EL ASUNTO JOE VARGAS
Los acontecimientos familiares, positivos o negativos, casi siempre son los más importantes de nuestra vida. Hay otros, que los silenciemos o no, dejaron una huella profunda en nuestra oscilante personalidad. Me apetece referirme a dos que nunca pude olvidar.
Hice la I.P.S. (Instrucción Premilitar Superior) también conocida como Milicias Universitarias. Era la forma breve de hacer la mili que teníamos los universitarios después de la Guerra Civil y a ella solíamos acogernos fuésemos azules, rojos o corchos.
Durante el segundo campamento tuvimos un compañero al que apellidaré Adelfried. Por su aspecto, rubio ralo incluyendo un bigotito hitleriano, tenía pinta de ser hijo de algún refugiado alemán alpino, más bien pequeñín. Su ideario se abastecía del Mein Kampf y el nacional-catolicismo predominante en la época. Daba la lata con sus postulados cuando discutíamos y, para nuestros ocios, profería consejos contra el género que definía como la fauna femenina.
Habría transcurrido un mes o un mes y medio cuando, librando un fin de semana en Segovia, le vimos pasear junto a una anciana labriega que llevaba un niño de la mano al lado de una preciosa jovencilla, sin duda madre de la criatura, quien escuchaba muy modosita un largo exordio de Adelfried. No tuvimos duda: Adelfried se las había tenido con la bella criadilla en casa y el amorío había tenido un resultado inevitable. Así lo imaginamos, fuera o no verdad.
Pero las perturbaciones que hicieron de Adelfried un compañero inolvidable tuvieron su momento de oro. Me refiero a la tarde en que nos instruían sobre la utilización de las bombas de mano. Cuando llegó el momento de pasar de la teoría a la práctica, nuestro capitán nos organizó en grupos y, por turnos, nos iba metiendo en dos hoyos preparados para la realización del ejercicio. Desde ellos lanzábamos las granadas uno a uno. El capitán había advertido del peligro que tales artefactos tenían y recomendado que, si caían cerca, deberíamos lanzarnos al suelo y hacer con nuestros cuerpos un hoyo protector bajo el mismo hoyo en que estábamos metidos porque la granada, aunque era de baquelita, tenía un radio de acción de algunos metros.
En el hoyo de la derecha estaba Adelfried. Cuando le tocó el turno de lanzar el explosivo lo hizo con tanta determinación como falta de puntería. Su mano derecha había trazado una pequeña curva y la bomba salió despedida hacia nosotros, situados en el hoyo de la izquierda. Quedamos estupefactos viéndola venir, pero recordando los consejos del capitán nos arrojamos al suelo con la vehemencia anteriormente aconsejada.
Don Eduardo –que se así se llamaba el capitán- corrió hacia Adelfried y se incendió con él pidiendo explicaciones. Su excusa fue que era zurdo, causa de su incapacidad para dirigir bien el lanzamiento con la mano derecha. “¿Y quién le ha dicho a usted que las bombas de mano hay que lanzarlas con la mano derecha?”, explotó el capitán. El susto que pasamos quedó fijo en la memoria casi tanto como los quince días que otro compañero se mantuvo mudo cuando un rayo carbonizó el árbol próximo a la garita donde hacía guardia.
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La historia de Adelfried tuvo un final. Su ideología no valió para mejorar la opinión que nuestros jefes tenían de él y concluyó la I.P.S. de sargento para oprobio suyo, porque era el galón con el que salían los rojos fichados.
En enero de 1964 fui a los Estados Unidos. En Austin, capital del Estado de Texas, viví situaciones de todo tipo. Pero quizá el suceso que se me grabó de manera importante fue el asunto Joe Vargas.
Vargas era estudiante mío en un curso avanzado de lengua española, un alumno cuya presencia en el aula agradecía porque era formal, hacía sus trabajos, pasaba sus exámenes semanales con nota, y siempre estaba dispuesto a intervenir si se pedía colaboración.
Llego el examen final -- que en la UT valía un 30% de la nota global del curso. El ejercicio de Vargas resultó bastante pobre; como mucho y con los ojos cerrados, podía darle un aprobado arañado. Así que promedié ese examen con su trabajo en el curso y le califiqué con una C (un 6 para nosotros).
Al día siguiente, Vargas vino a mi despacho y me rogó que elevara su nota a B (notable) porque de lo contrario tendría que ir al Vietnam. El presidente Johnson había decidido enviar medio millón de soldados y el impacto en las universidades fue grande porque los estudiantes que tuviesen una nota media por debajo del notable, serían llamados a filas.
Nunca pude olvidar la noche de aquel día. Fue un ir y venir dando vueltas por el living del apartamento quejándome de mi mala suerte ¿Cómo era posible que yo, un extranjero --que nada tenía que ver con esa guerra—estuviera inmiscuido en la decisión de enviar un alumno mío al conflicto a causa de una calificación? Sensaciones de injusticia e impotencia se alternaban en mí con la urgencia de tener que decidir.
Pasadas las horas de saturación emocional, me pareció que había una pregunta clave: ¿Era justa mi nota? Me puse a repasar los exámenes semanales y el final de Vargas, los comparé con los de otros compañeros y las notas obtenidas. Llegué a la conclusión de que la nota era justa conforme a mis criterios. Después, probablemente buscando una mayor justificación, me hice otra reflexión: “Y si libro a Vargas de ir a filas, ¿quien irá en su lugar? Porque serán quinientos mil, de eso no hay duda”.
A la mañana siguiente sin haber dormido, pero resuelto en mi decisión, llegué a Batts Hall –edificio del Departamento de Lenguas Románicas—y comuniqué a Joe: “Mantengo la nota; es justa para mi. Lo siento mucho”.
Un año después ejercía de profesor en la Pennsylvania State University. Al llegar las Navidades, mi mujer y yo decidimos pasarlas con mi tío Ricardo en Austin y la familia de ella en San Antonio. Una tarde en Austin fuimos a Sears para realizar unas compras. Deambulando por los pasillos escuche unos gritos a mis espaldas: “¡Professor Martínez! ¡Professor Martínez!”. Los daba Joe Vargas. Había cumplido su año en el Vietnam y había regresado. No sólo no me guardaba ningún rencor sino que estaba contento de verme. ¡Y yo a él!
Resulta fácil imaginar que fueron muchos los días durante aquel año que pensé en Joe y en las cosas que podían haberle ocurrido. Las informaciones de la guerra eran dramáticas y también chuscas, como la que aseguraba que el general William Westmoreland había ordenado calcular las bajas infringidas al enemigo mediante el procedimiento de contar las botas suyas encontradas, fuesen de un pie u otro, suma de la que pudo deducirse que la población de Vietnam había perecido dos veces. ¿Y qué decir de las bajas propias?
Pero allí estábamos los dos de nuevo, ahora en los pasillos de Sears. Nada tenía que reprocharme; tampoco Joe Vargas me reprochó nada. Sin embargo, han pasado muchos años y pienso que mi decisión sólo pudo tomarla un profesor joven. En cualquier caso, hoy todavía me pregunto si obré bien; el final feliz fue agradable, pero sólo fue eso, un final feliz.
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