LA GRUTA
La máquina ha pitado y
el tren arrancará en seguida. Acodado en la ventanilla, me divierte el corre
corre, las prisas de última hora, la pachorra de los que han bajado, el agitar
de pañuelos al aire, las lágrimas deslizándose entre sonrisas apenas dibujadas.
Dejo atrás mi mes de
descanso, pero me llega la brisa del mar y siento como si aún tuviera agua en
los oídos. Me pongo a recordar lo que hice y se impone ella.
Confieso que apenas me
llevo otro recuerdo. No era la más bonita, las cosas como son, pero me atrajo
intensamente, quizá por su juventud, su piel blanquísima y suave, o la nuca
desnuda y deseable cuando alzaba su melena de color bruno brillante.
Nos encontramos en la
galería de su pensión. Hablábamos de cosas intrascendentes. Sonreía a menudo y
estuvo muy amable al despedirse.
Pasé días aburriéndome
sin hacer algo mejor que no fuera ir a la playa. La encontré de nuevo una
tarde, también en la galería. Me pareció más hermosa; me atrajo el olor que se
desprendía de su corpiño, también la caballera que el aire batía alegremente a
su espalda. Estuvimos un buen rato mirando el mar sin decir una palabra. Un
sentimiento inevitable llevó mi mano derecha a rodear su cintura. No se apartó.
Me miró detenidamente a los ojos y al rato se retiró sin decir más.
Al día siguiente la
encontré de nuevo Se celebraba la verbena de San Roque y le propuse ir a la
playa al atardecer. Aceptó si unos sobrinos venían con ella. Sentada en la
arena con un balandro de juguete sobre la falda cuidaba el ir y venir de los
niños en jugueteo incesante. Estuve un rato nadando, pero sin apenas dejar de
mirarla. Quise jugar con los críos, pero se mostraron más interesados en
construir en la arena que en competir en correrías conmigo.
Al fin me atreví a
pedirle que se desvistiera y quedara en traje de baño; para mi sorpresa, lo hizo. El bañador era
negro y quedé fascinado con el contorno de su figura; me dejó contemplarla y
sonreía como satisfecha de mi examen. Nadamos un rato. A lo lejos se oía la
banda de música que tocaba en el paseo de la Marina mientras las luces
empezaban a encenderse y la playa a entregarse a las sombras.
Una vez en la arena, me
acerqué a ella cuanto pude y creí descubrir un cierto rubor en sus mejillas,
pero nada impidió que la besara en los labios y que nos abrazáramos momentos
después. Ajenos al crecimiento de la marea, el agua fría hizo que nos
pusiéramos de pie de un salto.
No sé si Paula recogió a
los niños y les pidió que regresaran a casa, que estaba muy cerca, o se
quedaron jugando. Recuerdo que me cogió de la mano y me llevó a las rocas que
cierran la playa por su izquierda abriéndose a los acantilados. Me llevó a una
gruta donde nos volvimos a besar acariciándonos incesantemente. De pronto me
apartó, se quitó la parte de arriba del bañador, sus pechos brotaron y, ya
desnuda, se entregó mientras me
susurraba que sus padres se habían conocido y la habían concebido allí, y que
su padre había perecido también cerca de allí cuando su barco se estrelló
contra el acantilado a causa de una galerna.
Fue entonces cuando me
sentí mareado, ella acercaba sus labios a mi oído y me pidió qué escribirse mi
nombre en la gruta. Cuando fui a hacerlo observé que había escritos una infinitud
de nombres. La cabeza me daba vueltas. Veía nombres por todas partes, como si
cada trocito de la gruta testimoniase del corazón de un hombre. Quise
preguntarle, pero Paula había desaparecido, igual que los niños de la playa.
Terminaron mis
vacaciones y me parece que tuve una aventura, ¿o no? Apagaré la luz del
compartimento. Mis compañeros de viaje se han quedado dormidos. Yo cierro los párpados
y veo aparecer a Paula con los niños de nuevo.
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