JUAN CRUZ RUIZ Y SUS "EGOS REVUELTOS"
Imaginamos al escritor sentado en el porche de su casa, frente al mar, recordando y escribiendo. Bajo su cabellera canosa hay dos brochazos de cejas negras y brillan dos ojos como carbones de arco azulado.
Su vida ha sido la de un periodista, editor, novelista; sobre todo un hombre de El País, del universo Prisa para el que ha trabajado y corrido mundo; a veces, muchas, lo ha pasado bien, otras no porque la gente se le va, muda a otro lugar o continente, o simplemente desaparece.
Ha concluido su libro Egos revueltos. Una memoria personal de la vida literaria (1). Ha escrito sobre los escritores con los que tuvo trato procurando contar qué les movía, si la vocación, la pasión, sus egos, es decir, su autoestima, pacífica, exacerbada y hasta violenta según quiénes.
La historia comienza cuando se traslada a Londres para entrevistar a Cabrera Infante, pero el cubano estaba, ¿cómo lo diremos?, ensimismado o, como excusaría su mujer, sufriendo un nervous breakdown. Así que Cruz disimula, habla de sus tiempos de estudiante, de cuando "los libros eran como lugares de recreo", de sus maestros -Emilio Lledó sobre todos- o Domingo Pérez Minik, de otras amistades españolas o londinenses, hasta que decide utilizar la lista que recibió de su amigo Marcos Ricardo Barnatán para contactos con los grandes escritores.
Narra sus charlas con Julio Caro Baroja, Gabo, el grupito de Carlos Barral. Salimos de su primer encuentro en Tenerife con un Cela griposo y tumbado en la cama que pide que hable y hable porque lo necesita para dormirse. Ese primer Cela que era un tipo como no había dos. Sobre su primer viaje a USA escribió que su primera mujer le llevó un bocadillo al avión para el viaje. Y cuando llegó al Austin tejano–fui testigo- escandalizó a los norteamericanos prefiriendo charlar y tomar un café a visitar la casa donde vivió O’Henry, gusto que mirándolo desde otro punto de vista estaba justificado.
Se cruzan en la memoria de Juan Cruz gente importante como el poeta Pablo Neruda y su devoción por las arepas, Juan Marichal, Leonardo Sciascia, Francisco Brines, los viajes a Oliver o el Boccaccio de los tiempos de la movida madrileña y tantas y tantos, hasta que Cabrera Infante le recibe para mantener una entrevista o, más bien, una hora de silencio que concluye la mujer del cubano alentándole con un “La próxima vez le hablará, ya lo verá usted”.
Hemos leído 101 páginas, pero el libro no concluye; sólo recorrimos cerca de un cuarto, apenas el 21%. El tinerfeño consulta la lista de contactos que le dio Barnatán y los encuentros continúan.
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Ahora estamos en París y Julio Cortázar emerge en páginas fenomenales aunque Cruz lamenta un olvido que no vemos por ninguna parte, pues, Rayuela es como el Ulises de Joyce, novelas que marcan épocas en la literatura y entierran a sus autores en el Partenón.
Ahora estamos en París y Julio Cortázar emerge en páginas fenomenales aunque Cruz lamenta un olvido que no vemos por ninguna parte, pues, Rayuela es como el Ulises de Joyce, novelas que marcan épocas en la literatura y entierran a sus autores en el Partenón.
Aparece Juan Carlos Onetti y tras él, Adolfo Marsillach, Rafael Azcona y, fugazmente, Jesús Aguirre, Jaime Salinas, Jesús Fernández Santos, etc., etc., hasta que llegamos a Octavio Paz, el hombre que tuvo la suerte de desmentir su propia muerte a una emisora mejicana, que estaba obsesionado por corregirlo todo y que llamaba Juansito a nuestro autor.
Juan Cruz fue el lazarillo de Borges por las calles de Madrid y le pareció el hombre menos pedante que había conocido pese su bastón chino y sus camisas a rayas. Pedante no, pero presumido sí lo era, tanto que hasta consultaba su reloj para ver la hora, número que montó mientras daba una conferencia en Austin para asombro de los que allí concurríamos. Así que su lazarillo bien puede asegurar que Borges veía luces en el Hotel Palace de Madrid.
Y pasamos del yo revuelto de Francisco Ayala al de Eduardo Haro Tecglen, al irritable de Mario Benedetti por el que, no obstante, Cruz sintió cariño porque “estar con Mario, como con su poesía, era un viaje a la melancolía”.
Pienso que Paul Bowles –cuyo centenario se cumple este año- fue un compositor interesante y se pueden decir incluso cosas buenas sobre él como escritor, aunque según Mohamed Mrabet (2) , quien trabajo más de cuarenta años para los Bowles como cocinero, chófer, guardaespaldas, el americano vampirizaba sus historias, es decir, se las oía, las cogía y las moldeaba, pero Juan Cruz no ha visto a ningún vampiro, sino al hombre cuya “biografía haya sido un compendio de lo que le pasó al siglo XX cuando sólo quiso ser feliz y viajero”. Vio a un anciano desamparado, asustadizo, al que José Luis Gómez, Jesús Quintero y él trataron de divertir en una cena muy festiva porque le habían tomado un enorme afecto.
Aparece Severo Sarduy, un hombre sentenciado por unos análisis, pero aficionado a los crustáceos y los Bloody Mary. Son páginas centella que dejan el mensaje de que todos deberíamos querer a aquel cubano vitalista y divertido que escondía sus cicatrices.
Vemos a Juan Benet como amigo y consejero cuando Juan Cruz se convirtió en editor. Conectaron fácil porque Benet era un hombre de muchos amigos. Las páginas finales hablan de su muerte y entierro; son agrias, tristes, difíciles aunque las palabras carezcan de intención.
Las dedicadas a Manuel Vázquez Montalbán son las mejores del libro, tan emotivas como las que dedica a Hunter Gräss. Después de leerlas nos preguntamos: ¿dónde se nos ha quedado Manuel? ¿Por qué se martirizó al alemán, qué sacaron con ello?
Llega Pepe Hierro a consolarnos; parece un retrato a plumilla que le hubiera hecho Zamorano. Los bares, las bebidas y la vida se titula uno de los capítulos, y es que hay muchos bares recorridos y mucha bebida consumida en el libro. Se podría hacer un censo de las zonas húmedas de varias ciudades españolas y algunas de ultramar.
Me gusta lo que dice de Rulfo. En 1964 seguía yo un curso graduado sobre literatura hispanoamericana con el profesor George Shade en la Universidad de Texas, en Austin, cuando apareció una bellísimna compañera nuestra que se había desplazado a Méjico para sonsacar a Rulfo sobre La cordillera, posiblemente su última novela. Aquella linda pelirroja volvió para decirnos que de la novela sólo había el título y no se había progresado. Rulfo, es decir, Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, tenía la costumbre de identificar los cementerios que sobrevolaba el avión en el que viajaba poniendo los pelos de punta de algún célebre compañero. Con personajes así no hace falta tenérselas como el Cid, la barba recogida y apretada bajo el cinturón para que no nos la mesen.
Eran los años del boom y abundan los hispanoamericanos, algunos salados como Alfredo Bryce Echenique, otros melancólicos como Augusto Monterroso, otros puestos como José Donoso “acostumbrado a adivinar que algo era de cahemir desde una milla de distancia” hasta que la vista se le apagó.
El ego de Ernesto Sábato reventaba porque siempre le ponían el tercero, detrás de Borges y Cortázar -aunque tan sólo se tratara de ponerles en orden alfabético-, y él tan pequeño, pero siempre enhiesto y con lanzas en los labios.
No podía faltar Augusto Roa Bastos un ejemplo del gran escritor mendicante, autor de una obra tan enorme como Yo el supremo, pero también obligado a escribir para alimentarse. Recuerdo que Baroja en sus Memorias se quejaba de que era muy triste llegar a anciano y continuar escribiendo para poder sobrevivir.
Miguel Delibes, Francisco Umbral, Camilo José de Cela tienen las páginas que tienen que tener… Son el bueno, el feo y el malo –dicho en solfa-- de nuestra literatura reciente; dejémosles con sus cuitas y lleguémonos hacia al final con Ángel González y algún otro.
El libro de Cruz es amable porque no parece haber hecho enemigos debido a su natural amistoso y expansivo. Además, siempre se habla bien de los muertos; como mucho te atreves a hacer dos o tres morisquetas a los que menos te han gustado, pero no pasas de ahí. Tampoco hay análisis de libros ni crítica literaria; sólo memorias personales contadas en buena e imaginativa prosa.
El libro tiene como brumas de cementerio. Ha desfilado casi toda una generación que se fue. Quizás nuestro autor ha sido uno de los primeros en darse cuenta y debemos agradecer su generoso retrato coral. Y esa generación tampoco parece tener una gran descendencia. ¿Tendrá razón Carlos Fuentes cuando dijo a Cruz: “El porvenir es otra vez latinoamericano” reafirmando una frase anterior, “Del boom al bumerang”?
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NOTAS:
1. Juan Cruz Ruiz, Egos revueltos. Una momoria personal de la vida literaria, Tusquets, Barcelona, 2010. Este libro obtuvo el XXII Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias.
2. Ver César Antono Molina, "El amigo secreto de Paul Bowles", El Cultural de ABC, 14 de mayo de 2010. También se puede consultar en Google.
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