TAXI CON GASÓGENO
Cuando vivíamos en Madrid, una tarde mi abuelita me dijo: “Ponte el abrigo y acompáñame. Vamos a ver al tío Fernandito.” Nuestro taxista de siempre, Teodoro, aguardaba junto a su viejo automóvil unido a un carrito donde tenía instalado el gasógeno. Una vez acomodados, bajó la bandera del taxímetro y arrancó.
Apenas había circulación, así que tardamos poco en llegar a la Red de San Luis. Al descender por la Avenida de José Antonio vimos grandes cartelones con anuncios que distraían y escondían los edificios destruidos. “Había que ver esta Gran Vía lo que era, un mírame y no me toques, y en lo que quedó. La gente la bautizó como La Avenida de los Obuses cuando la guerra; había sacos terreros por todas partes, pero el resultado es el que se ve” comentó Teodoro mientras meneaba la cabeza de un lado a otro. “Pues sí”, asentía mi abuela.
Ya estábamos en carretera cuando el taxi dio como dos tirones y quedó parado. “¡Maldita sea! --gruñó Teodoro--. Un momento, que miro el gasógeno.” Salió del automóvil mientras yo me volvía y ponía de rodillas junto a mi abuela para fisgar por la ventanilla de atrás. Vi que Teodoro abría el maletero, sacaba un saco del que extraía carbón y luego parecía echarlo en algún lugar del gasógeno. También me parece que anduvo agachado y sacando ceniza, hasta que se aupó y permaneció con los brazos en jarras mirando hacia la chimenea del artefacto; cuando echó algunas volutas de humo volvió a su asiento. “Perdone la señora, pero el repostaje lleva casi un cuarto de hora por cada hora de trayecto entre que limpias la ceniza, echas el carbón, enciendes y ves que ha prendido. Además no conseguí leña de brezo para que ese trasto deje de parecer un fogón de castañera y tire como es debido.”
Se ve que Teodoro tenía ganas de hablar porque no tardó en preguntar: “Y usted, Señora, ¿conoce la leyenda del loco del manicomio?” Como mi abuela respondiera negativamente. Teodoro empezó a contarla pausadamente: “Pues parece ser que una noche se escapó el tipo más loco y peligroso de los que había en Ciempozuelos y justo esa misma noche, una pareja de novios ya prometidos para casarse, regresaba de una juerga celebrada en un lugar vecino, cuando se les terminó la gasolina a dos kilómetros de su casa. Esperaron a que alguien les socorriese, pero como nadie aparecía, el novio decidió acercarse a la gasolinera del pueblo con una lata, quedando su novia a la guarda del coche. Pasaron dos horas desde que el joven había marchado cuando su novia empezó a escuchar unos golpetazos secos, fuertes y repetidos en el techo del automóvil. Asustadísima, salió corriendo y, cuando consideró que estaba alejada, giró la cabeza y observó que un hombre daba los golpes y los daba con la cabeza de su novio.” Mi abuela se llevó los dedos a la boca después de repetir “¡Jesús! ¡Jesús!“ Teodoro concluyó la historia: “Cogieron al loco, pero la chica no tardó en ingresar en el mismo manicomio.”
Me iba aterrorizando a medida que Teodoro contaba su historia y me dieron unas ganas enormes de orinar, pero no quería bajarme del taxi para evitar que la historia se repitiese conmigo. Me dijeron que estábamos a punto de llegar, que aguardara, pese a que el miedo me estaba dejando, además, sin respiración y sin saliva.
El edificio de ladrillo se presentó ante nosotros sin inspirarme confianza alguna. Llegué a los lavabos temblando porque las sombras empezaban a adueñarse del lugar e imaginé que ocultaban a una pandilla de locos dispuesta a rebanar mi cabeza. Salí disparado y cuando pude asirme a la falda de mi abuela respiré hondo y aquieté mi corazón que hasta ese momento había brincado como un garbanzo friéndose en una sartén.
Nos sentaron en una salita y no tardó en aparecer una monja llevando del brazo al tío Fernandito a quien mi abuela abrazó. La monja también saludó mostrando gran familiaridad al ser de nuestro mismo pueblo; un rato después dijo: “¡Ay doña Luisa! Ni se imagina lo que Fernandito nos hace padecer. El lunes de la semana pasada se quedó dormido fumando un cigarrillo y casi prendió fuego a la cama, claro, con él adentro.“
Fernandito miraba a lo lejos sin decir nada. Llevaba una gorra de visera a cuadros y un mono de color mostaza que daba a su rostro un color ictérico poco saludable. Además, aquel día no debían haberle afeitado o él no se había afeitado, ¡a saber! Las dos mujeres continuaron hablando de él y de las gentes del pueblo hasta que la monja se despidió. Entonces la abuela pasó a decirle cosas, pero Fernandito no se inmutaba aunque parecía escuchar.
Aquel hombre tan decrépito y de mal color no era el descrito en casa como capaz de los dislates mayores a realizar por ser humano alguno; por ejemplo, pasear desnudo por la gran balconada de nuestra casona de verano avergonzando a las mujeres mayores y provocando el curioseo de las jóvenes, pues dicen que era muy apuesto además de bien dotado... Cierto día, enfadadísimo con la familia por censurar su noviazgo con Ágata, bajó por la carretera que lleva al río a más de ciento veinte kilómetros por hora en su motocicleta y, al trazar la curva del final, dio con moto y huesos en el río estando a punto de matarse... Y lo peor es cuando murió la Tancreda --como maliciosamente llamaban mis familiares a la madre de Ágata, una mujer tan pequeña como convencida republicana-- Fernandito se empeñó en que tenía que ser enterrada en nuestro panteón familiar por tratarse de su suegra, lo que logró porque mi abuela no hizo oposición y tenía opinión principal sobre sus hermanos, quienes nunca le hablaron más.
Ágata era la hija del peón caminero que cuidaba un trozo de cinco kilómetros cerca de Lebico, realmente una belleza sin competencia en toda la región, y tío Fernandito se había casado con ella y malvivido, más por sus vicios que por otros motivos. El lío empezó cuando tía Ágata amaneció una mañana sin un pelo derecho en su cabeza; Fernandito la había rapado por la noche con tijeretazos a desmano, pero sin hacer ruido. Al día siguiente apareció un lagarto en el cocido y nadie dudó que había sido él. Otra mañana, las gallinas del corral yacían con la cabeza separada del cuerpo y el gallo correteaba y aleteaba sin rumbo muy afectado por el desmán inferido a su harén. Tiempo después, la tía buscó en su armario ropa que ponerse y halló que no tenía nada de nada; Fernandito la había dejado en la iglesia para los pobres y cuando ella preguntó el motivo, él respondió mirándola fijamente: “¿Pero no te habías muerto?” Cositas como estas dieron que cavilar y hubo miedo pensado en la mujer y en el hijo; cositas así dieron con él en Ciempozuelos. Sólo mi abuela veía a Fernandito y se ocupaba de los gastos de su estancia y cuidados.
Cuando montamos en el taxi para regresar a Madrid, mi abuela pidió a Teodoro que hiciera un alto en la Puerta de Alcalá. Llegados allí nos dirigimos a un edificio que tenía a su derecha una pequeña tahona-pastelería y a su izquierda una librería. Subimos al tercer piso donde estaba la pensión de tía Ágata cuando venía a Madrid. La abuela era el único miembro de la familia que mantenía contacto con ella. A mí también me gustaba la tía por un buen motivo; cuando mi abuela la visitaba para dar noticias de Fernandito y se disponían a hablar de sus cosas, tía Ágata me daba unas pesetas preguntándome: “¿Serías tan bueno de ir a la pastelería de abajo y subirte seis merengues de los que dos serán de fresa y otros dos de café y los otros dos los escoges tu?”
Bajaba contentísimo porque sabía que dos de los merengues serían para mí y además caería otro porque la abuela jamás tomaba más de uno. Compre, subí y me concentré en mis delicias mientras ellas seguían charloteando de sus cosas hasta que los dulces pasaron a mejor vida. Para entonces mencionaban a Nando --el hijo de la tía Ágata y del loco-- a quien alguna vez había visto por nuestra casa. Mi abuela le tenía un cariño enorme y aunque sabía que era un donjuán y se lo pasaba pipa ejerciendo pese a estar casado, la abuela se lo perdonaba todo porque era muy cariñoso y la hacía reir como nadie relatando sus trapacerías .
Pero aquella tarde las dos mujeres terminaron poniéndose muy serías. “Te tengo que contar...” dijo tía Ágata. Parece que Nando había tenido un hijo con diphallia o algo así, una anomalía por la cual el crío nació con dos penes. Un desorden rarísimo y añadió: “Quienes lo sufren tienen riesgo de duplicación renal, anorrectal y de espina bífida entre otras cosas. Los penes son iguales de tamaño y el crío puede orinar por uno o ambos y ¡fíjate! –exclamó tía Ágata-- tener erecciones con los dos...” Agregó que era posible que no viniese más por Madrid, pues Nando se había vuelto muy raro y “temo que le pase lo mismo que a Fernandito.”
Teodoro nos acercó a nuestra casa de Narváez en un satiamén y se puso muy contento con la propina que recibió de mi abuela, y tan contento estaba que tuvo el detalle de mostrarme el gasógeno de frente, un gran cilindro de hierro que tiene chimenea y una pequeña mirilla por la que se ven llamas que crean gas a partir de la combustión incompleta de materia orgánica, una cosa bárbara, ¡pistonuda! “Es como un infierno en pequeñito” me dijo Teodoro.
Cuando vivíamos en Madrid, una tarde mi abuelita me dijo: “Ponte el abrigo y acompáñame. Vamos a ver al tío Fernandito.” Nuestro taxista de siempre, Teodoro, aguardaba junto a su viejo automóvil unido a un carrito donde tenía instalado el gasógeno. Una vez acomodados, bajó la bandera del taxímetro y arrancó.
Apenas había circulación, así que tardamos poco en llegar a la Red de San Luis. Al descender por la Avenida de José Antonio vimos grandes cartelones con anuncios que distraían y escondían los edificios destruidos. “Había que ver esta Gran Vía lo que era, un mírame y no me toques, y en lo que quedó. La gente la bautizó como La Avenida de los Obuses cuando la guerra; había sacos terreros por todas partes, pero el resultado es el que se ve” comentó Teodoro mientras meneaba la cabeza de un lado a otro. “Pues sí”, asentía mi abuela.
Ya estábamos en carretera cuando el taxi dio como dos tirones y quedó parado. “¡Maldita sea! --gruñó Teodoro--. Un momento, que miro el gasógeno.” Salió del automóvil mientras yo me volvía y ponía de rodillas junto a mi abuela para fisgar por la ventanilla de atrás. Vi que Teodoro abría el maletero, sacaba un saco del que extraía carbón y luego parecía echarlo en algún lugar del gasógeno. También me parece que anduvo agachado y sacando ceniza, hasta que se aupó y permaneció con los brazos en jarras mirando hacia la chimenea del artefacto; cuando echó algunas volutas de humo volvió a su asiento. “Perdone la señora, pero el repostaje lleva casi un cuarto de hora por cada hora de trayecto entre que limpias la ceniza, echas el carbón, enciendes y ves que ha prendido. Además no conseguí leña de brezo para que ese trasto deje de parecer un fogón de castañera y tire como es debido.”
Se ve que Teodoro tenía ganas de hablar porque no tardó en preguntar: “Y usted, Señora, ¿conoce la leyenda del loco del manicomio?” Como mi abuela respondiera negativamente. Teodoro empezó a contarla pausadamente: “Pues parece ser que una noche se escapó el tipo más loco y peligroso de los que había en Ciempozuelos y justo esa misma noche, una pareja de novios ya prometidos para casarse, regresaba de una juerga celebrada en un lugar vecino, cuando se les terminó la gasolina a dos kilómetros de su casa. Esperaron a que alguien les socorriese, pero como nadie aparecía, el novio decidió acercarse a la gasolinera del pueblo con una lata, quedando su novia a la guarda del coche. Pasaron dos horas desde que el joven había marchado cuando su novia empezó a escuchar unos golpetazos secos, fuertes y repetidos en el techo del automóvil. Asustadísima, salió corriendo y, cuando consideró que estaba alejada, giró la cabeza y observó que un hombre daba los golpes y los daba con la cabeza de su novio.” Mi abuela se llevó los dedos a la boca después de repetir “¡Jesús! ¡Jesús!“ Teodoro concluyó la historia: “Cogieron al loco, pero la chica no tardó en ingresar en el mismo manicomio.”
Me iba aterrorizando a medida que Teodoro contaba su historia y me dieron unas ganas enormes de orinar, pero no quería bajarme del taxi para evitar que la historia se repitiese conmigo. Me dijeron que estábamos a punto de llegar, que aguardara, pese a que el miedo me estaba dejando, además, sin respiración y sin saliva.
El edificio de ladrillo se presentó ante nosotros sin inspirarme confianza alguna. Llegué a los lavabos temblando porque las sombras empezaban a adueñarse del lugar e imaginé que ocultaban a una pandilla de locos dispuesta a rebanar mi cabeza. Salí disparado y cuando pude asirme a la falda de mi abuela respiré hondo y aquieté mi corazón que hasta ese momento había brincado como un garbanzo friéndose en una sartén.
Nos sentaron en una salita y no tardó en aparecer una monja llevando del brazo al tío Fernandito a quien mi abuela abrazó. La monja también saludó mostrando gran familiaridad al ser de nuestro mismo pueblo; un rato después dijo: “¡Ay doña Luisa! Ni se imagina lo que Fernandito nos hace padecer. El lunes de la semana pasada se quedó dormido fumando un cigarrillo y casi prendió fuego a la cama, claro, con él adentro.“
Fernandito miraba a lo lejos sin decir nada. Llevaba una gorra de visera a cuadros y un mono de color mostaza que daba a su rostro un color ictérico poco saludable. Además, aquel día no debían haberle afeitado o él no se había afeitado, ¡a saber! Las dos mujeres continuaron hablando de él y de las gentes del pueblo hasta que la monja se despidió. Entonces la abuela pasó a decirle cosas, pero Fernandito no se inmutaba aunque parecía escuchar.
Aquel hombre tan decrépito y de mal color no era el descrito en casa como capaz de los dislates mayores a realizar por ser humano alguno; por ejemplo, pasear desnudo por la gran balconada de nuestra casona de verano avergonzando a las mujeres mayores y provocando el curioseo de las jóvenes, pues dicen que era muy apuesto además de bien dotado... Cierto día, enfadadísimo con la familia por censurar su noviazgo con Ágata, bajó por la carretera que lleva al río a más de ciento veinte kilómetros por hora en su motocicleta y, al trazar la curva del final, dio con moto y huesos en el río estando a punto de matarse... Y lo peor es cuando murió la Tancreda --como maliciosamente llamaban mis familiares a la madre de Ágata, una mujer tan pequeña como convencida republicana-- Fernandito se empeñó en que tenía que ser enterrada en nuestro panteón familiar por tratarse de su suegra, lo que logró porque mi abuela no hizo oposición y tenía opinión principal sobre sus hermanos, quienes nunca le hablaron más.
Ágata era la hija del peón caminero que cuidaba un trozo de cinco kilómetros cerca de Lebico, realmente una belleza sin competencia en toda la región, y tío Fernandito se había casado con ella y malvivido, más por sus vicios que por otros motivos. El lío empezó cuando tía Ágata amaneció una mañana sin un pelo derecho en su cabeza; Fernandito la había rapado por la noche con tijeretazos a desmano, pero sin hacer ruido. Al día siguiente apareció un lagarto en el cocido y nadie dudó que había sido él. Otra mañana, las gallinas del corral yacían con la cabeza separada del cuerpo y el gallo correteaba y aleteaba sin rumbo muy afectado por el desmán inferido a su harén. Tiempo después, la tía buscó en su armario ropa que ponerse y halló que no tenía nada de nada; Fernandito la había dejado en la iglesia para los pobres y cuando ella preguntó el motivo, él respondió mirándola fijamente: “¿Pero no te habías muerto?” Cositas como estas dieron que cavilar y hubo miedo pensado en la mujer y en el hijo; cositas así dieron con él en Ciempozuelos. Sólo mi abuela veía a Fernandito y se ocupaba de los gastos de su estancia y cuidados.
Cuando montamos en el taxi para regresar a Madrid, mi abuela pidió a Teodoro que hiciera un alto en la Puerta de Alcalá. Llegados allí nos dirigimos a un edificio que tenía a su derecha una pequeña tahona-pastelería y a su izquierda una librería. Subimos al tercer piso donde estaba la pensión de tía Ágata cuando venía a Madrid. La abuela era el único miembro de la familia que mantenía contacto con ella. A mí también me gustaba la tía por un buen motivo; cuando mi abuela la visitaba para dar noticias de Fernandito y se disponían a hablar de sus cosas, tía Ágata me daba unas pesetas preguntándome: “¿Serías tan bueno de ir a la pastelería de abajo y subirte seis merengues de los que dos serán de fresa y otros dos de café y los otros dos los escoges tu?”
Bajaba contentísimo porque sabía que dos de los merengues serían para mí y además caería otro porque la abuela jamás tomaba más de uno. Compre, subí y me concentré en mis delicias mientras ellas seguían charloteando de sus cosas hasta que los dulces pasaron a mejor vida. Para entonces mencionaban a Nando --el hijo de la tía Ágata y del loco-- a quien alguna vez había visto por nuestra casa. Mi abuela le tenía un cariño enorme y aunque sabía que era un donjuán y se lo pasaba pipa ejerciendo pese a estar casado, la abuela se lo perdonaba todo porque era muy cariñoso y la hacía reir como nadie relatando sus trapacerías .
Pero aquella tarde las dos mujeres terminaron poniéndose muy serías. “Te tengo que contar...” dijo tía Ágata. Parece que Nando había tenido un hijo con diphallia o algo así, una anomalía por la cual el crío nació con dos penes. Un desorden rarísimo y añadió: “Quienes lo sufren tienen riesgo de duplicación renal, anorrectal y de espina bífida entre otras cosas. Los penes son iguales de tamaño y el crío puede orinar por uno o ambos y ¡fíjate! –exclamó tía Ágata-- tener erecciones con los dos...” Agregó que era posible que no viniese más por Madrid, pues Nando se había vuelto muy raro y “temo que le pase lo mismo que a Fernandito.”
Teodoro nos acercó a nuestra casa de Narváez en un satiamén y se puso muy contento con la propina que recibió de mi abuela, y tan contento estaba que tuvo el detalle de mostrarme el gasógeno de frente, un gran cilindro de hierro que tiene chimenea y una pequeña mirilla por la que se ven llamas que crean gas a partir de la combustión incompleta de materia orgánica, una cosa bárbara, ¡pistonuda! “Es como un infierno en pequeñito” me dijo Teodoro.
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