RICARDO GULLÓN CUMPLE CIEN AÑOS
Viajaba dos veces por año a Madrid, en la primavera y en el otoño, estaciones en las que, según él, la Capital lucía espléndida. Se hospedaba en casa de su suegra, doña Luisa Pintueles, también mi abuela y madrina. Cuando viajaba con la tía Luisa, hermana de mi madre, siempre traían los famosos rollos de chocolatinas Nestlé para mis dos hermanas y para mi y, si venía sólo, chucherías y algunos duros.
Mis padres vivían en la misma casa cuatro pisos más arriba, pero yo comía siempre en el piso de la abuela para acompañarla. El tío Ricardo se tomó a pecho darme las comidas repitiendo las lecciones de urbanidad que yo oía en casa y para las que, al parecer, era duro de mollera: ponte derecho, no pongas los codos sobre la mesa, corta con el cuchillo y no con el tenedor, no abras la boca al masticar... lecciones que concluían siempre cuando la sirvienta le ponía delante una naranja Washington, para él la reina de las naranjas; entonces yo me dedicaba, ya tranquilo y pacífico, al disfrute de la Santa Teresita dulce que venía envuelta en papel de seda.
Por las tardes y noches no se le esperaba. Iría ver a don Enrique Canito, a la tertulia de Ínsula de la calle Carmen y, sobre todo, al encuentro de sus grandes amigos: el primo Leopoldo Panero, Luis Rosales, José Antonio Maravall, Luis Felipe Vivanco y Luis Alonso Luengo...
Tenía 14 años cuando en vez de las chocolatinas me regaló el Libro de las Misiones de Ortega y la novela Su único hijo de Clarín diciendo: "Para que dejes las novelitas del oeste y leas cosas que te formen." Sus sugerencias me parecían órdenes, así que leí el libro de Ortega con unción, pero sin entender ni jota; la novela fue un pelín más llevadera, pero no había color entre el Bonis acongojado y los héroes de J. Mallorquí, M. L. Estefanía, Alf Manz y no digamos Zane Gray, cuyas novelas solía leer por las noches con linterna bajo la frazada de la cama. Pasados los años entendí que Ortega habría sido feliz como Defensor de la Fe del Nepotismo Ilustrado en la España de Carlos III o gran Rector de una universidad elitista. En cuanto a Su único hijo –si dejamos a un lado la planilla del Ulises y la cuestión religiosa-- me parecería una sutil trasposición paródica de la España Isabelina y de Francisco de Asís, algo en lo que quise bucear, pero no me ahogué.
En los veranos que pasábamos en Miyares (Asturias) continuaba mi instrucción. Aún recuerdo la mañana en que puso en mis manos Castilla de Azorín y un diccionario para que consultara las muchísimas palabras que, de seguro, no iba a entender; también me dejó El Adolescente de Dostoievski para los descansos. Masoquista yo, al cumplir los 15 años le pedí por carta que me recomendara nuevas lecturas y me aficionó a los novelistas rusos de finales del s. XIX.
A mis 17 estaba decidido a estudiar Filosofía y Letras, pero mi padre, antes de salir de casa para matricularme, me puso el dinero en la mano diciendo: "Matricúlate en lo que quieras, Filosofía o Derecho; al primer suspenso en latín dejas de estudiar." Llegué a la universitaria sumido en mi particular hesitación hamletiana, pero como papá no había mentado los posibles suspensos en Derecho, decidí ingresar en la Facultad que un año antes funcionaba en la Calle de San Bernardo.
Mientras estudiaba Derecho, y por consejo del tío para mis ratos libres, acudía a las clases de literatura española para estudiantes extranjeros que Carlos Bousoño daba con enorme éxito en la Facultad de Filosofía y Letras, curso que también me permitía conectar con la juventud foránea, evento no muy frecuente en la segunda mitad de los años cincuenta del siglo pasado, en aquel tiempo de silencio.
La literatura fructificaba en mi y no tardé en publicar mis primeros cuentos bajo seudónimo en Flores y Abejas (de Guadalajara), y artículos ya con mi nombre en La Noche de Santiago, La Voz de España de San Sebastián y el Faro de Vigo, en estos dos últimos por mediación de mi padre. El tío Ricardo ya se había ido a América llamado por su viejo amigo Juan Ramón, pero me hizo el obsequio de facilitarme la enorme biblioteca de su casa madrileña para leer los libros que me apetecieran. Allí encontré los de Francisco Ayala y publiqué en el Faro de Vigo el primer artículo –o uno de los primeros-- que se dedicaron a los cuentos y novelas del gran escritor en la España de posguerra, lo que el mismo Ayala me agradeció por carta desde Puerto Rico
El tío Ricardo me había ofrecido pasar un año en América con él. Ya había cumplido con mi padre terminando la carrera de Derecho y ahora quería correr esa aventura. No es que mi padre y el tío tiraran de mi para distintos lados. La relación entre ellos fue siempre estupenda, pues, mi vocación literaria también tenía arranque en mi abuelo paterno Augusto, procurador y varias veces alcalde, escritor y propietario del Heraldo del Bierzo y de otros periódicos--, su hermano Francisco Martínez Ramírez, bien conocido en su tiempo, y mi primo Javier M. de Padilla, un corresponsal de guerra moderno cuyas crónicas publicaba La Vanguardia de Barcelona.
Hablaré de lo bien que se llevaban los dos cuñados. La gente menuda que veraneaba en Miyares tenía prohibido, bajo amenaza de ponernos contra la pared, coger los frutos de unos perales pequeños y esqueléticos que más parecían sarmientos gigantes, aunque daban unas peras de agua de al menos medio quilo cada ejemplar, cada dos años, que los cuñadísimos se reservaban para los desayunos. En los atardeceres lluviosos se liaban a contar chistes y a cantar coplas del siguiente tenor: Sisebuto era un rey godo / natural de Sabalell / y al cumplir los cinco años / tenía barba hasta los pies... Alguno ponía una vieja bacinilla de metal sobre la cabeza y dirigía el orfeón con el palo de una escoba mientras nosotros abríamos la boca cerrando los ojos y mirando hacia arriba por si nos caía del cielo un fantástico terrón de azúcar.
La hazaña de los pasteles tampoco se me va de la cabeza. Mi padre viajaba desde Madrid a Miyares para celebrar el cumpleaños del tío Ricardo el 31 de agosto, debiendo llegar ese mismo día. Con tal motivo, mi abuela le encargó que comprara una buena bandeja de pasteles en alguna de las reposterías de Oviedo. Mi padre hizo el recado y luego se fue a coger el tren de los Ferrocarriles Económicos de Asturias. Resultó que se durmió y despertó cuando el convoy había rebasado la estación de Villamayor –en la que se tenía que bajar y le iban a recoger-- y llegaba a la de Sebares. Mi padre, sin duda resignado, se bajó del tren e hizo a pie y subiendo --desde La Barquera-- los más de cinco kilómetros que le separaban de Miyares, por supuesto, con la maleta en una mano y la bandeja de pasteles en la otra. Es posible imaginar las cuchufletas y el jolgorio que se armó ante la sorpresa de su llegada. Mi padre siempre cumplía. Lo malo fue que los mayores nos sacaron a los menores a jugar al soportal; ellos se encerraron en la casa y no nos dieron a probar ni uno de los pasteles.
La llegada de Ricardo Gullón a la Universidad de Texas en Austin como profesor visitante tuvo lugar en el Curso 1960-61 y sus clases causaron sensación. La Universidad se planteó su permanencia de inmediato y sólo un profesor del Departamento de Lenguas Románicas, el Dr. Williams, votó en contra aunque, muy honesto, le explicó el motivo de su voto: había crecido académicamente al lado de Federico García de Onís y este le había hecho la vida tan miserable que se había jurado no volver a encontrarse con otro español. Terminaron siendo amigos.
La buena conversación, el culto a la amistad, su amor a todas las disciplinas del arte y su bonhomía le llenaron la lista de amigos íntimos, algunos de la talla excepcional de Allen W. Phillips, otros como el venerable Thomas P. Harrison, 43 años deslumbrantes en el Departamento de Inglés de la UT-,y los franceses Michel Dassonville –estudioso del poeta Ronsard-, Roger Shattuck, autor del famoso libro Binoculars on Proust y Raphael Levy - en quien descansaba parte del prestigio europeo de la U. de Texas.
En Texas se sentía magníficamente. Nada extraño porque si el Canciller Harry Hunt Ranson estaba a la cabeza de la Universidad, al frente del Departamento de Lenguas Románicas había otro jefe de enorme categoría, el Dr. Theodore Andersson, una autoridad en el tema de la enseñanza bilingüe y un gran gestor que había reunido un conjunto de profesores que hicieron brillar al Departamento de Lenguas Románicas como uno de los mejores de Estados Unidos; esos profesores, además de Ricardo Gullón y los citados franceses, eran George D. Shade, Douglas Rogers, Mildred Boyer, los hispanos Ramón Martínez López, Luis Arocena, y el historiador y activista cultural que es y sigue siendo Pablo Beltrán de Heredia –quien representaba simbólicamente al grupo de amigos de Santander y del grupo Proel, de Julio Maruri, José Hierro, José Luis Hidalgo, Aurelio Cantalapiedra, Enrique Sordo, Manuel Arce, Carlos Salomón, y otros.
Tampoco tardé en comprobar el respeto que el tío había generado entre los estudiantes, pues no sólo los mejores se matriculaban en sus cursos sino que, entre ellos, no pocos habían acudido a la universidad tejana desde otros Estados para estudiar con él. El grupo al que yo pertenecía lo formaban Agnes Moncy, Adelaida López Buenaño, Matilde Shade, Lucy Costen, Roberta Fernández (novelista además de profesora), Reymundo Marín (actual Presidente de un College en California), el poeta Orlando Rossardi, grupo al que no tardaría en incorporarse su hijo Germán Gullón.
Austin vivió momentos espléndidos con los homenajes a Unamuno, Rubén Dario, Antonio Machado y Valle Inclán que tuvieron como inspirador a don Ricardo. Recuerdo que por consejo de Pablo Beltrán, la universidad imprimió unos póster del gallego con la famosa fotografía en la que luce gafas redondas y las famosos barbas de chivo. Los póster se ataron con cuerdas a la mayoría de los árboles próximos a Batts Hall, el edificio de Románicas; a la mañana siguiente habían abandonado los árboles y pasado a los dormitorios de los estudiantes.
Las visitas de Emilio Alarcos, Manuel García Blanco, J. L. Borges, Américo Castro, Ildefonso Manuel de Gil, Francisco Ayala, Joaquín González Muela, Ana María Matute, Antonio Ferres, Ángel González y otras figuras de la literatura en lengua castellana o de su historiografía, salpimentaban la rutina diaria tanto como las películas del Fernando Arrabal que se proyectaban en el cine-club universitario, la guitarra de Carlos García Montoya, los recitales poéticos de Alberto Lacerda o de los hermanos Haroldo y Augusto Campos, y las canciones de Joan Báez.
También se vivieron momentos chuscos, pero no menos celebrados como el divertido originado por un platense y un europeo enamorados perdidamente de un latino de ojos verdes quien resultaba ser una bendita persona. La disputa concluyó cuando el europeo, que era completamente calvo, mondo y lirondo, encontró un peine en su cajetín del correo departamental. El ofendido armó el Cristo y en uno de sus momentos desaforados fue a la oficina del tío para hablar del otro y de otros. Don Ricardo le agarró por las solapas y tirando de ellas le sacó al pasillo con el siguiente recado: “Ni se le ocurra volver a mi despacho para hablar mal de un colega”. El respeto al compañero y el culto a la amistad era religión para don Ricardo hasta el punto de que cuando alguno de sus amigos no destacaba en el ateneo literario siempre decía: “Es una gran persona; muy buena persona”.
Llegó a la Universidad de Texas un Presidente poco o nada proclive a las Humanidades. Lo demostró al decir que James Street, --por entonces quarterback (QB) del equipo de fútbol americano -- hacía mejor trabajo para la universidad que algunos profesores. Parece que se señaló de modo cizañero a William A. Arrowsmith, jefe del Departamento de Lenguas Clásicas como uno de los aparentes infecundos, pues, su Departamento sólo había generado tres nuevos doctores en varios años, lo que originó la respuesta rotunda del antiguo y célebre asesor del Presidente Kennedy: “Quizás hemos doctorado a demasiado estudiantes”. Poco después se marchaba a la Universidad de Boston regida por John R. Silber, inolvidable Decano de Artes y Ciencias de la U. de Texas que había contribuido a su engrandecimiento con unas exigencias de calidad extrema en el reclutamiento del profesorado. El éxodo del Dr. Arrowsmith --también se llevó la revista Arion, icono de la crítica de la literatura clásica y sus traducciones-- y el posterior de Ricardo Gullón y de algunos otros profesores cualificados, la división del Departamento de Románicas y el cese del Dr. Andersson, contribuyeron a poner punto final a una década particularmente gloriosa de los estudios literarios en la Universidad de Texas.
Ricardo Gullón había conocido muy bien la crítica literaria impresionista de plumas como la de Azorín, a quien bastaba definir la grandeza de las imágenes poéticas de Garcilaso de la Vega diciendo que tenía el arte del aurífice y del joyero. Al estudiar Derecho, Ricardo Gullón se libró del academicismo retórico y de los mamotretos de fechas y nombre de aquellos profesores de Letras que, como decía Lorca, matan la poesía todos los días y a la misma hora. Pero Gullón siempre estuvo atento a las modernas corrientes que encauzaban la crítica literaria, no dudando tampoco en bucear –por ejemplo--en la física para teorizar sobre el espacio en las novelas o los espejos en la poesía. Ricardo Gullón estudió e hizo estudiar las obras a través del texto, de sus imágenes; decía que toda obra depende de la lógica de sus imágenes; estudiar su interrelación y significado revelaría las pautas de la creación y la estructura de las obras. Sus seminarios sobre Galdós, la poesía de Machado o de Juan Ramón, Fortunata y Jacinta, La Regenta, las nivolas de Unamuno, El Jarama o Tiempo de Silencio de Luis Martín Santos se desarrollaban en medio de la admiración de sus alumnos que no pocas veces expresaban con aplausos.
Estuvo entre los primeros en conocer el estructuralismo, pero, sin excluir la lectura de los franceses, fue directamente a los formalistas rusos --Shklovsky, Jakobson--, a Vladimir Propp, y pienso que su marcha de Texas se debió no sólo a lo anteriormente narrado y a una invitación irrechazable de la Universidad de Chicago, sino al deseo de conocer de cerca a la famosa Escuela de Chicago que guiaba a la mejor crítica literaria del momento. En todo caso, su hijo, Germán Gullón, ha sido quien mejor ha expuesto su trayectoria crítica y a él me remito, pues, su artículo excelente se puede leer en Internet[1]. Ricardo Gullón no sólo ha sido un maestro de recuerdo inolvidable. Sus libros continúan siendo un modelo inspirador de plena actualidad. Por eso cumple 100 años.
[1] Germán Gullón, “Carácter de la trayectoria crítica de Ricardo Gullón”, ANALES GALDOSIANOS, años XXVII-XXVIII, 1992/93, pp. 15-20. ( Bibliotca Virtual Miguel de Cervantes). ´
Viajaba dos veces por año a Madrid, en la primavera y en el otoño, estaciones en las que, según él, la Capital lucía espléndida. Se hospedaba en casa de su suegra, doña Luisa Pintueles, también mi abuela y madrina. Cuando viajaba con la tía Luisa, hermana de mi madre, siempre traían los famosos rollos de chocolatinas Nestlé para mis dos hermanas y para mi y, si venía sólo, chucherías y algunos duros.
Mis padres vivían en la misma casa cuatro pisos más arriba, pero yo comía siempre en el piso de la abuela para acompañarla. El tío Ricardo se tomó a pecho darme las comidas repitiendo las lecciones de urbanidad que yo oía en casa y para las que, al parecer, era duro de mollera: ponte derecho, no pongas los codos sobre la mesa, corta con el cuchillo y no con el tenedor, no abras la boca al masticar... lecciones que concluían siempre cuando la sirvienta le ponía delante una naranja Washington, para él la reina de las naranjas; entonces yo me dedicaba, ya tranquilo y pacífico, al disfrute de la Santa Teresita dulce que venía envuelta en papel de seda.
Por las tardes y noches no se le esperaba. Iría ver a don Enrique Canito, a la tertulia de Ínsula de la calle Carmen y, sobre todo, al encuentro de sus grandes amigos: el primo Leopoldo Panero, Luis Rosales, José Antonio Maravall, Luis Felipe Vivanco y Luis Alonso Luengo...
Tenía 14 años cuando en vez de las chocolatinas me regaló el Libro de las Misiones de Ortega y la novela Su único hijo de Clarín diciendo: "Para que dejes las novelitas del oeste y leas cosas que te formen." Sus sugerencias me parecían órdenes, así que leí el libro de Ortega con unción, pero sin entender ni jota; la novela fue un pelín más llevadera, pero no había color entre el Bonis acongojado y los héroes de J. Mallorquí, M. L. Estefanía, Alf Manz y no digamos Zane Gray, cuyas novelas solía leer por las noches con linterna bajo la frazada de la cama. Pasados los años entendí que Ortega habría sido feliz como Defensor de la Fe del Nepotismo Ilustrado en la España de Carlos III o gran Rector de una universidad elitista. En cuanto a Su único hijo –si dejamos a un lado la planilla del Ulises y la cuestión religiosa-- me parecería una sutil trasposición paródica de la España Isabelina y de Francisco de Asís, algo en lo que quise bucear, pero no me ahogué.
En los veranos que pasábamos en Miyares (Asturias) continuaba mi instrucción. Aún recuerdo la mañana en que puso en mis manos Castilla de Azorín y un diccionario para que consultara las muchísimas palabras que, de seguro, no iba a entender; también me dejó El Adolescente de Dostoievski para los descansos. Masoquista yo, al cumplir los 15 años le pedí por carta que me recomendara nuevas lecturas y me aficionó a los novelistas rusos de finales del s. XIX.
A mis 17 estaba decidido a estudiar Filosofía y Letras, pero mi padre, antes de salir de casa para matricularme, me puso el dinero en la mano diciendo: "Matricúlate en lo que quieras, Filosofía o Derecho; al primer suspenso en latín dejas de estudiar." Llegué a la universitaria sumido en mi particular hesitación hamletiana, pero como papá no había mentado los posibles suspensos en Derecho, decidí ingresar en la Facultad que un año antes funcionaba en la Calle de San Bernardo.
Mientras estudiaba Derecho, y por consejo del tío para mis ratos libres, acudía a las clases de literatura española para estudiantes extranjeros que Carlos Bousoño daba con enorme éxito en la Facultad de Filosofía y Letras, curso que también me permitía conectar con la juventud foránea, evento no muy frecuente en la segunda mitad de los años cincuenta del siglo pasado, en aquel tiempo de silencio.
La literatura fructificaba en mi y no tardé en publicar mis primeros cuentos bajo seudónimo en Flores y Abejas (de Guadalajara), y artículos ya con mi nombre en La Noche de Santiago, La Voz de España de San Sebastián y el Faro de Vigo, en estos dos últimos por mediación de mi padre. El tío Ricardo ya se había ido a América llamado por su viejo amigo Juan Ramón, pero me hizo el obsequio de facilitarme la enorme biblioteca de su casa madrileña para leer los libros que me apetecieran. Allí encontré los de Francisco Ayala y publiqué en el Faro de Vigo el primer artículo –o uno de los primeros-- que se dedicaron a los cuentos y novelas del gran escritor en la España de posguerra, lo que el mismo Ayala me agradeció por carta desde Puerto Rico
El tío Ricardo me había ofrecido pasar un año en América con él. Ya había cumplido con mi padre terminando la carrera de Derecho y ahora quería correr esa aventura. No es que mi padre y el tío tiraran de mi para distintos lados. La relación entre ellos fue siempre estupenda, pues, mi vocación literaria también tenía arranque en mi abuelo paterno Augusto, procurador y varias veces alcalde, escritor y propietario del Heraldo del Bierzo y de otros periódicos--, su hermano Francisco Martínez Ramírez, bien conocido en su tiempo, y mi primo Javier M. de Padilla, un corresponsal de guerra moderno cuyas crónicas publicaba La Vanguardia de Barcelona.
Hablaré de lo bien que se llevaban los dos cuñados. La gente menuda que veraneaba en Miyares tenía prohibido, bajo amenaza de ponernos contra la pared, coger los frutos de unos perales pequeños y esqueléticos que más parecían sarmientos gigantes, aunque daban unas peras de agua de al menos medio quilo cada ejemplar, cada dos años, que los cuñadísimos se reservaban para los desayunos. En los atardeceres lluviosos se liaban a contar chistes y a cantar coplas del siguiente tenor: Sisebuto era un rey godo / natural de Sabalell / y al cumplir los cinco años / tenía barba hasta los pies... Alguno ponía una vieja bacinilla de metal sobre la cabeza y dirigía el orfeón con el palo de una escoba mientras nosotros abríamos la boca cerrando los ojos y mirando hacia arriba por si nos caía del cielo un fantástico terrón de azúcar.
La hazaña de los pasteles tampoco se me va de la cabeza. Mi padre viajaba desde Madrid a Miyares para celebrar el cumpleaños del tío Ricardo el 31 de agosto, debiendo llegar ese mismo día. Con tal motivo, mi abuela le encargó que comprara una buena bandeja de pasteles en alguna de las reposterías de Oviedo. Mi padre hizo el recado y luego se fue a coger el tren de los Ferrocarriles Económicos de Asturias. Resultó que se durmió y despertó cuando el convoy había rebasado la estación de Villamayor –en la que se tenía que bajar y le iban a recoger-- y llegaba a la de Sebares. Mi padre, sin duda resignado, se bajó del tren e hizo a pie y subiendo --desde La Barquera-- los más de cinco kilómetros que le separaban de Miyares, por supuesto, con la maleta en una mano y la bandeja de pasteles en la otra. Es posible imaginar las cuchufletas y el jolgorio que se armó ante la sorpresa de su llegada. Mi padre siempre cumplía. Lo malo fue que los mayores nos sacaron a los menores a jugar al soportal; ellos se encerraron en la casa y no nos dieron a probar ni uno de los pasteles.
La llegada de Ricardo Gullón a la Universidad de Texas en Austin como profesor visitante tuvo lugar en el Curso 1960-61 y sus clases causaron sensación. La Universidad se planteó su permanencia de inmediato y sólo un profesor del Departamento de Lenguas Románicas, el Dr. Williams, votó en contra aunque, muy honesto, le explicó el motivo de su voto: había crecido académicamente al lado de Federico García de Onís y este le había hecho la vida tan miserable que se había jurado no volver a encontrarse con otro español. Terminaron siendo amigos.
La buena conversación, el culto a la amistad, su amor a todas las disciplinas del arte y su bonhomía le llenaron la lista de amigos íntimos, algunos de la talla excepcional de Allen W. Phillips, otros como el venerable Thomas P. Harrison, 43 años deslumbrantes en el Departamento de Inglés de la UT-,y los franceses Michel Dassonville –estudioso del poeta Ronsard-, Roger Shattuck, autor del famoso libro Binoculars on Proust y Raphael Levy - en quien descansaba parte del prestigio europeo de la U. de Texas.
En Texas se sentía magníficamente. Nada extraño porque si el Canciller Harry Hunt Ranson estaba a la cabeza de la Universidad, al frente del Departamento de Lenguas Románicas había otro jefe de enorme categoría, el Dr. Theodore Andersson, una autoridad en el tema de la enseñanza bilingüe y un gran gestor que había reunido un conjunto de profesores que hicieron brillar al Departamento de Lenguas Románicas como uno de los mejores de Estados Unidos; esos profesores, además de Ricardo Gullón y los citados franceses, eran George D. Shade, Douglas Rogers, Mildred Boyer, los hispanos Ramón Martínez López, Luis Arocena, y el historiador y activista cultural que es y sigue siendo Pablo Beltrán de Heredia –quien representaba simbólicamente al grupo de amigos de Santander y del grupo Proel, de Julio Maruri, José Hierro, José Luis Hidalgo, Aurelio Cantalapiedra, Enrique Sordo, Manuel Arce, Carlos Salomón, y otros.
Tampoco tardé en comprobar el respeto que el tío había generado entre los estudiantes, pues no sólo los mejores se matriculaban en sus cursos sino que, entre ellos, no pocos habían acudido a la universidad tejana desde otros Estados para estudiar con él. El grupo al que yo pertenecía lo formaban Agnes Moncy, Adelaida López Buenaño, Matilde Shade, Lucy Costen, Roberta Fernández (novelista además de profesora), Reymundo Marín (actual Presidente de un College en California), el poeta Orlando Rossardi, grupo al que no tardaría en incorporarse su hijo Germán Gullón.
Austin vivió momentos espléndidos con los homenajes a Unamuno, Rubén Dario, Antonio Machado y Valle Inclán que tuvieron como inspirador a don Ricardo. Recuerdo que por consejo de Pablo Beltrán, la universidad imprimió unos póster del gallego con la famosa fotografía en la que luce gafas redondas y las famosos barbas de chivo. Los póster se ataron con cuerdas a la mayoría de los árboles próximos a Batts Hall, el edificio de Románicas; a la mañana siguiente habían abandonado los árboles y pasado a los dormitorios de los estudiantes.
Las visitas de Emilio Alarcos, Manuel García Blanco, J. L. Borges, Américo Castro, Ildefonso Manuel de Gil, Francisco Ayala, Joaquín González Muela, Ana María Matute, Antonio Ferres, Ángel González y otras figuras de la literatura en lengua castellana o de su historiografía, salpimentaban la rutina diaria tanto como las películas del Fernando Arrabal que se proyectaban en el cine-club universitario, la guitarra de Carlos García Montoya, los recitales poéticos de Alberto Lacerda o de los hermanos Haroldo y Augusto Campos, y las canciones de Joan Báez.
También se vivieron momentos chuscos, pero no menos celebrados como el divertido originado por un platense y un europeo enamorados perdidamente de un latino de ojos verdes quien resultaba ser una bendita persona. La disputa concluyó cuando el europeo, que era completamente calvo, mondo y lirondo, encontró un peine en su cajetín del correo departamental. El ofendido armó el Cristo y en uno de sus momentos desaforados fue a la oficina del tío para hablar del otro y de otros. Don Ricardo le agarró por las solapas y tirando de ellas le sacó al pasillo con el siguiente recado: “Ni se le ocurra volver a mi despacho para hablar mal de un colega”. El respeto al compañero y el culto a la amistad era religión para don Ricardo hasta el punto de que cuando alguno de sus amigos no destacaba en el ateneo literario siempre decía: “Es una gran persona; muy buena persona”.
Llegó a la Universidad de Texas un Presidente poco o nada proclive a las Humanidades. Lo demostró al decir que James Street, --por entonces quarterback (QB) del equipo de fútbol americano -- hacía mejor trabajo para la universidad que algunos profesores. Parece que se señaló de modo cizañero a William A. Arrowsmith, jefe del Departamento de Lenguas Clásicas como uno de los aparentes infecundos, pues, su Departamento sólo había generado tres nuevos doctores en varios años, lo que originó la respuesta rotunda del antiguo y célebre asesor del Presidente Kennedy: “Quizás hemos doctorado a demasiado estudiantes”. Poco después se marchaba a la Universidad de Boston regida por John R. Silber, inolvidable Decano de Artes y Ciencias de la U. de Texas que había contribuido a su engrandecimiento con unas exigencias de calidad extrema en el reclutamiento del profesorado. El éxodo del Dr. Arrowsmith --también se llevó la revista Arion, icono de la crítica de la literatura clásica y sus traducciones-- y el posterior de Ricardo Gullón y de algunos otros profesores cualificados, la división del Departamento de Románicas y el cese del Dr. Andersson, contribuyeron a poner punto final a una década particularmente gloriosa de los estudios literarios en la Universidad de Texas.
Ricardo Gullón había conocido muy bien la crítica literaria impresionista de plumas como la de Azorín, a quien bastaba definir la grandeza de las imágenes poéticas de Garcilaso de la Vega diciendo que tenía el arte del aurífice y del joyero. Al estudiar Derecho, Ricardo Gullón se libró del academicismo retórico y de los mamotretos de fechas y nombre de aquellos profesores de Letras que, como decía Lorca, matan la poesía todos los días y a la misma hora. Pero Gullón siempre estuvo atento a las modernas corrientes que encauzaban la crítica literaria, no dudando tampoco en bucear –por ejemplo--en la física para teorizar sobre el espacio en las novelas o los espejos en la poesía. Ricardo Gullón estudió e hizo estudiar las obras a través del texto, de sus imágenes; decía que toda obra depende de la lógica de sus imágenes; estudiar su interrelación y significado revelaría las pautas de la creación y la estructura de las obras. Sus seminarios sobre Galdós, la poesía de Machado o de Juan Ramón, Fortunata y Jacinta, La Regenta, las nivolas de Unamuno, El Jarama o Tiempo de Silencio de Luis Martín Santos se desarrollaban en medio de la admiración de sus alumnos que no pocas veces expresaban con aplausos.
Estuvo entre los primeros en conocer el estructuralismo, pero, sin excluir la lectura de los franceses, fue directamente a los formalistas rusos --Shklovsky, Jakobson--, a Vladimir Propp, y pienso que su marcha de Texas se debió no sólo a lo anteriormente narrado y a una invitación irrechazable de la Universidad de Chicago, sino al deseo de conocer de cerca a la famosa Escuela de Chicago que guiaba a la mejor crítica literaria del momento. En todo caso, su hijo, Germán Gullón, ha sido quien mejor ha expuesto su trayectoria crítica y a él me remito, pues, su artículo excelente se puede leer en Internet[1]. Ricardo Gullón no sólo ha sido un maestro de recuerdo inolvidable. Sus libros continúan siendo un modelo inspirador de plena actualidad. Por eso cumple 100 años.
[1] Germán Gullón, “Carácter de la trayectoria crítica de Ricardo Gullón”, ANALES GALDOSIANOS, años XXVII-XXVIII, 1992/93, pp. 15-20. ( Bibliotca Virtual Miguel de Cervantes). ´
Sobre la actividad de Ricardo Gullón como profesor, véanse los artículos de Javier Martínez Palacio "El profesor Ricardo Gullón", Ínsula, nº 295 (junio, 1971) y "Un libro sobre Ricardo Gullón" --el de Barbara Bockus Aponte La obra crítica de Ricardo Gullón-- también en Insula, nº 370 (septiembre, 1977), pp. 1-2.