viernes, 23 de marzo de 2012


AZORÍN en Castilla a los cien años



Era el año de 1897 y acababan de expulsarle de El país posiblemente por su ideario anarquista. Se disponía a escribir novelas. Azorín sufría de penuria económica, escasez de apoyos y un padecer ideológico propiciado por sufrir una confusión entre sus ideas políticas, místicas y estéticas que se desveló en cuatro novelas: Diario de un enfermo (1901), La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904) escritas desde la intimidad autobiográfica entre los veintiocho y los treinta años.

Sin embargo, Azorín no se decantaría por la vida trágica como el protagonista de su primera novela, sino por vivir del arte y para el arte alimentándose, a esa finalidad, de una lectura incansable que sustentaría la mayor parte de sus experiencias. Ese vivir del papel le depararía alternativas constantes entre la inspiración y el agotamiento del proceso creativo, situación que se revelaría desde Diario de un enfermo.

La crítica pronto destacaría los aspectos relevantes de la narrativa de Azorín: su sensibilidad hacia el paisaje, la obsesión por el tiempo y su eterno retorno, el amor hacia los clásicos españoles y el empleo de un lenguaje tan rico en la variedad como austero en la elección de los términos, preciso y portador de sensaciones. Muchos son los autores (1) que dieron fe de todo ello, pero me referiré sólo a dos que mis lectores pueden consultar con facilidad, Ortega y Gasset (2) y el hispanista E. Inman Fox (3).

Comienzo por el estudio de Fox titulado “Lectura y literatura (En torno a la inspiración libresca de Azorín)”. Recuerda que Azorín adquirió un conocimiento básico de Nietzche leyendo el libro de Henri Lichtenberger La philosophie de Nietzche (París, 1892) y define: “Fue la lectura de Nietzche la que le animó a revalorar las opiniones literarias vigentes, y ahora el problema del Tiempo y su control sobre las emociones humanas, en forma de una suave tristeza producida por la Vuelta Eterna, llegan a ser clave en la estética de sus obras de ficción(4).

Sin embargo, la influencia del filósofo alemán no fue la única, pues, la de Schopenhauer tampoco sería menor como La voluntad puso de manifiesto. En cualquier caso, lo que importa es la afirmación de que muchísimo libros animaron su inspiración artística “y hasta podemos decir que le han suministrado casi la totalidad de su experiencia(5). Fox sostuvo que Azorín no se inspiraba en la observación de la realidad, sino en la lectura –desde textos clásicos y libros de viajes a guías turísticas pasando por diccionarios de geografía—y que sus ponderaciones sobre cualquiera de nuestros clásicos se hacían desde la vertiente estética de nuestro tiempo y esto le sirvió para reescribir obras maestras de nuestra literatura.

La crítica de entonces ignoró la influencia de los libros sobre Azorín pese a que periodistas y compañeros anarquistas sabían que siempre acudía documentadísimo a visitar cualquier lugar e incluso chinchorreaban –no siempre con buen gusto-- sobre el particular (6).

Ortega y Gasset parece en éxtasis cuando al recibir un libro del alicantino exclama: ”¡Un pueblecito! – casi no es necesario leer este libro: nos bastaría con el título. En él está todo Azorín(7) y aunque su ensayo “Un pueblecito, Azorín o los primores de lo vulgar” (8) sigue siendo de los mejores sobre el escritor de Monóvar, Fox descubre que Ortega desconocía la inspiración libresca porque resulta que, el libro admirado, Un pueblecito (1916), se inspiraba en otro de D. Jacinto Bejarano, clérigo que sirvió en la parroquia de Riofrío de Ávila en el s. XVIII. Mientras Ortega sospechaba que Azorín hacía su propia autobiografía al hacer la del cura, Fox sostiene que Azorín nunca estuvo en Riofrío --pese a lo mucho que disimulan las descripciones del lugar-- y que “el libro de Azorín consta de dos terceras partes del cura y de un tercio de Azorín, en párrafos que, expresando simpatía por el escritor del siglo XVIII, sirven para empalmar las citas(9).

Azorín no era un plagiario, sino un escritor que coincidía en sensibilidad, pensamiento o estilo con otros escritores separados en el tiempo. Ortega llamó a esto sinfronismo -- tomando el término de Oswald Spengler (10). En Un pueblecito afirmaba que la geografía es la base del patriotismo y corregía a Bejarano porque pensaba que las montañas de Ávila le cerraban el paso; Azorín declara: “La prisión es mucho más terrible. La prisión es nuestra modalidad intelectual; es nuestra inteligencia; son los libros” (11).

Dicho lo anterior hay que proclamar que Azorín también se alzó como uno de los mejores críticos de la literatura española de su tiempo. Sus opiniones llegaron a ser la interpretación. Eran años en que, como Fox recuerda, no existía aún la colección de Clásicos Castellanos, ni Austral, y sólo había algunas ediciones críticas carísimas que apenas se leían.

Azorín rescató a clásicos como Berceo y Juan Ruiz, libros como el Persiles y escribió sobre autores y obras con grandeza. En algún lugar comenté que nadie definió la poesía de Garcilaso como Azorín al decir: tiene el arte del orfebre y del joyero. Se le pudo adscribir al impresionismo, pero estuvo kilómetros por encima del mio-opinionismo barato tan al uso  entonces y ahora. Su análisis de los clásicos partía de esta premisa destacada por Inman Fox: “Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna (…) los clásicos evolucionan; evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones(12).

La pluma de Azorín llega a su madurez en Castilla (1912), uno de los hitos de la por él bautizada Generación del 98. En el prólogo bendice los cuatro primeros cuadros, dedicados al ferrocarril –como “obra capital en el mundo moderno”—y a los toros que, al parecer, se escribieron para otro libro. Hoy, tales cuadros parecen curiosos, pero no alcanzan el interés de los restantes donde Azorín pasa a recrear hechos y personajes célebres de nuestra historia literaria.

Castilla deja una primera impresión de que Azorín es hombre de tristuras, y no lo digo porque dedicara su libro a la memoria del pintor Aureliano de Beruete, amigo a quien llama el pintor de Castilla, fallecido justo antes de la publicación. Su tristura no tiene apellidos; es soledad, lamento por lo finito del tiempo, en la historia, las personas, las cosas, por el eterno retorno que lo devuelve todo, pero vacío de las imágenes que tuvo ayer.

A diferencia de los personajes del siglo XIX que los novelistas copiaban del natural, los de Azorín aparecen y desaparecen como sombras chinescas o como esa lucecita roja del tren que tantas veces emerge en su obra; son personajes que se identifican por el pronombre –yo, él…--, aunque en su mayoría provienen de nuestra literatura cobrando otra vida o parecer diferente a la que tuvieron con los escritores originales.

Los personajes de Azorín tampoco son lo que aparentan. Ortega diría del filósofo de Las confesiones de un pequeño filósofo que es lo contrario a un filósofo de la historia; se queda en alguien que elabora recuerdos sentimentales. En otras novelas apenas reconocemos a Don Juan o Doña Inés porque en las páginas de Azorín son distintos; les ha borrado la pasión. Son burgueses ya sin edad. Acentúan la impresión de que el tiempo no existe porque si vivieron en el s. XVI, también viven cuatro siglos después, aunque de otra manera.

Las ciudades que aparecen en sus libros, Castilla incluido, no parecen vivas sino extraídas de una literatura donde también se llamaban Ávila, Toledo… Baroja sacaba el espejo de Stendhal al camino para urdir la trama de sus novelas; iba a pie, pero sus novelas fluían aprisa, Azorín viaja en auto, en tren, o en coche de caballos, pero la velocidad del vehículo resulta una ilusión. Al leerle produce la impresión de habernos instalado en el compartimento de un tren verbenero donde, si miramos a un costado, nos pasan un cilindro de postales de diversos paisajes que producen la sensación de que viajamos por el mundo sin movernos del asiento. El viaje de Azorín es por España, en especial Castilla, el Levante, la Mancha… El lector no se mueve de la contemplación del lienzo; lo que se mueve es el pincel de Azorín, pero el lienzo tampoco se mueve.

En el episodio “Lo fatal” Azorín recuerda la casa del escudero del Lazarillo en Toledo: “No hay tapices, ni armarios, ni mesas, ni sillas, ni bancos, ni armas. Nada; todo está desnudo, blanco y desierto”, un tipo de descripción de las que hacía Baroja. Pero luego el texto azoriniano eleva al escudero a la condición de hidalgo que vive en un caserón notable de Valladolid. Se cuenta que acopió riqueza y también mala salud hasta el punto de sentir la necesidad de regresar a Toledo y visitar a Lázaro, ahora tan holgadamente establecido que, en su casa, hay hasta un retrato del hidalgo. Es del Greco. Azorín describe detalles y concluye: “Sus ojos están hundidos, cavernosos, y en ellos hay –como en quien ve la muerte cercana—un fulgor de eternidad.” Visión probablemente inspirada en la copia del autorretrato del Greco que Azorín tenía frente a su pupitre de escritor en casa (13).

El episodio del hambre en “Lo fatal” proviene de la novela matriz porque es una realidad que nunca cambia. Lo que Azorín traduce del autorretrato del Greco es una visión calderoniana del mundo: “La vida no es más que la representación que tenemos de ella”. Ortega y Gasset afirmaba que su visión del mundo es plástica donde la realidad sólo parece a través de una interpretación artística. Si Galdós cincelaba la vida, Azorín la pinta y la vida existe como en los cuadros, pero desprovista de toda existencia. Azorín se aferraba a la belleza de lo inmediato y a la importancia del detalle. Por eso Ortega definió su arte como “primores de lo vulgar”.

La Celestina, obra también rescatada del olvido por Azorín, se traslada en Castilla al cuadro titulado “Las nubes”. Calixto y Melibea se han casado y tiene una hija que lleva, como su abuela, el nombre de Alisa. Calixto está en el solejar, absorto, con la mejilla reclinada en la mano. Sobre él pasan las nubes “que nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad”, sensaciones que entenderemos enseguida. De pronto aparece un halcón, y tras él un mancebo que llega ante Alisa y empieza a hablarla. Calisto adivina sus palabras. Vivir es ver volver ha escrito Azorín. La vida es intemporal por la acción del eterno retorno. Pasaron diez años para el escudero entre Toledo y Valladolid y dieciocho entre los encuentros de Melibea y Alisa en “Las nubes”, pero se trata de un detalle cronológico que importa poco.

Elabora el cuadro “Una ciudad y un balcón” como si dispusiera de un catalejo. Azorín ve e incorpora al Cid, a la Constanza de La ilustra fregona cervantina, a Fray Luis de León, etc., a su propia literatura. En “Una flauta en la noche” se repite la misma escena en 1820, 1870 y 1900; el niño es el viejo y el viejo el niño. En “Una ciudad y un balcón”, se contemplan diversos acontecimientos de la historia de España, se escuchan los romances de Blancaflor y del Cid, está el renacimiento, podríamos ver a la Celestina y a Lázaro deambulando por las calles…

En Castilla el tiempo transcurre como a cámara lenta porque es un tiempo personal, casi inaprensible y da vueltas, yendo y regresando como el agua en “Cerrera, cerrera” o la lucecita roja del tren. Hace infinito el paseo de un solitario. Eterniza una puesta de sol. A veces tiene tintes dramáticos. Han pasado veinticinco años desde la boda de Constanza, bien instalada en Burgos, y decide viajar a Toledo. Pero sólo queda una testigo de sus años mozos, la Argüello, ahora sorda, ciega y carente de memoria. El tiempo en Azorín no es una sucesión de minutos sino de momentos. Ortega acertó al decir en su ensayo sobre Azorín: “Como con unas pinzas sujeta Azorín ese mínimo hecho humano, lo destaca en primer término sobre el fondo gigante de la vida y lo hace reverberar al sol(14).

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NOTAS.:

(1) Me refiero a Leo Livingstone, Carlos Clavería, Pilar de Madariaga, Manuel Granell, Miguel Enguídanos, Marguerite Rand, Heinrich Denner, Robert E. Lott, Anna Krause, José Mª Valverde o Luis Rico Navarro entre otros muchos.

(2) José Ortega y Gasset, Ensayos sobre la Generación del 98, Alianza, 1989

(3) E. Inman Fox, Ideología y política en las letras de fin de siglo (1898), Col. Austral nº A 72, Espasa-Calpe, 1988

(4) Fox, op. cit., Ver el ensayo “Lectura y literatura (En torno a la inspiración libresca de Azorín”, pp- 121-155 y, en concreto sobre la influencia de Nietzche, la p.150

(5) Ibid, p.122

(6) Ibid , pp. 129-131

(7) Ortega, op. cit., p .213

(8) Ibid., Véase “Primores de lo vulgar”, pp. 211-254

(9) Fox, op. cit, p.133

(10) Ibid, p.133 y Ortega, op. cit., p.222-226.

(11) Ibid, p. 135

(12) Ibid, p. 139

(13) Azorín, Castilla, Losada, Buenos Aires, 1958, p.105. José Luis Bernal, recuerda que Azorín tenía el autorretrato del Greco frente a su pupitre, y que su entusiasmo por el Greco fue enorme entre 1901 y 1916 ; léase su curioso trabajo “Azorín, pintor de libros y escritor de cuadros” Azorín 1904-1924. III Colloque International, Pau-Biarritz , Université de Pau et Des Pays de L’Adour , editado por el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia, 1996, pp. 53-66 Se puede encontrar en Google.

(14) Ortega, op. cit, p.215






viernes, 9 de marzo de 2012


VAIVENES DE LA NOVELA ESPAÑOLA
EN CASTELLANO Y DE SUS LECTORES ENTRE
LOS AÑOS VEINTE Y LOS SETENTA DEL S. XX



La novela aún disfrutaba del favor de los lectores al llegar los años veinte del siglo pasado. El triángulo autor, editor y público parecía firme. La relación del lector con los poetas no era tan sólida porque las torres de marfil elevadas por el modernismo no siempre fueron accesibles para el vulgo municipal y espeso; la poesía se había orientado al cultivo de las minorías, la inmensa minoría de la que habló Juan Ramón Jiménez.

Sin embargo, los modernistas que escribían novelas conectaron con el lector porque siguieron la dirección social marcada por Rubén Darío en el relato titulado “El fardo” en Azul que narra la historia trágica de una familia de obreros portuarios de los muelles chilenos. Mientras la poesía volaba y se alejaba, la prosa modernista se apegaba a la realidad de unas sociedades que se debatían entre la tradición campesina y los hervores de la sociedad industrial –tardía para nosotros-- que extendía los límites de la injusticia social.

El éxito de la llamada Generación de 98 había radicado en rehuir el relato puntual de la guerra con los Estados Unidos dedicándose a la sociedad española resultante, sus problemas intrahistóricos y socio-políticos que afectaban, sobre todo, a once millones de personas analfabetas en una población de veintiún millones hacia 1920.

La novela noventayocho perdió fuelle al irrumpir la llamada Generación de 1914 porque, entre otras cosas, entendía el arte de novelar de manera diferente. Se evidenció en la polémica entre José Ortega Gasset, notable pensador y escritor de capacidad metafórica, y Pío Baroja, el mejor novelista de España tras el fallecimiento de Galdós.

Ortega venía ocupándose de Baroja desde 1910 y lo hacía reconociendo su estatura creadora. En trabajos como “Observaciones de un lector” publicado en La Lectura en 1915 e “Ideas sobre Pío Baroja” incluido en El espectador (1916) había espigado como pocos en la obra del vasco, pero, sugestionado por la obra de Marcel Proust y los impresionistas franceses, consideró que la pluma de Baroja, aun con todas sus excelencias, era vieja. Por ello, le aconsejaba alejarse del realismo caduco y cambiar de estilo.

Para Ortega, habían existido dos tipos de literatura desde la Edad Media, la de los nobles y la de los plebeyos. La primera era la literatura irrealista que construye “un mundo de realidades levantadas, estilizadas, en bellas y fuertes formas”; la de los plebeyos era una literatura realista, esencialmente crítica, rencorosa, pesimista, donde campea el pícaro –o el golfo- cuya realidad el autor copia “con fiero ojo de cazador furtivo”. Para Ortega, Baroja caía de este lado; le veía capaz de escribir sólo novelas de estirpe picaresca, y achacaba el escaso equilibrio estético de sus novelas al excesivo subjetivismo.

Ortega concebía la novela como un género moroso de acción y peripecia mínimas, totalmente focalizada en escasos personajes bien perfilados. La novela que se debía escribir era semejante a la vida provinciana, de horizonte pequeño, de vida hermética. Para Ortega una novela que se escribía con intenciones morales, políticas, filosóficas, simbólicas o satíricas, nacía muerta a no ser que todo quedara desvirtuado y retenido por el acontecer novelesco.

Baroja rebatiría el concepto orteguiano de novela en La caverna del humorismo (1918) y en el prólogo a La nave de los locos (1925). No aceptaba que la literatura de los nobles fuese también noble en el sentido estético o que la de los plebeyos tuviese necesariamente que ser plebeya en la acepción de abyección o bajeza. Baroja salió en defensa del tema moral sobre el principio estético. Y por supuesto, la consigna de que la novela fuese hermética como la vida provinciana le parecía un disparate.

Para Baroja la novela era un saco donde cabía todo. Lejos de hermética debía ser porosa, abierta a cualquier aire de dentro o de fuera. Afirmaba que, al novelar, la mayor dificultad estribaba en la invención de los caracteres y lo más importante consistía en imaginar y fantasear.

Los novelistas jóvenes de los años veinte tenían dos caminos a seguir, el del realismo defendido por Baroja – eso sí, como en la novela picaresca o en los escritores rusos de finales de siglo- o el del estilismo nuevo sustentado por Ortega. Y la mayoría de los jóvenes, atraídos por lo escrito en La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela (1925), prefirieron seguir el camino del pensador. Además, el experimento deshumanizador de la novela española se producía a la par que en otros pueblos de Europa, lo que abatía el tópico de los frutos tardíos que Menéndez Pidal había colgado como caracterizador de la literatura española de siempre.

Sin embargo, la consecuencia inmediata del cambio de ruta fue el divorcio entre los nuevos novelistas y buena parte del público. Al lector tradicional le resultaba difícil entender los relatos vanguardistas de Víspera del gozo (1926) de Pedro Salinas, la aventura espiritual del soldado Arenas en Cazador en el alba (1930) de Francisco Ayala o el viaje parabólico y mental del oficinista que protagoniza Fin de semana (1934) de Ricardo Gullón.

El alejamiento del lector de novelas sucedía cuando se estaba próximo a doblar el cabo de la Guerra Civil. Un fenómeno inverso acontecía con los poetas. La Generación de 1927, gongorista y amiga de los ismos, cobijaba poetas dispuestos a que sus poemas llegasen al lector tuviese el nivel que tuviese. Así, el Romancero gitano (1928) de Lorca y la poesía de Alberti o de Miguel Hernández conectaron con un público entusiasta que les siguió y llegó a escucharles en las plazas de los pueblos o a través de la radio.

El público se inclinaba hacia la novela plebeya y continuaba mostrando apego a los maestros del “98” aunque hubiesen perdido vigor; también se entretenía con Gómez de la Serna o se acercaba a las novela sociales y políticas de José Díaz Fernández (El blocao, 1928), Joaquín Arderius (Campesinos, 1931) y César Arconada (Los pobres contra los ricos, 1933). Mientras tanto, letrados e iletrados se habían aficionado a la radio y al cine, medios que proporcionaban nuevos y formidables contactos con la realidad y la fantasía.

La Guerra Civil tajó cualquier aspecto de la vida española. La mayoría de los novelistas que no sucumbieron en el torbellino se exiliaron y los que permanecieron silenciaron o soslayaron sus voces en una posguerra que se definió como la España del silencio.

La Generación de 1936 la formaron mayoritariamente soldados de Franco como Camilo José de Cela, Miguel Delibes, José María Gironella, Luis Romero, o de la División Azul como el último citado y Tomás Salvador, sumando a Torrente Ballester, Carmen Laforet o Ana María Matute. Ellos y otros no citados tuvieron un encuentro feliz con un público ávido por conocer lo acaecido desde el nacimiento de la IIª República, como si a pesar de haberlo vivido no lo hubiera visto.

La nueva generación no era homogénea, pero la tragedia vivida laceraba aún y los novelistas estaban dispuestos a desempeñar el papel de notarios. Un sello característico fue que los españoles se habían expresado con violencia y el lenguaje de la violencia –en sus múltiples formas-- estaría presente desde La familia de Pascual Duarte (1942) de Cela en adelante.

Lo dicho contrastaba de nuevo con los poetas del momento. Rosales, Leopoldo Panero y García Nieto se habían hecho celestialistas, garcilasistas, y su escapismo de la realidad no atraía el entusiasmo de un público que, si acaso, les oía en Radio Nacional o en los actos oficiales.

La Generación del 36 convivía con los viejos maestros del 98 como Baroja, Benavente y Azorín recién exaltados en un libro de Pedro Laín. Su supervivencia convenía al régimen porque poseían mayor estatura conjunta que los escritores del exilio. Pero el viejo Azorín escribía artículos de cine para el ABC y acudía silencioso a ocupar un sillón en el Ateneo madrileño por las tardes, Benavente embobaba con comedias de canastos y flores, y Pío Baroja publicaba seis tomos de Memorias y algunas novelas aceptables como El caballero de Erláiz ( 1941) o El hotel del cisne (1946), acogiendo en su casa una tertulia por la que caían jóvenes como Cela y hasta Juan Benet. La Generación de 1936 no fue parricida; los novelistas inmediatamente anteriores habían cruzado frontera y, como suele ocurrir, los nietos se parecían a los abuelos.

Ahora bien, la Generación de 1936 no podía llegar lejos porque la componían escritores que en su mayoría no manifestaron un antagonismo serio hacia el régimen político y porque ese mismo régimen les prohibía ir más allá de lo debido amordazándoles a través de la censura. Lo resaltable fue la vuelta a un realismo que volvió a conectar novela y lector. Sin embargo, la mayoría de los novelistas fue hundiéndose en el olvido y sólo Cela, Delibes y Matute han sobresalido gracias a su valía y al interés internacional que despertó su obra. Por su parte, el exilio tragó a casi todos los novelistas que se fueron. Los que regresaron tuvieron un reconocimiento efímero y sólo Ramón Sender y Francisco Ayala han ocupado un lugar relevante.

Mediados los años “50” surgió una nueva hornada de novelistas al destaparse Rafael Sánchez Ferlosio quien, alejado del realismo tremendista o subjetivista de la Generación de 1936, aportaba novedades importantes en el empleo del punto de vista narrativo, las técnicas creativas y la utilización del lenguaje; curiosamente, algunos le estimaron aburrido porque no entendían las novedades que aportaba. El Jarama (1955) se convirtió en una de las cuatro grandes novelas de la posguerra -- la primera habría sido La colmena (1951) de Cela, la tercera Tiempo de silencio (1961) de Luis Martín Santos y el gran amigo de éste, Juan Benet, firmaría la cuarta, Volverás a Región (1967)

Tiempo de silencio (1961) sustituyó el lenguaje realista por el metafórico o neologizante – actitud parecida a la que Joyce y Faulkner tuvieron en su día. Asimismo, Martín Santos empleó la ironía y la parodia para acentuar o mitigar el ácido vitriólico que empleaba al urdir el relato. Su gran pecado fue poner en solfa a Ortega y Gasset --personalidad que aún dominaba entre los intelectuales de época— y definirle como el macho cabrío, el gran matón de la metafísica haciendo sorna del famoso discurso de "La manzana". La mafia orteguiana de aquellos años rebrincó e hizo un vacío al novelista que su muerte temprana amplió.

En tiempo escaso se popularizaron los novelistas antes citados, y Ana María Matute --que siempre plantea la duda de si pertenece a esta generación, la anterior o la que viene--, Juan Goytisolo, Ignacio Aldecoa, Fernández Santos, García Hortelano, Juan Marsé, Grosso, Martín Gaite, Luis Goytisolo y otros que animaron los corrillos literarios, se disputaron los premios y la fama, atizaron polémicas en las revistas literarias e interesaron a un público que compraba novelas como nunca desde 1942. Se trataba de una generación que, a diferencia de la anterior, mostraba un abierto antagonismo hacia el franquismo y tuvo reconocimiento en el exterior.

De esa generación hoy mantienen estatura la eterna Ana María Matute escribiendo literatura fantástica o infantil, Juan Goytisolo dedicado a elucubrar sobre la política más que a escribir novelas y el incombustible Juan Marsé, impertérrito en su quehacer novelístico.

Punto y aparte para los escritores no burgueses que se preocuparon del mundo obrero y sus penalidades. Cito a Antonio Ferres (1924), Armando López Salinas (1925) y Juan Eduardo Zúñiga (1929), cultivadores de una novela social muchas veces clandestina que fue perseguida sin ambages por el régimen de Franco al considerarles como muy peligrosos -- a Ferres se le prohibió publicar Al regreso del Boiras (1961) y Los vencidos (1964). La novela redonda de esta corriente social sería Central eléctrica (1957) de Jesús López Pacheco (1930), uno de los escritores más importantes de esos años junto al más tardío poliautor Manuel Vázquez Montalbán (1939), cuyo talento era inmenso y en su inmensidad se desperdigaba.

Si El Jarama de Ferlosio abrió el portón de la Generación de 1950, se cerraría con otra novela de Juan Benet, Volverás a región (1967). Del experimentalismo faulkneriano se pasó a una busca --que llegó a ser desenfrenada-- de nuevas formas expresivas incluidas las generadas por la nouvelle vague francesa, a pesar de que en un principio se pretendió mantener un compromiso básico con el realismo para no divorciarse del público.

Pero el editor español tardó poco en dar cobijó y promocionar a la nueva literatura hispanoamericana. Sus protagonistas llegaron en tromba y el negocio editorial continuó a salvo porque el lector español contribuyó entusiasta al recibimiento. El éxito se atribuyó sobre todo a lo exótico de sus creaciones, si bien, el acontecimiento invitaba a recordar lo sucedido siglo y medio atrás, cuando la llamada novela americana llegó a España en pleno romanticismo y El último mohicano de F. Cooper entusiasmó a Espronceda.

El alejamiento del público respecto de la novela española de esos días --mientras profesores y estudiantes se dedicaban fervorosos a analizarla aunque más a la hispanoamericana-- tuvo varias causas destacando un experimentalismo que llegó a contagiar a escritores como Delibes y Torrente Ballester, pero también se debió a la fuerza de una cinematografía que afinaba mejor la pintura de la dolce vita burguesa, la reiteración en el retrato de la abulía generacional cuando muchos españoles se despellejaban en busca del pan o corrían a coger el tren para emigrar a países europeos. Nuestros escritores fueron tachados de burgueses de pensamiento anti-burgués, aunque al igual que los realistas de generaciones anteriores sólo retrataban la clase que conocían mejor.

Los planes de estabilización y desarrollo a partir de 1959, el turismo y el ocultamiento del paro obrero mediante la emigración, produjeron una especie de milagro económico que encauzó la sociedad hacia el consumismo. La clase media dejaba de ganar sueldos de obrero y aspiraba a una cierta afluencia aunque fuera tan irrisoria como poseer un Biscuter o un Seat 600. Con la naciente industria surgía el obrero especializado. Los campos se vaciaron para aumentar el proletariado urbano. El albañil, hasta entonces paria social, veía un cierto horizonte en el auge constructor en pueblos y ciudades playeras. Hasta los gitanos eran empleados por el gobierno como trabajadores a destajo en la construcción de carreteras.

Ante una España entregada al materialismo capitalista afluente, el novelista español denunció, pero se fue desorientando. Los acontecimientos sociales se sucedían demasiado aprisa para ser digeridos, y el laurel quedaba para los que sabían aprovechar los titulares del día como Ángel María de Lera (1912) narrando la épica del emigrante español en Alemania en Hemos perdido el sol (1963) o los derroteros del turismo en Torremolinos Gran Hotel (1971) de Ángel Palomino.

Los novelistas de estirpe literaria prefirieron la literatura encrespada o intimista, pero ninguno era capaz de superar a García Márquez, Rulfo, Cortázar, Vargas Llosa, Octavio Paz, Asturias, etc., etc., que se habían impuesto en Seix Barral y otras editoriales que les apoyaban. Lo que sucedió después, el agotamiento del boom, facilitó la aparición de una nueva hornada de novelistas, la de Javier Marías, Azua, Mendoza, Molina Foix, Cercás, Millás, Álvaro Pombo… Pero esa es otra historia.

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Notas.:
i.- Véase la Entrada de este blog En España, leemos, del viernes 18 de abril de 2008.
ii.- Pedro Laín Entralgo, La generación del 98, Austral, Madrid, 1945
.iii-Luis Martín Santos, Tiempo del silencio, Seix Barral, Barcelona, 1984, pp.153-161