CUENTOS TEJANOS[i]
BALADAS PARA UNA GATOMAQUIA
Para Violeta y Antonio Núñez
Oona
Los magnolios y las sicilinas están reventando y me parece que habrá más polen en el aire de esta primavera, ¿eh Oona? No sé porqué tiran los periódicos sobre el zacate habiendo tanto rocío. Oona, mira que estás perezosa; vaya una manera de andar por la acera..
Sam aparecía con toda su orquesta. Doblaba Conchos Street cantando; ahorita silbaba, jaleaba el portabotellas de la leche, parecía que iba a romper el suelo con sus grandes zapatadas. Oona se desperezaba e iba convencida hacia él. Sam la recibía alborozado. Y es que la condenada gata galesa sabía cómo hacer las cosas. Se le cruzaba, se le abrazaba a una de las pantorrillas, le animaba con el dedo del rabo, le seguía mientras Sam iba repartiendo las frascas a todos menos al borracho de Dawson. ¡Ese Dawson! ¿No dice que tiene úlcera de cuando su madre le daba el pecho?
Oona, nerviosa, ha puesto el rabo de vela y rema entre los pies de Sam furiosamente. Sam, enloquecido de risa, se ha quedado como un espantapájaros recién estacado. ¡Zas! La frasca al suelo. Oona desayuna. Sam, candongo, ¿ahorita te das a las penas? Como negro que eres no tienes facha más que para fiestas, ¿para qué bailas, condenado Sam?
Esto fue anteayer. Que ayer Oona pasó delante del portal tan solita como hoy; el despiste de esa gata egoísta me picó más que las tonterías del periódico. Pero hoy el periódico trae el retrato se Sam. Le aplastó un camión. El artículo es muy interesante. El chófer dice que nunca había visto que un suicida bailara a punto de caer bajo las ruedas. Parece mentira que esto pasara una cuadra más abajo. Como ves, Oona, las cosas ya no son lo mismo. Nos quedamos sin leche.
El entierro fue lo que tenía que ser
El pueblo es pequeño y me parecía que las cosas empezaban a hacerse mal construyendo un cementerio tan grande, por lo que desde hace meses se me puso en las mientes quitar la gasolinera y que todo se fuese al diablo. Pero aunque yo liase los trastos, me pareció que nadie más iba a moverse de aquí.
Cuando vine al Estacado, todo esto era mero desierto. Se me había muerto la mujer y no quería más que estar solo en mi gasolinera. ¡Y bien que me costó asentar el negocio! Pero un día llegó Farrance y levantó el motel, más tarde el grandullón de Spencer puso el restaurante y Vivian el abarrote, y dos años después me tenían armado un pueblo con todas las de la ley. Lo que me molestó es que nadie me preguntase nada. Cada uno estableció sus cosas sin averiguar si la compañía me molestaba.
Luego nombraron alcalde a ese botarate de Jones, uno de los últimos en llegar. La primera idea que tuvo fue la de fundar una escuela; total, que vino más gente. La segunda fue la del cementerio. Nunca quise pleitos con ellos, pero esta vez protesté. Les dije que aquello era asunto de mal agüero. Pero no me hicieron caso. Nos sacaron los cuartos para la escuela y el cementerio y pasaron otros dos años sin que nadie tuviera tratos con la Tiznada. La verdad; como soy medio-mejicano, me acuerdo mucho de las cosas que contaba mi abuela y me daba apuro tener un camposanto a media legua y tan grande que era como una provocación, más cuando supe que corrían apuestas en el pueblo sobre quién sería el primero en estrenarlo y se decía, por mi, que el loco de Robert Vilareal lo iniciaría. Me entraron unas tembladeras terribles y por las noches tenía pesadillas. Soñaba que encontraban el cuerpo de un vagabundo y que le enterraban allí; al despertar suspiraba aliviado, pero en seguida los del pueblo volvían con el cuento de que el vagabundo del sueño no era otro que yo mismito, por ende yo sería el primero.
Como no vivía más que para agonías se me puso la idea de vengarme de toda esa canalla. A mí me hubiera gustado dar a Jones el matarile, pero soy muy flojo, y la verdad, me repugna eso de matar directamente a una persona. Pero Jones tenía un gato que era el delirio de su esposa, y esa Esther, no del todo mala persona, cuidaba del michino como si se tratara de un hijo, porque de estos no tenía, ni tenerlos podría al no andar bien del corazón. Pero a mi los buenos sentimientos se me habían ido del todo. Estudie el asunto y pensé que si algo le pasaba al gato, también le pasaría a la mujer del alcalde. Supe que no lejos de mi cerca y a medio camino del cementerio, donde hay como un depósito de madera, todas las noches había una reunión felina de lo más miserable. Podía haber ratas, pero aquel hato de mininos inmundos a lo que se dedicaba era al fornicio como bestias pardas, pues no se qué placer encontraba mi gata en volver con el cuello desollado de tanto ser empalada y el rabo como partido.
Tuve respeto porque, en esas lides, los gatos trotan y embarullan, corren de costado, arqueando como los grifos, y temí que se me fueran a tirar con el furor que poseían. Al fin localicé al de Esther, que además de ser inglés, resultaba el más rijoso. Pensé en largarles trozos de pescado envenenado a todos, pero me figuré que si se morían a barullo, se iba a sospechar. Así que les solté pescado del bueno y otras cucas. ¡Cómo se calmó el gaterio! Entonces pude acercarme al inglesito y, delante del bigote, le puse un trozo de pez-gato infectado como para ver luciérnagas dándole al peyote.
¡Que si murió!... Y había que ver a la Esther que no salía de un soponcio para hilar otro. Ya le estaban contando las horas, pero la cuestión no salió como se predecía. El alcalde nos reunió en asamblea y pidió un absurdo por el que he dado en marchar del pueblo. Dijo que su mujer quería que enterrasen al misino en el camposanto, eso si, de pie para distinguirlo de los cristianos ocupando el menor espacio, y la concurrencia dijo amén. Comprenderán que ya estaba mal lo de enterrar al gato en sagrado por sufragio popular, pero de ahí a suponer que fuera yo a hacerle compañía media un abismo... Dicen que Esther ha pescado una insolación de tanto llevar flores al camposanto, ¡a ver si por fin sucede lo que debe suceder, y me quedo...!
[i] Entre 1965 y 1970 publique en Insula una serie de cuentos que había escrito principalmente en Texas. Los he revivido y reescrito para El barojiano.
jueves, 4 de diciembre de 2008
viernes, 3 de octubre de 2008
BAROJA: El héroe colectivo en La lucha por la vida [i]
Me propongo estudiar las figuras menores de la trilogía barojiana comenzando por su dimensión heroica; a continuación trataré de clasificarlas desde varios puntos de vista y, atendiendo a las técnicas que el autor emplea para presentar y caracterizar, me fijaré principalmente en la cuestión de si tienen una procedencia libresca o vienen de la realidad como aseguraba Baroja; concluiré analizando la función novelesca que desempeñan[ii].
LA DIMENSIÓN HERÓICA: LOS INDÍGENAS
El verdadero héroe de la trilogía que estudiamos es la colectividad de los desposeídos en quienes la lucha por la vida se reduce, dramáticamente, a la lucha elemental por la subsistencia. Son los indígenas cuyo espacio vital está separado del espacio de los privilegiados por la misma pared simbólica con la que Stendhal marginaba el mundo de los pobres y el de los ricos en Le rouge et le noir[iii]. Jesús –el anarquista—dice:
“Antes el rico y el pobre se alumbraban con un candil parecido; hoy el pobre sigue con el candil y el rico alumbra su casa con luz eléctrica; antes el pobre iba andando a pie, el rico a caballo; hoy el pobre sigue andando a pie y el rico va en automóvil; antes el rico tenía que vivir entre los pobres; hoy vive aparte, se ha hecho una muralla de algodón y no oye nada. Que los pobres chillan, él no oye; que se mueren de hambre, él no se entera...” (I, M.H., p. 459)
En España, el antecedente más próximo de esta preocupación por el marginado lo tenemos en Misericordia. También Galdós empleó el símbolo de la pared de Stendhal al describir las dos caras de la iglesia de San Sebastián, la una mirando a los barrios bajos, la otra al señorío mercantil de la Plaza del Ángel. Partiendo de aquí voy a señalar algunas diferencias entre la novela galdosiana y la trilogía del vasco al objeto de destacar la modernidad de lo que éste intenta.
Mientras Galdós utiliza a Benina para poner en combinación ambos lados de la simbólica pared –deambula por las Cambroneras lo mismo que sube al caserón del rico don Carlos--, los personajes de Baroja jamás cruzan al ámbito de los privilegiados. Los dos novelistas también difieren en la utilización de los miserables como materia novelesca; Galdós los emplea sobre todo en los primeros capítulos para hacer una parodia de la Restauración[iv] aunque estén presentes a lo largo de sus novela; Baroja se concentra únicamente en los indígenas, en los de abajo. Galdós prefiere denunciar la miseria que vive la clase media; Baroja la de los desposeídos. La representación de Galdós tiene nutrientes de orden histórico y ético primordialmente; la de Baroja, es de cuño social. Los dos son escritores burgueses, pero en Baroja hay auténtica rebelión contra los de su clase porque se ha formado con los que Ricardo Gullón llamó “dinamiteros de la roca burguesa, Ibsen y Nietzche”, los inductores de la rebelión modernista; dice:
“el modernismo, al rechazar la vulgaridad burguesa y la masa emergente, sentía la necesidad de identificarse con el pueblo genuino, con “los de abajo”, dejados aparte del ininterrumpido festival con que la burguesía se recompensaba”.[v]
El Baroja cuyas lecturas, preocupaciones e intereses, eran similares a los de sus compañeros de generación, tenía que ser arrastrado por el movimiento modernista. En sus Memorias y otros trabajos negaría la filiación o diría que siempre se mantuvo alejado de los que escribían sobre cisnes y otras pamplinas, pero de 1900 a 1905 militó entre los modernistas, incorporándose al grupo de cuantos en España, como en otros lugares del mundo, cultivaban la dirección indigenista con ramificaciones por la preocupación social, que predominaría en la novela de entonces y de la que fue una de sus máximas figuras.
Rubén Darío puso la primera piedra del indigenismo en prosa al relatar la trágica historia de un estibador chileno en "El fardo" y otros cuentos incluidos en Azul (1888)[vi]. Después vendrían, por ejemplo, los cuentos de Baldomero Lillo publicados con el título bien significativo de Sub-Terra (1904), aunque las grandes novelas de esa corriente llegarían bastante después, La Nacha Regules (1919) de Manuel Gálvez –cuyo protagonista, Montsalvat, la crítica consagraría como el arquetipo del apóstol social modernista--, el simbólico Alsino (1920) de Pedro Prado, o en otra latitud el Babbitt (1922) de Sinclair Lewis.
En España las cosas sucederían más aprisa. En 1899 Rubén Darío publicaba un artículo en La Nación de Buenos Aires quejándose de no haber encontrado un solo modernista entre nosotros. Sin embargo, el modernismo adquirió un vigor inusitado tanto en poesía como en novela en los cinco años siguientes. Mi maestro Ricardo Gullón señala la fecha de 1903 como indicativa del impulso comentado, pues, en ese año se publican Soledades, Arias tristes, Antonio Azorín, Sonata de estío, La paz del sendero y El Mayorazgo de Labraz[vii]. Baroja., además, está escribiendo la mayor parte de los artículos de El tablado de Arlequín, publicando las dos primeras partes de la trilogía que nos ocupa en El Globo y, el 24 de agosto, el artículo que titula “Estilo modernista” en que deja clara su filiación literaria pese a desmentidos posteriores:
“¡Modernista! Indudablemente la palabra es fea, es cursi, pero los que abominan de ella son imbéciles. Hay gente que cree de buena fe que un modernista debe tener una aberración sexual, el pelo largo, la corbata grande, el sombrero ancho, y ha de hablar con voz atiplada. La tontería les sea leve a todos esos señores. No ven que a éstos a quienes llaman modernistas, si admiran algo, es lo fuerte, lo grande, lo anárquico. En arte Dickens, Ibsen, Dostoiewsky, Nietzche, Rodin... todos los rebeldes”[viii]
Los héroes de sus novelas seguirán la estela de esos modernistas: el poeta, el novelista, el anarquista, el rebelde, el raro, el indígena sobre todo; Mari Belcha, la María Luisa que recorre los pueblecitos de la costa guipuzcoana y busca el contacto de los boyerizos y de los labradores, el carbonero, la trapera de Vidas sombrías (1900), el Mariano de La casa de Aizgorri (1900), Paradox, Osorio, el mayorazgo de Labraz... La galería de personajes que aparece en Vidas sombrías y tiene continuidad en La lucha por la vida donde el autor dibuja al héroe colectivo de los desposeídos.
UN ENSAYO DE CLASIFICACIÓN
Se puede clasificar al héroe colectivo de la trilogía que nos ocupa, los indígenas, desde diversos puntos de vista; por ejemplo:
Por su posicionamiento dentro de la trilogía, pues se reúnen en torno a las figuras principales y sería fácil integrarlos en tres grupos:
I. Golfos, vagabundos y personajes femeninos que rodean a Manuel Alcázar.
II. Personajes exóticos en torno a Roberto Hastings exceptuando al alemán Schneider que aparece junto a Manuel Alcázar y la Manila en el ámbito de Juan Alcázar.
III.Anarquistas y libertarios alrededor de Juan.
Por su caracterización distinguiremos entre
I. Personajes secundarios: de los que se ofrece una caracterización física y moral dependiente del personaje principal, en cuyo entorno se mueven.
II. Personajes esporádicos a los que el autor apenas caracteriza o define como pertenecientes al “tipo vulgar”.
Por la función novelesca --aspecto sobre el que volveremos más adelante-- dividiéndose entre los personajes que influyen de algún modo en la acción –por ejemplo Don Alonso y Jesús—y los comparsas cuya presencia en la trilogía no afecta a su curso, por ejemplo el tío Patas.
Pienso, no obstante, que existe una clasificación integradora de lo anterior, por su origen y procedencia que nos lleva a distinguir entre:
I. Personajes en quienes detectamos antecedentes literarios.
II. Personajes exóticos.
III.Personajes que son tomados del natural o copia de la realidad --como Baroja afirmaba.
Personajes en quienes detectamos antecedentes literarios
Baroja confesó que tomaba sus personajes secundarios de la realidad, pero su conocimiento de la literatura influyó en personajes como el Tabuenca, quien evoca la figura del clérigo de Maqueda, si bien, la adjetivación y las imágenes que sugieren el físico de ese tipo apergaminado y amarillento parecen de procedencia quevedesca sin que podamos atribuirle a una figura concreta.
La figura de doña Casiana rememora la del Dómine Cabra, por ejemplo, cuando alimenta a sus huéspedes; sin embargo, Baroja independiza a la pupilera del arquetipo al dotarla de un carácter complicado y ambiguo. Doña Casiana tiene un espíritu guerrero en cuestiones de decencia, espía y combate la casa de mala nota de la Isabelona, persigue a doña Violante con lecciones de moral y de resignación, pero un sueño --como sucede tantas veces en Galdós-- revela la doblez del personaje al convertirla en madama postinera a cuya casa acuden todos “los jóvenes escrofuloso de los círculos y congregaciones”[ix] hasta el punto de poner un despacho de billetes a la puerta.
También hay influencia de Quevedo en la caracterización de los verdugos. Coinciden en presentarles como personas normales, moralistas e incluso con buenos sentimientos; sin embargo, Quevedo monta una escena de naipes y de borrachera que revela el verdadero carácter del personaje, mientras Baroja utiliza el procedimiento de los espejos: lo que su verdugo es, lo refleja la hembra del buchí:
“tenía aquella mujer un aspecto tétrico, una cara de japonesa, una seriedad fatídica”.(I, A.R., p.590)
¿Evolucionaría la influencia quevedesca en Baroja hacia una suerte de esperpentismo? Parece así cuando describe el rostro de doña Casiana “de color orejón, y sus treinta y tantos lunares” o sus soledades alimentadas con mejunjes de agua azucarada y alcohol, o cuando preguntan al verdugo qué haría si por tener dinero dejase el oficio mardesío:
“¡Yo! ¿Qué haría? Aquilá una tienda o un entresuelo en la calle de Alcalá, y con mi chico haser ejecuciones en figuras de sera.”(I, A.R., p. 592)
En la trilogía también existen personajes procedentes del sainete popular. En la fabulilla castiza del Leandro y la Milagros, el primo de los Alcázar mata a su novia por celos y se suicida. Baroja encuentra los materiales –ambiente, tipos, anécdota, lenguaje—ya hechos en el sainete popular, pero al incorporarlos a la trilogía, el enfoque y la organización narrativa difieren del modo peculiar de los saineteros. Estos exaltan el ambiente castizo y, casi siempre, expresan ternura por los personajes. Baroja despoja el ambiente de pintoresquismo y, situado a gran distancia de los personajes, no oculta la antipatía que le inspiran, hasta el punto de presentar una imagen ridícula del personaje:
“Leandro, tan valiente con los matones, al lado de su novia resultaba un doctrino” (I, L.B., p. 299)
“Algunas noches Manuel oía a Leandro en su cuarto que se revolvía en la cama y suspiraba con unos suspiros tan profundos como los mugidos de un toro”. (I, L.B., p. 313)
Tampoco Milagros es la tarabilla y apasionada Mari Pepa de La Revoltosa, sino el tipo de sirena modernista de la que se destaca su coquetería malsana y su pérfida manera de querer:
“se divertía dando celos a Leandro; había llegado a un estado especial, mezcla de cariño y de odio, en el cual el cariño quedaba dentro y el odio fuera, manifestándose en una crueldad sañuda, en la satisfacción de mortificar constantemente a su novio” (I, L.B., pp. 298-299)
En las figuras de Jesús y el Bizco se percibe la influencia que tuvieron los grandes escritores rusos de finales del siglo XIX, sobre todo Dostoiewsky. De este toma la ambigüedad del personaje angélico-demoníaco y también la del criminal irresponsable.
En Jesús –el nombre ya es una de las claves de su ambigüedad—lo angélico y lo demoníaco se mezclan de tal manera que llega a ser el personaje más escurridizo de la trilogía: ángel de la guarda de Manuel en momento de apuro, le encamina, no obstante, a la vagancia; si por un lado sueña con un mundo mejor encarnando la figura del rebelde social, por otro personifica la figura del ángel caído, capaz de la maldad organizada; si va contra la propiedad, roba a los muertos, y es propietario él mismo.
Baroja caracteriza al Bizco como tipo primitivo, extremoso en sus relaciones con los demás. La respuesta que da a la sociedad que le oprime es fisiológica e irresponsable. El mote le define; no ve el mundo al derecho ni el mundo a él. Carece de otro diálogo que no sea el de la violencia; a falta de ideas, responde con el crimen a la sociedad que le margina. Vidal le describe:
“Es un tío bestia. Vive con la Escandalosa, que es una vieja zorra; es verdad que tiene lo menos sesenta años y gasta lo que roba con sus queridos; pero bueno, le alimenta y él debía considerarla; pues nada, anda siempre con ella a puntapiés y a puñetazos; y la pincha con el puñal, y hasta una vez ha calentado un hierro y la ha querido quemar.” (I, L.B., p.346)
Tal salvaje –en opinión de Manuel--, cuya cabeza es un melón salado--según Vidal--, se convierte en el asesino de éste. En la prisión muere el criminal y, como sucede con tantos héroes de Dostoiewsy, Gorky, y con el Pascual Duarte de Cela –su más claro heredero--, surge un hombre nuevo, interior, del que no teníamos señales, contemplando el pathos de su vida:
“Entre la bruma de su cerebro no había ni un asomo de remordimiento, sino una gran tristeza, una enorme tristeza. Pensaba también que estaba condenado a muerte, y se estremecía...
Nunca se había preguntado por qué era odiado, por qué era perseguido. Él había seguido el fatalismo de su manera de ser. Ahora mil cuestiones se iban amontonando en su cerebro”. (I, A.R., p.589)
En el Bizco algunos han visto la influencia de Gorky, cuestión que he tratado en otro trabajo mío[x] .
Los personajes exóticos
Los personajes exóticos abundan en las novelas de Baroja, quizás y como dice Gullón, porque la corriente exotista y la indigenista del modernismo coinciden: “responden al mismo impulso; son dos caras de un fenómeno de rebeldía originado al contacto de la realidad mezquina”.[xi]
Se ha hablado mucho del antilatinismo de Baroja y de su adhesión a lo nórdico[xii] y, no sin razón, porque Baroja opuso más de una vez ambos frentes culturales decantándose por el segundo. El espacio de sus novelas es inmenso; el Norte y le Este europeos ofrecían la posibilidad de presentar ambos espacios como opuestos al indígena. Cuando el personaje indígena entraba en el espacio exótico o cuando sucedía al revés, se producían los contrastes que el autor buscaba para señalar la personalidad de unos sobre otros. Por lo general Baroja prefería los tipos exóticos, por eso encarnó el amor puro y el tipo de mujer ideal en la Nelly de Las agonías de nuestro tiempo y la independencia femenina en Sacha, la voluntad en Hastings, la grandeza espiritual en Paul Schimidt... Para Baroja eran tipos imposibles de darse en suelo español. No puede extrañarnos que, una vez superada la gran etapa indigenista de su literatura[xiii], cuando quiera engrandecer o singularizar a un indígena, lo extranjerice.[xiv]
No obstante, en La lucha por la vida el peso de la fábula y la acción recaen en los indígenas de tal manera que los personajes exóticos parecen menores. Baroja los trabaja con clichés tradicionales. Fanny, la prima de Hastings, presenta el tipo de la mujer inglesa desgarbada, caballuna, que superaría la Miss Pich de Paradox, rey. Su frialdad sentimental refleja la idea que Baroja tenía del carácter inglés, por ejemplo, cuando Fanny quiere indemnizar a Esther por haberle robado el novio, lo que justificaría la afirmación de Clover Pertinez de que Baroja no fue nunca anglófilo[xv]. Hay atisbos de la mujer ideal en Esther y Kate; la primera, sorprendentemente, termina siendo el tipo de la mujer apasionada; la segunda resulta demasiado rígida, aunque Baroja quiso ejemplificar la oposición entre lo nórdico y lo latino al compararla a su madre, cubana:
“Kate tenía la comprensión lenta, pero profunda; en cambio su madre poseía la sutileza y el ingenio del momento”. (I, M.H., p. 408)
Estas líneas retratan mejor a la madre que a la hija, situada siempre en el fondo del escenario para desaparecer luego sin ser vista y sin que la echemos de menos. Por el contrario convence la caracterización de la Manila, prostituta tagala que llega a creer en los ideales de Juan Alcázar. Al compararla con las indígenas del mismo oficio, humilladas por el peso de la culpa, el pecado y el resentimiento, Baroja escribe:
“tenía un cándido cinismo, el instinto natural de su vida salvaje; se ofrecía con una absoluta ignorancia de ideas de moralidad sexual. No sentía el desprecio de la sociedad cerniéndose sobre su cabeza. Acostumbrada desde la infancia a ser maltratada por el blanco, no llegaba a herirle la abyección de su oficio, y por esto no manifestaba odio contra los hombres.” (I, A.R., p.617)
Baroja también tira de clichés en la caracterización de los personajes masculinos exóticos. De Oswald destacarán los rasgos de la urbanidad militar y la pedantería alemana; el sentimentalismo romántico y el amor al trabajo sobresalen de una manera irónica en el hornero Karl Schneider:
“Por muy borracho que se encontrara, nunca se le olvidaba la obligación, y a la hora de cocer se marchaba vacilando a la tahona; e inmediatamente que se ponía a la boca del horno se le pasaba la borrachera y trabajaba como si tal cosa, riéndose él solo de sus extravagancias.” (I, L.B., p. 329)
Personajes que son tomados del natural o copia de la realidad.
Resulta difícil deslindar entre los personajes que, según Baroja, son copia de la realidad y los inventados por el novelista. Podría decirse que la invención predomina en tipos como don Alonso o la baronesa de Aynant y que los personajes esporádicos, los comparsas son copia de la realidad. Pero sucede que el personaje “real” nunca llega a la novela tal y como era en la realidad porque, al caracterizarle, el autor le convierte en ficción, resultando que adquiere una naturaleza distinta a la que tenía en la realidad de la que fue extraído. Siguiendo un mecanismo semejante, el personaje inventado deberá tener suficiente carga de materia real para resultar convincente al lector.
Pues bien, a estos personajes barojianos les distinguen tres tendencias en su caracterización: la paródica, la irónica y la animalesca.
El golfo –fuese aristócrata, burgués o mendigo—vive una farsa y Baroja entendió que sólo mediante lo paródico, lo burlesco, lo grotesco o la caricatura, podría exponer su verdadera personalidad. La baronesa de Aynant se cree mujer capaz de despertar pasiones tempestuosas; la caracterización paródica de esta supuesta sirena arroja una imagen muy diferente:
“Bien vestida y ataviada, resultaba apetitosa; una jamona rubia de buen ver.” (I, MH., 405)
Leves, simples toques burlescos retratan a los golfantes esporádicos, sea el aristócrata pederasta que flirtea con Vidal, o el general para cuya presentación basta una frase:
“un guachinanguito vestido de guacamayo” (I, MH, p.431)
Igual sucede con los periodistas de quienes Baroja destaca los rasgos de mezquindad y de vacío espiritual en contraste con su atuendo. Fresneda es flaco, de apariencia espiritual; va bien vestido, pero se muere de hambre. Sandoval es “rechoncho, grasiento”, vive en un ambiente mefítico, pero al vestirse cobra un aire de distinción y elegancia. González Parla –atención al segundo apellido—ejemplifica la inteligencia cerril. Baroja acumula su arte irónico al retratar a Ernesto Langairiños a quien sus compañeros llaman el Super porque siempre está hablando de la llegada del Superhombre de Nietzche. El autor dice que algún imbécil
“aseguraba que el aspecto de Langairiños era grotesco, aseveración falsa a todas luces, pues, a pesar de que su indumentaria no reunía las condiciones exigidas por el más estrecho dandysmo; a pesar de que casi constantemente sus pantalones mostraban rodilleras y flecos y sus americanas constelaciones de manchas; a pesar de todo esto, su elegancia natural, su aire de superioridad y de distinción borraba tan ligeras imperfecciones, bien así como la ola del mar hace desaparecer las huellas en la arena de la playa.” (I, M.H., pp. 429-430)
Langairiños firma unas veces Máximo y otras Mínimo y pasa por ser la gloria de la redacción de Los Debates; su obra maestra es un artículo titulado “Todos golfos”, pero tiene su talón de Aquiles:
“A consecuencia del desgaste cerebral producido por sus trabajos intelectuales, el Super se encontraba neurasténico, y para curar su enfermedad tomaba glicerofosfato de cal en las comidas y hacía gimnasia” (I, M.H., p. 430)
Contrariamente a lo que pensaba Portnoff[xvi], Baroja sentía una gran antipatía por los golfos. La actitud de estos frente a la vida chocaba con los principios del vasco, especialmente en los tocante a las mujeres; el novelista aparentemente misógino escondía un temperamento romántico en el fondo y le repugnaba que los golfos explotaran a las mujeres, vivieran a su costa, se ensañaran con ellas y las abandonasen después de haberlas succionado como sanguijuelas. Por este motivo creo que, al llevarles a la trilogía, destacó notas relativas a su sexualidad. Bernardino Santín, copista del Prado que decide casarse con Esther para sacarle el dinero y vivir a su costa, es impotente; Vidal, gallo mujeriego en La busca pasa a señoritingo en Mala hierba; entonces confiesa a su primo Manuel que ya no tiene más que tres queridas y añade con cinismo que le ronda un marqués; su masculinidad queda en entredicho. El caso del gordo Bonifacio Mingote es de signo contrario. La presentación sugiere el tipo homosexual yendo y viniendo “envuelto en un mantón de mujer accionando con un junquillo en la mano derecha” (I, MH, p.297), pero este personaje que comulga con las ideas anarco-filantrópico-colectivistas, y dice desconocerse a sí mismo, resulta ser un gran farsante capaz de hacer proposiciones indecentes a las mujeres delante de sus maridos:
“Contaba las queridas a pares, cada una con dos o tres pequeños Mingotes.” (I, M.H., p. 404)
y las organiza en ejército de pordioseras y sablistas a cuya costa vive; prostituye a las hijas al igual que la Coronela; organiza bailes a duro la entrada y, a su término, rifa la hija de una de sus queridas. La nota paródica se encuentra al final; por medio de Roberto Hastings nos enteramos en Aurora Roja que Mingote ya es otro, pues “vive con una mujer que le pega y le hace barrer la casa”. (I, A.R., p.635).
Frente a los golfos, hay un personaje que sincretiza la figura del vagabundo y se lleva todas la simpatías del autor. Se trata de don Alonso, el inofensivo Hombre Boa, también conocido como Tirirí. Este personaje que recuerda algo a Paradox, se pasa la vida suspirando por tener un rincón. Su tono es jovial, pero dice Baroja “que sonaba a dolorida queja” (I, M.H., p.459). Se pasa la vida esperando que le llegue la buena, pero cuando alguien le pregunta si acarició por fin la buena suerte, responde:
“-- ¿Qué ha de venir? Napoleón se hizo la pascua en Uaterlú, ¿verdad? Pues mi vida es un Uaterlú continuo” (I, M.H., p.457)
Don Alonso es el indígena estoico. Si su vida es ejemplar, su muerte depara una lección terrible: pacta con la sociedad, se hace policía --creía en el orden, aunque a la manera quijotesca--, sustituye a Manuel en la captura del Bizco y halla la muerte en el cometido. El entierro que le propia la sociedad certifica que jamás le llegó la buena:
“Levantaron el hule de la camilla, y poniendole de lado, hicieron que el cadáver cayera desnudo en una oquedad. Y el muerto quedó despatarrado, mostrando sus pobres desnudeces ante la mirada azul, clara y serena del cielo, y los camilleros se fueron a tomar una copa...” (I, A.R., p.587)
Baroja no apura la caracterización de los personajes esporádicos; por lo general se limita a decir que pertenecen al tipo vulgar. De alguno tan singular como el repatriado de Cuba, ni siquiera escribe el nombre, pero basta un detalle para dar indicios de su personalidad: el garrote del repatriado delata su carácter colérico. Así, las muletillas caracterizan al Sr. Canuto, los chistes al Conejo, verdadero bufón. Pasan inmediatamente, pero dejan rastro y ayudan enormemente a dar la sensación de vida que, como pedía Henry James, debe producir la novela.
En una obra dedicada al tema de la lucha por la vida, donde la mayoría de los personajes fueron concebidos a priori como detritus de la sociedad, la animalización predominará en su imaginería. Esta técnica caracterizadora, usada desde antigüo, proporciona mediante una imagen de fácil identificación determinada proyección del personaje, y resulta imprescindible para que el lector constate con rapidez los deterioros que ha sufrido en su espiritualidad o en su apariencia humana.
Al policía Ortiz la animalización define su figura y el comportamiento:
“En su figura había algo de los agresivo de un perro de presa y de lo feroz de un jabalí” (I, M.H., p.499)
“Ortiz era un polizonte enamorado de su profesión. Su padre lo había sido también, y el instinto de persecución era en él tan fuerte como en los perros de caza” (I, M.H., p. 501)
En consecuencia, cuando Ortiz emprenda la captura del Bizco, la persecución del criminal parecerá la del cazador al animal acosado: ambiente, espacio y personajes darán la impresión de una cruenta escena de caza.
Las imágenes animalizadoras abundan también en la caracterización de los personajes femeninos. De la Petra se destaca su testarudez de mula; Vidal dirá de la Escandalosa que es una vieja zorra; a la Niña Chucha le caracteriza el apodo; Blasa es un hipopótamo malhumorado. Al presentar el tipo machuno de Fanny, Baroja comenta que “tenía algo de la belleza desgarbada de un caballo de carrera” (I, L.B., p. 299).
En la trilogía abundan criadas y prostitutas. Baroja, al margen de sus veleidades románticas, creía que la mujer es un sexo que se vende y que a la mujer pobre sólo le quedan dos salidas; el servicio doméstico y la calle. Las venus demóticas, las vestales del arroyo, son de una fealdad terrible; por su oficio se comparan a los gatos:
“Nosotras somos como los gatos –decía la Mellá—cazamos de noche y dormimos de día” (I, L.B., p.353)
Para estas mujeres, como subrayé en otro lugar, la lucha por la vida se resume en “la busca y captura del cabrito”.[xvii]
Los anarquistas de Baroja son, en tierra, como los piratas y aventureros del mar: seres patibularios. De Prats hace la siguiente descripción:
“Era un hombre bajo, barbudo, con una cara de pirata berberisco, de un color bronceado, con rayas y vetas negruzcas, Tenía este hombre pelos en toda la cara, alrededor de los ojos, en la nariz aguileña, en las orejas. Con su aspecto terrible, su manera de hablar ronca, las manos de oso, peludas y deformes, imponía.” (I, A.R., p.555)
El autor destaca la soberbia jacobina de unos, el espíritu revanchista de otros y, en líneas generales, la animalidad de una busca encaminada a sacudirse el yugo de la autoridad sin que ninguno de ellos muestre la inteligencia suficiente para imaginar qué clase de sociedad sustituirá a la que condenan. Pese a algunos retratos individuales como el ya citado, predomina la caracterización colectiva; veamos la descripción del mitin de la calle Barbieri:
“Había rostros irregulares, angulosos, de expresión brutal, frentes estrechas y deprimidas, caras amarillentas o cetrinas, mal barbadas, llenas de lunares; cejas torvas, bajo las cuales brillaba una mirada negra. Y sólo de trecho en trecho alguna cara triste, plácida, de hombre ensimismado y soñador...” (I, A.R. p. 610)
Si comparamos esta descripción con la de Prats notamos que no hay variantes importantes: las pinceladas que allí se concentraban, ahora están dispersas; los colores esenciales de la paleta prevalecen para, agrupados, cuajar la imagen del establo:
“El público, aburrido, hablaba en voz alta, y algunos chuscos en el gallinero relinchaban con gran maestría.” (I, A.R. p. 610)
El ojo impresionista del autor converge sobre la dispersión de miembros humanos para construir –mediante procedimiento similar al recientemente visto—la imagen de la multitud deforme que encarnan los indígenas de la Doctrina:
“Era aquello un cónclave de mendigos, un conciliábulo de Corte de los Milagros. Las mujeres ocupaban casi todo el patio; en un extremo, cerca de una capilla, se amontonaban los hombres; no se veían más que caras hinchadas, de estúpida apariencia, narices inflamadas y bocas torcidas; viejas gordas y pesadas como ballenas melancólicas; viejezuelas esqueléticas de boca hundida y nariz de ave rapaz; mendigas vergonzantes con la barba rugosa, llena de pelos, y la mirada entre irónica y huraña; mujeres jóvenes, flacas y extenuadas, desmelenadas y negras; y todas, viejas y jóvenes, envueltas en trajes raídos, remendados, zurcidos y vueltos a remendar hasta no dejar una pulgada sin su remiendo.” (I, L.B.. p. 291)
La imagen elegida no es arbitraria; está en relación directa con el binomio ambiente-espacio. Al hablar del espacio en la trilogía[xviii] dije que la gusanera es una de las imágenes preferidas de Baroja para describir el espacio de los pobres y Baroja no podía utilizar otra al describir la Doctrina:
“Y todo aquel montón de mendigos, revuelto, agitado, palpitante, bullía como una gusanera.” (I, L.B.. p. 291)
En Mala Hierba presentará a la misma multitud como rebaño que usureros, caseros, abogados y policías conducen “hacia el matadero de la justicia” (I, M.H.. p. 497). Baroja también transmuta la imagen noble de la justicia en la de una vieja arpía. Del rey, sin atreverse a mucho, destaca su aire fatigado e inexpresivo. Y el Libertario, que no tiene pelos en la lengua, ofrece esta imagen del Congreso de los Diputados:
“-- ¿Vosotros habéis visto la jaula de monos del Retiro?... Pues una cosa parecida... Uno toca la campana, el otro come caramelos, el otro grita...
-- ¿Y el Senado?
--¡Ah! Esos son los viejos chimpancés..., muy respetables.” (I, A.R.. p. 574)
Si las imágenes animalizadoras subrayan la ausencia de humanidad en los personajes citados, las cosificadoras niegan el ser mismo, la vida. La cosificación también depende del binomio espacio-ambiente. Suponemos que un baile es un acto alegre, pero el de carnaval que se celebra en el Frontón sugiere la imagen del funeral. La luz es espectral, las máscaras son “muñecos con ojos de aburrimiento o de cólera”; el baile da la impresión de ser una danza de la muerte:
“Se generalizó el baile; a la luz fría y cruda de los arcos voltaicos se veía a las parejas dando vueltas, hombres y mujeres, todos muy graves, muy estirados, tan fúnebres como si asistieran a un entierro.” (I, M.H.. p. 447)
Con los mismos procedimientos descriptivo presenta la escena en que un público de golfos, trasnochadores y coristas asiste a la ejecución de un soldado. Del furgón donde llevan al reo “bajaron tres figuras que parecían muñecos”. Los ocho soldados de caballería en el momento de la ejecución, “moviéndose de lado, como animal de muchas patas, anduvieron algunos metros” (I, M.H.. p. 486). En el laberinto de La lucha por la vida parece como si Baroja hubiese querido mostrar su visión del mundo a través del ojo del Minotauro.
LA FUNCIÓN NOVELESCA
Baroja presenta en su trilogía una multitud de personajes, pero su relación con el conjunto es desigual; mientras la función novelesca de unos es precisa, la de otros parece desvaída si acaso existe. Ricardo Gullón explicó hace tiempo el concepto de la función novelesca:
“El concepto de función pudiera servir para distinguir entre personaje secundario y mero comparsa; eliminado aquél, la novela sería distinta; suprimiendo éste, estructura, forma e incidente seguirán siendo como son.”[xix]
Todavía más; para Gullón la existencia de una función será indicativa de que el personaje está logrado. Veamos qué sucede a los personajes de la trilogía que podríamos definir como comparsas. Hay personajes como don Custodio, el Sr. Ignacio, el tío Patas, el Maestro en quienes Baroja se detiene contando vida y milagros; su presencia en la novela se justificaría con el argumento simple de ser familiares o camaradas de algún personaje secundario, pero en realidad están en la novela para formar parte del lienzo que protagoniza el héroe colectivo de los indígenas en la lucha por la vida. En contraste, personajes esporádicos como la Muerte, el Expósito, o el Repatriado de Cuba cumplen, además de la función anterior, otra bien definida: la Muerte desempeña un papel agorero en la gusanera humana de las Injurias así como en la fabulilla del Leandro y la Milagros; el Expósito indica a Manuel la existencia de un espacio concreto –el cuartel de María Cristina, lugar donde la golfería remedia los apuros del hambre--en el que Manuel encuentra a Roberto, y la unión de estos personajes determinará el curso de la trilogía hasta Aurora Roja; el Repatriado de Cuba trae a la novela el tema del “98” sirviendo de portavoz al narrador, cometido en el que será relevado por el Libertario para expresar un enfoque de la visión barojiana del anarquismo, y después por Rebolledo, en cuyo sentido común se apoyará el autor para combatir la dogmática del anarquismo.
La función de la mayor parte de los personajes secundarios de relaciona directamente con las figuras principales. Doña Violante, su prole y Matilde, son “las institutrices” que arrancan de los ojos de Manuel la venda de la inocencia. Vidal actúa como demonio tentador; le arrastra a la golfería y de despierta la necesidad del avío –de tener hembra. Jesús le instruye en el anarquismo y en la rebeldía social. La Baronesa, la madre falsa, encarna la tendencia opuesta al ideario moral de la Petra, la madre auténtica. Mingote es el maestro prestidigitador, cuya función parecida a la del ciego del Lazarillo, concluye cuando el engañador resulta engañado por el discípulo que ha superado el aprendizaje. La Justa funciona como amor de perdición frente a Salvadora, amor de salvación. La polaca Esther es la gran prueba de Roberto Hastings; la obliga a formar parte de un increíble triángulo amoroso con Santín del que escapará Roberto más reafirmado que nunca en su individualismo. El Libertario pone a prueba el anarquismo literario de Juan Alcázar; predica la violencia, y la violencia será el camino que seguirá el Juan desengañado.
Por lo interesante de su función novelesca, estudiaremos a Jesús y a don Alonso por separado. Mediante el primero, Baroja introduce en la trilogía el tema de la justicia social, cuerda de la que don Alonso tira también aunque en términos de transigencia. La función de Jesús consiste en despertar en Manuel la idea de venganza contra la sociedad y de atraerle hacia el ideario anarquista; esta atracción aproxima de tal manera a los personajes que en las última páginas de Mala Hierba a Manuel se le ha pegado hasta la manera de hablar del amigo. Manuel es detenido, junto con don Alonso, por pernoctar en una iglesia; en la dureza de sus palabras encontramos el tono violento de los pensamientos del tipógrafo:
“—¡Qué diría Jesús si estuviera aquí! –murmuró Manuel--. En la casa de Dios, en donde todos son iguales, es un crimen entrar a descansar; el sacristán le entrega a uno a los guardias, los guardias le meten a uno en un cuarto oscuro. ¡Y vaya usted a saber lo que nos harán después! Yo tengo miedo de que nos lleven a la cárcel, si es que no nos ahorcan.” (I, M.H., p.461)
La proximidad entre los dos personajes disminuye en Aurora Roja. A medida que Manuel se aburguesa, se radicaliza el espíritu de violencia en Jesús. La distancia se acentúa hasta que el anarquista, según sabemos denuncia a Manuel como “cochino burgués”. Su función ya está cumplida. Jesús desaparece de la trilogía camino de África.
Don Alonso ejerce una influencia atenuante a las de Vidal y Jesús en Manuel. Pero hay más cosas en la función de este simpático personaje. Los relatos de sus andanzas americanas cumplen otra función estructural: llenar de exotismo y fantasía el espacio gris de los indígenas. Don Alonso también mantiene constantemente en escena el leit-motiv de la busca: la esperanza desesperada que nunca llegará a realizarse ni para él ni para quienes están a su nivel. Respecto de Manuel, no sólo actúa como el buen consejero, guía y compañero; por exigencias de la trama le sustituye en la captura del Bizco. Y el giro no es gratuito, porque de esta manera Baroja une el impresionante final del hombre primitivo y criminal con el del hombre bueno, mostrando por y en ambas muertes lo infructuoso de la lucha por a vida de los desposeídos. Y, sin embargo, héroes son, pues, héroe es aquel que, en vez de someterse y resignarse, lucha con el destino, gane o pierda la partida.
[i] Revisión del estudio “La creación del héroe colectivo en “La lucha por la vida” de D. Pío Baroja” publicado en CADUP-Estudios, Centro de Tortosa de la UNED, Tortosa, 1987 [ii] Todas mis citas de Baroja son de Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1946. Precisaré el volumen, iniciales de la novela y la página.[iii] Stendhal, A collection of Critical Essays, edited by Victor Bombert, Prentice-Hall, Inc. (Englewood Cliffs, N.J., 1962). Incluye un ensayo de Martín Turnell titulado “Le rouge et le noir” donde estudia los símbolos de la pared y el de las fortificaciones que separa los mundos de los privilegiados de los que no lo son.[iv] Véase mi estudio “Miseria y parodia galdosiana de la Restauración”, Insula, nº 291 (feb., 1971), pp. 4-5.[v] Ricardo Gullón, Direcciones del modernismo, 2ª edcn., amp., Gredos (Madrid, 1971) p. 68.[vi] Compilación de los escritos de Rubén en su vivencia chilena entre 1866 y 1888. En vida de Rubén hubo una segunda edición en Guatemala (1990) y una tercera --de contenido reducido-- publicada por La Nación en 1905[vii] Ricardo Gullón, op. cit., p.202[viii] Pío Baroja, Obras Completas, Vol. VIII, op. cit., pp.846-47.[ix] I, L.B., pp. 259.[x] Javier Martínez Palacio, “Origen y naturaleza del golfo de La Lucha por la vida”, Ínsula, nº 719, (Noviembre de 2006), pp. 23-25.[xi] Ricardo Gullón, op. cit., p.78[xii] José Alberich, Los ingleses y otros temas de Pío Baroja, Alfaguara (Madrid, 1966), pp. 145 y ss.[xiii] A mi modo de ver, la etapa indigenista de Baroja concluye en Aurora Roja (1904). Con el personaje extranjerizante de La feria de los discretos (1905) se inicia la evolución hacia el exotismo que rápidamente se consagra en Paradox, rey (1906). La desilusión de Paradox con su ambiente que le lleva a tierras lejanas, explica muy bien la de Baroja con lo español. Si el filón indigenista quedaría agotado en La lucha por la vida, permanece en la sensibilidad de don Pío como lo demuestran las Canciones del suburbio.[xiv] Como se ha dicho, el primer ejemplo lo tenemos en el Quintín de La feria de los discretos; después viene Paradox. El Hurtado de El árbol de la ciencia es, por todos los conceptos, el “extranjero” en su propia sociedad. En Las inquietudes de Shanti Andía Juan de Aguirre muere en la aldea de Luzaro completamente desconocido de sus paisanos y tomado por extranjero.[xv] Clover Pertinez, “Pío Baroja e Inglaterra”, Índice de Artes y Letras, núms.. 70-71 (Enero-Febrero, 1954), p.28[xvi] George Portnoff, La novela rusa en España, El Instituto de las Españas, Columbia University (New York, 1932) pp. 213 y ss.[xvii] Véase mi trabajo “Las mujeres de La lucha por la vida” en El Urogallo, Año III, nº 15 (Mayo-Junio, 1972), pp. 106-110.[xviii] Véase mi trabajo “La creación del espacio en La lucha por la vida” e Sin Nombre (Puerto Rico), vol. II, nº 4 (1972), pp. 33-38.[xix] Ricardo Gullón, Técnicas de Galdós, Taurus (Madrid, 1970), p. 198.
viernes, 29 de agosto de 2008
RICARDO GULLÓN CUMPLE CIEN AÑOS
Viajaba dos veces por año a Madrid, en la primavera y en el otoño, estaciones en las que, según él, la Capital lucía espléndida. Se hospedaba en casa de su suegra, doña Luisa Pintueles, también mi abuela y madrina. Cuando viajaba con la tía Luisa, hermana de mi madre, siempre traían los famosos rollos de chocolatinas Nestlé para mis dos hermanas y para mi y, si venía sólo, chucherías y algunos duros.
Mis padres vivían en la misma casa cuatro pisos más arriba, pero yo comía siempre en el piso de la abuela para acompañarla. El tío Ricardo se tomó a pecho darme las comidas repitiendo las lecciones de urbanidad que yo oía en casa y para las que, al parecer, era duro de mollera: ponte derecho, no pongas los codos sobre la mesa, corta con el cuchillo y no con el tenedor, no abras la boca al masticar... lecciones que concluían siempre cuando la sirvienta le ponía delante una naranja Washington, para él la reina de las naranjas; entonces yo me dedicaba, ya tranquilo y pacífico, al disfrute de la Santa Teresita dulce que venía envuelta en papel de seda.
Por las tardes y noches no se le esperaba. Iría ver a don Enrique Canito, a la tertulia de Ínsula de la calle Carmen y, sobre todo, al encuentro de sus grandes amigos: el primo Leopoldo Panero, Luis Rosales, José Antonio Maravall, Luis Felipe Vivanco y Luis Alonso Luengo...
Tenía 14 años cuando en vez de las chocolatinas me regaló el Libro de las Misiones de Ortega y la novela Su único hijo de Clarín diciendo: "Para que dejes las novelitas del oeste y leas cosas que te formen." Sus sugerencias me parecían órdenes, así que leí el libro de Ortega con unción, pero sin entender ni jota; la novela fue un pelín más llevadera, pero no había color entre el Bonis acongojado y los héroes de J. Mallorquí, M. L. Estefanía, Alf Manz y no digamos Zane Gray, cuyas novelas solía leer por las noches con linterna bajo la frazada de la cama. Pasados los años entendí que Ortega habría sido feliz como Defensor de la Fe del Nepotismo Ilustrado en la España de Carlos III o gran Rector de una universidad elitista. En cuanto a Su único hijo –si dejamos a un lado la planilla del Ulises y la cuestión religiosa-- me parecería una sutil trasposición paródica de la España Isabelina y de Francisco de Asís, algo en lo que quise bucear, pero no me ahogué.
En los veranos que pasábamos en Miyares (Asturias) continuaba mi instrucción. Aún recuerdo la mañana en que puso en mis manos Castilla de Azorín y un diccionario para que consultara las muchísimas palabras que, de seguro, no iba a entender; también me dejó El Adolescente de Dostoievski para los descansos. Masoquista yo, al cumplir los 15 años le pedí por carta que me recomendara nuevas lecturas y me aficionó a los novelistas rusos de finales del s. XIX.
A mis 17 estaba decidido a estudiar Filosofía y Letras, pero mi padre, antes de salir de casa para matricularme, me puso el dinero en la mano diciendo: "Matricúlate en lo que quieras, Filosofía o Derecho; al primer suspenso en latín dejas de estudiar." Llegué a la universitaria sumido en mi particular hesitación hamletiana, pero como papá no había mentado los posibles suspensos en Derecho, decidí ingresar en la Facultad que un año antes funcionaba en la Calle de San Bernardo.
Mientras estudiaba Derecho, y por consejo del tío para mis ratos libres, acudía a las clases de literatura española para estudiantes extranjeros que Carlos Bousoño daba con enorme éxito en la Facultad de Filosofía y Letras, curso que también me permitía conectar con la juventud foránea, evento no muy frecuente en la segunda mitad de los años cincuenta del siglo pasado, en aquel tiempo de silencio.
La literatura fructificaba en mi y no tardé en publicar mis primeros cuentos bajo seudónimo en Flores y Abejas (de Guadalajara), y artículos ya con mi nombre en La Noche de Santiago, La Voz de España de San Sebastián y el Faro de Vigo, en estos dos últimos por mediación de mi padre. El tío Ricardo ya se había ido a América llamado por su viejo amigo Juan Ramón, pero me hizo el obsequio de facilitarme la enorme biblioteca de su casa madrileña para leer los libros que me apetecieran. Allí encontré los de Francisco Ayala y publiqué en el Faro de Vigo el primer artículo –o uno de los primeros-- que se dedicaron a los cuentos y novelas del gran escritor en la España de posguerra, lo que el mismo Ayala me agradeció por carta desde Puerto Rico
El tío Ricardo me había ofrecido pasar un año en América con él. Ya había cumplido con mi padre terminando la carrera de Derecho y ahora quería correr esa aventura. No es que mi padre y el tío tiraran de mi para distintos lados. La relación entre ellos fue siempre estupenda, pues, mi vocación literaria también tenía arranque en mi abuelo paterno Augusto, procurador y varias veces alcalde, escritor y propietario del Heraldo del Bierzo y de otros periódicos--, su hermano Francisco Martínez Ramírez, bien conocido en su tiempo, y mi primo Javier M. de Padilla, un corresponsal de guerra moderno cuyas crónicas publicaba La Vanguardia de Barcelona.
Hablaré de lo bien que se llevaban los dos cuñados. La gente menuda que veraneaba en Miyares tenía prohibido, bajo amenaza de ponernos contra la pared, coger los frutos de unos perales pequeños y esqueléticos que más parecían sarmientos gigantes, aunque daban unas peras de agua de al menos medio quilo cada ejemplar, cada dos años, que los cuñadísimos se reservaban para los desayunos. En los atardeceres lluviosos se liaban a contar chistes y a cantar coplas del siguiente tenor: Sisebuto era un rey godo / natural de Sabalell / y al cumplir los cinco años / tenía barba hasta los pies... Alguno ponía una vieja bacinilla de metal sobre la cabeza y dirigía el orfeón con el palo de una escoba mientras nosotros abríamos la boca cerrando los ojos y mirando hacia arriba por si nos caía del cielo un fantástico terrón de azúcar.
La hazaña de los pasteles tampoco se me va de la cabeza. Mi padre viajaba desde Madrid a Miyares para celebrar el cumpleaños del tío Ricardo el 31 de agosto, debiendo llegar ese mismo día. Con tal motivo, mi abuela le encargó que comprara una buena bandeja de pasteles en alguna de las reposterías de Oviedo. Mi padre hizo el recado y luego se fue a coger el tren de los Ferrocarriles Económicos de Asturias. Resultó que se durmió y despertó cuando el convoy había rebasado la estación de Villamayor –en la que se tenía que bajar y le iban a recoger-- y llegaba a la de Sebares. Mi padre, sin duda resignado, se bajó del tren e hizo a pie y subiendo --desde La Barquera-- los más de cinco kilómetros que le separaban de Miyares, por supuesto, con la maleta en una mano y la bandeja de pasteles en la otra. Es posible imaginar las cuchufletas y el jolgorio que se armó ante la sorpresa de su llegada. Mi padre siempre cumplía. Lo malo fue que los mayores nos sacaron a los menores a jugar al soportal; ellos se encerraron en la casa y no nos dieron a probar ni uno de los pasteles.
La llegada de Ricardo Gullón a la Universidad de Texas en Austin como profesor visitante tuvo lugar en el Curso 1960-61 y sus clases causaron sensación. La Universidad se planteó su permanencia de inmediato y sólo un profesor del Departamento de Lenguas Románicas, el Dr. Williams, votó en contra aunque, muy honesto, le explicó el motivo de su voto: había crecido académicamente al lado de Federico García de Onís y este le había hecho la vida tan miserable que se había jurado no volver a encontrarse con otro español. Terminaron siendo amigos.
La buena conversación, el culto a la amistad, su amor a todas las disciplinas del arte y su bonhomía le llenaron la lista de amigos íntimos, algunos de la talla excepcional de Allen W. Phillips, otros como el venerable Thomas P. Harrison, 43 años deslumbrantes en el Departamento de Inglés de la UT-,y los franceses Michel Dassonville –estudioso del poeta Ronsard-, Roger Shattuck, autor del famoso libro Binoculars on Proust y Raphael Levy - en quien descansaba parte del prestigio europeo de la U. de Texas.
En Texas se sentía magníficamente. Nada extraño porque si el Canciller Harry Hunt Ranson estaba a la cabeza de la Universidad, al frente del Departamento de Lenguas Románicas había otro jefe de enorme categoría, el Dr. Theodore Andersson, una autoridad en el tema de la enseñanza bilingüe y un gran gestor que había reunido un conjunto de profesores que hicieron brillar al Departamento de Lenguas Románicas como uno de los mejores de Estados Unidos; esos profesores, además de Ricardo Gullón y los citados franceses, eran George D. Shade, Douglas Rogers, Mildred Boyer, los hispanos Ramón Martínez López, Luis Arocena, y el historiador y activista cultural que es y sigue siendo Pablo Beltrán de Heredia –quien representaba simbólicamente al grupo de amigos de Santander y del grupo Proel, de Julio Maruri, José Hierro, José Luis Hidalgo, Aurelio Cantalapiedra, Enrique Sordo, Manuel Arce, Carlos Salomón, y otros.
Tampoco tardé en comprobar el respeto que el tío había generado entre los estudiantes, pues no sólo los mejores se matriculaban en sus cursos sino que, entre ellos, no pocos habían acudido a la universidad tejana desde otros Estados para estudiar con él. El grupo al que yo pertenecía lo formaban Agnes Moncy, Adelaida López Buenaño, Matilde Shade, Lucy Costen, Roberta Fernández (novelista además de profesora), Reymundo Marín (actual Presidente de un College en California), el poeta Orlando Rossardi, grupo al que no tardaría en incorporarse su hijo Germán Gullón.
Austin vivió momentos espléndidos con los homenajes a Unamuno, Rubén Dario, Antonio Machado y Valle Inclán que tuvieron como inspirador a don Ricardo. Recuerdo que por consejo de Pablo Beltrán, la universidad imprimió unos póster del gallego con la famosa fotografía en la que luce gafas redondas y las famosos barbas de chivo. Los póster se ataron con cuerdas a la mayoría de los árboles próximos a Batts Hall, el edificio de Románicas; a la mañana siguiente habían abandonado los árboles y pasado a los dormitorios de los estudiantes.
Las visitas de Emilio Alarcos, Manuel García Blanco, J. L. Borges, Américo Castro, Ildefonso Manuel de Gil, Francisco Ayala, Joaquín González Muela, Ana María Matute, Antonio Ferres, Ángel González y otras figuras de la literatura en lengua castellana o de su historiografía, salpimentaban la rutina diaria tanto como las películas del Fernando Arrabal que se proyectaban en el cine-club universitario, la guitarra de Carlos García Montoya, los recitales poéticos de Alberto Lacerda o de los hermanos Haroldo y Augusto Campos, y las canciones de Joan Báez.
También se vivieron momentos chuscos, pero no menos celebrados como el divertido originado por un platense y un europeo enamorados perdidamente de un latino de ojos verdes quien resultaba ser una bendita persona. La disputa concluyó cuando el europeo, que era completamente calvo, mondo y lirondo, encontró un peine en su cajetín del correo departamental. El ofendido armó el Cristo y en uno de sus momentos desaforados fue a la oficina del tío para hablar del otro y de otros. Don Ricardo le agarró por las solapas y tirando de ellas le sacó al pasillo con el siguiente recado: “Ni se le ocurra volver a mi despacho para hablar mal de un colega”. El respeto al compañero y el culto a la amistad era religión para don Ricardo hasta el punto de que cuando alguno de sus amigos no destacaba en el ateneo literario siempre decía: “Es una gran persona; muy buena persona”.
Llegó a la Universidad de Texas un Presidente poco o nada proclive a las Humanidades. Lo demostró al decir que James Street, --por entonces quarterback (QB) del equipo de fútbol americano -- hacía mejor trabajo para la universidad que algunos profesores. Parece que se señaló de modo cizañero a William A. Arrowsmith, jefe del Departamento de Lenguas Clásicas como uno de los aparentes infecundos, pues, su Departamento sólo había generado tres nuevos doctores en varios años, lo que originó la respuesta rotunda del antiguo y célebre asesor del Presidente Kennedy: “Quizás hemos doctorado a demasiado estudiantes”. Poco después se marchaba a la Universidad de Boston regida por John R. Silber, inolvidable Decano de Artes y Ciencias de la U. de Texas que había contribuido a su engrandecimiento con unas exigencias de calidad extrema en el reclutamiento del profesorado. El éxodo del Dr. Arrowsmith --también se llevó la revista Arion, icono de la crítica de la literatura clásica y sus traducciones-- y el posterior de Ricardo Gullón y de algunos otros profesores cualificados, la división del Departamento de Románicas y el cese del Dr. Andersson, contribuyeron a poner punto final a una década particularmente gloriosa de los estudios literarios en la Universidad de Texas.
Ricardo Gullón había conocido muy bien la crítica literaria impresionista de plumas como la de Azorín, a quien bastaba definir la grandeza de las imágenes poéticas de Garcilaso de la Vega diciendo que tenía el arte del aurífice y del joyero. Al estudiar Derecho, Ricardo Gullón se libró del academicismo retórico y de los mamotretos de fechas y nombre de aquellos profesores de Letras que, como decía Lorca, matan la poesía todos los días y a la misma hora. Pero Gullón siempre estuvo atento a las modernas corrientes que encauzaban la crítica literaria, no dudando tampoco en bucear –por ejemplo--en la física para teorizar sobre el espacio en las novelas o los espejos en la poesía. Ricardo Gullón estudió e hizo estudiar las obras a través del texto, de sus imágenes; decía que toda obra depende de la lógica de sus imágenes; estudiar su interrelación y significado revelaría las pautas de la creación y la estructura de las obras. Sus seminarios sobre Galdós, la poesía de Machado o de Juan Ramón, Fortunata y Jacinta, La Regenta, las nivolas de Unamuno, El Jarama o Tiempo de Silencio de Luis Martín Santos se desarrollaban en medio de la admiración de sus alumnos que no pocas veces expresaban con aplausos.
Estuvo entre los primeros en conocer el estructuralismo, pero, sin excluir la lectura de los franceses, fue directamente a los formalistas rusos --Shklovsky, Jakobson--, a Vladimir Propp, y pienso que su marcha de Texas se debió no sólo a lo anteriormente narrado y a una invitación irrechazable de la Universidad de Chicago, sino al deseo de conocer de cerca a la famosa Escuela de Chicago que guiaba a la mejor crítica literaria del momento. En todo caso, su hijo, Germán Gullón, ha sido quien mejor ha expuesto su trayectoria crítica y a él me remito, pues, su artículo excelente se puede leer en Internet[1]. Ricardo Gullón no sólo ha sido un maestro de recuerdo inolvidable. Sus libros continúan siendo un modelo inspirador de plena actualidad. Por eso cumple 100 años.
[1] Germán Gullón, “Carácter de la trayectoria crítica de Ricardo Gullón”, ANALES GALDOSIANOS, años XXVII-XXVIII, 1992/93, pp. 15-20. ( Bibliotca Virtual Miguel de Cervantes). ´
Viajaba dos veces por año a Madrid, en la primavera y en el otoño, estaciones en las que, según él, la Capital lucía espléndida. Se hospedaba en casa de su suegra, doña Luisa Pintueles, también mi abuela y madrina. Cuando viajaba con la tía Luisa, hermana de mi madre, siempre traían los famosos rollos de chocolatinas Nestlé para mis dos hermanas y para mi y, si venía sólo, chucherías y algunos duros.
Mis padres vivían en la misma casa cuatro pisos más arriba, pero yo comía siempre en el piso de la abuela para acompañarla. El tío Ricardo se tomó a pecho darme las comidas repitiendo las lecciones de urbanidad que yo oía en casa y para las que, al parecer, era duro de mollera: ponte derecho, no pongas los codos sobre la mesa, corta con el cuchillo y no con el tenedor, no abras la boca al masticar... lecciones que concluían siempre cuando la sirvienta le ponía delante una naranja Washington, para él la reina de las naranjas; entonces yo me dedicaba, ya tranquilo y pacífico, al disfrute de la Santa Teresita dulce que venía envuelta en papel de seda.
Por las tardes y noches no se le esperaba. Iría ver a don Enrique Canito, a la tertulia de Ínsula de la calle Carmen y, sobre todo, al encuentro de sus grandes amigos: el primo Leopoldo Panero, Luis Rosales, José Antonio Maravall, Luis Felipe Vivanco y Luis Alonso Luengo...
Tenía 14 años cuando en vez de las chocolatinas me regaló el Libro de las Misiones de Ortega y la novela Su único hijo de Clarín diciendo: "Para que dejes las novelitas del oeste y leas cosas que te formen." Sus sugerencias me parecían órdenes, así que leí el libro de Ortega con unción, pero sin entender ni jota; la novela fue un pelín más llevadera, pero no había color entre el Bonis acongojado y los héroes de J. Mallorquí, M. L. Estefanía, Alf Manz y no digamos Zane Gray, cuyas novelas solía leer por las noches con linterna bajo la frazada de la cama. Pasados los años entendí que Ortega habría sido feliz como Defensor de la Fe del Nepotismo Ilustrado en la España de Carlos III o gran Rector de una universidad elitista. En cuanto a Su único hijo –si dejamos a un lado la planilla del Ulises y la cuestión religiosa-- me parecería una sutil trasposición paródica de la España Isabelina y de Francisco de Asís, algo en lo que quise bucear, pero no me ahogué.
En los veranos que pasábamos en Miyares (Asturias) continuaba mi instrucción. Aún recuerdo la mañana en que puso en mis manos Castilla de Azorín y un diccionario para que consultara las muchísimas palabras que, de seguro, no iba a entender; también me dejó El Adolescente de Dostoievski para los descansos. Masoquista yo, al cumplir los 15 años le pedí por carta que me recomendara nuevas lecturas y me aficionó a los novelistas rusos de finales del s. XIX.
A mis 17 estaba decidido a estudiar Filosofía y Letras, pero mi padre, antes de salir de casa para matricularme, me puso el dinero en la mano diciendo: "Matricúlate en lo que quieras, Filosofía o Derecho; al primer suspenso en latín dejas de estudiar." Llegué a la universitaria sumido en mi particular hesitación hamletiana, pero como papá no había mentado los posibles suspensos en Derecho, decidí ingresar en la Facultad que un año antes funcionaba en la Calle de San Bernardo.
Mientras estudiaba Derecho, y por consejo del tío para mis ratos libres, acudía a las clases de literatura española para estudiantes extranjeros que Carlos Bousoño daba con enorme éxito en la Facultad de Filosofía y Letras, curso que también me permitía conectar con la juventud foránea, evento no muy frecuente en la segunda mitad de los años cincuenta del siglo pasado, en aquel tiempo de silencio.
La literatura fructificaba en mi y no tardé en publicar mis primeros cuentos bajo seudónimo en Flores y Abejas (de Guadalajara), y artículos ya con mi nombre en La Noche de Santiago, La Voz de España de San Sebastián y el Faro de Vigo, en estos dos últimos por mediación de mi padre. El tío Ricardo ya se había ido a América llamado por su viejo amigo Juan Ramón, pero me hizo el obsequio de facilitarme la enorme biblioteca de su casa madrileña para leer los libros que me apetecieran. Allí encontré los de Francisco Ayala y publiqué en el Faro de Vigo el primer artículo –o uno de los primeros-- que se dedicaron a los cuentos y novelas del gran escritor en la España de posguerra, lo que el mismo Ayala me agradeció por carta desde Puerto Rico
El tío Ricardo me había ofrecido pasar un año en América con él. Ya había cumplido con mi padre terminando la carrera de Derecho y ahora quería correr esa aventura. No es que mi padre y el tío tiraran de mi para distintos lados. La relación entre ellos fue siempre estupenda, pues, mi vocación literaria también tenía arranque en mi abuelo paterno Augusto, procurador y varias veces alcalde, escritor y propietario del Heraldo del Bierzo y de otros periódicos--, su hermano Francisco Martínez Ramírez, bien conocido en su tiempo, y mi primo Javier M. de Padilla, un corresponsal de guerra moderno cuyas crónicas publicaba La Vanguardia de Barcelona.
Hablaré de lo bien que se llevaban los dos cuñados. La gente menuda que veraneaba en Miyares tenía prohibido, bajo amenaza de ponernos contra la pared, coger los frutos de unos perales pequeños y esqueléticos que más parecían sarmientos gigantes, aunque daban unas peras de agua de al menos medio quilo cada ejemplar, cada dos años, que los cuñadísimos se reservaban para los desayunos. En los atardeceres lluviosos se liaban a contar chistes y a cantar coplas del siguiente tenor: Sisebuto era un rey godo / natural de Sabalell / y al cumplir los cinco años / tenía barba hasta los pies... Alguno ponía una vieja bacinilla de metal sobre la cabeza y dirigía el orfeón con el palo de una escoba mientras nosotros abríamos la boca cerrando los ojos y mirando hacia arriba por si nos caía del cielo un fantástico terrón de azúcar.
La hazaña de los pasteles tampoco se me va de la cabeza. Mi padre viajaba desde Madrid a Miyares para celebrar el cumpleaños del tío Ricardo el 31 de agosto, debiendo llegar ese mismo día. Con tal motivo, mi abuela le encargó que comprara una buena bandeja de pasteles en alguna de las reposterías de Oviedo. Mi padre hizo el recado y luego se fue a coger el tren de los Ferrocarriles Económicos de Asturias. Resultó que se durmió y despertó cuando el convoy había rebasado la estación de Villamayor –en la que se tenía que bajar y le iban a recoger-- y llegaba a la de Sebares. Mi padre, sin duda resignado, se bajó del tren e hizo a pie y subiendo --desde La Barquera-- los más de cinco kilómetros que le separaban de Miyares, por supuesto, con la maleta en una mano y la bandeja de pasteles en la otra. Es posible imaginar las cuchufletas y el jolgorio que se armó ante la sorpresa de su llegada. Mi padre siempre cumplía. Lo malo fue que los mayores nos sacaron a los menores a jugar al soportal; ellos se encerraron en la casa y no nos dieron a probar ni uno de los pasteles.
La llegada de Ricardo Gullón a la Universidad de Texas en Austin como profesor visitante tuvo lugar en el Curso 1960-61 y sus clases causaron sensación. La Universidad se planteó su permanencia de inmediato y sólo un profesor del Departamento de Lenguas Románicas, el Dr. Williams, votó en contra aunque, muy honesto, le explicó el motivo de su voto: había crecido académicamente al lado de Federico García de Onís y este le había hecho la vida tan miserable que se había jurado no volver a encontrarse con otro español. Terminaron siendo amigos.
La buena conversación, el culto a la amistad, su amor a todas las disciplinas del arte y su bonhomía le llenaron la lista de amigos íntimos, algunos de la talla excepcional de Allen W. Phillips, otros como el venerable Thomas P. Harrison, 43 años deslumbrantes en el Departamento de Inglés de la UT-,y los franceses Michel Dassonville –estudioso del poeta Ronsard-, Roger Shattuck, autor del famoso libro Binoculars on Proust y Raphael Levy - en quien descansaba parte del prestigio europeo de la U. de Texas.
En Texas se sentía magníficamente. Nada extraño porque si el Canciller Harry Hunt Ranson estaba a la cabeza de la Universidad, al frente del Departamento de Lenguas Románicas había otro jefe de enorme categoría, el Dr. Theodore Andersson, una autoridad en el tema de la enseñanza bilingüe y un gran gestor que había reunido un conjunto de profesores que hicieron brillar al Departamento de Lenguas Románicas como uno de los mejores de Estados Unidos; esos profesores, además de Ricardo Gullón y los citados franceses, eran George D. Shade, Douglas Rogers, Mildred Boyer, los hispanos Ramón Martínez López, Luis Arocena, y el historiador y activista cultural que es y sigue siendo Pablo Beltrán de Heredia –quien representaba simbólicamente al grupo de amigos de Santander y del grupo Proel, de Julio Maruri, José Hierro, José Luis Hidalgo, Aurelio Cantalapiedra, Enrique Sordo, Manuel Arce, Carlos Salomón, y otros.
Tampoco tardé en comprobar el respeto que el tío había generado entre los estudiantes, pues no sólo los mejores se matriculaban en sus cursos sino que, entre ellos, no pocos habían acudido a la universidad tejana desde otros Estados para estudiar con él. El grupo al que yo pertenecía lo formaban Agnes Moncy, Adelaida López Buenaño, Matilde Shade, Lucy Costen, Roberta Fernández (novelista además de profesora), Reymundo Marín (actual Presidente de un College en California), el poeta Orlando Rossardi, grupo al que no tardaría en incorporarse su hijo Germán Gullón.
Austin vivió momentos espléndidos con los homenajes a Unamuno, Rubén Dario, Antonio Machado y Valle Inclán que tuvieron como inspirador a don Ricardo. Recuerdo que por consejo de Pablo Beltrán, la universidad imprimió unos póster del gallego con la famosa fotografía en la que luce gafas redondas y las famosos barbas de chivo. Los póster se ataron con cuerdas a la mayoría de los árboles próximos a Batts Hall, el edificio de Románicas; a la mañana siguiente habían abandonado los árboles y pasado a los dormitorios de los estudiantes.
Las visitas de Emilio Alarcos, Manuel García Blanco, J. L. Borges, Américo Castro, Ildefonso Manuel de Gil, Francisco Ayala, Joaquín González Muela, Ana María Matute, Antonio Ferres, Ángel González y otras figuras de la literatura en lengua castellana o de su historiografía, salpimentaban la rutina diaria tanto como las películas del Fernando Arrabal que se proyectaban en el cine-club universitario, la guitarra de Carlos García Montoya, los recitales poéticos de Alberto Lacerda o de los hermanos Haroldo y Augusto Campos, y las canciones de Joan Báez.
También se vivieron momentos chuscos, pero no menos celebrados como el divertido originado por un platense y un europeo enamorados perdidamente de un latino de ojos verdes quien resultaba ser una bendita persona. La disputa concluyó cuando el europeo, que era completamente calvo, mondo y lirondo, encontró un peine en su cajetín del correo departamental. El ofendido armó el Cristo y en uno de sus momentos desaforados fue a la oficina del tío para hablar del otro y de otros. Don Ricardo le agarró por las solapas y tirando de ellas le sacó al pasillo con el siguiente recado: “Ni se le ocurra volver a mi despacho para hablar mal de un colega”. El respeto al compañero y el culto a la amistad era religión para don Ricardo hasta el punto de que cuando alguno de sus amigos no destacaba en el ateneo literario siempre decía: “Es una gran persona; muy buena persona”.
Llegó a la Universidad de Texas un Presidente poco o nada proclive a las Humanidades. Lo demostró al decir que James Street, --por entonces quarterback (QB) del equipo de fútbol americano -- hacía mejor trabajo para la universidad que algunos profesores. Parece que se señaló de modo cizañero a William A. Arrowsmith, jefe del Departamento de Lenguas Clásicas como uno de los aparentes infecundos, pues, su Departamento sólo había generado tres nuevos doctores en varios años, lo que originó la respuesta rotunda del antiguo y célebre asesor del Presidente Kennedy: “Quizás hemos doctorado a demasiado estudiantes”. Poco después se marchaba a la Universidad de Boston regida por John R. Silber, inolvidable Decano de Artes y Ciencias de la U. de Texas que había contribuido a su engrandecimiento con unas exigencias de calidad extrema en el reclutamiento del profesorado. El éxodo del Dr. Arrowsmith --también se llevó la revista Arion, icono de la crítica de la literatura clásica y sus traducciones-- y el posterior de Ricardo Gullón y de algunos otros profesores cualificados, la división del Departamento de Románicas y el cese del Dr. Andersson, contribuyeron a poner punto final a una década particularmente gloriosa de los estudios literarios en la Universidad de Texas.
Ricardo Gullón había conocido muy bien la crítica literaria impresionista de plumas como la de Azorín, a quien bastaba definir la grandeza de las imágenes poéticas de Garcilaso de la Vega diciendo que tenía el arte del aurífice y del joyero. Al estudiar Derecho, Ricardo Gullón se libró del academicismo retórico y de los mamotretos de fechas y nombre de aquellos profesores de Letras que, como decía Lorca, matan la poesía todos los días y a la misma hora. Pero Gullón siempre estuvo atento a las modernas corrientes que encauzaban la crítica literaria, no dudando tampoco en bucear –por ejemplo--en la física para teorizar sobre el espacio en las novelas o los espejos en la poesía. Ricardo Gullón estudió e hizo estudiar las obras a través del texto, de sus imágenes; decía que toda obra depende de la lógica de sus imágenes; estudiar su interrelación y significado revelaría las pautas de la creación y la estructura de las obras. Sus seminarios sobre Galdós, la poesía de Machado o de Juan Ramón, Fortunata y Jacinta, La Regenta, las nivolas de Unamuno, El Jarama o Tiempo de Silencio de Luis Martín Santos se desarrollaban en medio de la admiración de sus alumnos que no pocas veces expresaban con aplausos.
Estuvo entre los primeros en conocer el estructuralismo, pero, sin excluir la lectura de los franceses, fue directamente a los formalistas rusos --Shklovsky, Jakobson--, a Vladimir Propp, y pienso que su marcha de Texas se debió no sólo a lo anteriormente narrado y a una invitación irrechazable de la Universidad de Chicago, sino al deseo de conocer de cerca a la famosa Escuela de Chicago que guiaba a la mejor crítica literaria del momento. En todo caso, su hijo, Germán Gullón, ha sido quien mejor ha expuesto su trayectoria crítica y a él me remito, pues, su artículo excelente se puede leer en Internet[1]. Ricardo Gullón no sólo ha sido un maestro de recuerdo inolvidable. Sus libros continúan siendo un modelo inspirador de plena actualidad. Por eso cumple 100 años.
[1] Germán Gullón, “Carácter de la trayectoria crítica de Ricardo Gullón”, ANALES GALDOSIANOS, años XXVII-XXVIII, 1992/93, pp. 15-20. ( Bibliotca Virtual Miguel de Cervantes). ´
Sobre la actividad de Ricardo Gullón como profesor, véanse los artículos de Javier Martínez Palacio "El profesor Ricardo Gullón", Ínsula, nº 295 (junio, 1971) y "Un libro sobre Ricardo Gullón" --el de Barbara Bockus Aponte La obra crítica de Ricardo Gullón-- también en Insula, nº 370 (septiembre, 1977), pp. 1-2.
martes, 29 de julio de 2008
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MODESTO VÁZQUEZ, S.J., MISIONERO EN CHINA
En 1935 viaja en barco por el río Azul desde el puerto de Shanghai y llega a Anking, capital de 150.000 residentes por entonces, situada en la provincia de Ajuei. Lo primero que divisa es la gran pagoda de Zhenfeng de 84 metros de altura, templo de Satanás según él, pero según reconoce, también faro para los navegantes del río.
Dedica tres años a aprender el chino y cómo escribirlo –“pintando alas de mosca”-- e inicia su labor de apostolado dando clases de religión e inspeccionando a los alumnos del Colegio de la Misión.
En 1937 empieza la guerra chino-japonesa. Los chinos odian la invasión, pero tampoco ofrecen gran resistencia salvo en Nanking donde los japoneses aniquilan a trescientas mil de los seiscientos mil residentes, incluyendo los noventa mil soldados que se rindieron; en Nanking, además, se celebró la mayor cacería femenina que se recuerda: los japoneses obligaron a los hombres a violar a sus hijas, los hijos a sus madres, los hermanos a sus hermanas y al resto de la familia debía presenciar las escenas; después les llevaban a las afueras de la ciudad donde debían cavar las tumbas sobre las que serían ajusticiados.
Dedica tres años a aprender el chino y cómo escribirlo –“pintando alas de mosca”-- e inicia su labor de apostolado dando clases de religión e inspeccionando a los alumnos del Colegio de la Misión.
En 1937 empieza la guerra chino-japonesa. Los chinos odian la invasión, pero tampoco ofrecen gran resistencia salvo en Nanking donde los japoneses aniquilan a trescientas mil de los seiscientos mil residentes, incluyendo los noventa mil soldados que se rindieron; en Nanking, además, se celebró la mayor cacería femenina que se recuerda: los japoneses obligaron a los hombres a violar a sus hijas, los hijos a sus madres, los hermanos a sus hermanas y al resto de la familia debía presenciar las escenas; después les llevaban a las afueras de la ciudad donde debían cavar las tumbas sobre las que serían ajusticiados.
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Mientras estas cosas suceden, la Misión de Anking sirve de hospital a los heridos y de refugio a los aterrorizados habitantes de la ciudad que no han huido, pero conocen lo ocurrido en la capital nacionalista. Sorprendentemente, la Misión es respetada por los japoneses cuyos oficiales incluso prohiben la entrada en ella a sus propios soldados.
El Padre Modesto Vázquez ejerce de alcalde de la Misión. El desempeño del cargo le origina más responsabilidades y trabajos que poder real.
El 31 de mayo de 1941 se ordena sacerdote en Shanghái; no le dejan regresar a la Misión de Anking. Desempeña tareas sacerdotales, poniendo de relieve su fervor hacia su santo milagrero, San Francisco Javier. Son tiempos de apostolado, aventuras y anécdotas; aprende, por ejemplo, que cuando los chinos te mandan sentar en un lugar donde no hay silla.... te están invitando a que te marches.
En septiembre de 1942 llega a Pekín donde enferma por primera vez sufriendo de colitis complicada con paludismo y se le origina una úlcera de 10 centímetros próxima a perforarse en el intestino grueso. En Pekín se informa del procedimiento que los japoneses utilizan para deshacerse de los mendigos; cuando les encuentran trazan con tiza un cuadrado a su alrededor en el suelo y les dicen que no pueden salir de él; cuando llega la ambulancia se les pone una vacuna preventiva contra las enfermedades y mueren. También le asombra el espectáculo de los no pocos chinos que han decidido ahorcarse y cuelgan de las ramas de los árboles de la gran ciudad.
En el 1943 regresa a la Misión de Anking. Debido a sus achaques de salud le encargan la prefectura de los cursos preparatorios del bachillerato. Los japoneses abandonan la ciudad vencidos por los nacionalistas chinos. El Colegio de la Misión marcha bien; las clases de religión son libres; de los 500 alumnos la mitad son budistas; 60 cristianos, 20 mahometanos y otros 80 entre taoístas, con y sin religión.
El gobierno nacionalista no termina de consolidarse y, a mediados de 1949, los seguidores de Mao sitian Anking y la conquistan. Los soldados tratan bien a la gente de la Misión, pero los problemas llegan con los empleados del gobierno, sus normas y los protocolos de la inspección. El Padre Modesto es ahora prefecto de la Escuela Primaria que tiene 400 niños; se exige a la Misión que no haga proselitismo; evitar que los niños abracen el catolicismo.
El 6 de enero de 1950 se denuncia a la policía que el Padre Modesto ha pegado a un niño y le ha roto la cabeza. El padre del supuesto agredido confiesa delante de los profesores que es un burda mentira, pero no sirve de nada porque el aparato está en marcha y el crimen difundido en los periódicos de Anking, de la provincia y de otras en rótulos grandes, recogiéndose firmas de condena. El Padre Modesto se las verá ante 6.000 acusadores[i]. Del juzgado va a la cárcel donde un individuo le dice que ha faltado y tiene que reconocer su falta como medida para salvarse. Como no hubo falta, no piensa reconocerla. Se enfrenta a 20 jueces asistiendo entre 600 o 700 personas al juicio popular. Finalmente desiste en su actitud y acepta las 30 penas que le imponen por su crimen; promete ser persona formal y le dejan libre bajo la tutela de un fiador.
Pero el acoso no cesa y se lanzan piedras contra la Misión al grito “¡Abajo los imperialistas! Que se marchen a España...”. El 24 de marzo de 1950 vuelve a la cárcel junto al Padre Sastre, quien será liberado. El Padre Modesto quedará solo en la cárcel recordando la vieja copla: “De sesenta minutos consta la hora, - unas veces es larga – y otras es corta” A veces le visitan compañeros y le socorren las Religiosas Hijas de Jesús enviando libros, comida y algún dinero hasta que las autoridades lo impiden.
El Padre Modesto Vázquez ejerce de alcalde de la Misión. El desempeño del cargo le origina más responsabilidades y trabajos que poder real.
El 31 de mayo de 1941 se ordena sacerdote en Shanghái; no le dejan regresar a la Misión de Anking. Desempeña tareas sacerdotales, poniendo de relieve su fervor hacia su santo milagrero, San Francisco Javier. Son tiempos de apostolado, aventuras y anécdotas; aprende, por ejemplo, que cuando los chinos te mandan sentar en un lugar donde no hay silla.... te están invitando a que te marches.
En septiembre de 1942 llega a Pekín donde enferma por primera vez sufriendo de colitis complicada con paludismo y se le origina una úlcera de 10 centímetros próxima a perforarse en el intestino grueso. En Pekín se informa del procedimiento que los japoneses utilizan para deshacerse de los mendigos; cuando les encuentran trazan con tiza un cuadrado a su alrededor en el suelo y les dicen que no pueden salir de él; cuando llega la ambulancia se les pone una vacuna preventiva contra las enfermedades y mueren. También le asombra el espectáculo de los no pocos chinos que han decidido ahorcarse y cuelgan de las ramas de los árboles de la gran ciudad.
En el 1943 regresa a la Misión de Anking. Debido a sus achaques de salud le encargan la prefectura de los cursos preparatorios del bachillerato. Los japoneses abandonan la ciudad vencidos por los nacionalistas chinos. El Colegio de la Misión marcha bien; las clases de religión son libres; de los 500 alumnos la mitad son budistas; 60 cristianos, 20 mahometanos y otros 80 entre taoístas, con y sin religión.
El gobierno nacionalista no termina de consolidarse y, a mediados de 1949, los seguidores de Mao sitian Anking y la conquistan. Los soldados tratan bien a la gente de la Misión, pero los problemas llegan con los empleados del gobierno, sus normas y los protocolos de la inspección. El Padre Modesto es ahora prefecto de la Escuela Primaria que tiene 400 niños; se exige a la Misión que no haga proselitismo; evitar que los niños abracen el catolicismo.
El 6 de enero de 1950 se denuncia a la policía que el Padre Modesto ha pegado a un niño y le ha roto la cabeza. El padre del supuesto agredido confiesa delante de los profesores que es un burda mentira, pero no sirve de nada porque el aparato está en marcha y el crimen difundido en los periódicos de Anking, de la provincia y de otras en rótulos grandes, recogiéndose firmas de condena. El Padre Modesto se las verá ante 6.000 acusadores[i]. Del juzgado va a la cárcel donde un individuo le dice que ha faltado y tiene que reconocer su falta como medida para salvarse. Como no hubo falta, no piensa reconocerla. Se enfrenta a 20 jueces asistiendo entre 600 o 700 personas al juicio popular. Finalmente desiste en su actitud y acepta las 30 penas que le imponen por su crimen; promete ser persona formal y le dejan libre bajo la tutela de un fiador.
Pero el acoso no cesa y se lanzan piedras contra la Misión al grito “¡Abajo los imperialistas! Que se marchen a España...”. El 24 de marzo de 1950 vuelve a la cárcel junto al Padre Sastre, quien será liberado. El Padre Modesto quedará solo en la cárcel recordando la vieja copla: “De sesenta minutos consta la hora, - unas veces es larga – y otras es corta” A veces le visitan compañeros y le socorren las Religiosas Hijas de Jesús enviando libros, comida y algún dinero hasta que las autoridades lo impiden.
Un ejemplar del Quijote le ayuda a pasar el tiempo. Lo lee dos veces y cincuenta más lo hubiera leído si no tuviera más libros. Un día se le presentan dos adoctrinadores --que se autoconsideran literatos-- para decirle que está leyendo un libro prohibido. Comentan que: “el libro del Quijote debía ser abolido; es en todo contrario al régimen comunista. El señor Don Quijote de la Mancha, español, ataca a la autoridad y tiene teorías completamente contrarias al régimen comunista”. Como prueba aducen la liberación de los galeotes y otros sucesos que de ningún modo se encuentran en el libro de Cervantes. El Padre Modesto apostilla: “Creían que Don Quijote era un señor que andaba todavía por España desfaciendo entuertos. Quizás tenían miedo a que continuase su excursión por la China”.
Concluye su aislamiento cuando se le hace compartir la celda con más presos; mas, cada quince días, le cambian de lugar o le cambian los compañeros para que no se familiarice con ellos. Cosas de la vida, se encuentra con uno de los jueces de su primer juicio popular en una de las rotaciones. El número de compañeros de celda pasa de dos a tres, hasta llegar a diez; cuando acaece esto último el espacio para dormir “no pasaba de diez centímetro. Dormíamos cinco de un lado y otros cinco del otro, metiéndonos unos en otros en forma de cuña, como sardinas en banasta”, todo ello sin restar la presencia de piojos, mosquitos y ratones.
Un carcelero se asombra de que pase el día en la celda sin trabajar y se le obliga a acarrear ladrillos formando parte del grupo de los presos inválidos. Vestido de sotana, pues no tiene otro traje, resulta el hazmerreír de todos. Su hernia, ya tremenda, está a punto de estrangularse y le trasladan de celda. Comparte la nueva con un tísico que tiene frecuentes vómitos de sangre. Ambos se tragan “a diario una taza de guindillas para poder comer un poco de arroz”. La comida se la sirven en una vasija común de la que tienen que ir sacándola con los palillos, existiendo el riesgo del contagio.
El Padre Modesto había estudiado medicina general y oftalmología en el Instituto Medico de Bruselas y se le obliga a ayudar en el dispensario sin dejar de estar preso. Se maravilla de los médicos a los que auxilia. Alguno no tiene carrera ni más título que el de practicante. Por el hecho de escribir el nombre de las medicinas extranjeras en inglés creen saber el idioma. A un enfermo del corazón le recetan diez aspirinas. Confunden la difteria con la malaria. La medicina salva-lo-todo son las inyecciones de aceite alcanforado. Otro problema es cuando los médicos son de una provincia y los presos de otra y los que hablan mandarín no se entienden con los que hablan cantonés, etc. El Padre juzga al médico al que ayuda principalmente: “De medicina interna me confesó no saber nada; y de cirugía interna tampoco. De cirugía externa sabía algo”. Pero le estiman y le proponen que se haga comunista para que se quede de médico con ellos. Lo cierto es que ni él ni los otros médicos pueden hacer mucho; tres o cuatro presos se mueren cada día y, cuando se teme una epidemia, se permite salir libres a no pocos moribundos. También los suicidios aliviaban los males de algunos.
Mao ordena una campaña intensa contra las ratas. Se cree que eliminándolas se ahorrarán los granos de arroz que comen al día y las disponibilidades del cereal aumentarán en millones de toneladas. Naturalmente las ratas abundan en la cárcel del Padre Modesto y se celebra una reunión de varias horas para discutir los métodos de eliminación. El Padre sugiere que lo más práctico sería hacerse con unos gatos, pero la caza se realizará por métodos variados.
En Shanghái, 16 de septiembre de 1952, el Padre Eliseo Escanciano escribe sobre el Padre Modesto “está en los huesos, muy débil de cabeza por el estado de debilidad general”. En realidad su estado es peor que lamentable. El 7 de enero de 1953 le comunican que se va a ir. El 10 de enero lo pasa en la cárcel de Shanghai. A medida que va de cárcel en cárcel los registros mengüan sus pertenencias, algunas bajo el pretexto de impedir que se suicide. Viaja finalmente en tren hacia la libertad custodiado por militares que le tratan bien.
Los jesuitas habían sido expulsado de China en 1949. El Padre Modesto sobrevivió en sus cárceles más de tres años. El jueves 15 de enero de 1953 llega a la frontera inglesa. El Padre Peña le recibe junto a oficiales ingleses. Disfruta de su primera comida seria en años: dos emparedados y dos vasos de cerveza. El 28 de enero llega a Hong Kong y se admira de la belleza de la ciudad. A las 8 de la mañana del día 30 de enero sobrevuela Roma. El viaje a China le llevó 25 días por mar en 1935; el de vuelta 32 horas de vuelo. No verá cumplido su deseo de hablar con el Papa y el 4 de febrero regresará a España.
***
Al poco de llegar a Madrid comió en mi casa. El Padre Modesto era primo carnal de mi padre, don Gaspar Martínez Vázquez El tío era bajo, enjuto y casi transparente; tenía un semblante recio y, en el decir y en el trato, la naturalidad infantil, quizás del prolongado trato con los niños; pesaba 42 kilos. Durante la comida habló de cosas que he resumido y luego amplió en su libro. También recuerdo que llegados al postre prefirió un plátano y en vez de cortarlo por el rabo lo hizo por la base mientras decía: “Así se hace en China”.
El tío Modesto se esfumó de nuestra vidas, aunque no de nuestros recuerdos. Parece que se le destinó al Colegio de los Jesuitas en Vigo, pero al no apasionarle una pedagogía que coronaba al mejor alumno del Colegio con el título de Príncipe (y yo he conocido a uno, amigo mío) volvió a ser misionero y parece que murió de muerte natural en una de las densas selvas de El Salvador, país también conocido como“El Pulgarcito de América”.
La historia de mi tío me produjo cierta aversión hacia China y los chinos. Después, cuando leí su libro, me di cuenta que él estaba contra determinadas cosas originadas por la revolución y su establecimiento, opiniones que uno puede o no compartir, pero jamás estuvo contra los chinos con los que convivió dieciocho años.
Pienso que si viviera hoy se admiraría de varias cosas. Para empezar, que los jesuitas esperan volver pronto a China donde han estado presentes desde los primeros tiempos de la Compañía, «empezando por el sueño de San Francisco Javier para seguir con la maravillosa actividad apostólica de Matteo Ricci y de sus compañeros» como ha dicho el padre Peter-Hans Kolvenbach ante la 35 Congregación General de la Compañía de Jesús, convocada para aceptar su recientísima dimisión. La segunda es que hoy China es un país que desea abrirse al mundo como nunca antes y las naciones acuden a Pekín a celebrar el espíritu olímpico. También, que ya se puede leer el Quijote en China en cuya capital radica una sede del Instituto Cervantes desde el año 2006.
El tío Modesto se esfumó de nuestra vidas, aunque no de nuestros recuerdos. Parece que se le destinó al Colegio de los Jesuitas en Vigo, pero al no apasionarle una pedagogía que coronaba al mejor alumno del Colegio con el título de Príncipe (y yo he conocido a uno, amigo mío) volvió a ser misionero y parece que murió de muerte natural en una de las densas selvas de El Salvador, país también conocido como“El Pulgarcito de América”.
La historia de mi tío me produjo cierta aversión hacia China y los chinos. Después, cuando leí su libro, me di cuenta que él estaba contra determinadas cosas originadas por la revolución y su establecimiento, opiniones que uno puede o no compartir, pero jamás estuvo contra los chinos con los que convivió dieciocho años.
Pienso que si viviera hoy se admiraría de varias cosas. Para empezar, que los jesuitas esperan volver pronto a China donde han estado presentes desde los primeros tiempos de la Compañía, «empezando por el sueño de San Francisco Javier para seguir con la maravillosa actividad apostólica de Matteo Ricci y de sus compañeros» como ha dicho el padre Peter-Hans Kolvenbach ante la 35 Congregación General de la Compañía de Jesús, convocada para aceptar su recientísima dimisión. La segunda es que hoy China es un país que desea abrirse al mundo como nunca antes y las naciones acuden a Pekín a celebrar el espíritu olímpico. También, que ya se puede leer el Quijote en China en cuya capital radica una sede del Instituto Cervantes desde el año 2006.
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NOTA
[i] Modesto Vázquez, S.J., Yo tuve 6.000 acusadores, Secretariado de Anking-Formosa, (Palencia, 1955), 188 páginas
sábado, 19 de julio de 2008
El PROCESO AMOROSO EN PEPITA JIMÉNEZ [i]
(La estructura interior de la novela)
EL
TRIÁNGULO
El burgués es el héroe de
la novela del s. XIX y Don Luis de Vargas, protagonista de Pepita Jiménez,
pertenece a esa clase: tiene el don por estudios, la alcurnia le viene de un
padre cacique --el apellido lo allega de refilón por ser hijo espurio--,
es un seminarista que no se ha educado en Roma ni en universidad pontificia sino con
un tío suyo, el Deán, y la dama que le enamorará tampoco es noble o cortesana,
sino lugareña y viuda. D. Luis tiene méritos propios para figurar en la galería
del perfumista César Birotteau de Balzac, el Manolito Peña galdosiano, o el Quincas
Borba de Machado de Assis.
Lo que hace moderna esta
novela, aparte su raíz psicológica[ii], es que el protagonista vive una
problemática existencial: va y viene en busca de una identidad. El drama
interior sobreviene de pronto, cuando el personaje creía tener una vocación
religiosa y una meta en Dios y... tales convicciones se tambalean.[iii]
En la estructura
interior[iv] de Pepita Jiménez se
configura un triángulo Don
Luis-Dios-Pepita que se superpone a este otro: Ser-Espíritu-Naturaleza. El triángulo expresa el conflicto que
concluirá cuando D. Luis realice su elección entre el amor divino y el amor
humano – cuya compatibilidad, al inicio de la novela, le parece impensable.
Los personajes secundarios
están en la novela para que los principales no se salgan del esquema; los
clérigos, Deán y Vicario, apoyando la causa del amor divino, la busca
espiritual e intelectual de D. Luis con la factura del sacrificio de la amada;
Don Pedro, Antoñona, e incluso el Conde de Genezahar, propiciando directa o
indirectamente la causa del amor humano, la expresión libre del instinto.
El drama lo vive D. Luis
en su interior porque a diferencia de las novelas típicas del s. XIX, en Pepita Jiménez la sociedad no conspira
contra el personaje, sino que el personaje conspira contra sí mismo. D. Luis no
es, sino que pretender ser. Cuando lleguemos al clímax de la novela, es decir,
cuando el triángulo esté a punto de deshacerse por la elección inevitable, D.
Luis se resistirá a Pepita con estas palabras:
“—Pepita
–contestó D. Luis- no es que su alma de V. sea más pequeña que la mía, sino que
está libre de compromisos, y la mía no lo está. El amor que V. me ha inspirado
es inmenso; pero luchan contra él mi obligación, mis votos, los propósitos de
toda mi vida, próximos a realizarse. ¿Por qué no he de decirlo, sin temor de
ofender a V.? Si usted logra en mi su amor, V. no se humilla. Si yo cedo a su
amor a V., me humillo y me rebajo. Dejo al creador por la criatura, destruyo la
obra de mi constante voluntad, rompo la imagen de Cristo, que estaba en mi
pecho, y el hombre nuevo, que a tanta costa había yo formado en mí, desaparece
para que el hombre antiguo renazca”. (p.167)
Contemplamos al yo intelectual que teme el triunfo del yo libre y natural y desconoce que ser
es la suma de los yos posibles[v]; por eso Don Luis dirá después de liberar al
hombre antiguo y natural y de entregarse a Pepita:
“He sido un santo postizo (...) Jamás hubo en mí virtud sólida, sino
hojarascas y pedantería de colegial, que había leído los libros devotos como
quien lee novelas, y con ellas se había forjado su novela necia de misiones y
contemplaciones”. (pp.172-173)
El mensaje del autor
parece claro: el amor divino y el amor humano son compatibles. Entre el
protagonista de comienzos de la novela y el que se enfrenta al Conde de
Genazahar en las páginas finales discurre un largo proceso de trasformación
cuyas fases explicaremos seguidamente:
Ia.
FASE: DE LA VOLUNTAD Y EL INSTINTO
Resumen: Al iniciarse la novela, el protagonista
parece tener una seguridad plena en si mismo. Cree que su destino es la unión
con Dios y a ese fin canaliza su busca identitiva como un camino de perfección.
D. Luis representa al hombre nuevo forjado por la voluntad (el yo religioso)
que se ha impuesto al hombre antigüo, (el yo natural e instintivo). Y,
efectivamente, el hombre nuevo parece controlar su personalidad y el
comportamiento.
El escritor realista solía
construir y caracterizar a sus personajes de fuera para adentro. Lo primero era
situarle en un marco histórico, social y familiar; de seguido venía el retrato
físico, la descripción de los rasgos morales, todo susceptible de modificación
en el desarrollo de la fábula. Sin embargo, el Valera de Pepita Jiménez prefiere el procedimiento cervantino; el lector
--como en el caso de Don Quijote--,
se encuentra con un protagonista cuyo pasado desconoce o conoce vagamente y del
que ni siquiera hay presentación directa: sólo el dato de que es seminarista
que induce a presumir juventud; por lo demás, si algo descubrimos, será a
través de los otros:
“dicen hombres y mujeres que soy un real mozo, muy salado, que tengo
mucho ángel, que mis ojos son muy pícaros”. (p.7)
El protagonista rodea
tales opiniones de una cautela; piensa que los vecinos se expresan así para
adularle y también a su padre. A Valera no le interesa plasmar el físico de D.
Luis en este particular momento de la composición novelesca –le pintará en el
momento oportuno—sino sugerir las características más importantes de su
idiosincrasia a través del comportamiento; un procedimiento precursor que los behavioristas perfeccionarán muchos
años después.
De las primeras páginas
emerge una característica principal del personaje: su naturaleza ociosa. De lo
relatado en la primera carta al Deán deducimos que su vida anterior ha sido
reconcentrada, plácida y dedicada al estudio; sin embargo, en la casa paterna
le encontramos en una situación de pereza mental y desgaste físico que se
refleja en la descripción detallista de los lugares del pueblo, en ese ir de
aquí para allá sin hacer nada de provecho, en esa queja de que no le dejan en
paz con tanta visita, convites y fiestas; dice en determinado momento:
“Se me figura que son inútiles los libros que he traído para leer; pues
ni un instante me dejan solo”. (p.6)
Bien que, si la situación
no parece de su agrado, se deja arrastrar por ella.
La curiosidad
es otro rasgo de su carácter relacionado íntimamente con el anterior. Su
detallismo al describir cuanto oye a los lugareños evidencia que no dice las
cosas como son cuando se queja de no tener un momento libre. La curiosidad, no
obstante, es un elemento activo de su carácter; le saca de su espacio interior
y le proyecta hacia el exterior y hacia los demás. Entre los demás está Pepita,
quien le interesa de manera particular bajo el pretexto de que puede
convertirse en su madrastra:
“Confieso a usted que empiezo a tener curiosidad de conocer a esta mujer;
tanto oigo hablar de ella. No creo que mi curiosidad carezca de fundamento,
tenga nada de vano ni de pecaminoso; yo mismo siento lo que dice Pepita; yo
mismo deseo que mi padre, en su edad provecta, venga a mejor vida.” (p.14)
La curiosidad no parece
gratuita como rasgo característico del personaje; resulta el elemento que pone
en relación directa a los protagonistas de la novela.
Una tercera característica
de D. Luis es la sensualidad. No es sólo amigo del buen bocado y de la buena
mesa. Nada más llegar al pueblo de su padre y de ponerse en contacto con la
naturaleza, salta a la vista el desperezar de sus sentidos[vi]. En la primera
carta al Deán describe el campo alrededor; los adjetivos que emplea –huertas ...deliciosas / corre el agua
cristalina con grato murmullo / hierbas olorosas, etc (pp.5/6)—sugieren que el gusto, el oído, el olfato, el tacto y, por
encima de todos, la vista son sentidos que, como vio Montesinos, están alerta y
en plenitud. Opino, además, que los sentidos, al ser extensiones del yo natural e instintivo, delatan la
lucha de éste por emerger.
Ocio, curiosidad y
sensualidad se suman a otro rasgo peculiar del tipo adolescente, la
tendencia a psicologizar al prójimo, que Lott [vii] destacó y
desarrollaré en lo que sirve a mi estudio. Es sabido que la manía de
psicologizar, de definir sin conocer, substituye al verdadero conocimiento de
las personas. Con una seguridad rayana en la osadía, D. Luis psicologiza a su
padre, a Pepita, a los vecinos; habla de doblez y soberbia en relación con el
discreto comportamiento de la viuda (p.13),
diagnostica como vanidad el orgullo que su padre siente de él (p.18), y elucubra sobre el amor al
dinero de sus convecinos cuando tan obsequiosos se le muestran. Pero es
precisamente esa tendencia a psicologizar la que permite observar que si D.
Luis juzga con presunta seguridad a los otros descubriéndoles defectos y...
alguna que otra virtud, no se muestra tan seguro al juzgarse a si mismo; por
ejemplo, tratando de resolver la duda que le asalta y le atormenta de si ha
perdonado a su padre que le naciera espurio (pp.18-19) [viii]. La duda no la origina, desde luego, el yo religioso de D. Luis sino el de las
profundidades, el natural que rebulle en sus adentros más notoriamente cada
vez.
La segunda carta –de 28 de
mayo—ofrece un tono diferente de entrada y es como un volver al comienzo. D.
Luis parece cansado del contacto con el mundo exterior y, recordando su
vocación religiosa, manifiesta hastío de aparentar un espíritu festivo y mundano:
“Me voy cansando de mi residencia en este lugar (...) Procuro mostrarme
más alegre y bullicioso de lo que naturalmente soy (...) Confieso, con todo,
que los chistes groseros y el regocijo estruendoso, me cansan.” (pp.19-20)
Son momentos en los que el
yo religioso de D. Luis se sobrepone al otro natural y disipado que asomaba.
Paradójicamente, sirven para descubrir los entresijos de su vocación religiosa,
donde el amor a Dios es tan potente como su ambición personal: será sacerdote
porque ama a Dios, pero también porque “la
escasez de sacerdotes instruidos y virtuosos excita más en mí el deseo de ser
sacerdote” (p.21). Bajo la
explosión de fe está el orgullo. D. Luis se cree hombre virtuoso, pero también
un elegido. Tan alto concepto de si mismo es el que le induce a infravalorar a
los demás, a quienes viven en el polo opuesto, en el mundo material y se
adornan con falsos sentimientos religiosos, como Pepita Jiménez:
“me inclino a creer que la viuda se ama a sí misma sobre todo, y para
recreo y para efusión de este amor tiene los gatos, los canarios, las flores y
al propio Niño Jesús, que en el fondo de su alma tal vez no esté por cima de
los canarios y de los gatos.” (p.23)
El novelista ha situado a
sus protagonistas uno en la antípoda del otro. Entonces, ¿cómo resolver el
problema técnico y argumental del acercamiento entre ellos? El recurso
utilizado viene del Decameron de Boccaccio, la historia de una mujer enredadora
que logra los favores de su amante por medio del secreto de confesión; el
confesor sirve de intermediario sin proponérselo. Este artificio también será
utilizado por otros novelistas del s. XIX mediante la figura del clérigo-amante que incapaz de poseer el
cuerpo de la amada conoce y posee su alma mediante la confesión; sucede en Los Pazos de Ulloa y en La Regenta. Valera lo emplea con
extraordinaria finura y de forma más original que Pardo Bazán y Clarín [ix]. D.
Luis de Vargas es sólo un seminarista, pero por la fama de sus conocimientos, tiene categoría
sacerdotal para el Vicario, éste le confía “un
caso de conciencia”; según el Vicario “se
trata de una lugareña que ama con fervor a Dios que no va acompañado de
humildad, sino de orgullo” y D. Luis, sospechando que se trata de Pepita,
ofrece los consejos que luego revela en su carta al Deán:
“He dicho, y mucho me alegraría de que usted aprobase mi parecer, que lo
que importa a esta hija de confesión atribulada es mirar con mayor benevolencia
a los hombres que la rodean, y en vez de analizar y desentrañar sus faltas con
el escalpelo de la crítica, tratar de cubrirlas con el manto de la caridad
(...); que debe esforzarse por ver en cada ser humano un objeto digno de amor,
un verdadero prójimo, un igual suyo, un alma en cuyo fondo hay un tesoro de
excelentes prendas y virtudes, un ser hecho, en suma, a imagen y semejanza de
Dios.” (pp.27-28)
Estas palabras son
importantísimas en el contexto de la novela. Sin duda D. Luis está muy puesto
es su esporádico papel de sacerdote --se refiere a Pepita como a “esta hija de confesión atribulada”--,
pero los consejos que ofrece no la encaminan hacia Dios tanto como hacia el
hombre: lo que D. Luis recomienda a Pepita que haga y no haga es, precisamente,
lo que él no hace o hace al revés. La descripción de la lugareña ofrecida por
el Vicario más parece la del seminarista; la Pepita que imagina D. Luis más
parece él. Estas yuxtaposiciones no son casuales como veremos después. De
momento ayudan a entender el problema del protagonista. Los futuros amantes
siguen distantes, pero el recurso de la confesión les acerca.
IIa.
FASE: LA SORPRESA DEL AMOR
Resumen: Hasta ahora D. Luis ha tenido una visión de
Pepita producto de sus impresiones y de transcribir y analizar las opiniones
que sobre ella emiten los demás. Es la Pepita del parecer, no la del ser. La
segunda fase comienza cuando la Pepita real desborda el panorama de su
imaginación y atrae los sentidos de D. Luis. Este, sugestionado por esa nueva
visión de Pepita, empieza a experimentar una sensación inquietante cuyo efecto
inmediato será el tambaleamiento del Yo-religioso que creía haber forjado con
su voluntad. Enamorado todavía sin saberlo, la fase culminará cuando el
protagonista experimente la sorpresa del amor, entonces se producirá un
antagonismo claro y decidido entre el yo que D. Luis creía ser y el yo natural
e instintivo que es.
El primer indicio de la
crisis religiosa aparece en la tercera carta, de 4 de abril. D. Luis continua
viviendo en un ocio ya nada placentero:
“vivo como fuera de mi centro y de mi modo de ser; pero mi vida
intelectual es nula: no leo un libro ni apenas me dejan un momento para pensar
y meditar sosegadamente; y como el encanto de mi vida estribaba en estos
pensamientos y meditaciones, me parece monótona la que hago ahora.” (p.29)
Nótese que D. Luis empieza
a hablar de su vida religiosa en pretérito (“el encanto de mi vida
estribaba”) y que precisamente comienzan las zozobras al sentir que marcha
en otra dirección. Antes estaba muy seguro de su vocación religiosa; de pronto
siente una prisa desazonada por lograr ese objetivo:
“Otra causa de que mi espíritu no esté completamente tranquilo es el
anhelo, que cada día siento más vivo, de tomar el estado a que resueltamente me
inclino desde hace años.” (p.29)
Le parece una profanación
que, hallándose tan cerca de cumplir el sueño de su vida, distraiga la mente “hacia otros objetos”. Sucede que está
experimentando una nueva emotividad que le aleja de la vida intelectual y le
arrastra al mundo de las sensaciones y de las exploraciones subjetivas. No
puede evitar el goce sensual de una naturaleza que se le ofrece a los ojos “con tantos mansos arroyos y acequias, con
tanto lugar apartado y esquivo” y, aún pareciéndole imperdonable el “olvido de lo eterno por lo temporal” (p.30), no puede remediarlo. Antes la
naturaleza era una rampa que le acercaba a Dios; ahora es algo misterioso que
atrae sus sentidos y no apela a su espíritu:
“Se me figura a veces que hay en todo esto algo de delectación sensual,
algo que me hace olvidar, por un momento al menos, más altas aspiraciones.”
(p.31)
La naturaleza, pues, le
despierta, y cuantas veces se pone en contacto con ella, el yo instintivo
se hace relevante; así, por mucha fortaleza que busque en la vocación, la vida
sensitiva se le impone a toda querencia metafísica:
“Siento una dejadez, un quebranto, un abandono de la voluntad, una
facilidad tan grande para las lágrimas; lloro tan fácilmente de ternura al ver
una florecilla bonita o al contemplar el rayo misterioso, tenue y ligerísimo de
una remota estrella, que casi tengo miedo.” (p.33)
La cuarta carta –de 8 de
abril- es una carta fundamental que debe superponerse a la anterior. Esa
naturaleza cuya presencia misteriosa tanto le atrae empieza a cobrar forma e
identificarse en Pepita. Cuando la ve, D. Luis ya no reitera aquellos adjetivos
impresionistas de sus cábalas psicologizantes, “calculadora y fría”, sino los mismos o parecidos que utilizaba para
describir el paisaje: natural, fresca,
sencilla (p.34). La antigua visión Pepita se transformará en la ilusión-Pepita, y esta ilusión,
sorprendente y revolucionaria para los esquemas vitales del seminarista, gana
espacio por momentos a la ilusión-religiosa que andaba afincada en su mente.
Pepita le atrae con la
misma fuerza misteriosa y enigmática de la naturaleza. Esta conclusión viene de
la escena en que visita el huerto de la viuda acompañando a Don Pedro y unos
amigos. Hay un introito descriptivo muy bello donde el narrador repara en el
paisaje real y también en el humano; nos aproxima a Pepita y, de pronto, se
fija en las manos y en los ojos de la viuda; las manos le parecen “el símbolo del imperio mágico”, la
imagen del dominio que ejerce el espíritu sobre las cosas visibles creadas por
Dios (p.37) y, aunque sus ojos no son
como los de las mujeres jóvenes y bonitas que hacen de ellos “un arma de combate y como un aparato
eléctrico y fulmíneo para rendir corazones y cautivarlos”, resultan ser,
¡oh simbólica paradoja!, “verdes como los
de Circe”, la maga seductora de Ulises, símil recurrente en la novela.
Describiendo esos ojos y esas manos, el protagonista balbucea un enamoramiento
que disimula en conceptos metafísicos y neoplatónicos que se derrumbarán
cuando, a renglón seguido, identifique a Pepita con la naturaleza: “La misma naturaleza, pues, es la que guía y
sirve de norma a esta mirada y a estos ojos “. (p.38).
Esta aproximación a la
Pepita real viene aparejada al nacimiento de una duda: si la Pepita que había
imaginado hasta el momento, la del parecer, no existe verdaderamente como eco
del propio yo:
“A veces me pregunto a mi mismo si al censurar en mi interior esta
condición de Pepita (el egoísmo) no soy yo quien me censuro. ¿Qué se yo lo que
pasa en el alma de esa mujer, para censurarla? ¿Acaso, al creer que veo su alma,
no es la mía la que veo?”. (p.39)
Pepita comienza a
afincarse en el panorama de su imaginación coexistiendo con la
ilusión-religiosa, pero en lucha sorda con ella: “Cuando rezo –dice D. Luis- padezco distracciones; no pongo en lo que
digo a mis solas, cuando el alma debe elevarse a Dios, aquella atención
profunda que antes ponía” (pp.41-42).
Sucede que la ilusión–religiosa es
etérea a incognoscible como Dios, mientras la
ilusión-Pepita es tangible y perceptible como la naturaleza. Aquella le
convierte en un ser pasivo y egocéntrico; la otra es activa y mueve al
personaje. Si no recuerdo mal, uno de los protagonistas de La sorpresa del amor de Miravoux decía que sin la espuela del amor
y del placer nuestros corazones serían verdaderamente paralíticos. Pepita es
quien mueve y zarandea a D. Luis, transformándole al punto de encontrar en ella
la armonía que pensaba hallar en la contemplación de Dios:
“Hay sinceridad y candor en Pepita Jiménez. No hay más que verla para
creerlo así. Su andar airoso y reposado, su esbelta estatura, lo terso y
despejado de su frente, la suave y pura luz de sus miradas, todo se concierta
en un ritmo adecuado, todo se une en perfecta harmonía, donde no se descubre
nota que disuene.” (p. 48)
Por la carta de 20 de
abril sabemos que el Deán ha sugerido el posible enamoramiento y que a D. Luis
se le han abierto los ojos. La sorpresa
del amor es un acontecimiento que le sobrecoge[x]. La influencia de Pepita
empieza a ser tan directa que él ya no es el ser habitual que solía, sino otro.
Por esta razón no puedo coincidir con Montesinos cuando afirma:
“que es de notar que Don Luis se conduzca enteramente como una mujer a
lo largo de la historia, siempre elemento pasivo, siempre el seducido, haciendo
verdad la teoría de Don Pedro sobre el papel agresivo de la mujer en la lucha
de los sexos, curiosa anticipación de cierta psicología recientísima”[xi].
Esa pasividad no es un
rasgo fijo en la caracterización del personaje, sino el cabal y justo que
precede a la educación sentimental que va a experimentar. Es de notar,
igualmente, que su actitud en el trato amoroso contrasta poderosamente con la
virilidad de que hace gala en su vida religiosa, pues para ella ha sido
educado, no para la amorosa; el protagonista lo atestigua cuando escribe a su tío
en la carta de 4 de mayo:
“otro punto toca V. en su carta que me anima y lisonja en extremo.
Condena V. como debe el sentimentalismo exagerado y la propensión a
enternecerme y a llorar por motivos pueriles de que le dije parecía a veces;
pero esta afeminada pasión de ánimo, ya que existe en mi, importando
desecharla, celebra V. que no se mezcle con la oración y la meditación, y las
contamine. Usted reconoce y aplaude en mi la energía verdaderamente varonil que
debe haber en el afecto y en la mente que anhelan elevarse a Dios. ”(pp. 57-58)
La carta aludida describe
una escena básica en la documentación de Montesinos para avalar su teoría del
papel cambiado de los sexos. Se trata de una excursión que, el 22 de abril,
hacen los personajes a la quinta Pozo de la Solana propiedad de Don Pedro. El
seminarista no sabe montar y va “en una
mulita de paso, muy mansa” mientras Pepita lleva “un caballo tardo muy vivo y fogoso y no la burra con jamugas que
pensaba Don Luis” (p.59)
Fascinado por la gallardía de Pepita no tarda en percatarse del papel desairado
que le toca representar; presume compasión en Pepita, burla en su primo
Currito, y exclama: “¡cuán sufrí por
dentro!” (p.60). Este D. Luis
zaherido está listo para iniciarse en la educación sentimental, y es Pepita, el
agente de la naturaleza, la encargada de enseñarle en un aula de hechizos y
sensaciones mágicas.
Pepita y D. Luis se quedan
solos en medio de un paisaje bucólico. El seminarista cuenta al Deán que se
sentía en la misma situación que los santos antiguos al ser tentados. La
soledad con la mujer le produce una sensación jamás experimentada: un estremecimiento
y un estupor que no cesarán a lo largo de la escena; el estremecimiento, el
temblor permanente, lo originan los ojos fulmíneos de la nueva Circe, y el
estupor es la sensación de alguien a quien le sucede algo, pero a la vez ignora
la causa. En consecuencia D. Luis sufre una pausa en su actividad reflexiva,
una momentánea desaparición del consciente. Pepita, sus palabras de sirena,
cautivan, proceso maravillosamente trabajado en la novela y que resumimos en
sus dos momentos más importantes:
1.: La viuda rompe el
silencio y dice que quizás por culpa suya, D. Luis venga a “estas soledades (...) sacándole de otras más
apartadas” donde nada le distrae de oraciones y de lecturas piadosas. Él
explica: “Yo no sé lo que contesté a
esto. Hube de contestar alguna sandez, porque estaba turbado”. (p.63)
2.: Se pone en guardia
instintiva contra la mujer, pero... acepta todas sus sugerencias. Cuando Pepita
dice: “La equitación no se opone a la
vida que V. piensa seguir, y yo creo que su padre de V., ya que V. está aquí,
debiera en pocos días enseñarle” (p.
64), el seminarista promete: “En la
primera nueva expedición que hagamos, he de ir en el caballo más fogoso de mi
padre, y no en la mulita de paso en que voy ahora.” (p.65)
Si he sido prolijo con las
citas es porque el texto no tiene desperdicio y da toda clase de pistas para
entenderlo. Detrás de las palabras sencillas alientan las imágenes de contenido
erótico que el caballo Lucero agrupará más tarde y que Robert E. Lott ha
repasado al estudiar el tema de la equitación en la novela [xii]; se detiene en
la asociación del nombre del caballo con la estrella de la mañana, Venus [xiii],
que venía ya dada en la comparación entre D. Luis y los gallardos mozos, “ágiles jinetes (...) diestros en todos los
ejercicios del cuerpo” que también pretendían a Pepita y entre los que Don
Pedro resultaba el más intrépido; para Lott el caballo puede tomarse como
símbolo del propio D. Luis, y estaríamos más de acuerdo si se pretende afirmar
que Lucero representa el yo-natural e instintivo del personaje.
Pienso que la escena
descrita en la carta de 12 de mayo avala mi presunción. D. Luis se dirige a la
casa de la viuda una vez doctorado en el arte ecuestre; en ese preciso momento
se describe a Lucero como hijo de caballo árabe y de yegua de casta –alusión a
los padres y a la condición de hijo natural del jinete-, como “saltador, corredor, lleno de fuego y
adiestrado en todo linaje de corvetas” (p.74).
Bajo el balcón de Pepita y la mirada de ésta:
“Lucero, que, según he sabido después, tiene ya la costumbre de hacer
piernas cuando pasa por delante de la casa de Pepita, empezó a retozar y a
levantarse un poco de manos. Yo quise calmarle, pero como extrañase las mías, y
también extrañase al jinete, despreciándole tal vez, se alborotó más y más y
empezó a dar resoplidos, a hacer corvetas y aun a dar algunos botes; pero yo me
tuve firme y sereno, mostrándole que era su amo, castigándole con la espuela,
tocándole con el látigo en el pecho y reteniéndole por la brida.” (p.77)
En mi opinión, el jinete
es el otro D. Luis, el que intenta dominar sus pasiones; Lucero es, por el
contrario, el yo-natural sujetado en
sus impulsos, más no perdedor, pues la victoria caerá del lado de Pepita, la
maga seductora en pleno oficio. Cuando al día siguiente felicite y estreche la
mano del centauro, este pensará que los santos tentados exageraban el peligro,
pero en los ojos de esa Circe de mirar “tranquilo
y honestísimo” descubrirá “una llama
fugaz y devoradora” al posarse en él y, en la carta de 19 de mayo, confiesa
al Deán:
“No era sueño, no era locura; era realidad. Ella me mira a veces con la
ardiente mirada de que ya he hablado a V. Sus ojos están dotados de una
atracción magnética inexplicable. Me atrae, me seduce, y se fijan en ella los
míos. Mis ojos deben arder entonces, como los suyos, con una llama funesta”.
(p.85)
D. Luis experimenta la
sorpresa del amor con todas sus características. Por el tono de estas últimas
cartas, el amor se le ha presentado en forma de revelación. Es un ser que ama y
al percibirlo adquiere conciencia de ser otro del que fue. Mirándose en el
espejo del ayer cree que su identidad estaba en el camino solitario a la busca
de Dios, pero al mirarse en el espejo de hoy reconoce que el nuevo D. Luis
representa mejor la realidad de su ser, aunque se resista a caer de lo infinito
a lo finito, aunque piense que lo único eficaz contra el amor sea el amor
mismo:
“Sobre este amor determinado, que ya veo con evidencia que Pepita me
inspira, se levanta en mi espíritu el amor divino en consurrección poderosa.
Entonces todo se cambia en mi, y aun me prometo la victoria.” (p.88)
Vanas esperanzas. Dos
párrafos adelante confiesa: “Mi vida,
desde hace algunos días, es una lucha constante”, lucha que es solo la
intención de mantener viva la personalidad de ayer. La inutilidad del combate
viene expresada a comienzos de la carta siguiente, de 23 de mayo:
“El proceso de mi mal es rápido. Como piedra que se desprende de lo alto
del templo y va aumentando su velocidad en la caída, así mi espíritu ahora.”
(p.89)
La imagen de la caída
representa magníficamente ese descenso al ámbito de la realidad; mientras el yo
forjado por la voluntad se despeña desde la esfera metafísica, el yo natural
emerge poderoso desde los círculos del subconsciente. La confesión de impotencia
para evitar este proceso viene al final de la carta:
“Quiero liberarme de esta mujer y no puedo. La aborrezco y casi la
adoro. Su espíritu se infunde en mi al punto que la veo, y me posee, y me
domina y me humilla.” (p.90)
El momento recuerda a las
mejorías de la muerte; el seminarista tendrá arrestos para hurtarse a Pepita y
no verla; cree escapar al maleficio de su Diana cazadora (”Eres lazo de cazadores, la digo, tu corazón es red engañosa y tus manos
redes que atan” (p.92) poniendo distancia. En su
desfallecimiento pedirá auxilio a ese Dios incognoscible (“Muéstrame tu cara y seré salvo” (p.94) Todo inútil; al primer reencuentro llegarán al “desmayo fecundo” del beso.
En la carta de 11 de
junio, D. Luis hace la declaración de consagrarse sólo a Dios; sin embargo, en
la de siete días después, evidencia que ni puede recobrar la voluntad del
pasado ni reorientar la brújula al camino hacia Dios por la sencilla razón de
que sigue sin haber orden en su actividad reflexiva:
“El desorden de mis ideas se conocerá en el desorden de lo que estoy
escribiendo”. (p.99)
IIIa.
FASE: LA LUCHA IDENTITIVA
Resumen: Ambos protagonistas se enzarzan en una lucha
vigorosa por su identidad. El protagonista, creyendo que su amor por Pepita le
anula decide ser el de antes, mientras ella siente que sólo puede realizarse al
lado del amado. La fase se inicia con un cambio en la función narrativa.
Súbitamente la cartas
concluyen. La tercera persona del Deán sustituye a la primera del protagonista
en la función narrativa [xiv] y hacerlo en ese momento resulta un acierto. La
acción no podía continuar bajo el punto de vista de un narrador sumido en un
caos mental. De otra parte, el relevo narrativo permite enfocar la novela hacia
Pepita, hasta ahora el personaje más bien contemplado. Al alejarnos
momentáneamente de D. Luis, la novela ofrece un respiro y cobra un aire nuevo;
el lector deja de estar frente al protagonista que lo contaba todo al Deán
invisible; contemplamos en el escenario a Pepita y al Vicario y podemos
establecer paralelismos entre los personajes anteriores y los nuevos, pues, si
los caracteres son distintos, los unos son complementarios de los otros en lo
fundamental.
Pepita es tan opuesta a D.
Luis como el Vicario intransigente al remotísimo, pero comprensivo Deán, si
bien, ambos clérigos tienen la misma función: provocar la expresión identitiva
de los protagonistas que se estructura sobre la dicotomía del ser y del
parecer, la misma que permite al novelista del s. XIX calar en la fibra íntima
de los personajes y que en Valera se presenta con una complejidad
pre-unamuniana.
Pepita va a demostrar
quién es ante lo que el Vicario llama amor imposible. Frente a un D. Luis que
ama, pero que no quiere amar, se levanta el orgullo de quien no alberga la
menor duda acerca de su identidad ni de su busca[xv]. Cuando el Vicario niega
que D. Luis la quiera, el reiterado “¡Me
quiere!” de Pepita expresa su voluntad desesperada por querer ser. Pepita
no había sido mujer en su matrimonio anterior con un viejo decrépito, y no
acepta que D. Luis ni el Vicario le impidan la nueva oportunidad (p.109) [xvi]. Así es la rebelión de
Pepita:
“—Bueno está eso—replicó Pepita (al Vicario)--; cumplir su promesa...
acudir a su vocación....¡y matarme a mi antes! ¿Por qué me ha querido, por qué
me ha engreído, por qué me ha engañado? Su beso fue marca, fue hierro candente
con que me señaló y selló como a su esclava. Ahora, que estoy marcada y
esclavizada, me abandona, y me vende, y me asesina. ¡Feliz principio quiere dar
a sus misiones, predicaciones y triunfos evangélicos! ¡No será! ¡ Vive Dios que
no será!”. (p.113)
A pesar de estas palabras
prometerá al Vicario arrojarle de sus pensamientos y... no podrá cumplir. Como
en el caso de D. Luis, el instinto lleva la contraria a los razonamientos. Y es
entonces cuando la novela entra en un momento clave que permite al lector
descubrir su sentido: la lucha entre instinto y razón, o si se quiere, entre
ser y parecer. Los dos protagonistas inician un combate dialéctico cuya resolución
dependerá de que se imponga la personalidad más decidida y auténtica. De Pepita
sabemos que no alberga la menor duda acerca de lo que desea, ser mujer; de D.
Luis –por boca del Deán--, que defiende su vocación religiosa y se considera un
elegido:
“¿Qué se diría de él, y sobre todo, qué pensaría él de si mismo, si el
ideal de su vida, el hombre nuevo que había creado en su alma, si todos sus
planes de virtud, de honra y hasta de santa ambición se desvaneciesen en un
instante, se derritiesen al calor de una mirada, por la llama fugitiva de unos
lindos ojos, como la escarcha se derrite con el rayo débil aún del sol
matutino?” (p.123)
D. Luis decide no ver a
Pepita. La distancia física que se origina es un espejo de la distancia moral
en la que siempre mantuvo a la amada al creerse superior. El que está muy
próximo a las personas no las ve y esto le sucede a D. Luis. Cuando veía a
Pepita en relación con su padre, exigía las virtudes que debía tener una madre;
cuando el padre desaparece del escenario amoroso y él mismo se relaciona con
ella la ve como a sujeto infernal, Circe, o la Eva desnuda y pecadora. Existe
la pasión, pero no la proximidad. D. Luis ha distado de ella como un punto de
otro en el infinito. Su ceguera interior le ha impedido verla como es.
El orgullo le lleva a
refugiarse en el pasado, en busca del que fue ayer, pero el pasado es bruma y,
al no encontrarse, tiene que expresar su ignorancia de saber donde está. Entre
el ayer y el hoy se ha roto el hilo de Ariadna y el personaje deambula perdido
por los pasadizos de su laberinto interior. Sus peticiones de ayuda a Dios no
serán escuchadas; las respuestas del Deán tampoco le servirán de nada; van
dirigidas al D. Luis de ayer, no al de las cogitaciones y dudas del presente.
IVa.
FASE: EL AMOR... CONOCIMIENTO DE UNO MISMO
Resumen.: Se ha dicho que el amor es una paradoja que
une a dos seres distintos. Una verdad del amor es que, si nos cambia el ser
habitual que solíamos, como paradoja que es, también descubre el que somos
realmente. El amor llega a su plenitud cuando más que el conocimiento del otro
resulta ser el conocimiento de uno mismo. Le sucederá a D. Luis a lo largo de
esta fase; si creía conocerse por las leyes de la inteligencia, comenzará a hacerlo
mediante las leyes del corazón. En este proceso, la lengua del instinto hará
trizas a la del raciocinio. Y llegará el triunfo de la naturaleza.
Antoñona entra en escena.
La criada desempeña un papel ambiguo de madre sustituta y de trotaconventos
bienintencionada cuya función -importantísima- consiste en ser el hilo mediante
el que Ariadna-Pepita sacará a D. Luis del laberinto. Antoñona es la
Enone-Celestina que transita por los espacios de la novela con la finalidad de
defender el amor. Con su lengua rupestre destruye el parecer que D. Luis se había forjado de seminarista respetable
llamado a los más altos designios. Antoñona invierte y pone en solfa las
imágenes que habían edificado aquel empeño de personalidad. Para ella, D. Luis
no es un elegido sino un maquinador, un travestí de Circe, el brujo que da
bebedizos malignos y cambia voluntades; mientras Pepita no es la criatura
infernal que pensaba él, sino un ángel; Don Luis es el cazador y ella el
zorzal:
“Tengo que decir—prosiguió Antoñona—que lo que estás maquinando contra
mi niña es una maldad. Te estás portando como un tuno. La has hechizado; la has
dado un bebedizo maligno (...) Esta santidad mentida fue, sin duda, el señuelo
de que te valiste. Con tus teologías y tiquismiquis celestiales, has sido como
el pícaro y desalmado cazador, que atrae con el silbato a los zorzales
bobalicones para que ahorquen en la percha.” (p.135)
Antoñona habla con
inteligencia al defender el amor de Pepita, mientras. D. Luis habla la lengua
del necio al pedir que Pepita se sacrifique por él. En el toma y daca de la
conversación, Antoñona muestra el cordel
donde puede extinguirse la vida de Pepita, contrapunto al hilo que Ariadna-Pepita posee para salvar al seminarista. El horror
que el citado cordel suscita en D. Luis precipita la decisión de ir a verla.
Antoñona ha cumplido su función y abandona la escena. Es ahora cuando el ciego
del laberinto puede ascender a la galería del amor y de la iluminación total;
una imagen espacial encadenada describe su estado anímico:
“Estaba asimismo tan alborotado y fuera de si por culpa de las encontradas
pasiones que se disputaban el dominio de su alma, que no cabía en el cuarto, y
como si brincase o volase, lo andaba y recorría todo en tres o cuatro pasos,
aunque era grande, por lo cual temía darse de calabazadas contra las paredes.
Por último, si bien tenía abierto el balcón por ser verano, le parecía que iba
a ahogarse allí por falta de aire, y que el techo le pesaba sobre la cabeza, y
que para respirar necesitaba toda la atmósfera, y para andar de todo el espacio
sin límites, y para alzar la frente y exhalar sus suspiros y encumbrar sus
pensamientos, de no tener sobre sí sino la inmensa bóveda del cielo.” (p.143)
Volamos hacia ese momento
en el que Pepita se impone. Valera va a demostrar que el verdadero arte
novelesco está en el sentido de la composición. Su novela, que discurre sobre
el papel pautado de la literatura mística [xvii], deja atrás el camino de
perfección para llegar a la vía unitiva; reemplaza la noche oscura del alma por
la no menos simbólica noche de los enamorados, la noche de San Juan; sin
embargo, estos préstamos literarios son utilizados idóneamente y adquieren
perfil y valor propio.
El retrato físico de D.
Luis, que se nos debía desde el comienzo de la novela, surge ahora. El narrador
describe unas proporciones que cuadran al concepto de “buen mozo”, con “algo
atrevido y varonil en todo el ademán, a pesar del recogimiento y la mansedumbre
clericales” (p.144), y le adorna
con “el sello de la distinción y de
hidalguía” que entariman al héroe ante el lector burgués. La sorpresa que guardaba
Valera –si así se puede decir—es que no utiliza los ditirambos que gustaban a
Fernán Caballero, ni los símiles magnificadores que empleaba su amigo Pedro
Antonio de Alarcón al retratar a sus héroes; D. Luis no tiene mayor particular
que unos rasgos finos y la juventud que el amor armonizan. El realismo de
Valera prefiere ese galán común que, sin embargo, y como debe ser, resulta
maravilloso para su amada: “Al ver a Don
Luis, era menester confesar que Pepita Jiménez sabía de estética por instinto”
(p.144).
Contemplando el campo y la
espesura del anochecer, D. Luis se siente embriagado. Las sombras nocturnas lo
abrazan todo; la luna parece una lengua húmeda entre las copas de los árboles,
los arroyos, las flores, las hierbas. Los árboles frutales embalsaman el aire.
La naturaleza da su lección de amor al héroe:
“Don Luis se sintió dominado, seducido, vencido por aquella voluptuosa
naturaleza(...) las estrellas se miraban con amor unas a otras; los ruiseñores
estaban enamorados; hasta los grillos agitaban amorosamente sus elictras
sonoras, como trovadores el plectro cuando dan una serenata; la tierra toda
parecía entregada al amor en aquella tranquila y hermosa noche (...) todo vida,
paz y deleite”. (pp. 146-47)
La sensualidad de estas
páginas es extraordinaria. Apenas falta elemento erótico de la literatura
clásica del amor, y la ornamentación se enriquece con herencias de los salmos
bíblicos y, quizás, del anacreontismo europeo de finales del s.XVIII [xviii]. A
más del campo está cuanto D. Luis observa en las calles, las parejas, los
coloquios de amor de la noche de San Juan: “Todo
era amor y galanteo” (p. 148).
Vivimos un ejemplo perfecto de cómo el tiempo y el espacio novelescos van a
condicionar la actitud del personaje llegados al climax de la novela.
La entrevista comienza con
los amantes en guardia; él dispuesto a vencer con sus argumentos; ella con la
pasión y el instinto. Y ocurrirá lo que anticipamos; no triunfan los argumentos
del protagonista sino la inteligencia amorosa de Pepita, quien, en una sutil
mutación de posiciones, le ataca primero con la lógica -- si ha cedido a una “zafia aldeana”, ¿no tiene razón en
prever que D. Luis será un “clérigo
detestable, impuro, mundanal y funesto que cederá a cada paso”? (p.158) -- y cuando D. Luis se defiende,
ella califica sus razonamientos de sofismas [xix]. Después le psicologiza
--¡ella a él!— retrata su interior y, al fin, descubre sus sentimientos con una
declaración de amor como no hubo otra en lengua castellana desde la de Calixto
en La Celestina:
“Yo amo en usted, no ya sólo el alma, sino el cuerpo, y la sombra del
cuerpo, y el reflejo del cuerpo en los espejos y en el agua, y el nombre y el
apellido, y la sangre, y todo aquello que le determinan como tal don Luis de
Vargas; el metal de la voz, el gesto, el modo de andar y no se qué más diga.
Repito que es menester matarme. Máteme V. sin compasión. No; yo no soy
cristiana, sino idólatra materialista.” (p.169)
El resultado es conocido.
D. Luis se entrega y aparece como Adán ante un nuevo mundo. El resto de la
novela importa ya poco. Es un conjunto de epílogos que están ahí porque lo
exige el lector de la época.
NOTAS.-
[i]
Revisión del estudio “La estructura interior de Pepita Jiménez”publicado en el
libro CADUP-Estudios 1988, Centro de
Tortosa-UNED, (Tortosa, 1988) pp. 165-194. Las citas de la novela de Valera
incluidas en el texto corresponden a Pepita
Jiménez, edición. prólogo y notas de D. Manuel Azaña, Colección “Clásicos
Castellanos”., Espasa-Calpe, (Madrid, 1967). El estudio se realizó como becario
de investigación del Patronato del Centro de Tortosa-UNED
[ii]
Sobre la definición de Pepita Jiménez como novela psicológica o incluso como
drama psicológico (aspectos que no tocaré) ver el prólogo del Juan Valera a la
edición de Appleton de 1886 incluido en la excelente edición comentada y
anotada de Luciano García Lorenza, Pepita
Jiménez, Col. Clásicos, Editorial Alambra (Madrid 1977), p.50; Manuel Azaña
Ensayos sobre Valera, Alianza
Editorial (Madrid, 1971), pp. 206 y 213; José F. Montesinos, Valera o la ficción libre, Gredos,
(Madrid, 1957); Robert E. Lott, Language
and Psichology in Pepita Jiménez, University of Illinois Press, (Urbana,
1970) pp. 167-239; Alberto Jiménez Fraud, Juan
Valera y la Generación de 1868, Taurus, (Madrid, 1973), p.170; y Arturo
García Cruz, Ideología y Vivencias en la
obra de D. Juan Valera, Ediciones Universidad de Salamanca (Salamanca, 1978),
pp.150 y ss.
[iii]
Sobre el trasfondo ideológico, platónico y religioso- tampoco materia de mi
estudio- hay una bibliografía abundante; destacamos los libros citados con
anterioridad y los de J.J. Gil Cremades, Krausistas
y liberales, Seminarios y Ediciones, (Madrid, 1975), el de Francisco Pérez
Gutiérrez El problema religioso en la
Generación de 1868, Taurus (Madrid, 1975) y el de Juan Oleza, La novela del XIX: del parteo a las crisis
de las ideologías, Ed. Laia (Barcelona, 1984)
[iv]
Benito Varela Jácome estudió la estructura externa de Pepita Jiménez y su
transformación “actancial” en “La idealización de la realidad en Juan Valera”
capítulo de su libro Estructuras
novelísticas del siglo XIX, Clásicos y Ensayos, Colecn. Aubí (Barcelona,
1974), pp. 140-157
[v]
Dice A. Jiménez Fraud: "Todos lo
héroes de Valera comienzan sumergidos en un narcisismo espiritual que les
atormenta y les da vida cuando persiguen un ideal de perfección, un absoluto
que el alma humana lleva dentro de si misma, ideal incognoscible, irrealizable,
pero que consume de amor las almas que están sedientas de belleza.",
op. cit.., p. 161
[vi]
Rosendo Díaz-Peterson: “Pepita Jiménez de Juan Valera o la vuelta al mundo de
los sentidos”, ARBOR, 1975, pp.39-51
[vii] Lott, op.
cit., pp183-184.
[viii] Lott,
op.cit, pp.185-192. Paul Smith , “Juan Valera and the Illegitimacy Motif”, HISPANIA,
LI, 1968, pp. 804-831.
[ix]
Gonzalo Torrente Ballester, Panorama de
la literatura española contemporánea, 3º edcn., Giadarrama (Madrid, 1965),
p.108.
[x]
Azaña intuyó lo que definimos como “sorpresa del amor” al decir que “don Luis se enamora velozmente de Pepita,
pero en algún tiempo no conoce, ni por tanto, confiesa que está enamorado”,
op. cit, p.226.
[xi]
Montesinos, op. cit, p.119
[xii] Lott, op.
cit., p. 61
[xiii]
Azaña fue el primero en mencionar la importancia de la estrella Venus en la
novela, op. cit., p.215
[xiv]
Véase el excelente trabajo de Germán Gullón: “Técnicas narrativas en pepita
Jiménez y Juanita La Larga”, capítulo de su libro El narrador en la novela española del siglo XIX, Taurus Ediciones
S.A., (Madrid, 1976) pp. 149-155. Sobre el tema epistolar ver también el libro
de Lott, op. cit., 197-202 y el estudio de Francisco Serrano Fuente “La
estructura epistolar en Pepita Jiménez y la Estafeta Romántica” Cuadernos de
Investigación. Filología (Colegio Universitario de Logroño, mayo de 1975,
pp.39-63
[xiv]
Sobre el tema del orgullo ver García Lorenzo, op. cit., pp.30-31
[xvi] Lott,
op.cit., pp.203-204
[xvii]
El libro de Robert E. Lott tiene, entre otros grandísimos méritos, el de
demostrar la influencia de la literatura mística en la novela; véanse las pp.
14-18.
[xviii]
Por lo que se refiere a la influencia de los salmos bíblicos ver Lott, op.
cit., p. 63 y ss. Por mi parte, sospecho que el culto Valera también pudo estar
influenciado por la corriente anacreóntica que brilló a finales del s. XVIII, y
a la que Pedro Salinas dedicó páginas de mucho interés en el prólogo a su
edición de Meléndez Valdés: Poesías,
“Clásicos Castellanos”, Espasa-Calpe SA, 5ª edcn., (Madrid, 1973) pp. XXXV a
LIV. En la poesía anacreóntica al amor lo puede todo y la belleza de la amada
–personificación de la Naturaleza—resulta irresistible. También la naturaleza
juega un papel revelador en la creación del espacio literario así como en el
tratamiento del tema amoroso; la atmósfera es lúdica y sugiere una anatomía
erótica simbolizada en la presencia de ríos, fuentes y arroyuelos, y lo íntimo,
recóndito y misterioso, a través de bosques, selvas y espesuras. La posible
influencia de los temas anacreónticos en Pepita Jiménez podría rastrearse en
diversas instancia de la novela, por ejemplo, en el detallismo que emplea Don
Luis al describir a su amada, la función que la belleza de Pepita desempeña en
el deslumbramiento y posterior entrega del seminarista, en la exageración de
los sentimientos como un placer más, la frecuencia con la que se derraman
lágrimas que desembocan en efusiones extremas y en la memorable escena donde la
naturaleza ofrece a Don Luis la lección copulativa que le conducirá al aposento
de Pepita.
[xix]
Sobre el tema de la virtud, su no fácil caída, así como la relación de Pepita
Jiménez con otra obra de Varela, el diálogo filosófico-amoroso o Asclepigenia,
ver Azaña, op.cit, pp.238-241 y A. Jiménez Fraud op. cit.,, pp. 176 y ss.
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