas y le recitaba poemas tan tiernos que, al día siguiente, andaban en boca de las señoritas casaderas del pueblo amigas de Enriqueta, aunque algunos versos fueran inconvenientes.

Mas sucedió que un gallego, cliente del hostal y resabido en amores, desenamoró y enamoró a Enriqueta sin mayor esfuerzo que echarle flores y hacerle arrumacos durante una pequeña ausencia de  Cristobín, quien a su regreso, haciéndose idea de lo ocurrido y sintiéndose más pobre y abandonado que nunca, se dio a la bebida.

Cuentan que muchas noches iba bajo la ventana del dormitorio de Enriqueta –que tan bien conocía—y allí improvisaba romances sobre los amores extraviados.

Cristobín trabajaba en la casa  de unos señores de la Bayona gallega. Cuidaba su huerta, de los animales del cobertizo y los del corral. Dormía en el pajar sin importarle los piojos.

Sucedió una noche de diciembre, esa noche tan fría como la Noche Vieja suele  ser en  Lebico. Cristobín murió medio enterrado en la nieve, helado y a la puerta del hostal de  Enriqueta. Por la mañana le encontraron con una expresión que sería del todo serena  si no fuera por una mueca pícara en los labios. A su lado encontraron escritos, casi medio borrados, estos versos:

Dejo mis carnes muertas
a la tierra
y mis pulgas a Enriqueta


El Tonto

Se llama Antón. Desconozco el motivo de llamarle así, mas,  parecido llaman a  casi todos los tontos de pueblo que he conocido; quizás porque San Antón es el Patrón de los animales y en los pueblos tratan a los tontos como animales.

Pero Antón, el de Lebico, no parece ningún animal. Es un hombre dulce y cariñoso que gusta de estar con los chiquillos y con los perros. Acostumbra a llevar las manos que parecen sarmientos en las caderas. Tiene los pies torcidos. Los ojos desviados. Apunta una calvicie prematura, porque Antón es joven. Pero su tez anacarada, su pelo claro y sus ojos azules le dan ese aspecto de tonto dulce y bondadoso. Antón no es como esos tontos de Castilla, malévolos, airados, que te escupen, te insultan y te tiran piedras entre carcajadas insanas. Antón camina silenciosamente, saluda, porque en este pueblo hasta los tontos saludan.

Alguna vez he oído que los niños le gritan; “¡María Dolores!” Y él, con su voz algo agallegada, responde; “¡Un boleiro!..” Los niños le quieren y juegan con él.

Dicen que le va a salir un rival en un muchacho que no quedó bien de una trepanación y va camino de hacerse tonto perdido y luego loco. Pero Antón es el verdadero rey; es el tonto bueno, con personalidad. Yo quiero mucho a Antón y le saludo. Él lo hace siempre. Creo que más que tonto es un ángel. Cuando le veo pasar por las calles, solitario, me entra una pena muy grande de su desgracia; pero también pienso que no es desgraciado y es querido, lo cual sería muy bello que nos ocurriese siempre a nosotros.

--¡María Dolores!…
--¡Un boleiro!...
 --¡María Dolores!…
--¡Un boleiro!...
--Un boleiro… un boleiro…
“¡Un boleiro!” repite mientras su voz  va derritiéndose en la lejanía y  el ocaso amortece en las paredes milenarias.


FIN de la SELECCN. de HISTORIA DE MI PUEBLO


viernes, 9 de noviembre de 2012




      HISTORIA DE MI PUEBLO (Cont.4)



LOS  DOCTORES
A la memoria de Antonio Pereira



Mi pueblo tiene dos médicos, el forense D. Niceto Bustamante y D. Pedro Cabeza de Cabra, eminencia muy popular que sólo pone mal los vendajes mientras que el forense famosea como un verdadero manitas aplicando apósitos y gasas.


Cada tarde,  D. Niceto frecuenta la plaza mayor acompañado de su mujer e hijas que, por altas, son conocidas como las torres del Bierzo. Hay paisanos que se aproximan al forense llevando la mano vigorosamente a la frente, haciendo el saludo militar, y D. Niceto responde elevando la suya al sombrero de ala ancha, americanísimo, que le cubre. Durante la guerra fue comandante cirujano en un tercio carlista y  echó  fama de coser --mejor que las heridas-- el Sagrado Corazón con el “¡Detente bala!” que tantas vidas salvó durante la contienda. Mi abuelo, que tiene mal diente para los carlistas, cuando le ve saludando comenta: “Ya está Bustamante pasando revista a su  tropa”.

La fama del médico Cabeza de Cabra le ha proporcionado muchísimos clientes, pero los apellidos han propiciado chirigotas de la mocería como esta: “Cabra no es egabrense ni por el monte anda huido / De Cabra no quiero el vendaje, pero sí la sangre que me ha perdido”. D. Pedro conoce  y en ocasiones escucha resignado la cuchufleta y otras peores. Se desquita algunos domingos, cuando los jugadores del Esparta de Villafranca o los de la Ponferradina trincan a los Atenienses de Lebico y futbolistas golpeados e  hinchas galardonados durante alguna trifulca en las gradas, visitan  su consulta. Se dice que el doctor les cura con sal muera y vinagre y, si se trata  de un chichón, poniendo un pataco[1] de diez céntimos sobre el tolondro  y sometiendo la moneda  a la presión máxima de los dedos nada piadosos del doctor.

Las muertes se avisan en mi pueblo con lentos redobles del campanón de la colegiata desde el fin de la Guerra Civil, pero no cuando el cadáver aparece en tierras de labranza o en la subida a Dragonte. Han sido y son muertes que se cuchichean, que muchas veces ni pasan por las manos del forense. Nadie sabe si se registran, aunque dicen que sí cuando se conoce el nombre y los apellidos del finado. Y no fue distinto el día en que el Sargento Doblillos llegó a la casa del Dr. Bustamante con la siguiente noticia:

--A la tía Avelina, la del alcalde de Pénez, le han hecho una raja monumental en el cuello.

--Pero, ¿está consciente? - peguntó el forense.

--¡Quiá! Tiene la cabeza separada del cuerpo – concretó el sargento.

El alcalde de Pénez --un poblacho contiguo a Pereje—era también el obrero que cuidaba la viña de mi abuelo. Cada mañana mi abuela le daba un capacho con la comida del día y dos botellas de vino que él devolvía vacías al anochecer, al regresar de la faena tras recorrer los siete kilómetros de vuelta que nos separan del viñedo.

El personaje se me agigantó tras el suceso de su tía y no porque aupara de tamaño, sino porque había jurado machacar al asesino, y hacen falta reaños para prometer tal cosa en estos tiempos de Franco.


Pero ¿quién había sido? Por de pronto, extendieron a la desgraciada Avelina sobre una mesa de roble para que el forense la examinara. La primera sorpresa  que tuvo el doctor fue que la extinta olía a espliego, fragancia disconforme con lo escrito acerca de los muertos en un libro de pastas azules sobre la práctica forense de su catedrático de Oviedo: “cadáver es una persona muerta que huele mal”. No; Avelina olía a espliego y eso no se podía discutir.

El forense miraba a la tía Avelina con ternura. Recorría con ojos avizores el tronco y las piernas, pero el cuerpo no le decía nada, no le hablaba como su colega de Villafranca del Bierzo aseguraba que las víctimas de un asesinato suelen hacer. Entonces se percató de que el corazón de la mujer latía y no débilmente. Sabía de sobra que la función glucogénica y la uropoyética persisten en el hígado horas después de la muerte y que el corazón de los decapitados continúa latiendo un cierto tiempo, si bien, el de Avelina repicaba tan veloz como pico de gallina sobre un copo de maíz. Pelillos a la mar; el forense concluyó que las funciones nerviosa, respiratoria y circulatoria estaban anuladas sin la menor de las dudas, deduciéndose que la tía Avelina había muerto, aunque sin hablarle. Tal decidido, juntó la cabeza al cuello de la difunta con mucha delicadeza.

No es lo corriente, pero quiso estar seguro del diagnóstico, así que D. Niceto  llamó a consulta a D. Pedro y el médico generalista también recorrió aquel cuerpo con ojos atentos, centímetro a centímetro, sin descubrir nada al pronto.

D. Pedro no era ajeno al método pericial y requirió las fotografías del lugar del crimen que el sargento Doblillos había puesto a disposición del forense. Se detuvo en una que delataba un mirar pasmado de la tía Avelina hacia un determinado lugar. En esa fotografía cabeza y cuerpo estaban en la misma disposición en la que fueron descubiertos y ¡oh sorpresa!, la mirada –advirtió D. Pedro-- se dirigía hacia alguien cuya presencia invisible delataba la huella que sobre el suelo dejó un calzado cuya forma y dimensiones se habían obtenido gracias a la fotografía métrica, ¿para qué indagar más?

--¿Averiguó algo Dr. Bustamante? – preguntó el sargento Doblillos.

--Mi colega y yo creemos que la mató un hombre cuyo calzado dejó una huella probatoria en esta fotografía.

--¡Apañados estamos! ¿El cuerpo no levanta sospechas? ¿No le dice nada?


--Como mucho, que la pobre ni se enteró. ¡Un hachazo limpio!

El sargento no quiso buscar zapatos que podían estar en el fondo del río Burbia y resolvió el enigma a su manera. A las seis de la tarde y cuando las campanas volvían a doblar, se reunió con los ocho hombres de Pénez –habiendo excluido  al alcalde por ser autoridad— que mandó traer en cuerda de presos y los llevó a un pradillo situado a  espaldas de la colegiata. Les puso en círculo y tras unas reflexiones acerca de la finada y el momento de su muerte preguntó si alguien quería confesar la autoría. Nadie habló ni chistó y Doblillos, la sangre subida a la cabeza,  empezó a repartir bofetones a dos manos y de carrillo en carrillo con  la destreza de un  pelotari. Iniciaba una de las tandas cuando Rafaelillo, el sobrino joven de la tía Avelina, se hincó de rodillas y rojo de vergüenza gritó el “¡Yo he sido!” revelador. Lo había hecho para heredar a la tía tras descubrir que era el único pariente de sangre y no el alcalde, tan sólo un sobrino político.

Aquélla tarde el Dr. Bustamente pasó revista a una tropa arracimaba a su alrededor en la plaza; todo el mundo quería conocer los detalles del suceso. El Dr. Cabeza de Cabra, a petición de su colega  se encargó a su manera de arreglar a la muerta para el velatorio.

Al alcalde pedáneo de Pénez no le fue posible machacar al pariente que unos meses después recibiría garrote vil, pero se consoló con la heredad de la Sra. Avelina y ya nunca más volvió a trabajar en la viña de mi abuelo.

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[1] Pataco:.Moneda cobriza, grande  y muy delgada de diez céntimos que aún circulaba en aquellos años por el Bierzo. Había otra más pequeña de cinco céntimos. Con un  pataco se compraba pequeños y deliciosos caramelos de malvavisco  --envueltos en papelines con grabados de escenas del Quijote--  en la antigüa y magnífica  confitería Ledo de la Plaza  de Villafranca del Bierzo.

miércoles, 24 de octubre de 2012




HISTORIA DE MI PUEBLO (Cont.3)


DON CASIMIRO

Hace unos años, cuando Lebico comenzó su declive, marchó la mayoría de los comerciantes , quedando los viejos amantes de la tierra y D. Casimiro.

Poseía éste lo que definiríamos --agrandando la imagen-- como un tabuco en la calle de La Gaiteira, pero al adquirir con poco dinero algunos establecimientos de los que partían, poco a poco se fue haciendo el dueño de buena parte del comercio del pueblo que no pertenecía al barón.

Hoy,  Don Casimiro es hombre de cara redonda y algo congestionada, no de beber sino de engullir  cuanto está a su alcance. Viste un traje azul marino cruzado que,  no siendo elegante ni feo, ni corto ni largo, le daría el aspecto típico del comerciante próspero de provincias, pero como usa una boina chica y zapatos de puntera cuadrada y de color rojizo que  dejan entrever la naturaleza egipcia de sus pies enormes, su porte es de pueblo.

Don Casimiro acapara todos los productos que se pueden vender a los hoteles, hostales y pensiones  de la comarca y al parador de Lebico. El resultado es que en nuestro mercado  se venden contados artículos de primera necesidad, de no muy alta calidad, a precios altos.

Me cuestiono si el hombre es una úlcera para nuestra villa que se debería extirpar, pero me lo pienso porque la gente no protesta, le consiente.

Además, D. Casimiro vive acompañado de una  hija, no se mete con nadie, trabaja muchísimo y de cuando en cuando  va a contemplar una partida de dominó en el Bar Constanza y a beberse una cerveza. También acude al Círculo Mercantil cuando suena que habrá una timba de ricos donde se jugarán las pestañas. A  D. Casimiro le interesan las tierras; cuando sobre el tapete alguien gana alguna finca no siendo agricultor, se ofrece como comprador para ahorrarle la tarea de cultivarla, pero siendo listo como es, también se ofrece al perdedor para arrendársela con posibilidad de recomprarla por un justiprecio pagadero a plazos. En la mayoría de los casos queda bien con todos; en todos hincha su bolsa.


LA ALEGRÍA DEL ARCIPRESTE

En Lebico hay arcipreste. Es un hombre bueno, ostentoso, que tiene cierta sabiduría.

Su territorio es la colegiata, una de las maravillas arquitectónicas de nuestra villa. Al lado de la colegiata ha construido una guardería infantil, donde ejerce, en lo que puede, la caridad cristiana.

El arcipreste es hombre progresista  y en la misa dominical de las doce habla a los vecinos con sentimiento sobre la conveniencia de planes y proyectos espirituales y materiales que generen un Lebico próspero mirando al futuro.

Hace dos meses, el arcipreste me llamó  con recado de que fuese urgentemente a la colegiata. Le encontré muy alegre, y después de obsequiarme con un cachecito, me dijo:

--¡Encontré la llave!

Luego, ante mi extrañeza, me hizo subir por unas escaleras, pasamos la sala de juntas parroquial, los despachos de la Acción Católica, la biblioteca y, sobre un descansillo, dimos frente a una puerta de roble. Abrió y entramos. Entonces aclaró con expresión solemne:

-- Después de mí has sido el primero en cruzar el dintel del viejo archivo de la colegiata.

Atendí atónito las explicaciones que me daba. Hablaba entusiasmado de unos legajos que descubrían la existencia de una fábrica de armas durante los tiempos del césar Carlos I, ¡aquí, en Lebico! Otros contenían crónicas y contemplé el texto de la excomunión lanzada por un antiguo abad de la colegiata al arzobispo de Toledo, ¡nada menos!

--¡Siete años buscando la llave! Pero al fin... ¡¡la encontré!! Ahora podremos trabajar.

Cuando salí de la colegiata tuve la impresión de que el arcipreste había olvidado  su ideario progresista para dedicarse a los legajos con la intención de arrojar luz sobre las viejas pendencias eclesiásticas. ¿Y si no hubiera encontrado la llave de  la puerta de roble?


ANITA

Esta mañana fui al río, a nuestro pozo de la Gárgola, al mismo sitio de siempre. A medida que crezco le encuentro más pequeño, pero también más íntimo y recogido. Antes estaba infectado de nadadores audaces y se llenaba de alegría; ahora, el pueblo y el río han echado años y envejecido con nosotros.

Me di cuenta de que habían desaparecido los arbustos grandes que antes protegían el pozo de las chicas de nuestras miradas, un pozo situado treinta metros arriba del nuestro. Ahora las podemos contemplar libremente y ellas a nosotros. Además, cuando son pocas o se sienten solas aceptan compartir su pozo o vienen al nuestro.

Los tres amigos estábamos tumbados al sol. Habíamos intentando leer, pero lo fuimos dejando. Hablábamos de cosas intrascendentes. Yo miraba, distraído, hacia el  pozo donde veía zambullirse cuerpos adornados de azul, rosa…

Oí comentar:

--Están como chivas. Seguro que ahora le toca a esa.

--Pues a la Anita cualquier día…

--Pues la Mary también está de aúpa

--¿Vienes Javier? Vamos a la gárgola.

--No, prefiero quedarme.

--Ten cuidado… Ten cuidado…

Mis amigos decidieron subir a un pequeño montículo donde, efectivamente,  hay una roca que semeja una gárgola desde la que se puede observar un maravilloso paisaje del Bierzo. Y empezaron a andar.

Poco después Anita y Mary se acercaron y me saludaron. Fue un “¡Hola!” simple aunque Anita se quedó mirándome unos segundos con atención. Entraron en nuestro pozo hablando de sus cosas. Reían. Anita volvía a menudo la cabeza para donde yo estaba. Yo también la miraba pensando en aquella niña con la que había jugado tan sólo hace unos años, aquella niña que parecía un querubín, la que decidió que yo era su novio y me hizo soñar esos amores infantiles que apenas tienen cabida en los libros, amores que son como cristales de colores en un jardín iluminado al ocaso.

Me afligí porque no sentía lo de entonces; mis ojos sólo oteaban unos pechos blancos, contorneados, quizá demasiado abundantes, que me atraían con fuerza. Y Anita se dejaba contemplar.

Sentí rubor y desvié la mirada hacia mi propio cuerpo… su vello, el sudor, sabiendo que las espinillas habían desaparecido… La vi salir del agua. Volví a fijarme allí donde me atraía. Entonces entendí que había enterrado las ensoñaciones  de antaño.


martes, 9 de octubre de 2012




HISTORIA DE MI PUEBLO (Cont.2)



EL BARÓN

En Lebico hay una baronía. El barón es un personaje extraño, viejo, feo, pobre de espíritu. Vive sin familia, pero rodeado de siervos ancestrales sometidos a la disciplina aristocrática.


Se le ve pocas veces. Acaso en algún entierro, ocasión donde gusta exhibir su dignidad. Entonces se cubre de extrañas galas que si no producen hilaridad se debe al respeto que exige la ocasión y la conveniencia de no provocar la iracundia del prócer porque, a la menor burla, es capaz de privar de pan a la población, pues, las panaderías, como otros muchos negocios, son de su propiedad. Hasta los recién llegados a Lebico se van acostumbrando a reconocerle por la sotabarba y al tirolés con pluma del barón.


De Su Excelencia –así gusta que le llamen—se cuentan cosas muy raras siendo la principal que suele levantarse temprano, que toma la escopeta y, situándose entre las almenas de su castillo, dispara a diestro y siniestro sobre los grajos que habitan en la torre principal. Se dice --yo no lo afirmo--que tales animales constituyen uno de los manjares diarios de sus siervos.



Igualmente se cuenta –con igual sentido orientativo, ahora dirigido hacia los animales—que el barón suele enviar a dos o tres menestrales fuera de la mansión para que corten la hierba que crece en las cunetas de la carretera para alimentar los cuadrúpedos de la heredad. Sabía de la formación económica del barón, pero no pensaba que llegase a tanto, aunque la voz del pueblo…


Tuve ocasión de conocerlo en un funeral. Me lo presentó mi abuelo, por quien siente respeto porque gracia a él, al aristocrato –como le llamaban los republicanos—no le crecieron margaritas y ya se sabe dónde.

Me preguntó qué estudiaba y cuando le contesté que Derecho, me respondió algo así:

--¡Leyes! Eso está muy bien. Siempre he dicho que la Justicia necesita ser estudiada. Pero, ¡Vd. no será krausista?

--No, no. Soy existencialista.

El hombre frunció la nariz, pero nada dijo porque en ese momento un pedigüeño le solicitó limosna dándole un real de los agujero en medio “¡Que hoy valen como duros!” susurró por lo bajo.

Desconozco la relación que el barón tiene con una tal Manuela que vive en una casa situada frente al castillo a orillas de la carretera. Manuela es buena persona, aunque está algo trastornada. A los caminantes que cruzan por delante de su casa les ofrece agua y manzanas asegurando que les socorre con la mejor pócima para sus estómagos. Lo cierto es que la chiquillería, cuando pasa frente a su casa, gusta de gritar:

--¡Manuela! ¡Manuela! ¡El barón vendió el castillo!

Y Manuela se encrespa y los niños corren porque los improperios de la mujer son como palos sobre sus cabezas.


EL MARQUÉS DE LARPEIRA


El barón no es el único titulo de la villa. A eso de las cinco o seis de la tarde sentiréis que llaman a vuestra puerta. Es un hombre bajísimo, mugriento, que lleva una boina a rastras sobre la calva, pero que con ademanes muy finos os ofrecerá carbón y virutas. 

Os habla el marqués de Larpeira.

La historia de este señor es bastante sencilla. Allá por mil novecientos veinte llegó a Lebico con cuatro perras y mucha arrogancia. Tenía una parienta –tía tercera o cuarta, según parece—que aun no teniendo hidalguía, estaba forrada. Mala andanza tuvo el sobrino. Villa de hidalgos y hacendados, Lebico resultaba inexpugnable para los cazadores de fortuna. La señora tía del marqués, agraciada de pechos y de nariz, se dio cuenta del asunto con las primicias amorosas del sobrino. Suspirando y con buenos modos le pidió el estado de sus cuentas, y vistas, le emplazó para que lograse una economía parecida a la suya. 

Resultado: el sobrino gastó sus cuatro perras en la concesión de una mina de carbón situada en los montes que orientan el camino hacia Ribadeo, pero sus afanes tuvieron resultado tan exiguo que en vez de pedir la mano de su tía, le rogó amparo para su mal negocio, resultando que la tía, a cambio, zanjó la cuestión del amorío. 

El sobrino se fijó luego en una de las doncellas menores de su parienta, algo pecosa, pero abundante y blanda, además de pelirroja. Los lebicenses cultos la motejaban como la ídem de la Venus de Villendorf

Por entonces existía en Lebico la costumbre de traer el agua de mesa de unas fuentes que nacen cerca del río. Una de las más famosas es la llamada Larpeira al recomendarse su agua para hacer el almíbar del famoso y goloso bollo gallego. Pues bien, allí iba la criadita mañana y noche con su cántaro de agua, un poco sobre ascuas, pero también enardecida ante la segura espera del cortejador. Pasó lo presumible. A él le apresarían por calavera y por aquello de la minoría de edad de la muchacha, pero la tía zanjó el asunto casándole con la chica. El suceso contribuyó a que le reconocieran el título de marqués de Larpeira.

Malos años y gazuza en el estómago le llevaron a vender la mina. Una de las condiciones de la venta era que los nuevos propietarios debían entregarle una cantidad mensual de carbón doblada en invierno, que es de lo que viven ahora el marqués y su cónyuge.

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lunes, 24 de septiembre de 2012



HISTORIA DE MI PUEBLO[i]

NOTA

Hace cincuenta años la editorial Aguilar de Madrid publicó “Historia de mi pueblo” , mi primer libro, en un volumen de su  colección Nova-Navis dedicada a escritores nuevos que Sara González Niza, José Luis Cañas y Jaime R. González compartieron conmigo.

En mi prólogo dije que pretendía mostrar “cómo el español se gasta en su tradición, y cree conservarla en un inútil esfuerzo individual” observación que, a mi juicio,  compartía parte de la juventud de entonces.

Destacaba que el subtitulo del libro, cuentos sincopados, proponía al lector “que piense  sin cansarse de leer, que guarde una impresión mejor que un argumento”. Me presenté como autor de cuentos casi carentes de acción, de situaciones comprimidas, personajes contemplativos apenas sin sangre. En realidad pretendía aproximarme –pienso que sin mucho éxito salvo en algunos de los cuentos finales-- a los parámetros de la música sincopada que Cristóbal Halffter hacía en aquellos días.

Mi  libro tuvo una efímera exposición social al ser motivo de una entrevista que Ricardo Fernández de la Reguera me hizo en el programa “Kilómetro Cero” de TVE cuando estaba en el Paseo de La Habana de Madrid. En la charla previa se me dijo que, si bien “Historia de mi pueblo” trascurría en el Bierzo, la entrevista se abriría al son de música de gaitas porque agradaría al director del ente quien, por supuesto, era gallego. También se me sugirió que, al referirme a las influencia que pesaban sobre mi, sustituyera las de Faulkner, Hemingway y Graham Greene por las de José Mª Pemán y otras plumas bendecidas de la época, algo a lo que me resistí.

He revisado y corregido el original de Historia de mi pueblo porque he decidido incluir en mi blog una selección de sus textos --incluyendo alguno nuevo-- para conmemorar el comienzo público de mi actividad preferida hace cinco décadas.


PRESENTACIÓN

A Antón que no es tonto, sino ángel

Situado más bien hacia Lugo que en León, mi pueblo es una villa del camino de Santiago. Mil años de historia y de peregrinos. Como “Posada de buen vino” fue celebrado por un escritor francés de la baja Edad Media que realizaba la ruta del santo. Hoy echan agua al vino y toman por vagabundo o loco al transeúnte con barba y concha en el bastón.

Si subimos por el camino de Viradoiro, observamos un hatajo de casas de tejado pizarroso, el valle –magnífico—y, además, un río que cruza la vega en meandros sinuosos. En la parte más alta del pueblo, el castillo preside  pareciendo un guardián achaparrado a puertas de la Historia. Al atardecer se llena de grajos soñolientos. Dentro del pueblo,  un ciprés milenario resulta el vecino más distinguido, aunque del ciprés cuentan historias de garduñas y serpientes.

En general, mi pueblo es como otro cualquiera de la mitad del siglo XX. Calles mal trazadas. Casas bajas, cuya altura no sobrepasa el medio metro de una a otra. Flores en los balcones. Perros vagabundos. Suciedad. Charcos. Barro. Y Plaza Mayor. Aconsejaría que se observasen las paredes. Encontraréis  escudos por doquier, a no ser que una resolución del Consejo Municipal mandara blanquearlas,  pues no teniendo mucho que hacer, tratan de cosas así.

Lo más importante de mi pueblo, como muchos de España, es que se apaga lentamente. Antaño tenía diez mil habitantes, banda municipal, periódico, e incluso se celebró alguna corrida de toros con la participación de Juan Belmonte. Si algún matao salía a palos siendo alcalde mi abuelo --que era muy mirado para ciertas cosas-- lo arreglaba mandado notas a los periódicos de León donde se podía leer no se qué de orejas y hasta de rabos. Hoy son dos mil los vecinos y no hay banda, ni periódico, ni se celebran corridas de toros aunque la gente se dé el mismo pote de antes, a los jóvenes les guste el rock y algunas nenas lleven peinados a lo torre de Babel.

Hace pocos días hablaba con uno de esos viejos y ennegrecidos aristócratas que lamentan la poca educación  de la gente y comentaba: “Fíjese que vino el cobrador de la luz y, como no tenía moneda suelta para pagarle, dio un portazo y se marchó. Quise decirle que mejor que el portazo sería decir “Perdone usted, volveré mañana”, pero seguramente ni me oyó ni me hubiese comprendido. El mismo señor me hablaba del problema de la invasión: “Ya no quedan señores. Se mueren y los hijos se van. Y el pueblo se va llenando de esos salvajes que vienen por la carretera de Viradoiro. Como diría mi padre, que en paz descanse, más boinas y menos chisteras. Esto se acaba. No hay vida. Este pueblo está cada mes más muerto”.

En otros tiempos me dio por leer algunos ensayos históricos. Recuerdo en palabras de un historiador alemán --o igual no lo era--  que muchas veces se necesita una invasión de bárbaros para salvar la raza, pero la invasión sólo será fértil si la raza a ser sometida se dispone a serlo y  los bárbaros a ser culturizados por los invadidos. No es muy probable que suceda en Lebico, que así se llama  mi pueblo. No habrá acuerdo entre los que están y los que vienen; tan solo una extraña convivencia. Pero opino que los invasores que vienen por Viradoiro tienen derecho a acercarse a la civilización. Al fin y al cabo, Lebico acopia un montón de ruinas históricas. Algo aprenderán. Por lo menos  tendrán luz, agua corriente, cine  e iglesia para sus pecados. Vienen, traen mujeres bonitas y serán  fuente de vida.

Otro de los males del pueblo es la escasa o ninguna ayuda que prestan los que marcharon de él. Y de Lebico han salido personajes de la vida nacional, pero suelen volver de paso, como mucho  a descansar o reponerse de las fatigas del cargo.

Voy a contaros una historia que, como historia de cada día, se compone de muchas historias chiquitas de este pueblo, pidiendo perdón adelantado a quienes se sientan heridos, pues en mi ánimo no hay otro deseo que lavar las heridas con un poquito de atención, la mejor medicina social de nuestro tiempo.

                                                                                       (Continuará)



[i]  Historia de mi pueblo, publicado hace 50 años en el tomo XV de la Colección Nova Navis de la Editorial Aguilar, Madrid, 1962, pp.121-291. El volumen incluía el libro El cántaro de Barro de Sara González Niza, Gente que casi vive de José Luis Cañas y Soledad de Jaime R.  González que contribuían o ofrecer un panorama de la época.