viernes, 23 de enero de 2009

CUENTOS TEJANOS (Cont.)

CUENTOS SOLITARIOS

Austin “Casino Español”

Fred Burry es un negro zopilote que canta espirituales en el Casino Español de Austin.

Esta tarde, Max con su guitarra, Pedro con su armónica y el gollete de Charrotte, los tres, obligaron a John Raven “Piernaslargas” –cada dos pasos molino abajo—a dar un garbeo por la Calle 6, latina y africana comunión de esclavos y, después, cantaron y bebieron a la salud de Cristo de un modo primitivo en la fraternidad del Viernes Santo.

En la boca triste de Fred Burry, Ella Noyce –mendrugo de avena y rosa de algodón—es, realmente, una banana de ébano (Ella Noyce: burbuja de aire en el Casino Español de las aristocráticas chombas de los misteriosos retiros).

A las estrellas de la madrugada, el cardenal y el pájaro azul –pico y ala medianeros—disputan el festín de sus huevos. En las copas de los árboles hay infanticidas pendencieros. Bajo las copas de los árboles, Ella Noyce bramando herida su morir profundo.

Así la recuerdan Fred Burry –que es un negro zopilote que canta espirituales en el Casino Español de Austin (Tejas)—y Max, Pedro, Charrotte, Raven... amigos en silencio.


Orlando el triste

Va conchabado, amurriado, raro como una ardilla blanca. Va de lunas beodas y hablando de la marihuana que amoroso cultivaba Barba Jacob. Y él, tan limpio, tan sin pecado de lujo. Amaneció en Cuba. Y con vida, aunque parezca raro. Y una mañana de juventud se puso de verde oliva, como el aceite de las sardinas fritangas que cocinaba su abuela gallega. Y se puso una fecha en el brazo como para detener el tiempo y el sol sobre Cuba.

Luego el
Covadonga. Y Madrid. Y el lucero de Sevilla; y a despertar versos y gatos sevillanos, amurriados también en el tejado de la soledad, dando cara a la luna.

Y a repartir telegramas en Nueva York. Y a decir a la querida del hierro que se moría de asco.

(El mulato que masticaba cacahuetes en la misma boca de su chomba amarteladitos en el metro. El filipino de enfrente tan atento al baboseo. El metro que se llega a una estación, y el mulato que se va levantando y en su garra de coatí la cuchilla que entra como lengua verde en la boca del hombruco. Y se abren las puertas, y los mulatos se van y los demás pasajeros como niebla de corrida. Orlando que se agacha para ver al filipino cómo echa burbujitas. Y la mano que le aprieta en el hombro... para decirle en la lengua bárbara “No se meta”)

Soli, solitaña, ¡soledad! Y lo mismo todos los días en la oficina:

--How are you today?
--Fine
--Good!

Pero esta mañana Orlando ha dicho: “Mal, muy mal. Hoy llueve, hoy todo es insoportable y solo; hoy no huele a ámbar ni se oye la oración de Saharit. Hoy da asco. ¡Esto sí es O.K.!”. Se han quedando mudos ante el gasto de palabras. Nadie te ha entendido, pero te sonríen. El director, piensas tú que piensa que has robado a todos un minuto de trabajo; sin embargo, no es mal hombre y como siempre, ametralla:

--Good!

Ya estás junto al Río Colorado, y como eres tan vehemente, te has puesto a pensar que cuando la luna tienta a la luna, los ojos de los hombres mascan cenizas: ¡quién te entenderá!


Corrido en Dallas

De balazos le dieron por un
--¡Quita de ahí, y no me chés café, mano!
--Le dejaron clavado como a un pinto veloz por el rayo.
--Y allá la Tiznada lo llevó en burra de nubes pa’rriba.
--Dizque dejó dos palabras en las manos esposas...
--Dos reventones de hombre pirado.
--...que olvidó testamento pa negros, pa blancos...
--Y que se fue de bonito a los mitos lecheros de los diarios.


Sigüenza (R.I.P.), un mejicano de Tejas


Sigüenza era un hombre muy sabido. Mero nos íbamos todos lo días a perseguir las cholas y dizque las teníamos a mandamiento con tres o cuatro carantoñas. Pero ya me sospechaba yo que el Sigüenza tenía delirios. ¿Pues no daba en comprar cintillos a la mujer y tamalitos calientes porque siempre la tenía fraguando como los buñuelos? ¡Así tenía que suceder...! Y dizque le aconsejaba con buenos mandamientos: “Sigüenza, que te pierdes, que merito te estás haciendo un chiguagua de la señora” Y él como cohete: “¡Cállate pulque; ya me estás encuerando!”. Ni modo. Según se hacía viejo, más acomedido, y cuanto más acomedido, más emparejado. Pero eso que dicen que pasó... que se encalentara tanto de la Faustina que ni con la peste se enapartara d’ella... ¡no lo creo, compadre! Y menos lo de la carta al juez

...porque fue tremendo. La Faustina se le murió de noche. Y mismito sobre ella se metió el fierro. Mas enantes escribió la referida y allí expuso que quería que les enterrasen como estaban, bien abrazaditos según me platicaron, que quería que los gusanos dél celasen con los de ella, que como los hijos les habían salido tan cohetes, ellos querían hacer cosas que salieran de mejor tino, que de sus cuerpos querían rosas, elotes y quién sabe si maguey, y si de ningún modo podía ser, que les quemasen ansí como estaban, que harían cenizas y luego polvo de luna. ¡Ay Dios, tú! ¡Ni que me hablasen de las ánimas! O hasta ai es dañero el amor, o puro cuento de los cuates que acompañaban al sheriff. Ahorita pienso que se me hará duro el tequila. Piensa compadre si nos estaremos mamando las naguas de la Faustina, con lo gordita que estaba.
--¡Y mugrosa!
--...¡Antes me cuelgan del palo más alto!



jueves, 8 de enero de 2009

CUENTOS TEJANOS (Cont.)

TRES CUENTOS DE AMOR

I

Banderillas blancas

Que le pongan al negro banderillas blancas. Que le golpeen con lirios las nalgas. Y me lo dejen bien blanquecito en la solana de una campiña. Segurito que los gusanos le harán collares de risas. Y el negro despegará su mandíbula para que de la lengua le nazca un ramillete de margaritas.

Cuando el sol se le meta como caballo en las venas, Edward pisoteará las huellas de Nancy por la pradera. Cuando la mujer se arreviente de risa y galope sobre la tierra, y gima porque las amapolas siempre pierden el néctar, Edward pondrá en sus manos el ramillete de margaritas. Y juntos los dos, bajo el inmenso burlero, averiguarán de un sí es no, si serán prietos o hueros los niños de la despensa.


II

Coral

Que me la mordió la coral en los mismísimos pechos. Allí mismo donde le hinqué los dientes el día que le puse lunas en los ojos. Y no hacía nada...

Y no hacía nada. Cobijo: sentadita en los tres piedras mientras yo le despegaba al campo los robles enanos, como sarampión de hambre para todos.

Sentadita, mirándome a las manos, a la rabia que tenía contra aquel campo emponzoñado. Y así le vino el suceso que me la puso arcoiris, con la muerte a puñadas en la pus de mis ojos.

Me la llevé a casa. Me la desnudé. La hinqué los dientes allí mismito, como el primer día. Y chupé tan fuerte, que ella me dijo quedo: “Nacho, que te me llevas”.

Pero ya se iba yendo, ya se había ido. Y se me quedó de estopa, hecha un cuajarón extraño, pura sombra. Aún pude echarla una cobija.


III

Yaqui

Me dijo simplemente:

--Voy a subirme la colina

No la hice mucho caso. Pero un buen día Freeze me dijo:

--Ya se te subió la guala, ¿eh?--. Y me dio un manotazo al cuello mientras reía poniendo precio a la dentadura.

No le hice mucho caso; hasta que mi esposa me dijo:

--Vuelve a mi; ya no te espera--. Y vi que le salían de la piel alfileritos de agua y sudores como de carne en deshielo. Entonces me encaminé hacia la colina. Y parado en la falda, comprobé que sí la había vuelto a subir.

...la mañana blanca; así la recuerdo porque estaba ordeñando a Yaqui. Le daba menudas pifadas al cigarrillo, y bien pensé en Aladino, no sé por qué, porque mi madre ya hacía cantidad de años que estaba, ella sí, bien subidita a la colina. Y yo no tenía la culpa de que madre me contase mentiras cada noche, sólo porque era niño. Porque averigüé más pronto que las piernas de Alice servían de más que para brillar en la charca cuando nos cansábamos de arrear tejas para el rancho. ¡ Guayyy con el Aladino de mi madre!

...y volvió la mañana blanca y no pude dejarla sola otra vez, ni quería –bien sabe Dios- que volviese a empinarse la colina con otro cucaracho como aquel hermano de Freeze. Yo nunca he sabido el gusto que podía sacarle a ese estropajo de hombre. Porque yo le daba recio, y bien a la luna, todo lo que tenía, y para que viese lo que me gustaba, le llevaba cuencos de leche, de la leche de Yaqui...

...y aquella mañana blanca me pareció un poco distinta; no, realmente no estaba tan bonita y potranca como el día que la dije que me casaba con Lounea porque la había dejado hecha un queso de la montaña, y creció como un espino de la colina, y me atrapó como una tarántula, y me pinchó como un escorpión, o Dios sabe si me mordió peor que una coralina, porque yo me sentí bien destrozado como hombre hasta que Lounea me compuso. ¡Sí que estaba bonita!

...y por eso aquella mañana blanca, a pesar del cigarrillo, fuimos primero a la charca, y después al pie de la colina para amansarnos, y la llevé como antes un cuenco de leche, y repetimos por cien lunas, aunque mi padre dijera que soy un hijo de grajo, que eso decía el arapajo de mi padre. Hasta que un día me dijo simplemente:

--Voy a subirme la colina.

Y vi cómo los hombres de aquel valdío se empinaban las crestas de la colina, y que allá arriba, ella, a las cuatro caras del viento hacía huéspedes a los mansos nuevos. Pero yo no quise subir. Nunca había subido para ver más allá del horizonte. Y me quedé con Yaqui, y pensé en llevarle un cuenco de leche a Lounea.