lunes, 9 de mayo de 2011


LA  CARTA  REDONDA

 
“No fue mi culpa, señor, que el perro escapara. Yo no abrí la puerta. Fue el cartero porque entró en la casa sin permiso y la dejó abierta. Además, ya no recibía cartas. No era una persona importante. Durante veintiocho años fui el hombre de la casa. Hasta que mis hijos, bigotudos y con su licencia en el bolsillo partieron el pan. Antes me pedían permiso. ¡Si viera a mi mujer como un viento caliente por toda la propiedad donde la única voz era la de Juan, mi nombre! Pero se la llevaron las campanas y otras campanas se llevaron a mis hijos. Dios les conceda una vida larga y los multiplique.

“Las paredes no hablan, señor, la lumbre tampoco y en las noches de cierzo como en las de luna llena estoy más solo que el lobo del páramo. No tuve la culpa, créame. Fue del cartero que me trajo la carta. No era de mis hijos como creí. Era una carta muy rara porque era redonda. Tenía un sello azul con una cruz pintada en sangre. El cartero me dijo que venía de un país extraño; que en la estafeta quisieron averiguar, pero no pudieron. Que en principio habían pensado en no cursarla, pero que luego, si había llegado hasta ellos, pues que sí, decidieron entregármela.

“El cartero, señor, se quedó allí esperando a que la abriese. Yo estaba tan intrigado como él. Pero cuando rasgué el sobre y saqué el papel me entró un mareo que me bajó de la cabeza a los pies. Fue cuando le grité algo tan fuerte que no es de cristianos. Desde entonces, él y quienes le escucharon, empezaron a decir que yo estaba loco y más cada día siguiente. Pero señor, ¿qué he hecho yo en toda mi vida sino es trabajar mi huerto y pensar en Dios? ¿Qué mal hice yo? Este hombre de negro también dice que estoy loco y el otro que estoy endiablado. Aquellos me acusan de ser mala persona. En fin, señor, quiero contar las cosas como sucedieron y le ruego que me preste atención porque no son increíbles; de veras me sucedieron. ¿Puedo beber de ese vaso de agua?

“Señor, sé de leer las letras que me enseñó don Tadeo, el mismo que se las enseñó a usted antes de que fuese a la ciudad para los estudios. ¿Se acuerda de la pedrada que le atizó cuando dijo que los Reyes Magos eran su papá, su tío el alcalde y el secretario del ayuntamiento? ¿Se acuerda de lo que rabió don Tadeo? Pero… no se enfade conmigo, señor, porque ya no me salgo de lo que tengo que decir.

“Decía que sé poco de letras. Pues señor, la carta parecía tenerlas, pero cuando ibas a leerlas mudaban a visiones. Vi un campo pintado y una hoz que segaba. ¡Para nada trigo, ni maíz! ¡A hombres y mujeres que yo conozco vivos o había conocido y estaban muertos! La hoz se precipitaba sobre ellos, segándoles, descuartizándoles. Manos y pies escarbaban como para escapar enterrándose, pero venía la hoz y segaba sus uñas. Millares de pelos enloquecidos ahorcaban las cabezas derribándolas mientras piernas, manos y ojos amputados corrían desesperadamente. Y había como una risa loca por todo el campo. No señor, no estoy sudando, no necesito agua, de veras que no necesito. Déjeme reposar unos segundos.

“No estoy loco ni embrujado. Lo digo y lo repetiré hasta que ustedes me crean. La culpa fue del cartero por haberme traído la carta. Vi cosas terribles en sus imágenes. Fíjese que cuando murió mi esposa la dejé bien enterrada y con su buena cruz encima; además, cuando la amortajaron y sin que nadie se diese cuenta, deslicé una pata de conejo en la caja para que tuviera buena suerte. Pero, señor, ¡qué horrible! En la carta vi una fila de hormigas conduciendo a mi mujer hacia una cueva y la metían allí a pesar de que el agujero de la entrada no parecía mayor que un puño de los nuestros. No era lo peor; llevaban su alma detrás en otra anda, y eso me pasmó porque dicen que el alma se escapa con la muerte, pero en esta ocasión las hormigas la tenían cogida y bien amarrada. Entonces no di voces por si la visión desaparecía o por si las hormigas se enojaban y mi mujer salía perdiendo.

“Es verdad, sí; sufría de una congoja terrible en el corazón, pero estaba picado de curiosidad. Vi que las hormigas llegaban a una galería dentro de la cueva y tras depositar a mi mujer en el suelo, aparecían otras hormigas de cabeza gigante que se arrimaban al cuerpo de Elena y eso sí, con mucho cuidado, sacaban pedacitos de su carne que llevaban a unas estancias que les debían servir de almacenes. Estuve a punto de gritar cuando empezaron a hacerlo, pero me contuve, señor, porque veía que mi mujer no protestaba. También noté que el alma parecía haber despertado y buscaba zafarse de las ligaduras mientras otras hormigas se sumaban a las que la retenían para contener sus embates, aunque entendí que lo que el alma pretendía era ponerse de pie para ver lo que sucedía con el cuerpo de Elena.

“Todo aquello parecía durar semanas de años. A veces se veían llegar otros insectos que luchaban con las hormigas que defendían su botín con bravura, pero las incursiones y las escaramuzas eran tantas que terminaban por llevarse algo de mi mujer con gran disgusto mío porque al menos veía lo que las hormigas estaban haciendo, ¿pero qué harían los otros?

“De pronto sucedió algo que me impresionó. Del cuerpo de Elena apenas quedaba el esqueleto. La hormiga que parecía reina dio una orden y una legión de hormigas voladoras asieron el alma de mi mujer y trataron como de meterla en el hueco de su esqueleto. Justo en ese momento me pareció oír la voz de Elena diciendo que se moría y el alma pegaba un brinco enorme y se desasía de las hormigas, desapareciendo. Entonces el pico de la hoz rasgó el techo de la galería, ensartó el esqueleto de mi mujer y lo hizo pedazos. Tuve el sufrimiento de lo horrible, señor. Nunca había visto algo así, y es que en ese punto fue como si la hoz viniese hacía mí y sentí como un golpe en el pecho y caí redondo en un mar de tinieblas. Fue después cuando le grité al cartero que se marchara y se lo dije en los términos que el señor conoce. Cuando me recobré me puse a llorar. Me sentía terriblemente solo; acababa de ver la muerte de mi mujer por segunda vez, es decir, la verdadera vez. Fui a la alcoba y allí estaba la bestia lengüeteando la sangre. Y me ladró y quiso morderme, lo que no pudo hacer porque salí de dos trancos y cerré la puerta. No sé que aullido, si el de la bestia o el del viento, me molestaba más.

“Y por allí estaba la carta persiguiéndome por todas partes con sus visiones. Y aquel olor que se metía en mis huesos enloqueciéndome. Un olor a miel caliente y azufre. Señor, no quiero que usted haga caso a ese hombre que me acusa y dice que no existe la carta, que el cartero no me trajo ninguna carta redonda y que estoy endemoniado. Soy más cristiano que él y quienes me llaman loco o embrujado. Voy a las procesiones y cuando las procesiones van por la Rúa Vieja o la de La Amargura no me quedo en las tabernas del recorrido como hacen los que me acusan, Fíjese que en la Semana Santa reciente llegué tarde a la procesión del Silencio y cerraba una de las filas, pero cuando llegamos a la Colegiata ya estaba de los primeros, detrás del Cristo.

“Créame señor; no me salgo del tema, lo que digo es muy importante y quiero que me crea y me entienda. ¡No señor, no me salgo del tema! ¡Yo pienso! No soy un ilustrado como usted, pero pienso mucho. Comprendo que ustedes cavilen que todo esto es cosa de la imaginación. Soy campesino y cuando mi huerto está listo y me siento a orillas del Burbia a mirar los vuelos del martín pescador y tengo una hogaza y a mis pies una bota de vino, yo pienso porque los campesinos pensamos, señor, y mucho cuando estamos callados, y pensamos muy alto y hasta imaginamos. Pero por lo mismo que se qué cosas son de la imaginación, le digo que la carta no tiene que ver nada con ella.

“Reconozco que la cruz pintada en sangre me atraía como algo santo. Le recé mucho porque tenía miedo de los cuerpos amputados y esparcidos que corrían como enajenados y de la sangre que caía de los unos sobre los otros y esto que vi, no se lo oí a don Patricio cuando habló del Juicio Final en el Sermón de las Siete Palabras como dice ese señor de negro que tanto me acusa porque no fue así, no señor. Había que ver a los pecados de los hombres como demoñuelos corriendo detrás de los cuerpos zapicando y señalándoles. Y por eso terminé comprendiendo que la hoz desparramara sus huesos Todo es tan cierto como que vi a muchas de las personas del pueblo corriendo por el campo mientras la hoz les hacía menudillo y me cuesta hablarle de esto, señor, porque muchos están ya muertos y no lo saben porque aún no han desaparecido y si sigo me van a acusar de perturbar el orden público. Yo sólo sé que me entraron ganas de rezar y de hacer penitencia por si mi muerte estaba cerca. Me saqué el cinto y me di fuerte en el costillar hasta que saltó la sangre. Entonces fui a mi alcoba, abrí la puerta pensando que la bestia saltaría sobre mi como antes, pero debía haberse calmado o recordó que era el amo y sólo me lengueteó las heridas. Entonces fue cuando el cartero llamó a la puerta y se le ocurrió abrir la cancela y la bestia salió y se fue por esas calles ladrando a la gente. No puedo enseñarle la carta, señor, porque ha desaparecido y no quiero pronunciar la palabra misteriosamente porque se van a burlar de mi. Yo sólo sé que la bestia la olió y como había mucha sangre y muerto adentro se enrabietó y siguió el rastro de los moribundos. Fíjese que no lo puedo describir, pero aunque usted no es un hombre del campo, señor, puede imaginarlo.

Habían escuchado pacientemente el relato del campesino y llegado el turno al abogado de la acusación habló de manera firme y con voz clara: “¡Fantasías! El cartero entró cuando el imputado apaleaba a su perro porque había escarbado en la tumba donde había enterrado el cuerpo de su mujer, en el huerto, y estaba descubriendo el crimen. El perro simplemente escapó huyendo de sus malas artes. El cartero no le llevó ninguna carta redonda sino una carta normal de la madre de Elena para su hija. Sabemos que mató a su mujer en la cocina clavando una hoz en su espalda mientras preparaba un asado de conejo. Sabemos que la dio por muerta cuando la enterró, pero la autopsia ha demostrado que estaba viva cuando lo hizo. No sé si está loco o endemoniado. Lo que sabemos es que el encausado cometió un asesinato y es un asesino... “

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