viernes, 24 de junio de 2011


HISTORIA DE SANDALIO


Sandalio estaba harto de aquella hembra gordísima que roncaba a su lado. Le había dado cinco varones y una chica y ya no servía para más. Además, tan grande era que empequeñecía la habitación donde se apretujaban todos como cerdos. Charo le repugnaba como una alcantarilla, un troncho de sepia gigante podrida, como una verruga inmensa. No se parecía a Mariana en nada.

Sandalio se levantó de la cama y el somier pareció aliviarse. Se guió hacia el ventanuco por donde se escurría la luna encima de la niña dormida en su catre. Sandalio miró por el ventanuco que semejaba un ojo de buey y después se agachó para verla. Mariana tenía flores blancas y rosadas de malvavisco en el pelo; la tarde anterior había ido al monte en su búsqueda. La niña toda olía a malvavisco y ese olor complacía a Sandalio. La estuvo mirando un rato y decidió echarse a su lado. No tardó en dormirse como un bendito.

A la mañana siguiente. Mariana despertó asustada al notar la barba crespa del padre junto a sus mejillas. La verdad es que no parecía el invariable hombre feroz. Pero no pudo pensar mucho más. La Charo --que también había despertado-- empezó a dar gritos terribles haciendo que los chiquillos espabilaran y también Sandalio, pensando todos que iba a tener el soponcio de costumbre. Sin embargo, Charo salía de su cama mirando hacia el marido y gritando:

--¡Perro bestia negra! ¡Qué le has hecho a esta criatura? ¿No te basta andar con cualquier pelandusca y buscas en casa? ¡En tu propia casa, bicho, con tu propia hija!

Sandalio no entendía bien la razón de la bulla. Miraba para Mariana y se miraba a sí mismo. Los chicos corrieron hacia un rincón adivinando lo que iba a pasar. Charo empezó a hacer espavientos y al poco echaba un hilo de baba por la boca. Sandalio se levantó y le dio una patada tremenda. A la mujer se le cocía dentro del cuerpo el mal de San Vito, pero sólo pudo gemir muy quedo, sin atreverse a más cuando el marido le dijo:

--Desde hoy dormiré siempre con Mariana. Ella huele bien. Tú, como una chota.

“¡Castrarlo!” sentenciaban las mujeres del pueblo pensando en Sandalio. Pero sólo pensaban, porque nadie se aventuraba. Ni siquiera el herrero, capaz de alzar la pila bautismal de la iglesia que pesaba quinientos quilos y llevarla diez metros como quien lleva una pota. Lo más, se atrevían a sentenciar: “Esa niña está echada a perder por su propio padre. ¡Quién lo diría!”. Los amigos de Sandalio, un buhonero y el campanero de la iglesia, también estaban tocados por lo que la Charo fue corriendo de lengua a lengua.

Mariana, de quien la gente se apartaba como si estuviese endemoniada, tomó miedo. Charo la cogió un día que Sandalio estaba en el campo y le largó una andanada de bofetadas; después le soltó el trapo de los insultos. Mariana se sobaba las mejillas, lloraba, pero no entendía cuando su madre preguntaba: “Y a ti, diabla, ¿te gusta acostarte con tu padre?”. Y la seguía pegando e insultando siempre que podía.

Resultó que Mariana descubrió que su padre era la única persona que no la trataba mal y, aunque le daba el mismo miedo que a todos, el momento más tranquilo del día sin ser vejada o maltrecha era por la noche, cuando él se acostaba a su lado.

Ya no se oían los ronquidos de la Charo antes que los del marido. Los chicos también acechaban. Los del pueblo hacían apuestas. También velaba Mariana. Pero unos y otros no tardaron en cansarse de la espera y al cabo de un mes los duermevelas se extinguieron en el pueblo.

Pero un día Mariana soñó que su padre la estaba buscando, que estaba desnudo y que iba a atraparla como a los pajarillos que Sandalio vendía los lunes en el mercado. Asistía como a la revelación de un sueño oscuro y terrorífico y gritó. Charo se tiró de la cama y vino hacia ellos, pero Sandalio le arreó una trompada que la dejó medio sin sentido. El miedo había enmudecido a Mariana. Temblaba como un sauce al viento cuando Sandalio la sacudió por los brazos mientras la camisola se le escurría y él parecía como si fuera a echarse sobre ella. Gritó al fin, y tan fuerte, que Sandalio se paró. Ese fue el momento que Mariana aprovechó para salir a trompicones por la puerta. Sandalio se recuperó y salió en pos de Mariana. La niña corrió hacia el molino, caía y se levantaba blanca por la harina que había dispersa en el suelo. El padre quiso cogerla cerca de la acequia, pero Mariana logró desasirse y saltó al agua.

Charo había montado tal escándalo que algunos vecinos asomaron; otros, de manera cautelosa, se acercaron al observar que Sandalio permanecía como una estatua, los brazos sobre un barandal cercano a la acequia. Mariana en el agua ni pedía socorro. Auxiliarla resultaba difícil por lo cerrado de la noche y el temor que Sandalio inspiraba. El campanero fue quien dio con Mariana y la sacó medio ahogada. La niña tenía los ojos del través. Parecía una muñeca rota y bizca. El campanero y el buhonero la subieron a la casa. Pusieron el cuerpo de Mariana en el catre mientras Charo gritaba repetidamente: “¡No, no! ¡No!“, gritos de espanto que sajaban los oídos. Sandalio llegó al rato. Tenía los ojos brillantes y los fijó en la niña. Entonces la Charo tuvo otro ataque y el campanero y el buhonero salieron de la estancia con penas en el alma. Los del pueblo no daban crédito a lo que se contaba. Por fin llegó la Guardia Civil y sacó a un Sandalio entontecido de la casa.

                                           ***

Te contaré, amigo mío, que le llevaron a Lebico donde le instruyeron la causa y se celebró el primer juicio. No pudieron sacarle ni media. Sandalio se había quedado como aojado desde el suceso. La vida es muy fuerte; jamás compite con ella lo que se dice en los cuentos. Pero ocurrieron cosas extraordinarias. Durante el proceso, el fiscal llamó a la Moños porque Sandalio había frecuentado su casa. La Moños aseguró que no le veía como corruptor de menores, que no venia al caso. Al fiscal le molestó esa afirmación y quiso saber si el Sandalio había hecho salvajadas en su casa de citas. La Moños dijo que ninguna, pero el fiscal arreció con ella poniéndola tan irritada que decidió no responder palabra a cuanto le preguntaba. El juez la reprendió y entonces ella, muy chula como sabes que es, se paró y le dijo:

“—Mire, Señoría, que la cuestión no va con usted. Que a mi lo que me hace mal es que el señor fiscal me llame la Moños a cada paso porque una tiene nombre de pila y sus apellidos.

“El señor juez comentó de manera conciliadora:

“--Pero mujer, usted sabe muy bien que en este pueblo todos la conocemos por el apodo y no debe creer que el señor fiscal tiene mala intención al pronunciarlo.

“--Muy bien, Señoría –puntualizó la Moños-- pero en mi casa llamamos al señor fiscal “El Carajo pimpante” y aquí le llamamos señor fiscal.

“La salida de la Moños se celebró mucho en el pueblo y sirvió para quitar azufre del juicio de Sandalio, quien permaneció hipnotizado, según se dijo, durante toda la vista. Del juicio en sí nada se podrá olvidar. A Charo la visitó el mal de San Vito de nuevo con el episodio acostumbrado de movimientos involuntarios y bruscos de las extremidades y se descompuso toda. Ocho días después la enterraron. Llevaron a los niños al Hogar de Auxilio Social y a Mariana la recogieron las monjas hospitalarias de León. De Sandalio sólo te puedo decir que, tras juicio en la audiencia, pienso que le salieron treinta años y un día, que iba a recurrir y que si no ha muerto, andará Dios sabe por algún penal del país.“












jueves, 9 de junio de 2011

LA CURIOSIDAD DE SIMÓN MELGAR



Me aburría leyendo los trabajos de mis estudiantes. Mis ideas, fruto de años de lecturas e investigación, de experiencia, habían quedado mal sepultadas en aquellos papeles. Ningún interés provenía de tales garrapatos. La letra saltimbanqui de Cox brincaba ante mis ojos confundiéndome. La de Coster me pareció finísima porque su boli se habría estado gastando al escribir; tampoco decía nada. Miss Grant añadió al texto tres caricaturas de personajes inescrutables que se me escapaban…

Me cansé y me puse serio; era un examen sorpresa. El jueves les sorprendí. Me miraron aterrorizados hasta oír que no pretendía averiguar si habían leído o no la bibliografía del curso. Les dije: “Detallen lo que les impresionó más de lo leído y explicado sobre Tiempo de silencio o cualquiera de las otras novelas del curso. Si se atreven, hagan también una reflexión personal”. Se relajaron y escribieron sin parar.

Como dije antes, mis expectativas se fueron al suelo leyendo aquellos palimpsestos. Obviedades, frases inertes, por ejemplo, Cela escribe imitando al Lazarillo… Francisco Ayala tiene una mirada desintegrante… En La moneda en el suelo de Ildefonso Manuel de Gil el tiempo abraza como un pulpo a los personajes… Anderson Imbert proclama que para entender una novela hay que leerla dos veces por lo menos…Nada sobre Tiempo de silencio. Chester añadió con intención o sin ella un comentario majadero: “Eso de leer llevo haciéndolo yo muchos años, Simón” (Simón, dicho sea entre paréntesis, soy yo, y me apellido Melgar)

Llegué al ejercicio de Madison. Se sienta en la primera fila y a mi derecha en clase. Casi siempre lleva un traje estampado. Nunca me ha llamado la atención, ni siquiera cuando está ausente. Una alumna gris, oculta tras una melena y unos fríos ojos azules. Ha escrito: “Nuestra tarea crítica es deshacer la novela y rehacerla con la imaginación hasta que tenga sentido…Como en la vida.” La frase me ha intrigado, pero después me pregunto. “Si deshace novelas y las rehace, ¿se dedica a vivirlas? ¿Qué querrá decir como en la vida?”. Todo un hallazgo para un profesor solitario, aburrido y tenido por raro, aunque si cuento en el comedor de profesores de la universidad que una de mis estudiantes vive novelas, no pararán de reír a mi costa. Pero me he propuesto conocer como piensa la Bonner.

Pese a mi fama de roñoso –defecto muy de la profesión, digan lo que digan-- caí en la cuenta de que el curso concluía y todavía no había invitado a mis estudiantes a casa según la costumbre de la Escuela Graduada del Departamento de Románicas de la Universidad de Texas en Austin. Son ocho y, suponiendo que alguien tenga la mala idea de venir acompañado, serán diez como mucho. Por lo que sé, las chicas ejercen un control bastante riguroso sobre sus tres compañeros solteros y se ronronea que dos de ellos son el corazón dulce de dos de ellas.

Mi presunción no pudo salir peor. Se presentaron catorce y faltaba la Bonner. Vinieron con lo puesto, así que las dos cajas de cerveza Falstaff que había comprado apenas aguantaron una hora y cuarto de libación colectiva y tuve que salir a por más y comprar pretzels, patatas fritas, coca-cola y el ginger-ale favorito de los no alcohólicos, un olvido en mi lista previa. Encima la Bonner llamó para disculparse; le habían surgido cuestiones personales ineludibles y no podía acercarse. Me estaba bien empleado por pretender lo que no debía. No obstante, la fiesta había acabado para mí sobre las nueve. Saqué mi botella de ginebra y les preparé leche de pantera –bastante azúcar y suficiente canela sobre la leche y la ginebra- que les afectó rápidamente y les largó de mi apartamento más pronto que tarde.

Al lunes siguiente encontré a Madison en los pasillos de nuestro edificio de Románicas. Reiteró sus excusas, pero aproveché para decir: “Bueno, mujer; ya que no vino a la fiesta y me gusta conocer mejor a mis graduados, no me negará el placer de comer o cenar un día de estos conmigo, ¿puede ser? Tengo unas preguntitas que hacerle.” Quedamos para cenar el sábado. Faltaban cinco días durante los cuales estudié a fondo el interrogatorio al que la pensaba someter: “Bueno, ¡y usted porqué escribió esa frase tan enigmática?”. Pensé que a la pregunta le faltaba tacto. “¿Tiene usted problemas?”. Mi indagación resultaría entrometida. “¿Cree que el escritor tiene que deshacer y rehacer la novela hasta encontrar un final convincente?”. Me dirá que sí y entonces le preguntaré: “¿Y en relación con la vida? ¿Cree usted que se aplica esa misma norma a la vida?”. ¡Por ahí, por ahí Simón! ¡Por ahí vas bien!

Habíamos quedado en un punto intermedio de la calle Guadalupe, pues, vendría de la biblioteca de la universidad. Como no me atreví a llevarla en mi viejo Chrysler Imperial LeBaron de 1958 --conocido entre mis alumnos como El apestoso porque echa nubes negras al arrancar-- alquilé un taxi cuyo contador compitió con el pájaro correcaminos. La llevé al restaurante The Yellow Swiss Barn en las afueras de Austin. Madison vestía una blusa azul muy simple y una falda color caramelo; nada que ver con el traje estampado de costumbre. Desde mi punto de vista, el traje lucía mejor. Pero no iba yo a polemizar con mis gustos porque estaba ligeramente bonita. Se había maquillado, la melena parecía recién lavada y le caía suelta sobre los hombros con gracia.

The Yellow Swiss Barn semeja un granero por fuera. Es un negocio muy bien montado. Entras y te meten en un bar que remeda un salón del viejo oeste donde te hacen esperar casi media hora. Hay un piano y, por supuesto, un pianista. Pegado a tu mesa hay un banquillo con probetas larguiruchas y estrechas llenas de cerveza que puedes bambolear hacia ti. También te distraen con una joven muy sonriente, ligera de ropa y sentada en un trapecio a buena altura balanceándose de un lado a otro del local.

Madison miraba indiferente al pianista, a los parroquianos asidos a sus probetas y a un grupo de jóvenes que jaleaban el vaivén de la trapecista, como si las morisquetas que ella devolvía les hiciesen cosquillas de felicidad.

Bebimos pausadamente y hablamos sin entusiasmo del curso, del ensayo final que debía escribir y de la vida en Austin. Para cuando llegamos a la mesa –una vez elegido el tipo de filete deseado y visto su braseo inical-- teníamos ultimada la típica y sosa conversación de campus entre conocidos. Por suerte una camarera trajo un queso enorme, bollitos suizos recién hechos y un vasito de vino rosado, y me distraje cortando lonchas del queso, retrasando el interrogatorio que había previsto la noche pasada.

Finalmente, llegaron los filetes que aquí llaman T-bone steaks por la forma del hueso que llevan, la patata asada a la americana con crocantes de bacon, el pan de ajo y el cuenco de ensalada. Metidos en el yantar, pregunté:

--¿Usted cree que el escritor tiene que deshacer y rehacer la novela hasta que encuentre un final convincente?

--Bueno, eso depende.

Marchábamos mal. Resulta que la Bonner estaba instruida y trató de desmenuzar sus ideas literarias -- mientras los T Bone steaks, las patatas y los panes de ajo desaparecían a irresistible velocidad, asomando los cafés. La conversación se deslizaba pendiente abajo. Cuando Madison terminó de destripar a Joyce y sus procedimientos, machacó a Huxley y sus contrapuntos, encontré un hueco para hacer la gran pregunta:

--Y la vida. ¿Cree que esas mismas normas rigen la vida?

-- No sé adónde pretende ir. ¿Qué normas?

--Me refiero a eso de hacer y deshacer hasta alcanzar un final estimulante.

Madison enmudeció y en mi interior proferí un grito de victoria. Esperé la respuesta anhelante.

--De la vida no hablemos, profesor. La mente del novelista organiza la novela disponiendo los elementos a su antojo y el lector debe resolver su laberinto. La vida es un desarreglo continuo a nuestra costa.

Madison tenía una mirada como helada al hablar. Pero no hice caso. No quería soltar mi presa. Pensé que se refería a alguna cuestión personal y se deshacía en frasecitas para tapar algo.

--Pero, ¿cómo es que siendo tan joven parece tan pesimista?-Pregunté.

--No es pesimismo; es experiencia y conocimiento de la realidad – replicó mirándome muy sosegada.

Nunca me gustó que respondiesen a una pregunta mía hablando de experiencia y conocimiento de la realidad, y menos en aquella ocasión porque mi interlocutora era joven.

Mi orgullo intelectual me aupó sobre su respuesta, pues, si ella era cultivada, yo más. Me remonté a Aristóteles, seguí curso por Curtius, hasta llegar a Stevick, pero era tiempo de irse… porque Madison miraba el reloj intencionadamente. La camarera llegó con la cuenta. El nuevo fracaso me había costado diecinueve dólares con veinticinco centavos más los taxis y, para colmo, Madison me pidió que no la dejase en su casa sino en la de una compañera que vivía en el campus.

Días después llegaba la última clase del curso e hice el último intento. Extendí mi dedo anular sobre las cabezas de mis alumnos –gesto de comediante que siempre intriga—y dije: “Mientras estuve explicando el significado de los protagonistas de Tiempo de silencio estoy seguro de que algunos de ustedes habrán encontrado semejanzas con sus propias experiencias. A comienzos del curso les enseñé que tenemos la tarea de deshacer y rehacer la novela contemporánea para entenderla. Eso lo dije yo, pero una compañera de ustedes reflexionó lo siguiente: “El escritor organiza la novela disponiendo las cosas a su antojo y el lector debe resolver su laberinto. La vida es un desarreglo continuo a nuestra costa.” Miré a Madison, quien permanecía impasible. Entonces añadí: “En el ensayo final que deben entregarme comenten esa afirmación y, si son valientes, respondan a esta pregunta: ¿Hay que deshacer y rehacer la vida como en la novela para hallar un final estimulante? Como siempre, mejor si dan ejemplos, y los admito personales”. Mis estudiantes me miraron con una cara rarísima. Como permanecían indecisos, les dije: “Vamos, vamos. La literatura se hace con el material de la vida.”

Aquella misma tarde busqué su dirección entre las fichas del curso y mi coche tardó muy poco en enfilar hacia el este de la ciudad. Austin empezaba a dormirse. Sólo cuando crucé la calle San Jacinto vi alguna animación gracias a los estudiantes que frecuentan sus tabernas. Cuando entré en el este de Austin empecé a ver gente de color; estaba en otro territorio.

Las casas eran viejas y estaban hacinadas, sucias. Había perros vagabundeando que, aun no teniendo nada que defender, parecían hoscos hacia mí. Algunos transeúntes me miraban con interés, otros con ironía. Varios jóvenes fumaban arrimados en los escalones de alguna cosa medio derruida. Les pregunté cómo llegar a la dirección de Madison. Estaba en el corazón del barrio negro. Las casas se extendían como una tela de araña abandonada, se oían gritos secretos, dramas nada silentes en algunos televisores. Una trompeta dejaba escuchar su sonido desafiante a lo lejos.

Por fin llegué frente a la casa. Salí del automóvil y me oculté detrás de una acacia. Desde allí estuve espiando las ventanas abiertas en la calurosa noche de mayo. Entonces escuché el llanto compungido de un niño y la voz de Madison. También me pareció oír la voz de un hombre, pero no estaba seguro. El niño calló y durante un rato no hubo más ruidos hasta que encendieron el televisor.

Un montón de preguntas aturdían mi mente. Traté de recordar si había visto un anillo de compromiso o de matrimonio en las manos de Madison y me dije que no. Claro que eso no impedía que estuviera casada o tuviera un compañero. Pero entonces, ¿por qué vino a cenar conmigo? ¿Y si el niño fuera de un hermano y no suyo? Sentí unas ganas tremendas de dar dos zancadas y acercarme a la puerta. Pero, ¿qué decir? Sobre todo si había otro hombre en la casa. Sonó un teléfono y bajaron el volumen del televisor. Crucé la distancia que me separaba de la casa y me agazapé debajo del ventanal que parecía del living. Escuché a Madison decir No susurrando, repetidamente. Entonces, a uno de mis costados, se abrió la puerta de entrada y apareció un niño como de cuatro años que me miró con curiosidad sostenida. Era negro y me sentí estúpido y sin saber qué hacer dado lo ridículo de mi postura. Madison había dejado el teléfono y llegaba corriendo en busca del chico.

--Parece que vino a averiguarlo todo, ¿no?- Se me quedó mirando sorprendida-. ¿Quiere pasar?

Madison alzó la criatura, se la puso en los brazos y la seguí. Luego me ofreció una silla y algo de beber, pero rehusé. En mi rostro se había agolpado la vergüenza que sentía. Madison dejó al chico en el suelo y se acercó sentándose en otra silla a mi lado.

--Hace seis años me enamoré de Alfred, un chico de color –dijo despacio-. No podíamos casarnos porque lo impedían las leyes de Estado so pena de cárcel. Cuando iba a tener al niño pensé que lo mejor sería irnos a California, pero Alfred no quiso porque tenía aquí su trabajo y a toda su familia.

--No siga, por favor; me siento muy mal. Soy un entrometido-. Balbuceé, pero ella continuó como si no me hubiera oído.

-- La familia de Alfred desconocía nuestras relaciones y al saber que íbamos a ser padres se enfureció. Alfred pensó que lo mejor para todos era que abortara, pero me enojé y me opuse. Estuvimos un tiempo de relación indecisa hasta que le llamaran al ejército; los negros jóvenes van todos al Vietnam. Tuve al niño. Entre los blancos no podía vivir y, para mi sorpresa, la gente de color fue más considerada. Los padres de Alfred me dejaron su casa, pero se marcharon a la de otro hijo. Si quiere saber si me voy a casar con mi chico, no le puedo responder. Es una historia como otras muchas de este barrio con la salvedad de que es en blanco y negro y, desde luego, no es una novela.

--Sí; dijo usted que la vida es un desarreglo continuo a nuestra costa…Ahora entiendo porqué escribió la frase.

--Hace un rato me llamó un chico que me quiere; incluso está dispuesto a adoptar al niño. Es absurdo, porqué sé que la vida puede deshacerte, pero ¿la puedes recomponer luego? Los negros no me quieren, pero me respetan porque di a luz un crío que estiman de los suyos y continúo a su lado, queriéndole. Al niño le tratan bien; de alguna manera es una conquista de su raza. Respecto a mí, algún día acabaré el doctorado y entonces me iré a enseñar a alguna universidad. Igual me caso con Alfred, o con el otro, u otro. Ahora que lo sabe todo… únicamente le pido que sepulte mi secreto en el mayor de los olvidos.

--Sí, sí ¡desde luego! Y perdóneme, por favor.

--¿Por qué? ¿Por curioso? La curiosidad no mata, pero puede desquiciarnos, Sr. Melgar. No se pierda por ella.

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martes, 24 de mayo de 2011

POLÍTICA  SIN  HUMOR

Vivimos una campaña electoral insustancial. Desconocíamos a la mayoría de los candidatos a elegir y sus jefes de filas succionaron la campaña, exhibiéndose y repartiendo mandobles, estocadas, mentiras e ironías de sobra conocidas, pero donde el humor verdadero estuvo quieto parado.

Tratándose de contiendas electorales siempre recuerdo a Alfonso Guerra cuando aún vestía de pana. En la primera o una de las primeras campañas le escuché --en la radio-- definir al Presidente de la Generalidad catalana como un mago y añadir con pausa meditada: “Tiene una bola, y la consulta”. La frasecita sentó muy mal; le largaron la butifarra con el ceño fruncido que se dedica a los entrometidos de afuera.

Alfonso Guerra bien sabía que ya teníamos libertad de expresión, que el humor relaja y tallaba algunos comentarios con frases que hasta vaticinaban futuro, así cuando dijo “Montesquieu ha muerto”, “En política, la única posibilidad de ser honesto es siendo aficionado”, “El que se mueva no sale en la foto”, “El día en que nos vayamos, a España no la va a conocer ni la madre que la parió", “Cuidado con el Bambi”… Don Alfonso, ya sin pana ni cámara fotográfica, preside la Comisión Constitucional del Congreso con la gravedad que atribuimos a los más próceres de La Pepa.

Felicísimo Valbuena, catedrático de periodismo en la Universidad Complutense de Madrid recuerda que Gracián aconsejaba “Tener buenos repentes” y, por lo mismo, recomienda a los políticos practicar los soundbites o “bocados de sonido” de nueve segundos porque saldrán más en los medios. Sin duda don Alfonso ha sido un ejemplo manifiesto del quehacer. Recuerdo también a Lyndon B. Johnson quien, para desacreditar el caletre de Gerald Ford cuando este era Jefe de la Minoría en el Congreso norteamericano, decía: “Si una idea pasa por su cerebro se la oye venir.” Sin embargo, los soundbites de los políticos actuales son de plomo, una material al que, si nos exponemos, nos puede cambiar el carácter a agresivo y antisocial…

Unos pueden ganar arrasando y otros perder asolados, pero los planteamientos fueron similares. La mayoría siguieron la estela de sus jefes de partido y sus campañas imitaron la de Barack Obama, tuvieron un blog o una cuenta en Twitter, subieron videos a You Tube, pero el verdadero humor -quizás con la excusa de la crisis- no aparecía en ellas, ¡con lo que mola y distiende!

Sabemos que a los políticos les interesa la gente. Se demostró cuando acudieron como rayos a Lorca después del terremoto. Que les interesa la gente nadie lo duda, pero el periodista satírico americano Patrick Jake ”P.J.” O’Rourke hizo un comentario paralelo en cierta ocasión: “También a las pulgas les interesan los perros.”

Característica de los políticos es que no pocos son agnósticos o ateos porque les resulta inconcebible que haya una vida posterior mejor gracias a lo actuado por ellos. También son proclives a echar discursos en los colegios y en las cárceles prometiendo lo inimaginable y, cuando se les pregunta por los motivos, responden como en el chiste: “Jamás volveremos al colegio, pero a la cárcel, ¡quién sabe!”

Así las cosas me contento con Sonso, el protagonista de algunos de mis cuentos. Recién visitó a una amiga integrante del Grupo Mixto en las Cortes y quedó bisojo al ver que consultaba el pronóstico del tiempo y su horóscopo personal para decidir su voto ante una proposición ajena sobre tema agrario. Todavía quedó más trasojado al salir del edificio y observar que los famosos leones habían sido sustituidos por dos Miuras a cuya cornamenta se aupaban para balancearse los niños que jugaban por allí.


Posdata.:

También me comenta Sonso que en la Puerta del Sol hay gentes afirmando “Tenemos derecho a estar cabreados y a pedir explicaciones”, “No hay pan para tanto chorizo”, “Me sobra mes al final del sueldo”, “Nuestros sueños no caben en sus urnas” y otras frases que harán felicísimo al Sr. Valbuena.

lunes, 9 de mayo de 2011


LA  CARTA  REDONDA

 
“No fue mi culpa, señor, que el perro escapara. Yo no abrí la puerta. Fue el cartero porque entró en la casa sin permiso y la dejó abierta. Además, ya no recibía cartas. No era una persona importante. Durante veintiocho años fui el hombre de la casa. Hasta que mis hijos, bigotudos y con su licencia en el bolsillo partieron el pan. Antes me pedían permiso. ¡Si viera a mi mujer como un viento caliente por toda la propiedad donde la única voz era la de Juan, mi nombre! Pero se la llevaron las campanas y otras campanas se llevaron a mis hijos. Dios les conceda una vida larga y los multiplique.

“Las paredes no hablan, señor, la lumbre tampoco y en las noches de cierzo como en las de luna llena estoy más solo que el lobo del páramo. No tuve la culpa, créame. Fue del cartero que me trajo la carta. No era de mis hijos como creí. Era una carta muy rara porque era redonda. Tenía un sello azul con una cruz pintada en sangre. El cartero me dijo que venía de un país extraño; que en la estafeta quisieron averiguar, pero no pudieron. Que en principio habían pensado en no cursarla, pero que luego, si había llegado hasta ellos, pues que sí, decidieron entregármela.

“El cartero, señor, se quedó allí esperando a que la abriese. Yo estaba tan intrigado como él. Pero cuando rasgué el sobre y saqué el papel me entró un mareo que me bajó de la cabeza a los pies. Fue cuando le grité algo tan fuerte que no es de cristianos. Desde entonces, él y quienes le escucharon, empezaron a decir que yo estaba loco y más cada día siguiente. Pero señor, ¿qué he hecho yo en toda mi vida sino es trabajar mi huerto y pensar en Dios? ¿Qué mal hice yo? Este hombre de negro también dice que estoy loco y el otro que estoy endiablado. Aquellos me acusan de ser mala persona. En fin, señor, quiero contar las cosas como sucedieron y le ruego que me preste atención porque no son increíbles; de veras me sucedieron. ¿Puedo beber de ese vaso de agua?

“Señor, sé de leer las letras que me enseñó don Tadeo, el mismo que se las enseñó a usted antes de que fuese a la ciudad para los estudios. ¿Se acuerda de la pedrada que le atizó cuando dijo que los Reyes Magos eran su papá, su tío el alcalde y el secretario del ayuntamiento? ¿Se acuerda de lo que rabió don Tadeo? Pero… no se enfade conmigo, señor, porque ya no me salgo de lo que tengo que decir.

“Decía que sé poco de letras. Pues señor, la carta parecía tenerlas, pero cuando ibas a leerlas mudaban a visiones. Vi un campo pintado y una hoz que segaba. ¡Para nada trigo, ni maíz! ¡A hombres y mujeres que yo conozco vivos o había conocido y estaban muertos! La hoz se precipitaba sobre ellos, segándoles, descuartizándoles. Manos y pies escarbaban como para escapar enterrándose, pero venía la hoz y segaba sus uñas. Millares de pelos enloquecidos ahorcaban las cabezas derribándolas mientras piernas, manos y ojos amputados corrían desesperadamente. Y había como una risa loca por todo el campo. No señor, no estoy sudando, no necesito agua, de veras que no necesito. Déjeme reposar unos segundos.

“No estoy loco ni embrujado. Lo digo y lo repetiré hasta que ustedes me crean. La culpa fue del cartero por haberme traído la carta. Vi cosas terribles en sus imágenes. Fíjese que cuando murió mi esposa la dejé bien enterrada y con su buena cruz encima; además, cuando la amortajaron y sin que nadie se diese cuenta, deslicé una pata de conejo en la caja para que tuviera buena suerte. Pero, señor, ¡qué horrible! En la carta vi una fila de hormigas conduciendo a mi mujer hacia una cueva y la metían allí a pesar de que el agujero de la entrada no parecía mayor que un puño de los nuestros. No era lo peor; llevaban su alma detrás en otra anda, y eso me pasmó porque dicen que el alma se escapa con la muerte, pero en esta ocasión las hormigas la tenían cogida y bien amarrada. Entonces no di voces por si la visión desaparecía o por si las hormigas se enojaban y mi mujer salía perdiendo.

“Es verdad, sí; sufría de una congoja terrible en el corazón, pero estaba picado de curiosidad. Vi que las hormigas llegaban a una galería dentro de la cueva y tras depositar a mi mujer en el suelo, aparecían otras hormigas de cabeza gigante que se arrimaban al cuerpo de Elena y eso sí, con mucho cuidado, sacaban pedacitos de su carne que llevaban a unas estancias que les debían servir de almacenes. Estuve a punto de gritar cuando empezaron a hacerlo, pero me contuve, señor, porque veía que mi mujer no protestaba. También noté que el alma parecía haber despertado y buscaba zafarse de las ligaduras mientras otras hormigas se sumaban a las que la retenían para contener sus embates, aunque entendí que lo que el alma pretendía era ponerse de pie para ver lo que sucedía con el cuerpo de Elena.

“Todo aquello parecía durar semanas de años. A veces se veían llegar otros insectos que luchaban con las hormigas que defendían su botín con bravura, pero las incursiones y las escaramuzas eran tantas que terminaban por llevarse algo de mi mujer con gran disgusto mío porque al menos veía lo que las hormigas estaban haciendo, ¿pero qué harían los otros?

“De pronto sucedió algo que me impresionó. Del cuerpo de Elena apenas quedaba el esqueleto. La hormiga que parecía reina dio una orden y una legión de hormigas voladoras asieron el alma de mi mujer y trataron como de meterla en el hueco de su esqueleto. Justo en ese momento me pareció oír la voz de Elena diciendo que se moría y el alma pegaba un brinco enorme y se desasía de las hormigas, desapareciendo. Entonces el pico de la hoz rasgó el techo de la galería, ensartó el esqueleto de mi mujer y lo hizo pedazos. Tuve el sufrimiento de lo horrible, señor. Nunca había visto algo así, y es que en ese punto fue como si la hoz viniese hacía mí y sentí como un golpe en el pecho y caí redondo en un mar de tinieblas. Fue después cuando le grité al cartero que se marchara y se lo dije en los términos que el señor conoce. Cuando me recobré me puse a llorar. Me sentía terriblemente solo; acababa de ver la muerte de mi mujer por segunda vez, es decir, la verdadera vez. Fui a la alcoba y allí estaba la bestia lengüeteando la sangre. Y me ladró y quiso morderme, lo que no pudo hacer porque salí de dos trancos y cerré la puerta. No sé que aullido, si el de la bestia o el del viento, me molestaba más.

“Y por allí estaba la carta persiguiéndome por todas partes con sus visiones. Y aquel olor que se metía en mis huesos enloqueciéndome. Un olor a miel caliente y azufre. Señor, no quiero que usted haga caso a ese hombre que me acusa y dice que no existe la carta, que el cartero no me trajo ninguna carta redonda y que estoy endemoniado. Soy más cristiano que él y quienes me llaman loco o embrujado. Voy a las procesiones y cuando las procesiones van por la Rúa Vieja o la de La Amargura no me quedo en las tabernas del recorrido como hacen los que me acusan, Fíjese que en la Semana Santa reciente llegué tarde a la procesión del Silencio y cerraba una de las filas, pero cuando llegamos a la Colegiata ya estaba de los primeros, detrás del Cristo.

“Créame señor; no me salgo del tema, lo que digo es muy importante y quiero que me crea y me entienda. ¡No señor, no me salgo del tema! ¡Yo pienso! No soy un ilustrado como usted, pero pienso mucho. Comprendo que ustedes cavilen que todo esto es cosa de la imaginación. Soy campesino y cuando mi huerto está listo y me siento a orillas del Burbia a mirar los vuelos del martín pescador y tengo una hogaza y a mis pies una bota de vino, yo pienso porque los campesinos pensamos, señor, y mucho cuando estamos callados, y pensamos muy alto y hasta imaginamos. Pero por lo mismo que se qué cosas son de la imaginación, le digo que la carta no tiene que ver nada con ella.

“Reconozco que la cruz pintada en sangre me atraía como algo santo. Le recé mucho porque tenía miedo de los cuerpos amputados y esparcidos que corrían como enajenados y de la sangre que caía de los unos sobre los otros y esto que vi, no se lo oí a don Patricio cuando habló del Juicio Final en el Sermón de las Siete Palabras como dice ese señor de negro que tanto me acusa porque no fue así, no señor. Había que ver a los pecados de los hombres como demoñuelos corriendo detrás de los cuerpos zapicando y señalándoles. Y por eso terminé comprendiendo que la hoz desparramara sus huesos Todo es tan cierto como que vi a muchas de las personas del pueblo corriendo por el campo mientras la hoz les hacía menudillo y me cuesta hablarle de esto, señor, porque muchos están ya muertos y no lo saben porque aún no han desaparecido y si sigo me van a acusar de perturbar el orden público. Yo sólo sé que me entraron ganas de rezar y de hacer penitencia por si mi muerte estaba cerca. Me saqué el cinto y me di fuerte en el costillar hasta que saltó la sangre. Entonces fui a mi alcoba, abrí la puerta pensando que la bestia saltaría sobre mi como antes, pero debía haberse calmado o recordó que era el amo y sólo me lengueteó las heridas. Entonces fue cuando el cartero llamó a la puerta y se le ocurrió abrir la cancela y la bestia salió y se fue por esas calles ladrando a la gente. No puedo enseñarle la carta, señor, porque ha desaparecido y no quiero pronunciar la palabra misteriosamente porque se van a burlar de mi. Yo sólo sé que la bestia la olió y como había mucha sangre y muerto adentro se enrabietó y siguió el rastro de los moribundos. Fíjese que no lo puedo describir, pero aunque usted no es un hombre del campo, señor, puede imaginarlo.

Habían escuchado pacientemente el relato del campesino y llegado el turno al abogado de la acusación habló de manera firme y con voz clara: “¡Fantasías! El cartero entró cuando el imputado apaleaba a su perro porque había escarbado en la tumba donde había enterrado el cuerpo de su mujer, en el huerto, y estaba descubriendo el crimen. El perro simplemente escapó huyendo de sus malas artes. El cartero no le llevó ninguna carta redonda sino una carta normal de la madre de Elena para su hija. Sabemos que mató a su mujer en la cocina clavando una hoz en su espalda mientras preparaba un asado de conejo. Sabemos que la dio por muerta cuando la enterró, pero la autopsia ha demostrado que estaba viva cuando lo hizo. No sé si está loco o endemoniado. Lo que sabemos es que el encausado cometió un asesinato y es un asesino... “

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sábado, 23 de abril de 2011


EL  INCIDENTE



Nueve años sin perder la costumbre. Comenzó en verano con trazas de repetirse y de nunca acabar. Daban las cuatro de la tarde y aparecía Marta, después Olvidu; luego Belarmina y Sabela venían enganchaditas del brazo, Lisa medio en sueños, y Honorín.

De Honorín decían algunas que era muy guay y otras que ñoño. En cualquier caso, un tipo que las hacía compañía. El chico presumía de ser puro Virgo  por haber nacido un 23 de agosto y alardeaba de ponerse en trance cuando escuchaba El Moldava de Smetana. Pareciendo un pisaverde, realmente era un lelo. Su madre afirmaba que le concibió con tres de los diez elementos constitutivos de la unidad divina: Gracia, Fuerza y Belleza. Nadie lo desmentía, pero todo el mundo se preguntaba dónde estaban los otros siete.

Enol se acercaba siempre cauteloso. El paso de los años le había dejado un balaguero de canas en el bigote y una calva en cuarto creciente  más arriba.  A su pregunta rutinaria del “¿Qué va a ser?” recibía una respuesta veterana: “Lo de siempre.” Y la tertulia empezaba rondando, ahondando, hendiendo, abanicando, esparciendo los chismes de diario. Y los reunidos mudaban de color según el pigmento de las patrañas.

Pero Marta un día faltó a la cita. “Se habrá puesto enferma” dijo Olvidu. Y al día siguiente faltó de nuevo y se repitió al tercer día. Ganas tuvieron de descolgar el teléfono, pero Belarmina comentó: “Marta siempre se hace la importante; además anda tras Mino y provocando”.

La tarde siguiente, Lisa, con los ojos muy abiertos y como carbones enchispados, soltó la nueva. “¡Escuchad! No pude resistir y lo averigüé. ¡De traca! Resulta que Marta estaba sola en casa porque sus padres habían ido al mercado de Infiesto y se le ocurrió tomar el sol en biquini en el portal del caserón.”

“¡Qué horror!” exclamó Honorín. “Lo horrible no es eso –prosiguió Lisa-. Lo horrible fue que Mino apareció… ¡y parece que pasó algo gordo!”

Era de ver el sonrojó, el espanto y el arqueo de cejas en los rostros de Belarmina, Olvidu, Sabela y la postura de gondolero veneciano que puso Honorín.

Ocurría en pleno verano. Un día tan trasparente que podías escudriñar la cara alta del Sueve, la galopada de sus asturcones, las vacas rubias rumiando su intemporalidad e imaginar a las culebras plateadas que llaman sables reptando por la hierba.

Marta y Mino se casaron. Ella entró radiante en la iglesia, dejando ver dos curvitas de felicidad. Y sonreía cautivadora a un Mino comprimido en su esmoquin. Dicen que el joven resistió tres meses los arrumacos con los que Marta le embelesaba y seducía y que una vez roto el hechizo se escurrió en el monte. Le bajaron los números de la Guardia Civil en cuerda de presos.

Al día siguiente de la boda, Belarmina, Olvidu, Sabela, Lisa y Honorín pasaron por La Barquera y recogieron una caja de botellas de sidra. Luego bajaron al Sella y, junto a una poza, se pusieron el bañador para chapar los últimos cuartillos de sol de la tarde.

Lisa andaba sobresaltada y deseando celebrar un fiestorro del tipo de los de París en los años veinte, pero se conformaron escanciando culines de sidra, trepando mentalmente al Pico de Ordiyón para deleitarse con una fabada, un arroz meloso a la asturiana, agotar el festín con una tarta de frixuelos y resbalar llenos de espuma por la cascada de La Seimeira.

Luego quisieron emular el encuentro entre Marta y Mino de la noche pasada. Y orbitando y dibujando círculos y persecuciones, las chicas se tomaron un respiro para observar a Honorín, que miraba como bizco. Se aproximaron y se le acoplaron como anguilas; le hicieron mimos, cosquillas, le dieron más de beber y entre sorbito y solaz le tiraron del taparrabos hacia abajo. Menuda sorpresa dio el gondolero de El Moldava. No estaba para cantar una barcarola precisamente, pero remo en mano iba y volvía.

Honorín no pudo ocultar la aventura porque mamá le sonsacaba todo y, con una rapidez sorprendente, le envió con los abuelos paternos a estudiar Leyes en el Real Centro Universitario “Escorial-María Cristina”. Y unos días después Lisa, Olvidu, Belarmina y Sabela, sentadas en una mesa del Café Fabila vieron acercarse a Enol con la pregunta de costumbre y Lisa, que era muy salada, respondió: “Horchata” y luego bisbiseó a sus amigas “De la que le sobró a Honorín”. Se relamieron como leoncillas riendo.

Enol juró en su fuero interno que algo muy grave habría pasado para que después de nueve años aquellas chicas cambiasen de consumición.

viernes, 8 de abril de 2011

PULSAR EN UN DON QUIJOTE FANTÁSTICO

Mi amiga Carmen Ibáñez me envió un correo que incluía la siguiente dirección:

                            http://quijote.bne.es/libro.html

Pulsando en ella se pueden leer las dos partes del Quijote como invitados de lujo de la Biblioteca Nacional de España, un Quijote interactivo sencillamente fantástico cuyos contenidos multimedia ayudan a contextualizar la obra.

Se digitalizaron las 1.282 páginas de los ejemplares de 1605 y 1615 que la BNE custodia entre sus fondos. Durante cinco mil horas trabajaron bibliotecarios, expertos en arte y música de la época, analistas, programadores, diseñadores gráficos… El resultado ha sido un regalo espectacular para la vista, el entendimiento y el oído del internauta.

La digitalización es de tal calidad que permite ampliar las frases del texto, de las imperfecciones originales del papel, o bien, sorprendernos al escuchar el sonido de las hojas al pasar…

Podemos leer la obra en el castellano original o, si nos supera, en el español actual (existiendo la posibilidad de superponer y comparar ambos textos); basta con pulsar la letra “T” situada entre las opciones del margen derecho.

Entre las opciones está la de contemplar un mapa que detalla la ruta de los cuatro viajes emprendidos por Don Quijote y Sancho, también una galería de los personajes de la obra así como de las situaciones relevantes. Existe la opción de contemplar los libros de caballería relacionados con el Quijote y leer los pasajes en que aparecen. Y abunda la documentación sobre la vida española en aquellos albores del siglo XVII, concretamente la gastronomía, la danza, los juegos, la música y el teatro. Mientras uno lee es posible escuchar trece selecciones musicales relacionadas con el Quijote y también disfrutar de un video de El retablo del Mese Pedro de Manuel de Falla.

Hay opciones para activar el zoom, un buscador, un menú de páginas, realizar búsqueda de texto, leer a pantalla completa, desactivar el sonido, la opción de imprimir y la de enviar contenidos por e-mail, compartir fragmentos en Facebook, etc, etc.

Este Quijote se inauguró –si así puede decirse- el 26 de octubre de 2010, pero su existencia no es conocida como se debiera. Sabemos que la BNE proyecta digitalizar más obras maestras e incluso solicita la opinión de los lectores a tal fin. Sería maravilloso que su biblioteca digital se ampliara.


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jueves, 24 de marzo de 2011


Unamuno y LA ENORMIDAD DE  ESPAÑA 

En 1945 la Editorial Séneca publica en Méjico una colección de artículos de Miguel de Unamuno bajo el título La enormidad de España (i) con un prólogo breve de José Bergamín. Enorme fue el trabajo de algunos españoles emigrados por mantener vivo el caudal de nuestra literatura y promocionar la obra propia –de ello tenemos noticias en los escritos de Juan F. Escalona y de Daniel Eisenberg (ii). Lo sorprendente del libro de Unamuno son los comentarios sobre hechos y situaciones de la España en que vivía – comienzos de la IIª República—contrastables con realidades de la España de hoy.

Sabemos que Unamuno era asistemático al escribir sus artículos. La realidad, un determinado hecho o acontecimiento histórico, le invitaban a pensar y a escribir, a veces con el apoyo de una o varias lecturas que le respaldaran -- aunque carecía de miedo a contradecir sus opiniones anteriores como le sucedió con Galdós que, de no gustarle, pasó a descubrirlo con provecho cuando estuvo desterrado en Fuerteventura.

Unamuno a veces conversaba consigo mismo y no ocultaba a su otro yo del que Arturo del Villar(iii) habla de manera eficaz y lo ilustra al recoger estas palabras unamunianas de El sepulcro de Don Quijote: “Muchas de estas ocurrencias de mi espíritu que te confío, ni yo sé lo que quieren decir, o, por lo menos, soy yo quien no lo sé. Hay alguien dentro de mí que me las dicta, que me las dice. Le obedezco y no me adentro a verle la cara, y si me dijese su nombre me moriría yo para que viviese él.”

La dicotomía al abordar sus escritos no era ajena a su creencia de que España era una nación de neurasténicos, por eso puede sorprendernos con una defensa del liberalismo, o bien, opinando de manera vigorosa sobre situaciones de ayer que parecen de hoy, las compartamos o no.

El tema de la renovación de España es recurrente en Unamuno y lo exterioriza con frases acertadas o estólidas, pero siempre extraordinariamente descriptivas. Habla de una España heredera de la Imperial que quedó sin fortuna y con una personalidad más bien doliente, una España que la IIª República pretendía superar y hoy parece liquidada: “¡Renovación nos de Dios! De aquella vieja España de picardía y ascética –más que mística--, de picarismo ascético y de ascetismo picaresco, de aquella España de clérigos y soldados hambrones, de frailes mendicantes y andariegos y de tercios que iban a poner pica en Flandes o a poblar las Américas. Mientras las incipientes industrias –tejedores, ferrones, curtidores…-- se arruinaban y despoblaban los campos. Los cruzaban, camino a la ciudad universitaria, estudiantes capigorrones de cuchara de palo en la gorra, mendigos de pan y de aparentar saber”.

Una España que en ocasiones pretendía reaparecer en los pronunciamientos cuyo fracaso se debe a que los pronunciados, a juicio de don Miguel, son analfabetos porque “no saben leer en el alma del pueblo. Toman una opinión pública –la de su público—y aun está mal leída, por opinión popular. Y, es claro, con caudillos así no se hace política”.

Unamuno arremete contra la obsesión de los políticos por el programa. Afirma que nunca hizo programa alguno ni para su asignatura universitaria limitándose (al ser obligatorio) a copiar el índice de cualquier libro de texto. “¡Programa! ¡Asignatura! Son después de “pluscuamperfecto”, las palabras más feas que hay en castellano. Y bien decía Carlos Marx que el que traza programas para el porvenir es un reaccionario.

Otra de sus preocupaciones respecto de la estructura social de España recae sobre la situación de los funcionarios de bajo nivel en quienes “la vocación se ve rebajada por el destino”. Destaca que, además del conflicto con la vocación, su situación es poco menos que mendicante, refiriéndose a quienes mantenían a su familia con un destinillo de tres o cuatro mil pesetas (situación más o menos equivalente a la de los  funcionarios contratados de hoy, también mileuristas) y precisa: “Tan mendicantes, tan pordioseras como las órdenes monásticas así llamadas lo son las corporaciones civiles de funcionarios proletarios”. Y no duda en alinearles a los curas de misa y olla, los pregoneros de la fe del carbonero, que a veces atacaban sin verdadero conocimiento a Voltaire, Rousseau y el liberalismo, haciendo daño a la religión y a la educación de los ciudadanos.

Curiosa es su creencia de que el divorcio es cosa de burgueses y aristócratas porque al “que se llama por antonomasia pueblo no se preocupa apenas del divorcio. Es problema que al verdadero proletario, al que tiene que cuidar de su prole, no se le suele presentar. Y es que en el proletario, en el obrero, la igualdad de los sexos es mayor.” Eso tampoco le impide denunciar otro problema social al añadir: “Téngase en cuenta las familias obreras en que la mujer es más sostén de ellas que el marido. Hay obreros parados que comen a cuenta de la mujer y que, en vez de obreros en paro, son maridos en parada.”

La IIª República ordenó retirar los crucifijos de la escuelas nacionales, medida que fue contestada y tuvo desigual seguimiento. Unamuno, que inicialmente había protestado contra la orden, reflexiona y escribe sobre la prepotencia de la Iglesia respecto del Estado, prepotencia que “le acostumbró a la relajación de sus deberes evangélicos, a preocuparse más de enseñanza oficial que de organizar la propia” para sentenciar que: “La separación de la Iglesia y el Estado y el nuevo régimen de laicismo en la enseñanza va a obligar al clero católico español a preocuparse de la instrucción religiosa de los hijos de los fieles, menester que tenía”, pero no ejercía.

Unamuno distingue entre el espíritu público español y la llamada opinión pública porque ésta “no siempre tiene limpia conciencia de su propio espíritu” refiriéndose a que la mayoría de los españoles no saben lo que quieren ni tampoco lo que no quieren: “Muchas de las explosiones públicas no son más que ataques epilépticos. Y en ellos el público, o se muerde la lengua o irrumpe en gritos inarticulados, que no otra cosa son los más de los vivas y de los mueras”.

Que Unamuno no tenía buen concepto del Parlamento es sabido y aún peor del parlamentarismo porque le encocoraba su afición a la palabrería. Equipara Parlamento con Palabramento al que, a su juicio, son dados los abogados palabreros y escribe: “Oficio no de fabricantes de palabras, sino de revendedores de ellas”. Tampoco defiende al político, y menos a las llamadas personalidades, pues según él, si Marx enseñaba que el estómago dirige al hombre, Maquiavelo, mejor psicólogo, “enseñaba que el hombre entrega la vida por la bolsa y la bolsa por la vanidad. Y a la vanidad suele llamársele personalidad.”

Toca el tema de la convivencia que, para un lingüista como él, no es cosa de convención porque “convivir no es sólo convenir”. Para Unamuno la convivencia no se pacta: “Y más cuando, querámonos o no nos queramos, tenemos que convivir.” Y recordando que alguno le dijo que quería a España con locura le respondió: “no es que yo quiero a España, sino que quiero España. Y no es lo mismo”.

Sobre la cuestión nacionalista entra de lleno y se pregunta: “¿Nación? ¿Estado? ¡Es cuestión de palabras! Así me decía mi buen amigo, como catalán que es, el Sr. Companys. ¡Cuestión de palabras, por si le llamo tal o cual, por si habla así o asá, llegan a matarse los hermanos!”. Para él lo sustancial es el espíritu íntimo de la palabra que se aplica al razonar: “Por algo en catalán a hablar le llaman razonar, “enrahonar”. ¡Y ojalá razonaran siempre!”.

En el artículo "¡Pobres metecos!" recuerda que Cambó le dijo en la Plaza Mayor de Salamanca que la envidia había nacido en Cataluña y Unamuno comenta que lo mismo diría cualquier otro ciudadano importante de su región o patria chica: “Porque la envidia, que es recíproca, es de estas patrizuelas que se achican”. Comenta, por ejemplo, la frasecita “hable usted en cristiano”, que califica de grosera, y dice “mi experiencia personal en Cataluña me ha enseñado que en el “archivo de la cortesía”, que dijo Cervantes, todos los hombres cultos –y no he tratado otros allí—se acomodan al modo de entendimiento mutuo. Y por eso yo les rogaba que hablasen en su cristiano vernacular, pues deseaba ejercitar mi oído y mi sentido a su comprensión. Otra cosa habría sido si hubiesen pretendido imponérmelo.”

Esa opinión no impide a Unamuno hablar con rotundidad sobre el papel unitario de la lengua española y se manifiesta contra cualquier posibilidad de bilingüismo oficial: “España tiene el deber de imponer a todos sus ciudadanos el conocimiento de la lengua o dialecto –me es igual—español; pero no debe consentir el que se imponga –así, se imponga—a ninguno de ellos el bilingüismo. Sea bilingüe quien quiera, y trilingüe y políglota, ¿pero como obligación de ciudadanía? ¡jamás! La ciudadanía es simple, y no la hay ni doble, ni triple ni múltiple. Y en lenguas las hay diferenciales y las hay integrales”.

Recuerda Unamuno que la norma era una escuadra que servía a los agrimensores romanos, y se pregunta cuál sería la norma española para contestarse: “Esa norma fue y es –y esta sí que paradoja, y trágica—la enormidad. La norma castizamente española es la enormidad, es una escuadra para encuadrar el cielo y tallarlo a nuestra medida. Lo anormal, nuestra normalidad.” Y recuerda que nuestros antepasados hicieron lo mejor con el verbo y no la espada. Y concluye para entendidos: “Norma, la palabra”.

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NOTAS.:
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i.-Miguel de Unamuno, La enormidad de España. Comentarios. Col. Lucero, Editorial Séneca, México D.F., 1945

ii.-Ver los trabajos de Juan F. Escalona "La imprenta peregrina: escritores y editores en México, y Las publicaciones de le Editorial Séneca "(1997) del profesor Daniel Eisenberg en el Homenaje a Pedro Sáínz Rodríguez , Fundación Universitaria Española, Madrid, 1986 que se pueden leer en Google.

iii.-Arturo del Villar, “Unamuno y su otro”, Revista Esfinge nº 18 (Noviembre, 2001), leer en Google.

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jueves, 10 de marzo de 2011

UNA HISTORIA 
DE IRLANDESES DE BOSTON

En Boston, víspera de San Patricio, Donncha y su tío velaban el cadáver de Patt O’Brien, también conocido como El Irlandés. Eran las dos de la madrugada. Se había acabado todo el whiskey que había en la casa y habían quedado solos. Se miraron el uno y el otro y entonces Donncha dijo:


--¿Qué te parece si cogemos a Patt y nos lo llevamos al bar de abajo para que nos acompañe en la última copa?

Le cogieron por los sobacos, le sacaron del ataúd con gran dificultad por lo recio que estaba, le bajaron como pudieron y le estiraron sobre una silla cerca de una gramola de la que salían melodías revolucionarias porque revolucionarios eran los que acudían al bar Bushmills, propiedad de Éamon Donovan, también atendido por el camarero Liam Connell, dos de los tipos más alumbrados de la ciudad.

Donncha y su tío se sentaron y pidieron al camarero una botella de Black Bush. Recordaron, a palabra lenta, que Patt se quedó seco defendiendo que el whiskey se inventó en Irlanda y que fue San Patricio el que trajo el primer alambique de Egipto al que el santo halló mejor uso que el de hacer perfumes, el mismo whiskey que facilitó la conversión de Escocia por los monjes irlandeses y los escoceses pagaron robándoles la fórmula.

Habían pasado un rato irlandés charlando y ya no quedaba ni una gota en la botella de whiskey, así que palmearon y pidieron otra. Cuando el camarero Liam Connell vino a servirla, Donncha y su tío habían ido al servicio. Entonces el camarero preguntó a Patt:

--¿Quién diablos va a pagar esta botella?

Patt no respondió. Estaba estiradito, con los brazos cruzados sobre el pecho, una sonrisa muy amplia en los labios y la mirada al infinito. El camarero Liam Connell insistía e insistía en su pregunta hasta que, un tanto molesto, solmenó un hombro de Patt y este se fue con sus brazos cruzados su media sonrisa  y su mirada socarrona al suelo.

Ocurrió justo cuando Donncha y su tío regresaban a la mesa. Donncha se quitó la chaqueta y plantando los puños muy cerca de la cara del camarero Liam Connell, preguntó:

--¿Por qué has pegado a mi amigo, di, idiota?

El camarero Liam Connell, que se había quedado lívido tratando de adivinar a Patt con sus brazos cruzados, su sonrisa y la mirada infinita en el suelo, respondió:

--Tuve que hacerlo. ¡Me sacó un cuchillo así de largo!—Y Liam Connell puso los brazos en cruz.
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jueves, 24 de febrero de 2011


LOS INTERESES CREADOS

Se considera la mejor obra de Jacinto Benavente. Estrenada en el Teatro Lara de Madrid el 10 de diciembre de 1907, he sentido la curiosidad de releerla con el fin de adivinar las razones de la aceptación permanente del público en épocas y escenarios de países distintos, sea interpretada por actores profesionales, universitarios o aficionados, pese a que el comediógrafo esté relegado en la estima literaria que no en la histórica.

Iniciada la lectura nos encontramos con personajes escogidos mayoritariamente de la Comedia del Arte, caracterizados y vestidos ad hoc como tipos del siglo XVII llegados a una ciudad imaginaria. La voz cantante --nunca mejor dicho-- la lleva Crispín quien define la obra ante el espectador con estas palabras: He aquí el tinglado de la antigua farsa…, anticipando una pieza cómica para hacer reír.
 
En la farsa hay un titiritero y unos muñecos de trapo, marionetas o fantoches que representan clases e importantes oficios sociales; ricos, burgueses o pobres encarnan el poder, la riqueza, la justicia, la milicia, la literatura, mientras el titiritero personifica al autor y capitaliza el tema como muñidor de la trama. No extraña, pues, que cuando Benavente viajaba con intención de participar en la representación de la obra llevara entre sus ropas las de Crispín.

El planteamiento es bastante simple. Dos pícaros, Crispín y Leandro, llegan a la ciudad dispuestos a conseguir para el segundo la mano de Silvia, hija del opulento Polichinela. Pretenden sustraerse a la pobreza y los quehaceres que les tienen perseguidos por la justicia y en huida permanente.
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El enredo es colosal. La astucia de Crispín teje una maraña de intereses en torno a Leandro a quien ha presentado en sociedad como importante, culto y generoso, adornándole de un halo de misterio.

Crispín lo enreda todo con el objetivo de lograr la conquista de Silvia para su compañero de andanzas. Los intereses que origina para favorecer el proyecto son ardides disfrazados de verdades convenientes a todos. Por detrás, el autor pone en solfa los grandes principios e instituciones de la sociedad ya comentados: el matrimonio, la actividad financiera, la milicia, la justicia, incluso la poesía y destaca el pragmatismo interesado de quienes los representan.

El desenlace surge de un imprevisto. Leandro, antes movido por el interés, se ha enamorado de la rendida Silvia y está dispuesto a abandonar su porfía, pero Crispín convence al resto de los personajes de que el matrimonio de los jóvenes amantes interesa a cada uno de ellos y se colmarán sus expectativas lucrativas. Obviamente el amor ha surgido de aquella manera, pero Crispín lo ha utilizado como vehículo de los intereses más convenientes.

Se ha dicho que los personajes de Benavente carecen de profundidad psicológica, aserto que no se aviene con esta farsa. Torrente Ballester afirmó que los caracteres benaventinos pensaban más que actuaban, pero en Los intereses creados, Crispín teje y mueve los hilos de una representación propia del teatro de fantoches como gran pensador y con verdadero dinamismo. Además la obra se adorna con vestuarios, músicas, festejos y una actuación coral que proporcionan un campo de libertad enorme al posible director de escena y también a la imaginación del lector.

Benavente irrumpió en la literatura española para modernizar el teatro que se hacía a finales del siglo XIX, limpiarle de romanticismos dotándole de realismo y naturalidad, eliminando las poses declamatorias, los efectismos, y aportando un lenguaje cuidado, eficaz, e incluso poético cuando tocaba.

Si la obra de Benavente que hemos comentando se estrenó cuando se evidenciaban los problemas económicos que condujeron al crash económico de 1919/1929 (¿influirían tal deriva y el tema universal de su farsa en el Premio Nobel de 1922?), leerla casi cien años después cuando estamos afectados por otra larga e importantísima crisis económica, descubre su intemporalidad al margen de su actualidad.

Las palabras finales de Silvia al hablar de los muñecos de la obra: “como a los humanos, muévenlos cordelillos groseros, que son los intereses, las pasioncillas, los engaños y todas las miserias de su condición” ofrecen un retrato de toda época.

Silvia concluirá su parlamento diciendo que el hilo salvador del amor “pone alas en nuestro corazón y nos dice que no todo es farsa en la farsa, que hay algo divino en nuestra vida que es verdad y es eterno, y no puede acabar cuando la farsa acaba”. Al calificar el amor como algo que trasciende al mundo de los intereses, ¿no hace Silvia una concesión de final feliz muy propia de enamorada?


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