jueves, 9 de junio de 2011

LA CURIOSIDAD DE SIMÓN MELGAR



Me aburría leyendo los trabajos de mis estudiantes. Mis ideas, fruto de años de lecturas e investigación, de experiencia, habían quedado mal sepultadas en aquellos papeles. Ningún interés provenía de tales garrapatos. La letra saltimbanqui de Cox brincaba ante mis ojos confundiéndome. La de Coster me pareció finísima porque su boli se habría estado gastando al escribir; tampoco decía nada. Miss Grant añadió al texto tres caricaturas de personajes inescrutables que se me escapaban…

Me cansé y me puse serio; era un examen sorpresa. El jueves les sorprendí. Me miraron aterrorizados hasta oír que no pretendía averiguar si habían leído o no la bibliografía del curso. Les dije: “Detallen lo que les impresionó más de lo leído y explicado sobre Tiempo de silencio o cualquiera de las otras novelas del curso. Si se atreven, hagan también una reflexión personal”. Se relajaron y escribieron sin parar.

Como dije antes, mis expectativas se fueron al suelo leyendo aquellos palimpsestos. Obviedades, frases inertes, por ejemplo, Cela escribe imitando al Lazarillo… Francisco Ayala tiene una mirada desintegrante… En La moneda en el suelo de Ildefonso Manuel de Gil el tiempo abraza como un pulpo a los personajes… Anderson Imbert proclama que para entender una novela hay que leerla dos veces por lo menos…Nada sobre Tiempo de silencio. Chester añadió con intención o sin ella un comentario majadero: “Eso de leer llevo haciéndolo yo muchos años, Simón” (Simón, dicho sea entre paréntesis, soy yo, y me apellido Melgar)

Llegué al ejercicio de Madison. Se sienta en la primera fila y a mi derecha en clase. Casi siempre lleva un traje estampado. Nunca me ha llamado la atención, ni siquiera cuando está ausente. Una alumna gris, oculta tras una melena y unos fríos ojos azules. Ha escrito: “Nuestra tarea crítica es deshacer la novela y rehacerla con la imaginación hasta que tenga sentido…Como en la vida.” La frase me ha intrigado, pero después me pregunto. “Si deshace novelas y las rehace, ¿se dedica a vivirlas? ¿Qué querrá decir como en la vida?”. Todo un hallazgo para un profesor solitario, aburrido y tenido por raro, aunque si cuento en el comedor de profesores de la universidad que una de mis estudiantes vive novelas, no pararán de reír a mi costa. Pero me he propuesto conocer como piensa la Bonner.

Pese a mi fama de roñoso –defecto muy de la profesión, digan lo que digan-- caí en la cuenta de que el curso concluía y todavía no había invitado a mis estudiantes a casa según la costumbre de la Escuela Graduada del Departamento de Románicas de la Universidad de Texas en Austin. Son ocho y, suponiendo que alguien tenga la mala idea de venir acompañado, serán diez como mucho. Por lo que sé, las chicas ejercen un control bastante riguroso sobre sus tres compañeros solteros y se ronronea que dos de ellos son el corazón dulce de dos de ellas.

Mi presunción no pudo salir peor. Se presentaron catorce y faltaba la Bonner. Vinieron con lo puesto, así que las dos cajas de cerveza Falstaff que había comprado apenas aguantaron una hora y cuarto de libación colectiva y tuve que salir a por más y comprar pretzels, patatas fritas, coca-cola y el ginger-ale favorito de los no alcohólicos, un olvido en mi lista previa. Encima la Bonner llamó para disculparse; le habían surgido cuestiones personales ineludibles y no podía acercarse. Me estaba bien empleado por pretender lo que no debía. No obstante, la fiesta había acabado para mí sobre las nueve. Saqué mi botella de ginebra y les preparé leche de pantera –bastante azúcar y suficiente canela sobre la leche y la ginebra- que les afectó rápidamente y les largó de mi apartamento más pronto que tarde.

Al lunes siguiente encontré a Madison en los pasillos de nuestro edificio de Románicas. Reiteró sus excusas, pero aproveché para decir: “Bueno, mujer; ya que no vino a la fiesta y me gusta conocer mejor a mis graduados, no me negará el placer de comer o cenar un día de estos conmigo, ¿puede ser? Tengo unas preguntitas que hacerle.” Quedamos para cenar el sábado. Faltaban cinco días durante los cuales estudié a fondo el interrogatorio al que la pensaba someter: “Bueno, ¡y usted porqué escribió esa frase tan enigmática?”. Pensé que a la pregunta le faltaba tacto. “¿Tiene usted problemas?”. Mi indagación resultaría entrometida. “¿Cree que el escritor tiene que deshacer y rehacer la novela hasta encontrar un final convincente?”. Me dirá que sí y entonces le preguntaré: “¿Y en relación con la vida? ¿Cree usted que se aplica esa misma norma a la vida?”. ¡Por ahí, por ahí Simón! ¡Por ahí vas bien!

Habíamos quedado en un punto intermedio de la calle Guadalupe, pues, vendría de la biblioteca de la universidad. Como no me atreví a llevarla en mi viejo Chrysler Imperial LeBaron de 1958 --conocido entre mis alumnos como El apestoso porque echa nubes negras al arrancar-- alquilé un taxi cuyo contador compitió con el pájaro correcaminos. La llevé al restaurante The Yellow Swiss Barn en las afueras de Austin. Madison vestía una blusa azul muy simple y una falda color caramelo; nada que ver con el traje estampado de costumbre. Desde mi punto de vista, el traje lucía mejor. Pero no iba yo a polemizar con mis gustos porque estaba ligeramente bonita. Se había maquillado, la melena parecía recién lavada y le caía suelta sobre los hombros con gracia.

The Yellow Swiss Barn semeja un granero por fuera. Es un negocio muy bien montado. Entras y te meten en un bar que remeda un salón del viejo oeste donde te hacen esperar casi media hora. Hay un piano y, por supuesto, un pianista. Pegado a tu mesa hay un banquillo con probetas larguiruchas y estrechas llenas de cerveza que puedes bambolear hacia ti. También te distraen con una joven muy sonriente, ligera de ropa y sentada en un trapecio a buena altura balanceándose de un lado a otro del local.

Madison miraba indiferente al pianista, a los parroquianos asidos a sus probetas y a un grupo de jóvenes que jaleaban el vaivén de la trapecista, como si las morisquetas que ella devolvía les hiciesen cosquillas de felicidad.

Bebimos pausadamente y hablamos sin entusiasmo del curso, del ensayo final que debía escribir y de la vida en Austin. Para cuando llegamos a la mesa –una vez elegido el tipo de filete deseado y visto su braseo inical-- teníamos ultimada la típica y sosa conversación de campus entre conocidos. Por suerte una camarera trajo un queso enorme, bollitos suizos recién hechos y un vasito de vino rosado, y me distraje cortando lonchas del queso, retrasando el interrogatorio que había previsto la noche pasada.

Finalmente, llegaron los filetes que aquí llaman T-bone steaks por la forma del hueso que llevan, la patata asada a la americana con crocantes de bacon, el pan de ajo y el cuenco de ensalada. Metidos en el yantar, pregunté:

--¿Usted cree que el escritor tiene que deshacer y rehacer la novela hasta que encuentre un final convincente?

--Bueno, eso depende.

Marchábamos mal. Resulta que la Bonner estaba instruida y trató de desmenuzar sus ideas literarias -- mientras los T Bone steaks, las patatas y los panes de ajo desaparecían a irresistible velocidad, asomando los cafés. La conversación se deslizaba pendiente abajo. Cuando Madison terminó de destripar a Joyce y sus procedimientos, machacó a Huxley y sus contrapuntos, encontré un hueco para hacer la gran pregunta:

--Y la vida. ¿Cree que esas mismas normas rigen la vida?

-- No sé adónde pretende ir. ¿Qué normas?

--Me refiero a eso de hacer y deshacer hasta alcanzar un final estimulante.

Madison enmudeció y en mi interior proferí un grito de victoria. Esperé la respuesta anhelante.

--De la vida no hablemos, profesor. La mente del novelista organiza la novela disponiendo los elementos a su antojo y el lector debe resolver su laberinto. La vida es un desarreglo continuo a nuestra costa.

Madison tenía una mirada como helada al hablar. Pero no hice caso. No quería soltar mi presa. Pensé que se refería a alguna cuestión personal y se deshacía en frasecitas para tapar algo.

--Pero, ¿cómo es que siendo tan joven parece tan pesimista?-Pregunté.

--No es pesimismo; es experiencia y conocimiento de la realidad – replicó mirándome muy sosegada.

Nunca me gustó que respondiesen a una pregunta mía hablando de experiencia y conocimiento de la realidad, y menos en aquella ocasión porque mi interlocutora era joven.

Mi orgullo intelectual me aupó sobre su respuesta, pues, si ella era cultivada, yo más. Me remonté a Aristóteles, seguí curso por Curtius, hasta llegar a Stevick, pero era tiempo de irse… porque Madison miraba el reloj intencionadamente. La camarera llegó con la cuenta. El nuevo fracaso me había costado diecinueve dólares con veinticinco centavos más los taxis y, para colmo, Madison me pidió que no la dejase en su casa sino en la de una compañera que vivía en el campus.

Días después llegaba la última clase del curso e hice el último intento. Extendí mi dedo anular sobre las cabezas de mis alumnos –gesto de comediante que siempre intriga—y dije: “Mientras estuve explicando el significado de los protagonistas de Tiempo de silencio estoy seguro de que algunos de ustedes habrán encontrado semejanzas con sus propias experiencias. A comienzos del curso les enseñé que tenemos la tarea de deshacer y rehacer la novela contemporánea para entenderla. Eso lo dije yo, pero una compañera de ustedes reflexionó lo siguiente: “El escritor organiza la novela disponiendo las cosas a su antojo y el lector debe resolver su laberinto. La vida es un desarreglo continuo a nuestra costa.” Miré a Madison, quien permanecía impasible. Entonces añadí: “En el ensayo final que deben entregarme comenten esa afirmación y, si son valientes, respondan a esta pregunta: ¿Hay que deshacer y rehacer la vida como en la novela para hallar un final estimulante? Como siempre, mejor si dan ejemplos, y los admito personales”. Mis estudiantes me miraron con una cara rarísima. Como permanecían indecisos, les dije: “Vamos, vamos. La literatura se hace con el material de la vida.”

Aquella misma tarde busqué su dirección entre las fichas del curso y mi coche tardó muy poco en enfilar hacia el este de la ciudad. Austin empezaba a dormirse. Sólo cuando crucé la calle San Jacinto vi alguna animación gracias a los estudiantes que frecuentan sus tabernas. Cuando entré en el este de Austin empecé a ver gente de color; estaba en otro territorio.

Las casas eran viejas y estaban hacinadas, sucias. Había perros vagabundeando que, aun no teniendo nada que defender, parecían hoscos hacia mí. Algunos transeúntes me miraban con interés, otros con ironía. Varios jóvenes fumaban arrimados en los escalones de alguna cosa medio derruida. Les pregunté cómo llegar a la dirección de Madison. Estaba en el corazón del barrio negro. Las casas se extendían como una tela de araña abandonada, se oían gritos secretos, dramas nada silentes en algunos televisores. Una trompeta dejaba escuchar su sonido desafiante a lo lejos.

Por fin llegué frente a la casa. Salí del automóvil y me oculté detrás de una acacia. Desde allí estuve espiando las ventanas abiertas en la calurosa noche de mayo. Entonces escuché el llanto compungido de un niño y la voz de Madison. También me pareció oír la voz de un hombre, pero no estaba seguro. El niño calló y durante un rato no hubo más ruidos hasta que encendieron el televisor.

Un montón de preguntas aturdían mi mente. Traté de recordar si había visto un anillo de compromiso o de matrimonio en las manos de Madison y me dije que no. Claro que eso no impedía que estuviera casada o tuviera un compañero. Pero entonces, ¿por qué vino a cenar conmigo? ¿Y si el niño fuera de un hermano y no suyo? Sentí unas ganas tremendas de dar dos zancadas y acercarme a la puerta. Pero, ¿qué decir? Sobre todo si había otro hombre en la casa. Sonó un teléfono y bajaron el volumen del televisor. Crucé la distancia que me separaba de la casa y me agazapé debajo del ventanal que parecía del living. Escuché a Madison decir No susurrando, repetidamente. Entonces, a uno de mis costados, se abrió la puerta de entrada y apareció un niño como de cuatro años que me miró con curiosidad sostenida. Era negro y me sentí estúpido y sin saber qué hacer dado lo ridículo de mi postura. Madison había dejado el teléfono y llegaba corriendo en busca del chico.

--Parece que vino a averiguarlo todo, ¿no?- Se me quedó mirando sorprendida-. ¿Quiere pasar?

Madison alzó la criatura, se la puso en los brazos y la seguí. Luego me ofreció una silla y algo de beber, pero rehusé. En mi rostro se había agolpado la vergüenza que sentía. Madison dejó al chico en el suelo y se acercó sentándose en otra silla a mi lado.

--Hace seis años me enamoré de Alfred, un chico de color –dijo despacio-. No podíamos casarnos porque lo impedían las leyes de Estado so pena de cárcel. Cuando iba a tener al niño pensé que lo mejor sería irnos a California, pero Alfred no quiso porque tenía aquí su trabajo y a toda su familia.

--No siga, por favor; me siento muy mal. Soy un entrometido-. Balbuceé, pero ella continuó como si no me hubiera oído.

-- La familia de Alfred desconocía nuestras relaciones y al saber que íbamos a ser padres se enfureció. Alfred pensó que lo mejor para todos era que abortara, pero me enojé y me opuse. Estuvimos un tiempo de relación indecisa hasta que le llamaran al ejército; los negros jóvenes van todos al Vietnam. Tuve al niño. Entre los blancos no podía vivir y, para mi sorpresa, la gente de color fue más considerada. Los padres de Alfred me dejaron su casa, pero se marcharon a la de otro hijo. Si quiere saber si me voy a casar con mi chico, no le puedo responder. Es una historia como otras muchas de este barrio con la salvedad de que es en blanco y negro y, desde luego, no es una novela.

--Sí; dijo usted que la vida es un desarreglo continuo a nuestra costa…Ahora entiendo porqué escribió la frase.

--Hace un rato me llamó un chico que me quiere; incluso está dispuesto a adoptar al niño. Es absurdo, porqué sé que la vida puede deshacerte, pero ¿la puedes recomponer luego? Los negros no me quieren, pero me respetan porque di a luz un crío que estiman de los suyos y continúo a su lado, queriéndole. Al niño le tratan bien; de alguna manera es una conquista de su raza. Respecto a mí, algún día acabaré el doctorado y entonces me iré a enseñar a alguna universidad. Igual me caso con Alfred, o con el otro, u otro. Ahora que lo sabe todo… únicamente le pido que sepulte mi secreto en el mayor de los olvidos.

--Sí, sí ¡desde luego! Y perdóneme, por favor.

--¿Por qué? ¿Por curioso? La curiosidad no mata, pero puede desquiciarnos, Sr. Melgar. No se pierda por ella.

.

No hay comentarios: