Alain Kisieliński
Una foto cayó al suelo cuando abrí el ejemplar de El audaz de Galdós. Los colores estaban desvanecidos, pero las caras de mis antiguos camaradas se iluminaron en mi memoria. Recuerdo que la foto se hizo una hora o así después del examen de cualificación para el doctorado en Filología Hispánica. Entre mis colegas sobresalía Alain Kisieliński, aquel muchacho altísimo, corpulento, rubio rubísimo, que lucía unas gafas gruesas de concha negra que casi ocultaban sus ojos de grandísimo pícaro, no su sonrisa medio descarada. Era venezolano hijo de polacos, pero tenía la malicia y las mañas de alguien nacido en la barriada de San Blas de Caracas por mucho que su aspecto lo desmintiera.
Recuerdo que esa misma tarde al iniciarse el examen estábamos los ocho examinandos alrededor de una gran mesa cuadrada, cada uno con espacio suficiente para escribir. El Dr. Nale acababa de distribuir los cuestionarios y se había retirado del aula. Cada uno parecía estar a lo suyo cuando Alain se agachó, anduvo trasteando por el suelo y, alzándose, puso sobre la mesa unos tomitos pareciéndome los de Enrique Anderson Imbert sobre historia de la literatura hispanoamericana. Teníamos que destripar un cuento de Borges; después, relacionarlo con su obra y a continuación escribir sobre el lugar que el argentino ocupaba entre los escritores hispanoamericanos de su tiempo.
Los compañeros de Alain alzaron la vista para enseguida precipitar sus ojos sobre los libritos armados de sorpresa y enojo. Luego los dirigieron hacia él, aguzados como picos de grajo, y no le dieron tregua más que para sonrojarse, apañar los libritos apresuradamente y devolverlos al lugar de donde habían salido. Le oí decir entre dientes: “¡Chévere! No sabía que aquí…¡bueno… bueno…!”. Seguidamente, todo el mundo se puso a lo que debía ponerse.
Días después me invitó a comer. Más que conocerme, quería que le informara sobre cómo corrían las cosas en el Departamento de Románicas de la Universidad de Texas en Austin. Propuse el comedor de estudiantes de la universidad, pero él me llevó a un restaurante excelente y allí le comenté pormenores asegurando que nuestro Departamento era probablemente el mejor de los Estados Unidos en aquellos momentos, sin comparación con las facultades de nuestros respectivos países.
En cuanto al incidente del examen, dije que los graduados no copiaban y menos en los exámenes; había visto cómo la gastaban nuestros compañeros porque además de colegas eran competidores y no permitían ventaja alguna a nadie. Añadí que arriesgaba ser denunciado y expulsado de la Escuela Graduada. También le aconsejé que cuando redactara los trabajos del curso jamás se le ocurriera copiar ideas u opiniones de otros libros sin citarlos debidamente. Las editoriales y las revistas profesionales encargaban estudios, introducciones, ediciones críticas y artículos a la mayoría de nuestros profesores; si se trataba de una simple reseña sobre un libro reciente leían una biblioteca entera para luego comentar si aportaba algo nuevo o no. Alain podía hacerse idea de lo mucho que sabían e imaginar lo preparados que estaban sobre la temática de sus cursos.
Llegó el momento de pagar la comida y Alain se puso a rebuscar por los bolsillos hasta que me dijo: “Lo siento. Parece que tendrás que pagar mi parte. Dejé mi cartera en los pantalones de ayer”. Alguien me había dicho que en USA, si te invitan a comer sólo te invitan a comer en compañía del que lo propone y únicamente cuando dicen que pagarán tu comida estás invitado como se hace en nuestros países de origen.
Los sábados que a Betty Jean, mi novia, le era imposible venir a Austin, yo cogía un Greyhound (1) para ir a San Antonio. Alain se enteró y para compensar el asunto de nuestro almuerzo, se ofreció a llevarme cuando su chica, Rose, que también era de San Antonio, fuera a visitar a su madre.
Alain estaba sentado al volante de un auto enorme, un Chevrolet Bel Air que lucía unas luces traseras como ojos de gato impresionantes. Mientras esperábamos a Rose le felicité por el carro, pero me dijo: “Es de Rose. Conmigo las chicas lo ponen todo”. Luego me pidió que abriese la guantera. Lo hice y observé que estaba repleta de medicinas o cosas parecidas. “Saca lo que quieras. Hay condones, espermicidas…muchas vainas. Rose suele ir preparada. Cuando lleguemos a San Antonio, su madre siempre nos tendrá dispuesta una comida estupenda. Luego intentaremos una siesta, algo de jamoneo, la caliento, se me para la paloma y nos tiramos a lo b...-No terminó la palabra, aunque me pareció oír algo así como buchón-. Rose es tan considerada que no gasto ni un bolívar en ella. Estoy pegao, ¡chévere!”. Y se rió mientras yo le miraba pasmado, tan asombrado que ni advertí que Rose había entrado en el coche esparciendo un perfume cautivador y, habiendo ocupado uno de los asientos traseros, nos sonreía iluminando su cara de ángel.
A veces Alain desaparecía. Tenía la costumbre de escribir cartas solicitando puestos de trabajo en los lugares más insospechados del país y cuando le contestaban invitándole a una entrevista marchaba para el lugar siempre que le pagaran viajes, gastos de hotel y de estancia. Era su forma de conocer los Estados Unidos: de Texas a Alaska o California, de Texas a Vermont o Florida, gratis siempre, por supuesto.
Cuando llegó el verano, Alain volvió a desaparecer. Los demás peleábamos para que se nos contratara en algún curso de estío, sobre todo en los institutos de la NDEA (2), pero Alain fue a Las Vegas. Un atardecer, disfrutando de algunas copas en casa de nuestra compañera Lucy Costen, me confesó que poseía una fórmula matemática para la ruleta que su padre le había enseñado y que, aplicada con prudencia para que los esbirros de los casinos no le descubriesen, le producía rentabilidad como para tomarse unas buenas vacaciones, cursar una rápida visita familiar a Venezuela, y vivir el resto del año. Viajó a Las Vegas en aquel verano de 1966, pero nunca volvió a Austin ni tampoco supe más de él.
NOTAS
1. Se refiere a un autobús de la compañía Greyhound.
2. Se refiere a los cursos patrocinados por el Department of Health, Education, and Walfare de los EE.UU que se daban en algunas universidades al objeto de mejorar los conocimientos de los profesores de lengua de los institutos de bachillerato y colegios de la nación.
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